En la infatigable bibliografía crítica sobre Borges hacía falta un libro como este, que sistemática y laboriosamente examina la compleja y voluble postura que sostuvo a lo largo de su vida frente a una de sus bestias negras, su Polifemo personal: don Luis de Góngora. Hablamos de dos escritores de equiparable nivel artístico, dos de las cimas de la literatura escrita en español en cualquier época, y por ello cabe la comparación. En resumen, todo este ensayo es un intento, a ratos desesperado, de contestar la siguiente pregunta: ¿cómo es posible que Borges no entendiera y admirara a Góngora?
Martha Lilia Tenorio –especialista en poesía áurea y novohispana, gongorista y gongorina confesa– se ha salido un poco de su habitual ámbito crítico y académico, el de los Siglos de Oro y la filología, y se ha volcado no solo en la obra de Borges, sino en la bibliografía sobre Borges, que no es pequeño berenjenal (a veces, hasta el exceso: demasiadas citas y referencias a crítica académica borgeana más bien prescindible, que agrega poco al libro y que Tenorio en realidad no necesita). Por lo demás, su lectura de los textos borgeanos se beneficia del mismo rigor y escrúpulo que pone cuando descifra un poema barroco. Acaso –ya me estoy poniendo borgeano–, para un trabajo de esta naturaleza, más un ensayo de crítica que obra filológica, habría convenido una forma más suelta, menos sujeta a las convenciones académicas, sin tantas notas ni referencias.
Debo confesar que, cuando supe de la existencia de este trabajo, comenté en corto a la autora: “espero que no se te haya ocurrido hacer a Borges gongorino porque eso no es posible”. Bueno, pues eso, más o menos, fue lo que se le ocurrió, pero brillante y exhaustivamente. No que ahora piense que Borges y Góngora son los hermanos secretos que nunca supe ver; sigo pensando que son dos mundos, si no antitéticos, radicalmente diferentes y que no hay manera de reconciliar al autor de Ficciones con el de las Soledades (el ensayo, además, se topa con la dificultad de congeniar a Borges con Góngora a pesar de lo expresado en múltiples ocasiones por el primero), pero sí me ha convencido de que la relación es más compleja y ambigua de lo que podría parecer en un principio.
Cuando a un gran autor realmente no le interesa otro, no se ocupa de él ni para refutarlo y no lo relee ni escribe sobre él una y otra vez, como hizo Borges con Góngora. La verdad es que, a pesar de su memorable boutade juvenil a propósito del centenario (“yo siempre estaré listo a pensar en don Luis de Góngora cada cien años”), nunca dejó de tenerlo presente. Uno de los fenómenos más enigmáticos y reveladores de las letras es, no la indiferencia de un gran escritor por otro, sino el franco rechazo, como el de Pascal hacia Montaigne o Tolstoi hacia Shakespeare. Esa clase de animadversión es tanto o más significativa que la más profunda de las afinidades. Algo se subleva al interior de un autor contra otro que representa una visión del mundo y del arte enfrentada a la suya. No es propiamente el caso de Borges y Góngora, que pasa mucho por la incomprensión y el mero gusto, pero algunas diferencias irreconciliables de fondo hay. Toda poética nace de una visión del mundo y de un temperamento y entre las visiones del mundo y los temperamentos gongorinos y borgeanos media un abismo: a pesar de que su poesía no contenga muchos elementos religiosos, Góngora es un católico español del siglo XVI, que acepta sin mayor problema los dogmas, pero cuyo temperamento, ligero y hedonista, lo conduce a una poesía sensual, de goce y celebración de las percepciones sensoriales, del mundo natural; Borges es un ateo o agnóstico moderno que ve al hombre perdido en el mundo como en un laberinto y cuyo temperamento, tímido y más inclinado a los placeres intelectuales que sensuales, nadie podrá acusar de epicúreo. Es difícil reconciliar dos personalidades así. Tenorio misma lo sabe cuando escribe: “yo creo que entre Borges y Góngora hubo un desencuentro de personae, en el sentido clásico del término: entre el optimismo y el hedonismo gongorinos, ese muy pagano sentimiento de la felicidad y del disfrute material de la vida, y la gravedad pesimista y desengañada de Quevedo con su angustiante constatación de la caducidad, Borges se sintió más cómodo tras la persona de Quevedo”.
La tesis principal del libro pasa por el uso de la metáfora: “el núcleo de la estética y del arte de los dos poetas (Borges y Góngora) es el mismo: la formulación de conceptos/metáforas, no como revestimientos o adornos del poema, sino como elementos fundamentales, con valor cognoscitivo, que constituyen la epifanía que es, a fin de cuentas, un texto poético”. Góngora aparte, el libro es un minucioso recorrido por la evolución del pensamiento poético de Borges, desde Fervor de Buenos Aires hasta Los conjurados. En cuanto a su actitud frente al poeta barroco, ciertamente hubo también un cambio: pasó del menosprecio y repudio juvenil (“Góngora –ojalá injustamente– es símbolo de la cuidadosa tecniquería, de la simulación del misterio, de las meras aventuras de la sintaxis. Es decir, del academismo que se porta mal y es escandaloso. Es decir, de esa melodiosa y perfecta no literatura que he repudiado siempre”) a una opinión más serena y ecuánime (reflejada en el poema “Góngora” de Los conjurados que, en mi opinión, no deja de ser una crítica y en el que Borges hace a Góngora arrepentirse de ser Góngora), aunque no faltaron tardíos exabruptos antigongorinos, como los registrados por Bioy en el temible Borges (“estuve leyendo las Soledades y el Polifemo: son activamente feos. Leí todo el Polifemo: es horrible”), pero nunca, me temo, a la genuina comprensión y estima. El Góngora que Borges llegó a gustar fue el de unos cuantos sonetos, pero nunca apreció sus obras mayores. En parte por cierto selectivo anacronismo lector (que en otros casos sabía evitar perfectamente), por no querer entender una estética de otra época; en parte porque simple y llanamente el mundo poético de Góngora le era ajeno y no le interesaba.
And yet, and yet… Es posible que al final, depuesta la animosidad juvenil, Borges de algún modo se reconciliara con Góngora, no porque entonces ya lo entendiera y admirara, sino porque había llegado a admitir que esa “melodiosa y perfecta no literatura” era también literatura. Quizá haya intuido que, como los teólogos enemigos de su cuento, “para la insondable divinidad”, él y Góngora serían una sola persona.
Este año cumplí cuarenta y uno. Es la edad a la que murió Kafka, uno de los solteros más eminentes de la literatura, y me gusta llamarla la edad Kafka. El escritor checo se resistió heroica y dramáticamente al matrimonio durante toda su corta vida, como lo muestra su tormentosa relación con Felice Bauer, pobre chica que no tenía idea de con qué clase de espécimen se había topado y por la que es casi imposible no sentir algo de compasión.
Quizá ningún escritor moderno, con excepción de Kierkegaard, ha estado tan obsesionado con la condición soltera, de lo que brindan abundante testimonio sus diarios, cartas y escritos de ficción. En una hipotética antología literaria de la soltería, su texto “La desventura del soltero” –incluido en su primer libro, Contemplación, publicado en 1913, cuando tenía treinta años– ocuparía un lugar de privilegio en la sección de la soltería pesimista, aunque al final el autor logre tomar un poco de distancia de sí mismo y verse con cierta ironía: “parece tan grave quedarse soltero, y, de viejo, guardando a duras penas la dignidad, pedir acogida cuando se quiere pasar una velada con gente, estar enfermo y, desde el rincón de la propia cama, contemplar semana tras semana la habitación vacía, despedirse siempre ante el portal de la casa, no subir nunca la escalera junto a la propia mujer… Y así será, solo que, en realidad, hoy y en adelante será uno mismo quien esté ahí, con un cuerpo y una cabeza de verdad, y, por tanto, también una frente para golpeársela con la mano”.
Tranquilo, Franz, vas a estar bien.
De hecho, como sabemos, Kafka no fue nunca un soltero viejo y prácticamente murió en brazos de Dora Diamant, joven periodista de veinticinco años (pas mal, Franz), quien siguió a Milena y a Julie, luego de que el asunto con Felice terminara por completo. Siempre me ha llamado la atención que Kafka, con todas sus quejas en relación a las mujeres, en realidad fuera bastante capaz de ligar –lo hizo, por lo menos, una media docena de veces–, sobre todo si lo comparamos con escritores que realmente tuvieron problemas en ese apartado, digamos Leopardi (jorobado, enfermizo, architímido) o Pavese (impotente). Con los cambios sociales experimentados en un siglo, hoy probablemente Kafka sería un soltero sin mayores problemas y no tendría los conflictos que tuvo entonces –con su familia, con su novia, con la familia de su novia– o no en la misma medida. Naturalmente, se las arreglaría para torturarse y consumirse de angustia sobre casarse o no, formar una familia, tener hijos, etc., que, si no, no sería Kafka, pero no estaría sujeto a las presiones familiares y sociales que tanto lo atormentaron.
El origen de la problemática soltería de Kafka era la relación con su obra. Creía firmemente que mantenerse soltero era la condición necesaria para llevarla a cabo. Su vida entera puede entenderse como la lucha desesperada contra las cosas que pudieran alejarlo de la escritura. Escribir era su misión y no iba a permitir que nada ni nadie se atravesara en ese camino, así tuviera que sacrificar la felicidad propia o ajena. Una parte de él, comprensiblemente, buscaba una vida normal, conyugal, familiar, doméstica; otra, la vida salvaje del escritor entregado a su obra. El 21 de julio de 1913, luego de que Felice aceptara su propuesta matrimonial, corrió a escribir en su diario argumentos contra la unión: “3. Necesito estar solo mucho tiempo. Todo lo que he conseguido hacer es producto únicamente de mi soledad. 4. Odio todo lo que no se relaciona con la literatura, mantener conversaciones (incluso si se refieren a la literatura) me aburre, hacer visitas me aburre, los sufrimientos y las alegrías de mis parientes me aburren hasta el fondo del alma… 5. La angustia que me produce la unión, dar el paso. Ya no estaré solo nunca más”. El Esposo vs el Escritor. Ya sabemos cuál ganó.
En homenaje al máximo soltero de la literatura moderna, propongo considerar los cuarenta y uno como la piedra de toque de la soltería. Solo a partir de entonces puede tomarse en serio a un soltero en tanto tal. Naturalmente, la soltería en los veintes no cuenta; es la condición natural, salvo casos graves. A los treinta se puede empezar a concederle cierto crédito y es sin duda la década clave porque entonces, quizá, experimentará en algún momento la tentación de abandonar ese estado de gracia. Pero si logra atravesarla incólume y llega a la cuarentena, entonces sí, podemos estar seguros: estamos frente a un soltero.
Solteros eminentes I. Aquiles, don Quijote, Hamlet
Cuando apenas se me había ocurrido la idea de este ensayo, pensé en una sección dedicada a los grandes solteros de la historia, reales o ficticios, y titularla, a la manera de Lytton Strachey, “Solteros eminentes”. Se me ocurrió, si mal no recuerdo, en la playa, tumbado al sol, y entonces anoté en mi teléfono los tres primeros nombres que me vinieron a la cabeza: Aquiles, don Quijote y Hamlet.
El caso de Aquiles –a diferencia de los otros dos, cuya soltería es incuestionable– puede resultar complicado, pues algunas tradiciones quieren adjudicarle una esposa (Deidamía, la madre de su hijo, Neoptólemo), pero no son muy convincentes. La tradición estrictamente homérica no alude a ningún matrimonio. La verdad, cuesta trabajo imaginar a Aquiles en papel de esposo. En esto es también el gran antagonista de Héctor, que es sin duda elmarido de la épica griega. El troyano es el héroe hogareño, amante y fiel esposo de Andrómaca y responsable padre de familia; el griego, la perfecta máquina soltera. Su caso es único aun entre los aqueos, pues el resto son respetables hombres casados (bueno, no tan respetables): Ulises, Menelao, Agamemnón (a quien más le habría valido no casarse), etc. A Aquiles, por lo demás, se le atribuyen diversos amores y hoy sería tachado de depredador sexual. Era un depredador, sexual y de otras clases. Entre sus víctimas: Deidamía, Briseida, Pentesilea, Políxena, Ifigenia, Helena, Medea, Patroclo…
Aquiles encarna al guerrero perfecto y sus atributos difícilmente son compatibles con las mansas virtudes matrimoniales. Incluso, de acuerdo a algunas versiones tardías del mito, la única vez que contempla la posibilidad de casarse tiene consecuencias fatales. Según estas, Aquiles se habría enamorado de la mencionada Políxena, hija de Príamo, y habría prometido a este pasarse al bando troyano si le concedía su mano. El rey habría aceptado y el acuerdo debía formalizarse en el templo de Apolo. Aquiles habría acudido desarmado y allí habría sido muerto por Paris, escondido tras la estatua del dios. Huelga sacar la moraleja.
La soltería de don Quijote está fuera de toda duda. Nunca se menciona una esposa o hijos y sabemos que vive solo, a los cincuenta años, con una ama y una sobrina. Don Quijote parece más bien un solterón, problemática figura de la que tal vez nos ocupemos después. En realidad, el solterón sería, desde luego, Alonso Quijana, pues don Quijote es un caballero andante que está consagrado al amor exclusivo de una dama, Dulcinea. Algunos de los momentos más cómicos de la novela ocurren cuando don Quijote se topa con alguna mujer joven a la que toma por princesa o noble y teme que se enamore de él y se vea obligado a rechazarla por la rigurosa fidelidad que guarda a su dama. Don Quijote es la antítesis del mujeriego Aquiles y jamás se siente tentado a traicionar a Dulcinea. ¿Piensa alguna vez en casarse con ella? No que nos conste; se da por satisfecho con servirla y el matrimonio seguramente le parecería una meta inaccesible. Pero conjeturemos un poco: si de pronto la posibilidad se abriera, ¿don Quijote daría el paso o no lo daría? Tengo para mí que no, pues en el fondo está consciente de que su relación con Dulcinea depende de la distancia y la idealización. Don Quijote, en todo caso, vive y muere soltero, y eso basta para incluirlo en esta primera galería de solteros eminentes.
Por último, está el Príncipe de la Melancolía, el Soltero Arquetípico, la Radical Máquina Soltera: Hamlet. De acuerdo a las famosas palabras del sepulturero en el acto V, tendría alrededor de treinta años, edad más que casadera para el siglo XVII. Y, sin embargo, el príncipe sigue soltero. Ya esto debería ponernos sobre aviso. Hay en Hamlet un rechazo extremista, visceral, al estado matrimonial. Pero, ¿qué clase de soltero es Hamlet? El príncipe no se aferra a su soltería –a diferencia de, digamos, el duque de Ferrara en El castigo sin venganza de Lope de Vega– para mejor gozar su soltería en términos donjuanescos. Hamlet no es un libertino. Él pertenece al tipo de solteros que buscan, ante todo, preservar su soledad, individualistas radicales que solo pueden vivir consigo mismos. A las variadas teorías sobre su locura, agrego esta: Hamlet no se finge loco para confundir a la corte y desenmascarar a su tío y a su madre, menos aún por amor a Ofelia; Hamlet sabe en qué terminará su relación con ella y se finge loco para no casarse. Honra así su famosa frase, el credo de toda Perfecta Máquina Soltera: “I say we will have no more marriages” (III, I).
Solteros eminentes II. Ramón López Velarde
Ni que decirlo: la primacía indiscutible de la soltería en las letras mexicanas corresponde a Ramón López Velarde. Él es nuestra Perfecta Máquina Soltera.
¿Perfecta? Bueno, no tanto. En Ramón, permítaseme la confianza, había demasiada añoranza del matrimonio y, sobre todo, de la paternidad. Y, sin embargo, nunca se casó ni tuvo hijos, que se sepa, y murió a los treinta y tres de Cristo –otro soltero eminente, por cierto– sin dejar ninguna descendencia, salvo su obra y la poesía mexicana moderna.
Ramón tiene un texto de una página que por sí solo le valdría un lugar en cualquier antología de la soltería, “Obra maestra”, en el póstumo libro de prosas El minutero. El inicio es comparable al de las mejores fábulas de Kafka: “El tigre medirá un metro. Su jaula tendrá algo más de un metro cuadrado. La fiera no se da punto de reposo. Judío errante sobre sí mismo, describe el signo del infinito con tan maquinal fatalidad, que su cola, a fuerza de golpear contra los barrotes, sangra de un solo sitio. El soltero es el tigre que escribe ochos en el piso de la soledad. No retrocede ni avanza. Para avanzar, necesita ser padre. Y la paternidad asusta porque sus responsabilidades son eternas”.
En el resto del texto, Ramón reflexiona gravemente sobre dichas responsabilidades (lo digo sin pizca de ironía; la ironía se me congela cuando leo ese texto). Está claro que para él soltería equivale, sobre todo, a la carencia de hijos, a la negación de la paternidad, que equipara a atributo casi divino, o sea, demoníaco. Había en el poeta, en potencia, un esposo modelo y un pater familias católico, benevolente y responsable, pero también estaba, en acto, el otro, el extremadamente sensual, el esclavo de la carne, el asiduo de las hadas nocturnas que tan bien conoció y lo conocieron. López Velarde era un monaguillo devorado por Eros, un libertino con consciencia de seminarista, y de esa irresoluble contradicción nace la fuerza de su obra.
Mucho se ha especulado por qué Ramón no se casó nunca, pues oportunidades no le faltaron (y cuando lo intentó, lo rechazaron), pero el punto es que no lo hizo. El mecanismo de la soltería era demasiado fuerte en él. Será, para siempre, el príncipe de nuestros solteros.
Solteros eminentes III. Schopenhauer, Nietzsche
Las relaciones entre la filosofía y el matrimonio nunca han sido muy buenas. Desde Sócrates, probablemente. Su esposa, Jántipa, ha pasado a la historia como el modelo negativo de la mujer que no comprende e incordia al filósofo. La lista de solteros en el gremio es larga –Bacon, Descartes, Pascal, Spinoza, Leibniz, Hume, Kant, Kierkegaard y los dos de esta sección, por mencionar solo ejemplos modernos– y lo difícil es más bien encontrar casos de filósofos casados (Hegel, increíblemente, entre ellos). Bacon, por cierto, tiene un ensayo “Sobre el matrimonio y la soltería”, donde afirma algo que toda Perfecta Máquina Soltera suscribiría: “la causa más ordinaria de la soltería es la libertad, especialmente para ciertas mentes caprichosas y hedonistas que son muy sensibles a las restricciones y que incluso consideran los cinturones o los tirantes como poco menos que grilletes y cadenas”.
El caso de Schopenhauer es muy curioso. Unos cuantos aforismos demasiado citados le han creado la fama de ser uno de los grandes misóginos de la historia (un verdadero misógino, dicho sea de paso, es aquel que detesta a las mujeres a tal punto que las rehúye, y en ese sentido Arthur fue un pésimo misógino). Todo empezó, al parecer, con una mala relación con la madre, con la que tuvo un pleito feroz. Sin embargo, la vida soltera de Schopenhauer fue bastante más agitada de lo que uno esperaría del severo filósofo de la voluntad. Veamos: tras unos amores platónicos, perdió la cabeza por una recamarera de Dresden con la que de hecho tuvo un hijo, muerto prematuramente; luego se apasionó con una italiana, Teresa Fuga, por la que dejó de presentarse con Byron porque temía que el poeta, bien conocido Don Juan, se la bajara; después, una corista de Berlín que le hizo ver su suerte con múltiples infidelidades; ya mayor, conoció a la adolescente Flora Weiss, con la que incluso pretendió casarse… En fin, que no tan mal para quien supuestamente abominaba a las mujeres y el sexo.
Nietzsche no se casó nunca, aunque lo intentó con Lou-Andreas Salomé (ella tenía veintiún años y el filósofo rondaba los cuarenta). Zaratustra no niega el matrimonio y la procreación, pero tiene una idea sumamente exigente de ambos: “tú eres joven y deseas para ti hijos y matrimonio. Pero yo te pregunto: ¿eres un hombre al que le sea lícito desear para sí un hijo? ¿Eres tú el victorioso, el domeñador de ti mismo, el soberano de los sentidos, el señor de tus virtudes? Así te pregunto. ¿O hablan en tu deseo el animal y la necesidad? ¿O la soledad? ¿O la insatisfacción contigo mismo?”. El matrimonio y la reproducción, según Nietzsche, solo tienen sentido si son hacia arriba, si con ellos el hombre se mejora a sí mismo, pero nada es peor que la unión que degrada: “aquel era esquivo en sus relaciones con otros, y seleccionaba al elegir. Pero de una sola vez se estropeó su compañía para siempre: su matrimonio lo llama… Muchas breves tonterías –eso se llama entre vosotros amor. Y vuestro matrimonio pone fin a muchas breves tonterías en la forma de una sola y prolongada estupidez”.
Entonces, ¿el Súperhombre se casa o no se casa?, ¿súper marido y padre o Súper Máquina Soltera? La respuesta, quizá, está en “La canción del noctámbulo”, una de las últimas secciones de Así habló Zaratustra: “ ‘yo quiero herederos, así dice todo lo que sufre, yo quiero hijos, no me quiero a mí’, mas el placer no quiere herederos, ni hijos, –el placer solo se quiere a sí mismo, quiere eternidad, quiere retorno, quiere todo-idéntico-a-sí-mismo-eternamente”.
Los Siglos de Oro concluyeron de este lado del Atlántico, en la Nueva España, con un caso absolutamente excepcional. Juana Ramírez nació en San Miguel Nepantla, una hacienda al sur de la Ciudad de México. En la Respuesta a sor Filotea, valiosísimo documento autobiográfico, sor Juana cuenta cómo aprendió a leer a los tres años y cómo desde muy chica la devoraba el deseo de conocerlo todo. La suya era, ante todo, una vocación intelectual. Fue llevada a la corte virreinal, donde deslumbró a los sabios de la época, que la sometieron a examen a petición del propio virrey, el marqués de Mancera. Se hizo religiosa, no por tener genuina inclinación, sino porque rechazaba el matrimonio y aquel era el único estado que le permitía seguir con sus estudios y mantener cierta independencia. Con la llegada en 1680 de los nuevos virreyes, el marqués de la Laguna y su esposa, la condesa de Paredes, empezó una etapa de esplendor para la monja. Los recibió con el suntuoso arco triunfal del Neptuno alegórico y a partir de ahí fueron sus amigos y protectores. Previsiblemente, el brillo de sor Juana provocaba envidias y la censura de quienes creían que se dedicaba demasiado a la poesía profana. Hacia 1690 escribió el único texto que, según ella misma, compuso por gusto, El sueño, su obra maestra y la culminación de los Siglos de Oro. Imitación de Góngora e inconcebible sin las Soledades, la orientación y el contenido intelectual del poema, que trata de la aspiración de conocer, son lo propiamente sorjuanino. Nadie como ella reunió la facultad poética y el deseo del intelecto. En 1695, tras una dramática crisis espiritual y presiones externas que la alejaron de las letras, sor Juana murió atendiendo a las víctimas de una epidemia de peste.
Ya en 1688, el padre Francisco de Florencia escribía sobre Sandoval Zapata en La estrella del norte: “no han quedado de su ingenio y de su pluma más que las cenizas de algunos poemas, pero merece renacer de ellas, para que se eternice la fama, fénix inmortal de la América”. El siglo XX fue testigo de ese renacimiento, aunque sea parcial. Hoy sabemos que Sandoval Zapata nació en la Ciudad de México –“caballero de la más calificada nobleza”, según Florencia–, que estudió en el Colegio de San Ildefonso y fue un poeta muy reconocido en su tiempo, autor de varios poemas a la Virgen de Guadalupe, de una famosa y criollista “Relación fúnebre a la infeliz, trágica muerte de dos caballeros de lo más ilustre de esta Nueva España” (los hermanos Ávila), de numerosos sonetos, varias comedias (perdidas) y un “Panegírico a la paciencia”, cuyo inicio memorablemente reza: “los estoicos que, en estudio penitente de desvelos, misteriosamente relampaguearon avisos de luz en el caliginoso tesón de sombras de la idolatría, apoyaron en las escuelas del padecer los dogmas varoniles de la virtud; siempre tuvieron a la pena por el material del mérito, siempre pensaron que despertó la sabiduría en los regazos de la tribulación”. Este ostentoso estilo es el que encontramos también en sus sonetos, joyas del Barroco novohispano.
Quevedo nació en Madrid, hijo de una familia hidalga de la Montaña, región al norte de España. Estudió en el Colegio Imperial con los jesuitas y, más tarde, en la Universidad de Alcalá. Siendo muy joven, llegó a cartearse en latín con Justo Lipsio, el eminente humanista flamenco, que proféticamente lo llamó “gloria excelsa de los españoles”. Quevedo tenía entonces ambiciones de sabio, filólogo y hasta teólogo. En 1613 viajó a Italia al servicio del duque de Osuna, virrey en Sicilia y Nápoles. Allí desplegó sus habilidades cortesanas y diplomáticas. Había en Quevedo un político y aspirante a estadista, enamorado del poder. La caída de Osuna lo terminó arrastrando y fue desterrado a sus dominios de la Torre de Juan Abad. Después volvería a la corte, a intentar ganarse el favor del conde-duque de Olivares, que obtuvo y luego perdió. Entre tanto, escribe, y apenas deja género sin tocar, en verso y prosa: poesía de todo tipo, comedias, tratados morales y religiosos, políticos, sátiras, obras históricas, biografías, novela, etc. Es, quizá, el escritor más completo de los Siglos de Oro. Repitamos sin resignación la opinión de Borges: más que un hombre, era él solo una literatura. Era, además, áspero, desapacible, amargo, pendenciero, colérico, ofensivo y un genio. En 1639, por causas aún no del todo claras, es detenido y enviado a la prisión de San Marcos, donde pasó más de tres años. Al salir, enfermo y achacoso, vuelve a Madrid y luego se retira a la Torre, donde consume sus últimos días, lúcido testigo de la decadencia del reino y de su propia humanidad. Quevedo fue, ante todo, un gran poeta metafísico. Confrontados a la angustia del paso del tiempo y de la muerte, es a él a quien recurrimos.
El caso del capitán Andrés Fernández de Andrada es uno de los más misteriosos de los Siglos de Oro. Escribió fundamentalmente un solo poema, pero perfecto, inmarcesible, clásico. Nació en Sevilla, donde su padre, Pedro Fernández de Andrada, era al parecer amigo de Herrera y otros poetas. Andrés debió crecer en un ambiente culto y propicio a las letras. Como Garcilaso, Cetina o Aldana, se hizo militar y en 1596 estuvo en la defensa de Sanlúcar de Barrameda, amenazada por los ingleses. De esas fechas data una irónica carta, uno de los pocos documentos suyos que se conservan, en la que critica la torpe dirección militar de sus superiores. El capitán Fernández de Andrada tenía un amigo, Alonso Tello de Guzmán. Era una amistad a la antigua, como la de Orestes y Pílades. Para él escribió la “Epístola moral”, mientras Tello intentaba conseguir un puesto en la corte. Después, este fue nombrado corregidor en la Nueva España y su amigo lo siguió poco después. Aquí desempeñó cargos menores, como contador de bienes de difuntos. Don Alonso murió en 1623, lo que sin duda debió ser una pérdida irreparable para Fernández de Andrada, quien permaneció en la Nueva España. Sabemos que se instaló en Huehetoca, en el actual Estado de México, y que apadrinó a varios niños indígenas, muestra de esa virtud discreta que pondera en la “Epístola”. No se enriqueció en las Indias y él, autor de uno de los mayores poemas de los Siglos de Oro, murió en la oscuridad y hasta en cierta pobreza en 1648, sin que se sepa que haya vuelto a escribir poesía. Leyendo la “Epístola”, maestra del vivir, más de un lector ha sentido la misma aspiración moral: ojalá mi vida pueda algún día parecerse a esto.
La breve vida de Francisco de Medrano parece ajustarse a la aurea mediocritas (“dorada medianía”) que predicaba su admirado Horacio. Nació en Sevilla, en una familia acomodada de comerciantes y banqueros. Entró siendo niño a la Compañía de Jesús, pero nunca hizo los votos definitivos de la orden, que de hecho terminó abandonando, quizá hastiado de los conflictos internos, en los que simpatizaba con los disidentes. Mientras estuvo en ella fue profesor de latín en varios colegios, predicador y confesor. Tras su renuncia, volvió a Sevilla y se refugió en su finca de Mirarbueno, donde llevó esa vida moderada y feliz a la que su naturaleza tendía. No lejos de ahí estaban las célebres ruinas romanas de Itálica, cuya contemplación era un recuerdo constante de la fugacidad de las cosas y que le inspiró un famoso soneto. En la ciudad formó parte del círculo de poetas que se reunía alrededor del noble y mecenas Juan de Arguijo. Una tarde, cuando apenas tendría treinta y siete años, se sintió ligeramente mal, se acostó y murió súbitamente al otro día. Debemos a Rodrigo Figueroa la breve y estremecedora crónica de su muerte: “el día siguiente se hallaban en su aposento algunos amigos, y él con ellos en buena conversación, tan alegre que cantó un romance sentado en la cama y luego pidió un jarro de agua para beber, diciendo que se sentía bueno. Trujéronselo, bebió y luego dijo que le parecía perder la vista de los ojos: acostó la cabeza sobre la almohada, y con un ronquido, sin otra palabra ni obra, despidió el alma”. La obra de Medrano es una devota y personalísima imitación de Horacio. De él heredó la aguda consciencia de nuestra condición efímera y la resuelta voluntad de aprovechar el momento y vivir alegremente el presente.
Algunos autores tienen simplemente biografía, Lope tuvo realmente vida. Sus amores tumultuosos, sus pleitos, sus arrebatos, su creatividad desbordada y, en suma, su energía vital, justifican plenamente el epíteto cervantino: “monstruo de la naturaleza”. Nació en Madrid y asistió al Colegio Imperial y a la Universidad de Alcalá. A los veinte años, poco después de tener el primero de muchos hijos, se alistó como voluntario en una expedición naval a las Azores. De vuelta conoció a uno de los mayores y más tormentosos amores de su vida, la actriz Elena Osorio, que a la larga inspiraría su obra maestra, La Dorotea, y para cuyo padre, empresario teatral, componía comedias. Despechado por haber sido relegado por otro pretendiente, escribió ferozmente contra Elena y su familia. Fue denunciado, puesto en prisión y luego desterrado. Antes de salir al destierro, sin embargo, se raptó a Isabel de Urbina, su futura esposa (primera de varias). Siguió escribiendo comedias y pronto se convirtió en el dramaturgo más exitoso de España. Continuaron sucediéndose las obras, las mujeres, los escándalos, pero en 1614 esta exuberancia llamada Lope decidió que lo suyo era la vocación religiosa y se ordenó sacerdote. Años después declaró a su hijo: “yo he escrito novecientas comedias, doce libros de diversos sujetos, prosa y verso, y tantos papeles sueltos de varios sujetos, que no llegaría jamás lo impreso a lo que está por imprimir; y he adquirido enemigos, censores, asechanzas, envidias, notas, reprensiones y cuidados”. En sus últimos años escribió algunas de sus mejores obras, El caballero de Olmedo y El castigo sin venganza. Murió en 1635. Sus exequias duraron nueve días y el pueblo de Madrid abarrotó las calles al paso del cortejo fúnebre.
Góngora nació en Córdoba, Andalucía, patria de Séneca y Lucano. De un tío materno heredó unas rentas eclesiásticas y posteriormente sería racionero de la catedral, aunque su carácter se aviniera mal con la gravedad religiosa. Estudió en la Universidad de Salamanca, en donde no sin algún exceso se matriculó entre los estudiantes “generosos”, o sea, nobles y ricos. Allí escribió algunos de sus primeros poemas. En 1589, una investigación del obispo de la diócesis levantó una serie de acusaciones contra el racionero Góngora que lo pintan de cuerpo entero: que iba pocas veces al coro, que hablaba mucho durante el oficio divino, que contaba chismes, que iba a los toros y que “vive, en fin, como muy mozo y anda de día y de noche en cosas ligeras, trata con representantes de comedias y escribe coplas profanas”. Mientras tanto, su celebridad poética aumentaba. En las Flores de poetas ilustres (1605) de Pedro Espinosa, Góngora es ya el poeta más representado. Los años de 1612 y 1613 son decisivos. Tras haber cedido algunos de sus beneficios eclesiásticos a un sobrino, dispone de más tiempo libre y se retira a escribir. Compone el Polifemo y las Soledades. La poesía en lengua española cambia para siempre. Uno de sus más fervientes admiradores, Martín Vázquez Siruela, preguntará más tarde: “¿Quién escribe hoy que no sea besando las huellas de Góngora o quién ha escrito verso en España, después que esta antorcha se encendió, que no sea mirando a su luz?”. En sus últimos años, la salud quebrantada, sus problemas económicos se agudizan y muere en 1627. Los siglos XVIII y XIX negaron a Góngora y condenaron su poesía a un largo e injusto purgatorio; el XX lo rehabilitó y devolvió su obra al centro del canon poético en español.
Francisco de Terrazas es considerado el primer poeta de la Nueva España. Su padre, del mismo nombre, fue mayordomo de Hernán Cortés y alcalde de la Ciudad de México. El poeta creció en un ambiente privilegiado, el de la élite de los primeros conquistadores. El virrey Pedro Moya de Contreras se referiría a él más adelante como: “hombre de calidad, señor de pueblos y gran poeta”. Con toda naturalidad, comenzó a escribir la poesía en boga, o sea, la que seguía los moldes italianos, inaugurada por Garcilaso (y así, sin aspavientos, lo que a la postre se convertiría en la poesía mexicana empezó siendo moderna). Aunque no poseamos muchas noticias biográficas, fue un escritor muy celebrado en su tiempo y el mismo Cervantes hizo su elogio en los famosos versos del “Canto de Calíope” en La Galatea: “Francisco, el uno, de Terrazas, tiene / el nombre acá y allá tan conocido, / cuya vena caudal nueva Hipocrene, / ha dado al patrio, venturoso nido”. Algunos de sus poemas fueron recopilados en la antología novohispana Flores de varia poesía y fue autor, además, de un inconcluso poema épico, Nuevo mundo y conquista (en lo que se conserva puede advertirse, no solo la obvia exaltación de la hazaña bélica, sino una simpatía por los indios y hasta una crítica a los excesos de los conquistadores, así como un incipiente sentimiento criollo). No sería exagerado considerarlo el padre de la poesía mexicana.
Una de las cimas de la poesía áurea, san Juan de la Cruz nació en el pueblo de Fontiveros con el nombre de Juan de Yepes, hijo de tejedores de telas. Perdió a su padre cuando era niño y se crio pobremente en Medina del Campo, asistiendo gratis a una escuela religiosa a cambio de pequeños trabajos como servir de monaguillo en misa o enfermero en un hospital. A los veintiún años ingresó a la Orden de los Carmelitas, adoptando el nombre de Juan de Santo Matía. Estudió en la Universidad de Salamanca, en donde cursó lógica, metafísica, ética, entre otras materias. Sin embargo, su vocación era más bien contemplativa y, finalmente, mística. Su encuentro con santa Teresa de Jesús, que lo sumó a su proyecto de reforma del Carmelo, fue decisivo. En 1568, al inaugurarse el primer convento de carmelitas descalzos, adoptó un nuevo y definitivo nombre: Juan de la Cruz. Resultado de los feroces conflictos entre calzados y descalzos, san Juan fue encarcelado en 1577 y allí, en una estrecha prisión, comenzó a componer de memoria el “Cántico espiritual”. Escapó de la cárcel en medio de la noche al año siguiente y se refugió en un convento. En esa época empezó a redactar su propio comentario alegórico al “Cántico”, pero no es necesario tomarlo al pie de la letra, pues como él mismo advirtió: “los dichos de amor es mejor declararlos en su anchura para que cada uno de ellos se aproveche según su modo y caudal de espíritu, que abreviarlos a un sentido a que no se acomode todo paladar”. Siguió desempeñando cargos en la orden hasta que nuevos enfrentamientos derivaron en su cese y la decisión fulminante de exiliarlo a la Nueva España. El exilio no tuvo lugar y san Juan murió en Úbeda, en 1591, antes de cumplir los cincuenta años.
El capitán Francisco de Aldana nació en Italia, donde su padre, Antonio de Aldana, ocupaba un puesto militar. Se educó exquisitamente en Florencia, centro del Renacimiento, en contacto con los círculos neoplatónicos iniciados por Marsilio Ficino y entre cuyos miembros destacaba Benedetto Varchi, docto en filosofía amorosa. El conflicto entre el alma y el cuerpo, entre sensualidad y espiritualidad, álgida cuestión del neoplatonismo, lo sería también de la poesía aldanista. Abrazó la carrera de las armas y combatió en Flandes al servicio del duque de Alba, al que idolatraba. Allí seguramente conoció al gran biblista Benito Arias Montano, al que dedicaría su poema más ambicioso, la “Carta para Arias Montano sobre la contemplación de Dios”. Aldana fue, conjuntamente, poeta de Eros, de Marte y de Apolo. En 1577, Felipe II le encomendó la misión de ir a Portugal y disuadir al rey Don Sebastián de emprender una campaña contra los musulmanes en el norte de África, empresa insensata desde todo punto de vista militar. La personalidad del experto y valeroso capitán causó una profunda impresión en el joven e impetuoso monarca, que insistió en sumarlo a su causa. Finalmente, Felipe II ordenó que lo acompañara. Aldana obedeció, a sabiendas de que se trataba de una misión suicida. Aún intentó, ya internados en África, disuadirlo una última vez, pero a la vista del enemigo fue de la opinión que entonces había que combatir lo mejor que se pudiera, pues ya no existía la posibilidad de retirarse. El capitán Francisco de Aldana, junto con Don Sebastián y miles de soldados portugueses, murió heroicamente en la Batalla de Alcazarquivir, el 4 de agosto de 1578. Su epitafio bien podría haber sido el verso de Petrarca: “un bel morir tutta la vita honora”.
La familia de fray Luis era de orígenes judeoconversos, rasgo que la España de la época no dejaba olvidar con facilidad. Ingresó a la Orden de los Agustinos y se hizo monje en 1544, en Salamanca, cuando tenía alrededor de dieciséis años. Estudió en Alcalá de Henares con el gran biblista Cipriano de la Huerga y desde entonces se fascinó con la interpretación de la Biblia, que leía en sus lenguas originales y cuyo mensaje quiso hacer accesible a todos escribiendo obras en prosa como De los nombres de Cristo. Toda su vida estuvo asociado a la Universidad de Salamanca, en donde fue profesor. Fue al mismo tiempo, refutando el lugar común, un académico y un poeta. La vida universitaria le trajo alegrías y sinsabores. Enemistado con algunos de sus colegas, que veían en su mera presencia una afrenta a su mediocridad, fue denunciado por criticar la traducción del Cantar de los cantares de la Vulgata y encarcelado durante más de cuatro años. Al salir, volvió a la Universidad y, según la leyenda, en su primera clase pronunció la famosa frase: “Decíamos ayer…”. Adoptó como divisa un verso de una oda de Horacio, “ab ipso ferro” (‘del mismo hierro’), que describe cómo una encina, tras ser podada por el hacha, renace más fuerte. El Maestro León, según sus odas, ansiaba una vida de sosiego, modestia y soledad, pero tenía un temperamento combativo, orgulloso y desafiante. Escribió pocos poemas, “obrecillas”, las llamaba él mismo, “que se me cayeron como de entre las manos”. Son, naturalmente, el resultado de un arduo proceso de escritura y corrección. Aparte del deseo de una vida retirada, hay en ellos una profunda fe en la armonía y el orden del universo. Fray Luis es el gran poeta de la harmonia mundi.
Poeta y soldado en la tradición de Garcilaso, tras cuya huella poética floreció su generación, Gutierre de Cetina nació en Sevilla, “de gente poderosa y noble”, según Francisco Pacheco en su Libro de retratos. Se educó en humanidades en su ciudad natal y luego se entregó al ejercicio de las armas al servicio de Carlos V. Entre 1538 y 1548 estuvo principalmente en Italia, en las cortes de Palermo y Milán, y viajando constantemente como emisario y diplomático del emperador. Allí conoció de primera mano a los poetas italianos, cuyo ejemplo siguió, especialmente a Petrarca y Luigi Tansillo. Luego se retiró un tiempo a sus dominios cerca de Sevilla y se dedicó a escribir, adoptando el pseudónimo poético de Vandalio. Hacia 1552 se trasladó a Nueva España, donde su familia tenía intereses comerciales y políticos. Aquí compuso un par de libros de obras de teatro que se perdieron y aquí, escribe Pacheco, “en este tiempo de su felice quietud la invidiosa muerte le aguardó en México, al que anduvo vagando por tantos riesgos de mar y tierra”. Camino de Veracruz para hacer un envío de plata a España, se detuvo en Puebla y allí un amigo suyo, Francisco de Peralta, que cortejaba a una dama (o quizá el pretendiente fuera el mismo poeta), le pidió salir a la calle a tocar la vihuela. Vandalio, poeta del amor, no podía negarse. Fueron asaltados por un rival de Peralta y sus secuaces, y Cetina recibió una grave herida de cuchillo en el rostro que a la postre le costaría la vida. Al llegar la noticias de su muerte a Sevilla, Juan Vadillo escribió: “Vandalio, si la palma de amadores / presumiste llevar, como has llevado, / amando más que cuantos han amado, / ¡cómo podías morir, si no de amores!”.
Segundón de una familia de la aristocracia castellana, Garcilaso estaba excluido de la herencia y debía elegir una profesión que fundamentalmente pasaba por la religión o las armas. Escogió las armas y se puso al servicio del emperador Carlos V, de quien fue contino, o sea, miembro de su guardia personal. Tuvo una esmerada educación cortesana y no sería exagerado ver en él un modelo de las virtudes que Baltasar Castiglione describiera en El cortesano, traducido al español por su amigo Juan Boscán, junto al que comenzó a experimentar con las formas métricas italianas en castellano. Sabía música, idiomas (latín, griego, francés, italiano), esgrima y poseía una sólida cultura humanista. Amó a varias mujeres que seguramente inspiraron sus versos: Guiomar Carrillo, Elena de Zúñiga y, quizá más platónicamente, Beatriz de Sá e Isabel Freyre. En 1532, un malentendido lo apartó del emperador y terminó desterrado en Nápoles al servicio del virrey don Pedro de Toledo. El destierro probó ser fructífero: allí Garcilaso se integró rápidamente a los círculos literarios y humanistas de la ciudad, donde tenía su sede la famosa Academia Pontaniana, y escribió algunas de sus obras de más refinado clasicismo. En 1536 acompañó al emperador en su nueva campaña contra el rey de Francia y, en una pequeña operación militar, al intentar tomar una fortaleza, fue herido de muerte. Atrás dejaba un puñado de sonetos, canciones, elegías y églogas que cambiaron para siempre la literatura en lengua española. Desde entonces, es el príncipe indiscutible de nuestra poesía, el clásico por antonomasia.
En mi adolescencia, pocos libros habré leído y releído más que los Textos cautivos de Borges, las reseñas y notas que publicó en la revista El Hogar entre 1936 y 1939. Entre ellas había unas “biografías sintéticas” en las que en unos cuantos párrafos condensaba magistralmente la vida de un autor. Son alrededor de cincuenta: Virginia Woolf, Edgar Lee Masters, Paul Valéry, Joyce, T. S. Eliot, Kafka, Olaf Stapledon, Evelyn Waugh, Gustave Meyrink, Benedetto Croce… Yo las leía, maravillado por la economía y la concisión narrativas, y secretamente quería imitarlas. La oportunidad me la ha dado ahora la Antología áurea. Poesía de los Siglos de Oro, en la que me pareció útil incluir una pequeña nota biográfica de los poetas incluidos: Garcilaso, Gutierre de Cetina, fray Luis de León, Francisco de la Torre, Fernando de Herrera, Francisco de Aldana, Francisco de Terrazas, san Juan de la Cruz… Las iré publicando aquí, modesto homenaje al género borgeano de la “biografía sintética”.
La poesía escrita en español en los siglos XVI y XVII, conocidos como Siglos de Oro, es la mejor poesía compuesta en nuestro idioma y solo comparable a la de los periodos más brillantes de otras lenguas. Es verdad que el siglo XX fue también extraordinario en el ámbito hispánico y que sin exageración puede ser considerado un nuevo Siglo de Oro, pero apenas es uno y el XXI recién comienza. A la fecha, la época áurea sigue siendo la más prolongadamente brillante, la que fijó los criterios de excelencia poética en español y la que dio al idioma la dignidad de las lenguas clásicas. Una breve nómina bastaría para comprobarlo: Garcilaso de la Vega, fray Luis de León, san Juan de la Cruz, Luis de Góngora, Lope de Vega, Francisco de Quevedo, sor Juana Inés de la Cruz. En el pasado se habló de Siglo de Oro, en singular, abarcando solo parte del XVI y del XVII, pero hace tiempo resulta evidente que debe hablarse en plural, pues en verdad fueron dos siglos prácticamente completos de una altísima tensión poética. Garcilaso, con el que todo empezó, nació a finales del siglo XV o principios del XVI y escribió en las primeras décadas del siglo; sor Juana, su broche (nunca más justamente dicho) de oro, escribió hasta la última década del siglo XVII y murió en 1695.
Como suele ocurrir con los periodos de esplendor de la literatura y las artes, los Siglos de Oro fueron propiciados o coincidieron –al principio, al menos– con el apogeo político, militar y económico de la nación en que se desarrollaron. Al ascender Carlos I, de la familia de los Austrias, al trono de España en 1517, luego coronado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico como Carlos V, comenzó un reinado vertiginoso que se caracterizó por la hegemonía hispánica en Europa y América. El emperador era hombre hábil y enérgico, con la mentalidad de un caballero medieval, que soñaba con una Europa unida política y religiosamente, pero enfrentó no pocas dificultades: la inmediata oposición de las naciones enemigas, notoriamente Francia e Inglaterra; la escisión de la Iglesia católica por parte de los protestantes; la amenaza de los turcos; los conflictos internos. Al mediar el siglo era evidente que no lograría sus propósitos y en 1556 abdicó la corona en favor de su hijo, Felipe II. Dejaba atrás, sin embargo, el legado de una España proactiva, expansiva, internacional. En términos literarios, quizá su mejor representante sea el poeta soldado Garcilaso de la Vega, innovador y cosmopolita; en términos religiosos y filosóficos, favoreció el erasmismo, la corriente de pensamiento derivada de Erasmo de Rotterdam, que buscaba una espiritualidad más sencilla y sincera, menos basada en ceremonias y gestos exteriores, y que pretendía reformar el catolicismo desde dentro.
El reinado de Felipe II fue muy distinto, tanto como lo era su personalidad de la de su padre. Llamado el Prudente, apenas salió de España en su juventud y luego se dedicó a la sobrehumana tarea de administrar sus dominios encerrado en Madrid y, en sus últimos tiempos, en el palacio de El Escorial, que mandó construir. Aún vio ensanchar sus posesiones, pues durante su gobierno fue proclamado rey de Portugal y se hicieron conquistas en Asia, en las Filipinas. Era cierta aquella famosa frase de que en el imperio español nunca se ponía el sol. No obstante, los problemas se agudizaban en todos los ámbitos: económicamente, con bancarrotas periódicas y una deuda creciente; política y militarmente, con rebeliones en los Países Bajos y la simbólica y dolorosísima derrota de la Armada Invencible en 1588 a manos de Inglaterra. Profundamente religioso, Felipe II fue el campeón de la Contrarreforma, la respuesta de la Iglesia católica a la Reforma protestante, y no es casualidad que los escritores más representativos del periodo sean religiosos: fray Luis de León, san Juan de la Cruz, santa Teresa de Jesús. Felipe II murió en 1598. Junto con su padre, habían cubierto casi la totalidad del siglo XVI español.
A partir de entonces, y aunque ya hubiera signos visibles desde tiempo atrás, comenzó una etapa de decadencia. Felipe III, que gobernó –es un decir– de 1598 a 1621, estaba más interesado en el teatro y la caza que en la política y la administración, y dejó el control en manos de su privado (el duque de Lerma, primero, y el duque de Uceda, después), figura fundamental a partir de ese momento, suerte de favorito del rey y quien realmente ejercía el poder. Durante el reinado se buscó con algún éxito la conciliación con las otras potencias europeas, pero era ya la política de una nación debilitada. Sin embargo, el esplendor literario continuaba: es el tiempo de Cervantes y el Quijote, de Góngora y las Soledades, de Lope de Vega y la comedia nueva, del primer Quevedo. A la muerte de Felipe III en 1621, subió al trono Felipe IV, cuyo reinado se extendió hasta 1665, el más largo de los Habsburgo. En la primera mitad del periodo, la figura dominante fue el conde-duque de Olivares, Gaspar de Guzmán, que acumuló notable poder y en vano lanzó una ambiciosa política exterior e interior que tenía como objetivo restablecer la hegemonía española. La monarquía sufrió rebeliones en Cataluña, la separación de Portugal y, en 1659, con la Paz de los Pirineos, la práctica capitulación frente a Francia, que pasaba a ocupar el primer plano europeo. Felipe IV fue un distinguido patrón de las artes, sobre todo de la pintura y el teatro. Es la época de la gran dramaturgia y prosa barrocas: Pedro Calderón de Barca, Diego de Saavedra Fajardo, Baltasar Gracián. A Felipe IV sucedió en el trono, en 1665, su hijo Carlos II el Hechizado (así llamado porque se atribuía a un embrujo su deplorable estado físico y mental, aunque más bien se debiera a las numerosas uniones consanguíneas de la familia), último de los Habsburgo. Si no fuera abusivo, bastaría comparar los retratos que Tiziano hizo de Carlos V con los que Claudio Coello pintó de Carlos II para entender sin necesidad de palabras la decadencia de los Austrias en el trono de España (y habría que tomar en cuenta que el pintor real siempre intentaba beneficiar a sus modelos). El fin era inexorable. Al morir sin descendencia en 1700, la corona pasó a la casa francesa de Borbón. Y, no obstante, del otro lado del Atlántico, en la Nueva España, todavía en este periodo alcanzó a florecer el último de los grandes ingenios de los Siglos de Oro: sor Juana Inés de la Cruz.
El hecho que detonó la gran poesía áurea fue la adopción al español de las formas métricas y estróficas italianas (versos endecasílabos, sonetos, canciones, etc.,). Hasta entonces, el metro dominante había sido el octosílabo, tanto en la poesía popular como en la culta, la llamada poesía “cancioneril”, recopilada en volúmenes como el célebre Cancionero general (1511) de Hernando del Castillo. La irrupción de los nuevos moldes no supuso el abandono de los antiguos y ambos convivieron sin mayores problemas durante mucho tiempo, pero la novedad introducida cambió el rumbo de la poesía. En su origen se encuentra la historia de una amistad que es inevitable recordar aquí. En 1526, en Granada, en la tornaboda de Carlos V con Isabel de Portugal, se encontraron el poeta barcelonés Juan Boscán y el embajador veneciano Andrea Navagero, quien le sugirió que probara escribir poesía en castellano con las formas italianas, lo que contaba con algunos antecedentes (algunos sonetos del marqués de Santillana, por ejemplo), pero que no habían tenido mayores consecuencias. Boscán puso manos a la obra, pero, más importante, sumó al proyecto a su amigo Garcilaso de la Vega, que se entregó “al itálico modo”. Los resultados obtenidos por Boscán no fueron muy notables, pero los de Garcilaso fueron deslumbrantes y decisivos. La poesía en lengua española no volvería a ser igual: había encontrado a su clásico. Garcilaso murió prematuramente, en acción militar, en 1536, y su amigo Boscán poco después, en 1542, pero al año siguiente apareció un hermoso libro, Las obras de Boscán y algunas de Garcilaso de la Vega, verdadero homenaje a la amistad y la literatura, que publicaba por primera vez las obras de ambos.
Muy a propósito, esta antología (que no pretende abarcar la totalidad de la poesía de los siglos XVI y XVII, y que decididamente se inclina por la lírica que surgió tras el contacto italiano) comienza con Garcilaso. En su poesía suelen distinguirse varias etapas e influencias, pero las fundamentales son dos: una, petrarquista (esto es, dominada por el ejemplo de Petrarca y su Cancionero, modelo de poesía amorosa desde el siglo XIV), y otra, clasicista, marcada por el influjo del poeta italiano Sannazaro, autor de la pastoril Arcadia, y, naturalmente, de Virgilio. Por su italianismo y su afán de imitación de los modelos clásicos, Garcilaso es el mejor representante poético del Renacimiento español. A partir de él surgió toda una serie de poetas italianistas (de la generación posterior, por ejemplo, Gutierre de Cetina, cuyo famoso madrigal “Ojos claros, serenos” recoge esta antología, y luego autores como Francisco de la Torre, Fernando de Herrera, Francisco de Aldana, Francisco de Terrazas) que lo seguían en sus temas y en sus formas métricas y estróficas, y prácticamente no hubo poeta posterior de los Siglos de Oro que fuera ajeno a su huella.
Utilizando los moldes estróficos garcilasianos, poetas religiosos como fray Luis de León y san Juan de la Cruz escribieron una poesía muy distinta. Uno de los rasgos más sobresalientes de Garcilaso, muchas veces observado, es su laicismo, la casi total ausencia de referencias religiosas en una época en que el catolicismo lo permeaba todo. La agudizada religiosidad de la época de Felipe II propició la creación de una poesía espiritual. En el caso de fray Luis, se trata principalmente de odas que cantan el anhelo de una vida pacífica y retirada (muy distinta, por cierto, a la aguerrida y agitada que tuvo el autor, cuyos feroces pleitos con sus colegas en la Universidad de Salamanca lo mandaron a prisión varios años con el pretexto de una traducción del Cantar de los cantares) o la armonía del universo en términos neoplatónicos; en el de san Juan, uno de los poetas más extraordinarios de una época de por sí extraordinaria, se trata de poesía mística que canta la unión del alma con Dios, pero que admite una lectura erótica humana, y en la que se dan cita diversas tradiciones poéticas: clásica, bíblica, italianista y popular.
La poesía española del siglo XVII suele caracterizarse como barroca, pero tiene también un rostro clásico. Es verdad que la gran innovación del periodo, llevada a cabo por Góngora y sus seguidores, es quintaesencialmente barroca (compleja, artificiosa, abigarrada, hiperornamentada), pero no dejó de haber espacio para otro tipo de poesía. En la actualidad es quizá difícil imaginar el impacto que causó en los lectores de la época la aparición de Góngora y el gongorismo: un autor que revoluciona, prácticamente él solo, una lengua poética (nuestros referentes más cercanos de algo parecido podrían ser Borges o Rubén Darío). Lo hizo básicamente con dos obras: el Polifemo y las Soledades, dos largos poemas en los que la sintaxis y la semántica españolas parecían querer regresar al latín, llenos de hipérbatos, cultismos, metáforas deslumbrantes, alusiones mitológicas, etc. Góngora suscitó adhesiones y detracciones igualmente apasionadas, pero no le era indiferente a nadie. Típicamente, como suele ocurrir con las grandes innovaciones poéticas, se le acusó de oscuro y confuso. En realidad, su poesía es clarísima, quizá la más clara de los Siglos de Oro, porque una vez descifrada su sentido es diáfano. Es solo la apariencia la que es difícil. Un poeta que tiene una sintaxis y un vocabulario más sencillos como, digamos, san Juan de la Cruz, es en el fondo mucho más difícil de comprender. Una de las claves de la poesía gongorina y de toda la poesía barroca es el concepto, tal y como lo definió Baltasar Gracián en la Agudeza y arte de ingenio (II): “es un acto del entendimiento, que exprime la correspondencia que se halla entre los objetos” (y entre más distante e inesperada sea la correspondencia, mejor). Por ejemplo, cuando en el Polifemo se dice que la caverna donde habita el cíclope es un bostezo de la tierra.
Entre quienes reaccionaron en contra de Góngora y sus seguidores estuvieron los otros dos grandes poetas españoles del período: Lope de Vega y Quevedo. El primero –que triunfaba espectacularmente en el teatro, donde no tenía rival– cultivó una poesía relativamente sencilla, tanto de corte popular como culto, y quizá como ningún otro autor de los Siglos de Oro (rasgo que le da un aire muy moderno) supo involucrarse a sí mismo en su obra, fundiendo su vida personal con su arte. Por ejemplo, sus pasiones amorosas, que no le faltaron, aparecen nítidamente reflejadas, transfiguradas, en su poesía y su prosa. Lope tenía una facilidad prodigiosa para componer versos y esa misma facilidad le hizo incurrir muchas veces en la trivialidad y el derroche, pero cuando se tomaba más en serio lo que traía entre manos creaba obras maestras. El caso de Quevedo es distinto. Para empezar, pertenecía a una generación posterior, pues era casi veinte años menor que Góngora y Lope. Durante algún tiempo, la historia literaria pretendió oponer a Góngora y Quevedo por razones equivocadas (a saber, el primero habría sido el representante del culteranismo, el estilo caracterizado por el uso de cultismos, y el segundo del conceptismo, el que empleaba los conceptos antes explicados, ambas categorías superadas). La oposición existe, pero tiene que ver con razones mucho más de fondo, de mentalidad y temperamento, de formas de ver la vida y las letras. Góngora era un espíritu casi pagano: sensual, físico, hedonista, amable, ligero. No ignoraba, sin embargo, la fe ni la angustia metafísica, como lo muestran algunos de sus poemas finales, en los que podía ser tan religioso o filosófico como el mejor Quevedo, pero no era el rasgo principal de su carácter. Don Francisco, en cambio, era un espíritu atormentado y que se tomaba muy en serio (no que fuera incapaz de la risa, como lo prueba su abundante obra cómica, agresiva y punzante, pero no se le daba tan bien esa virtud cardinal del humor que es saber distanciarse de sí mismo y verse irónicamente, como de manera magistral supo hacer Cervantes). Era brillante, atrabiliario, apasionado, dogmático, atribulado. Ningún poeta en español ha sentido y expresado como él la angustia del tiempo y de la muerte. Fue autor, además de sus versos, de una prosa deslumbrante, lo que aumenta su dimensión como escritor. Góngora y Quevedo, Quevedo y Góngora son las dos cumbres poéticas de los Siglos de Oro.
Sin embargo, como adelantábamos, la poesía del siglo XVII español no fue exclusivamente barroca y también dejó espacio para un sobrio clasicismo, en el que destacan los sevillanos Francisco de Medrano y el capitán Andrés Fernández de Andrada, buenos discípulos de Horacio. El primero lo imitó en odas que cantan una vida sencilla y hedonista; el segundo es autor de uno de los grandes poemas de los Siglos de Oro, la Epístola moral a Fabio, un poema clásico, perfecto, ajeno a los vaivenes del tiempo. En ella exhorta a su amigo Alonso Tello de Guzmán a abandonar las ambiciones mundanas y abrazar una vida modesta y serena. No solo es una gran obra de arte (pues su aparente sencillez no es menos ardua de lograr que los más artificiosos efectos barrocos): es un modelo de vida.
Fernández de Andrada se trasladó a la Nueva España siguiendo a su amigo y aquí murió, oscuramente, en 1648. Precisamente ese año, en el virreinato, nacía la última luminaria de los Siglos de Oro, sor Juana Inés de la Cruz (novohispanos fueron también Francisco de Terrazas y Luis de Sandoval Zapata, ambos incluidos aquí). El hecho es significativo: lo que empezó con un soldado castellano a principios del siglo XVI terminó con una monja novohispana a finales del XVII. Hombre y mujer, metrópoli y colonia, cuartel y convento: todo unido por la poesía y un idioma que emergería de esos dos siglos como lo que es hoy, una de las principales lenguas del planeta, con prácticamente 500 millones de hablantes nativos en la actualidad. Todos ellos, sin distinción de nacionalidades, son los herederos legítimos de la tradición poética de los Siglos de Oro, pues la lengua es su patrimonio común. Sin embargo, para reclamar una herencia cultural o literaria es preciso conocerla, hacerse merecedor de ella mediante el conocimiento y el trato, y ese es el propósito de una antología como esta, dirigida principalmente a un público joven: poner en sus manos una pequeña muestra de la mejor poesía escrita en su idioma, ayudarlo a entenderla y apreciarla.
Como mencioné anteriormente, la Antología áurea no tiene la intención de abarcar la totalidad de la poesía de los Siglos de Oro (para lo cual hubiera tenido que ser mucho más amplia e incluir, por ejemplo, la poesía popular, como el romancero; la poesía culta de tradición castellana; la épica; la poesía cómica, etc.,), sino de representar lo mejor de la lírica que surgió a raíz de la adopción de las formas italianas, que es, en definitiva, el hecho que dio pie a los Siglos de Oro en lo que a poesía se refiere. Para elaborarla, aprovechando los medios digitales actuales, me he basado en los mejores impresos (primeras ediciones, sobre todo) y manuscritos originales de los siglos XVI y XVII, cotejándolos, naturalmente, con las más rigurosas ediciones modernas. He modernizado la ortografía, pero respetando el aspecto fónico y las exigencias métricas. He limitado las notas a las de carácter léxico para aclarar el significado de ciertas palabras y a algunas explicativas (del sentido de ciertos versos, históricas, mitológicas, etc.,), siempre lo más concisas posibles y pensando en un lector que no necesariamente está familiarizado con la lengua y el mundo de los Siglos de Oro. Su única intención es darle los elementos necesarios para comprender adecuadamente el poema.
Para terminar estas Memorias de un leedor, he elegido un libro que en cierto modo es su cifra, pues trata precisamente de la obsesión de la lectura. De las novelas del aún incipiente siglo XXI, El mal de Montano es una de las que más me ha deslumbrado y su autor, Enrique Vila-Matas, uno de los pocos escritores contemporáneos que me he sentido impulsado a leer completo varias veces y que he incorporado a mi panteón literario personal.
Empecé a leer y escuchar elogios de Vila-Matas a finales del siglo pasado (a raíz, sobre todo, de la Historia abreviada de la literatura portátil) y, como suele ocurrir en estos casos, desconfié. Todos los lectores tenemos formado un cierto paisaje literario y la irrupción de un nuevo autor relevante puede resultar incómoda, pues nos obliga a reacomodar el paisaje. Más fácil, más perezoso, más prejuicioso, es restarle importancia a lo nuevo y esperar que el paisaje siga igual (en el fondo, quizá queremos que nada cambie). Es cierto que muchas veces las supuestas grandes novedades son llamaradas, pero, en ocasiones, no, y esta era una de ellas. Leí, pues, la Historia abreviada, pero confieso que me dejó algo frío; me pareció un libro original, ligero, divertido, pero hasta ahí. No seguí leyendo a su autor, pero, años después, se me atravesó El mal de Montano y, entonces sí, me tiró del caballo. Cuando me levanté, estaba total e irremediablemente envilamatado.
El mal de Montano ganó el Premio Herralde de la editorial Anagrama en 2002, pero yo lo leí años después en la edición de bolsillo (Barcelona, 3ª. edición, 2009). Este quizá sea el momento para decir que, para los lectores de mi generación, la mejor narrativa contemporánea es casi sinónimo del catálogo de Anagrama, cuyas colecciones amarilla (Panorama de Narrativas) y gris (Narrativas Hispánicas) se volvieron casi un fetiche. Allí hemos leído, entre otros, a Antonio Tabucchi, Claudio Magris, Martin Amis, Michel Houellebecq, Paul Auster, Patricia Highsmith, Roberto Calasso, Roberto Bolaño, Ricardo Piglia, Pedro Juan Gutiérrez, Álvaro Pombo, Javier Marías, Juan Villoro, Álvaro Enrigue y un prolongado etcétera.
Me llevé el libro a unas pequeñas vacaciones en Parras, Coahuila –un pueblo en medio del desierto rodeado de viñedos, sede de la benemérita Casa Madero– adonde fui en compañía de Daniela y Enrique, entonces dos estudiantes. No es raro que un profesor de literatura, cuando existe un genuino amor compartido por esta, establezca con sus alumnos una amistad, una complicidad, que quizá no sea tan común fuera de las artes o las humanidades. El joven que estudia literatura con auténtica vocación percibe de manera inmediata cuando está frente alguien que comparte su pasión vital y que, por simple motivos cronológicos, la ha desarrollado un poco más. Puede existir, al principio, una pura admiración que luego, si el trato se ahonda, deviene también en afecto y amistad. El lazo que se forma entonces es único y no se parece a ningún otro. Por esto me alegra que el descubrimiento de un libro que es un gran homenaje a la lectura ocurriera en un viaje cuyo origen fue la amistad nacida precisamente por el amor a la lectura.
En Parras, pues, en el corredor de la Posada Santa Isabel, abrí El mal de Montano y leí: “Soy un enfermo de literatura. De seguir así, esta podría acabar tragándome, como un pelele dentro de un remolino, hasta hacer que me pierda en sus comarcas sin límites. Me asfixia cada vez más la literatura, a mis cincuenta años me angustia pensar que mi destino sea acabar convirtiéndome en un diccionario ambulante de citas”. Tuve que cerrar el libro y hacer una pausa, gesto que se repitió varias veces a lo largo de la lectura: “Caray –me dije–, esta es la novela de un leedor”.
El mal de Montano –todo Vila-Matas– es archiliterario; la obra de un hombre, diría Borges, “podrido de literatura”, y quizá solo otros podridos como él pueden apreciarla cabalmente. Vila-Matas es un escritor originalísimo, dueño de un mundo personal inconfundible (la seña de todo verdadero artista), que se fue desarrollando lentamente a lo largo de sus libros hasta alcanzar la plena madurez literaria: primero fue el autor experimental, vanguardista, de títulos como Mujer en el espejo contemplando el paisaje o La asesina ilustrada; luego el narrador solvente, clásico, de Impostura; después el escritor shandy, lúdico, de la Historia abreviada o Una casa para siempre; más tarde el nihilista cómico, desesperado, de Hijos sin hijos y Lejos de Veracruz; el novelista consumado de El viaje vertical y, finalmente, el maestro literario de Bartleby y compañía, El mal de Montano y París no se acaba nunca (y ha seguido y sigue, en permanente evolución, pero con estas tres obras me parece que alcanzó su cenit).
El mal de Montano es la enfermedad del leedor, de aquel tan infectado de literatura que ya no tiene una vida al margen de ella. Lo normal –diríamos, lo sano– es que el lector, si bien mantiene una relación cercana y fecunda entre su vida y sus lecturas, las conserva separadas. Para quien padece el mal, eso no es posible. El enfermo del mal de Montano, para empezar, lee demasiado; no es que lea de vez en cuando, para relajarse o pasar el rato, como una actividad secundaria, sino que leer se convierte en su actividad principal. Poco a poco –como en el caso de Alonso Quijano, el Leedor ante el Altísimo– la literatura empieza a apoderarse de su vida y, para cuando se da cuenta, si no se ha vuelto loco, se ha hecho uno con ella. Toda su vida pasa a través del tamiz de la literatura. Vive para leer y lee para vivir. Al principio, esto puede suponer un motivo de angustia, como apunta el narrador de la novela. No es normal tener esa clase de relación con la literatura y la ficción, y a veces se puede tener la impresión de que estas acabarán devorándonos. Sin embargo, como ocurre al propio protagonista, gradualmente nos damos cuenta que el mal es, en realidad, una fortaleza y que, si bien no se eligió adquirirlo, es la única forma de vida posible. En una reflexión que podría haber hecho Tonio Kröger, el narrador concluye: “por eso ahora puedo decir tranquilamente que, entre la vida y los libros, me quedo con estos, que me ayudan a entenderla. La literatura me ha permitido siempre comprender la vida. Pero precisamente por eso me deja fuera de ella. Lo digo en serio: está bien así”. Y, más adelante, comentando una cita del personaje de El hombre sin atributos de Robert Musil, la aceptación se convierte en celebración: “ ‘nuestra vida debería ser total y únicamente literatura.’ Aplausos para Ulrich. Me pregunto por qué seré tan estúpido y llevo tanto tiempo creyendo que debería erradicar mi mal de Montano cuando este es lo único valioso y realmente confortable que poseo”. Y es que, para unos cuantos seres extraños, para los leedores, el mal de Montano es el único modo de estar vivos.
Aparte de la manía leedora, el rasgo que me hace más simpático a Vila-Matas y que lo vuelve parte de mi familia favorita de escritores (Montaigne, Cervantes, Sterne, Stendhal, Alain) es su voluntariosa apuesta por la alegría. En París no se acaba nunca cuenta cómo fue la transición del joven fascinado por el pesimismo y la tristeza –típico defecto juvenil, por lo demás– al que sospechó que quizá era mejor intentar vivir con toda la fuerza y el placer de que seamos capaces: “tal vez lo elegante era vivir en la alegría del presente, que es una forma de sentirnos inmortales. Nadie nos pide que vivamos la vida en rosa, pero tampoco la desesperación en negro. Como dice el proverbio chino, ningún hombre puede impedir que el pájaro oscuro de la tristeza vuele sobre su cabeza, pero lo que sí puede impedir es que anide en su cabellera… Ahora pienso que no es elegante sino de verdaderos cataplasmas estar en el mundo sin experimentar la alegría de vivir”.
La apuesta tiene más mérito porque hay en Vila-Matas una evidente tendencia a la melancolía, pero, en lugar de regodearse en ella, como hacen los espíritus irremediablemente tristes, la resiste, como en el estupendo final de Kassel no invita a la lógica, en la que el protagonista, tras un ataque nocturno de depresión en el que ve todo negro, es rescatado por la mañana y la luz del sol.
Tiempo atrás, mi admiración por Vila-Matas me llevó a componer un breve Diccionario Vila-Matas (descargable gratis aquí). Una obra tan peculiar como la suya incluye muchos términos propios y otros ordinarios que revisten un significado especial: autoficción, bartleby, conferencia, espía, fiesta, huida, lentitud, portátil, shandy, etc. Siguiendo el ejemplo de su magnífica página de internet, primero lo colgué en la red y luego apareció en forma de libro.
Hace pocos años, en Barcelona, tuve la inesperada oportunidad de conocer a Vila-Matas, pero preferí no hacerlo. Iba yo camino a la librería +Bernat, en la calle de Buenos Aires, y de pronto lo vi entrar. Mi primer impulso fue acercarme y presentarme o saludarlo, pero me contuve. Ni siquiera entré a la librería. En vez de eso, me quedé afuera e hice lo vilamatianamente lógico: lo espié. Plantado frente a la vidriera, lo vi hojear las novedades sobre las mesas, saludar a una persona y luego perderse en el fondo de la librería. Después recordé una de sus citas favoritas: sea lo que sea, lo mejor es largarse. Y me fui.
La noche del 22 de mayo de 2018, con el sueño espantado por los mosquitos, encendí mi teléfono para repasar los periódicos –hace veinte años hubiera tomado un libro, por cierto– y comprobar que el mundo no se había caído desde la última vez que los revisara, o sea, hacía apenas unas horas. Entonces vi la noticia en The New York Times: Philip Roth acababa de morir en Manhattan.
Tenía –tengo– por Roth una admiración que normalmente siento por escritores de otros siglos o generalmente muertos, y siempre me pareció un poco increíble ser su contemporáneo, la pueril idea de que, al mismo tiempo que yo llevaba a cabo mi ordinaria vida cotidiana, Philip Roth estuviera en algún lugar haciendo algo. Llegué relativamente tarde a su obra y es una prueba más de que un autor leído en la edad adulta y ya con muchas páginas recorridas puede igualmente suponer un gran impacto. En realidad, yo había leído en mis veintes Mi vida como hombre, pero, aunque me gustó, no di continuidad a la lectura del resto de su obra. Recordaba también, en 2006, las mesas de novedades de las librerías norteamericanas tapizadas de Everyman, uno de sus últimos libros y pequeña obra maestra.
Roth ha sido adaptado al cine, en general con poca fortuna, pero debo a una de esas regulares adaptaciones su redescubrimiento. Un fin de semana, en 2009, entré a ver por casualidad Elegía de Isabel Coixet, adaptación de El animal moribundo, con las actuaciones de Ben Kingsley y Penélope Cruz. Aunque el film sentimentaliza y traiciona el espíritu de la novela, de cualquier forma me gustó y me remitió a esta. Cuando la leí, supe que estaba enganchado a un nuevo autor.
La novela es la tercera y última entrega de la saga de David Kepesh, uno de los alter ego de Roth (la primera es El pecho y la segunda El profesor del deseo). En ella, Kepesh, crítico literario y profesor casanova, rememora una de sus últimas aventuras con la joven Consuela, hija de inmigrantes cubanos. Acostumbrado a este tipo de affaires, Kepesh suele mantener la distancia y no involucrarse demasiado, pero ahora, a las puertas de la vejez, Consuela le hace perder el equilibrio y adentrarse en los infiernos de la pasión y los celos. Como de costumbre, Roth hace un análisis detenido del poder de eros y, característica de sus últimas obras, del deseo en el umbral de la vejez y la muerte. Conseguí el resto de la saga y entonces leí El profesor del deseo (Random House Mondadori, México, 2008). Esta no es, seguramente, la mejor novela de Roth (mejores son, por ejemplo, La lección de anatomía, Contravida y El teatro de Sabbath), pero fue una de las primeras que leí y de las que me tocó más de cerca, y es por eso que la he elegido.
El profesor del deseo es la Bildungsroman de Kepesh. En ella asistimos al proceso de formación del hedonista irredento –“libertino entre los eruditos, erudito entre los libertinos”, como gusta definirse–, pero que aún no acaba de hacerse a la idea, como parece haberlo hecho en El animal moribundo, de que nunca sentará cabeza y que sus relaciones serán siempre pasajeras, y que se las ve negras por esto. Roth poseía un conocimiento escalofriantemente exacto de cómo funciona el deseo masculino: su mutabilidad, su inexorable hartazgo, su permanente búsqueda de nuevos estímulos.
Kepesh es, ante todo, un profesor de literatura, vocación no menos rara, cuando es verdadera, que la del genuino escritor. Sin embargo, dista de ser un profesor convencional y concibe un proyecto inaudito de involucrarse íntima, personalmente con su clase. Tras sobrevivir a una violenta crisis sentimental y erótica, Kepesh se dispone a dar un curso universitario en Nueva York. Ha decidido que la temática gire en torno al deseo y para ello hará que sus alumnos lean novelas como Madame Bovary o La muerte en Venecia. Sin embargo, no solo hará eso, sino que, además, relatará a sus estudiantes, con lujo de detalles, la crisis por la que ha atravesado, exhibiéndose frente a ellos por completo. De viaje en Praga (adonde ha ido a seguir las huellas de Kafka) antes de iniciar el curso, una noche en el hotel prepara el discurso que pronunciará en la primera clase y que constituye, de hecho, toda una poética de la enseñanza. Cuando lo leí, me dieron ganas de enmarcarlo. Me permito citar extensamente el final: “Me encanta enseñar literatura. Pocas veces me siento tan feliz y contento como cuando estoy aquí con mis páginas de anotaciones y mis textos llenos de marcas y con personas como ustedes. En mi opinión, no hay nada en la vida que pueda compararse a un aula. A veces, en mitad de un intercambio verbal –digamos, por ejemplo, cuando alguno de ustedes acaba de penetrar, con una sola frase, hasta lo más profundo de un libro–, me viene el impulso de exclamar: ‘¡Queridos amigos, graben esto a fuego en sus memorias!’. Porque una vez que salgan de aquí, raro será que alguien les hable o los escuche del modo en que ahora se hablan y se escuchan entre ustedes, incluyéndome a mí, en esta pequeña habitación luminosa y yerma. Ni es tampoco muy probable que encuentre fácilmente en algún otro sitio la oportunidad de expresarse sin embarazo sobre lo que más importaba a hombres en tan buena sintonía con la lucha por la vida como Tolstoi, Mann o Flaubert. Dudo de que se hagan ustedes una idea de hasta qué punto resulta emocionante oírles hablar, muy en serio y muy sensatamente, sobre la soledad, la enfermedad, la añoranza, el quebranto, el sufrimiento, el desengaño, la esperanza, la pasión, el amor, el terror, la corrupción, las calamidades y la muerte… Por expresarlo del mejor modo posible: lo que la iglesia es para el verdadero creyente, lo es la clase para mí. Hay quienes se postran de rodillas el domingo… Yo me presento tres veces por semana, con la corbata alrededor del cuello y el reloj encima de la mesa, a enseñarles a ustedes los grandes relatos. Mis queridos alumnos, he cabalgado a lomos de una gran emoción este año. También de eso hablaremos. Entretanto, si es posible, tolérenme ustedes esta actitud tan amplia y tan capaz. De hecho, lo único que quiero es presentarles mis credenciales para enseñar Literatura 341. Parte de estas revelaciones les parecerán a ustedes de mal gusto, indiscretas, poco profesionales, pero, así y todo, me gustaría, con el permiso de todos ustedes, proceder a continuación a ofrecerles un relato abierto de mi vida anterior como ser humano. Soy un auténtico devoto de la narrativa, y les aseguro a ustedes que a su debido tiempo les contaré todo lo que sobre ella sé, pero, en realidad, nada en mi interior vive tanto como mi vida”.
La primera vez que leí estas palabras casi me voy de espaldas: esto es ser un profesor –me dije–, esto es realmente enseñar literatura. Ponerte a contar a tus alumnos tu vida privada es probablemente un exceso, pero creo entender perfectamente lo que Roth, que dio clases muchos años, quiso decir. Cuando enseñas literatura, todo se vuelve personal, íntimo, y, si no es así, lo estás haciendo mal. Entendería que si tu materia es contabilidad o derecho fiscal seas capaz de trazar una línea clara entre tu actividad docente y tu vida, que termines de dar tu clase, salgas del aula, te olvides un poco de números e impuestos y te pongas a vivir, pero si enseñas artes o humanidades esto no es posible. No hay vida, por un lado, y enseñanza, por otro, pues enseñas la sustancia de la que estás hecho. Enseñar literatura no debe ser nunca una mera cuestión académica, profesional o laboral, sino vital. Enseñar literatura debe ser, ante todo, mostrar cómo esta ilumina la vida y nos la hace comprender mejor y más lúcidamente.
Así como Kepesh está involucrado hasta la última fibra de su cuerpo en la enseñanza, Roth lo está en su escritura. Quizá lo más admirable sea cómo –a través del juego de identidades de sus personajes, todos escritores: Nathan Zuckermann, David Kepesh, “Philip Roth”– fundió por completo persona y obra, vida y literatura, realidad y ficción, autobiografía y novela. Como Borges o Nabokov, Roth es un autor eminentemente literario y su tema de fondo es, quizá, la relación entre el escritor y su obra; en él, la literatura se mira al espejo y se interroga a sí misma.
Muchas veces me he preguntado quién sería Philip Roth realmente detrás de todas esas máscaras (a Pessoa, sobra decirlo, le habría encantado). Tal vez la mejor definición la haya dado Zuckermann en el epílogo a Los hechos. Autobiografía de un novelista, en el que el personaje interpela a su creador: “creo que has escrito metamorfosis de ti mismo tantas veces, que ya no tienes idea de quién eres o fuiste alguna vez. Por ahora, lo que eres es un texto que camina”. “A walking text”, un ser hecho de palabras. ¿Qué mejor definición para un escritor?
La lectura tiene sus hados, que obran misteriosa y, a veces, providencialmente. Alguno de ellos dispuso que yo leyera, el mismo año, el Libro del desasosiego y los Ensayos de Montaigne, la obra de la desolación y la obra de la dicha. Con los Ensayos llegamos al corazón de estas memorias porque se trata, tal vez, de la lectura decisiva de mi vida. En cierta forma, creo que todas mis lecturas anteriores no fueron sino una serie de pasos previos para llegar a esta y si de todos los libros que he leído tuviera que escoger uno solo, probablemente sería este.
Es un fenómeno raro y que no necesariamente ocurre a todos los lectores, incluso a quienes han leído mucho: encontrar el libro, aquel que nos define y marca por completo. Es un momento único, privilegiado, aquel en el que el lector encuentra su libro y el libro a su lector. Siempre me ha gustado la idea, de la que Ricardo Piglia habla en Blanco nocturno, del libro destinado, aquel que parece hecho para nosotros, personalmente, y que puede estarnos aguardando al fondo de un largo pasillo de siglos y volúmenes.
Las circunstancias en las que leí los Ensayos fueron también excepcionales. Fue la segunda gran lectura de aquel año de “retiro” y no podía haber sido más contrastante. Yo, naturalmente, había leído los Ensayos antes (no todos, en realidad, solo los más famosos). Me quedaba claro que era un clásico, lo había admirado vagamente y hasta ahí. O sea, lo leí por encima, superficialmente; o sea, en realidad no leí nada. ¡Cuántos libros, y no pocos clásicos, leemos de este modo! Creemos conocer a Dante, a Cervantes, a Shakespeare, a Montaigne. ¿De veras los hemos leído? ¿Los hemos comprendido cabalmente y vuelto parte de nuestro ser? La mayoría de las veces, me temo, nos hemos enterado de qué van y ya.
Montaigne es, además, un autor para cierta edad. No tiene mucho caso leerlo, digamos, antes de los treinta (yo tenía treinta y tres cuando hice esta lectura, o sea, cinco menos de la edad que él tenía cuando comenzó a escribir su obra). Está bien leerlo antes, claro, para irlo conociendo y saber que existe, pero sobre todo para después, pasado algún tiempo y acumulada cierta experiencia de vida y lectura, leerlo realmente. Ese, por cierto, es un concepto clave en el mundo de Montaigne: experiencia. No en balde el último de los Ensayos, epítome de toda la obra, se titula precisamente así. Los Ensayos exponen en su totalidad la experiencia vital de un hombre y demandan al lector, para que pueda establecerse un diálogo fructífero, que ponga la suya sobre la mesa.
El libro en el que leí los Ensayos fue la edición de Obras completas de La Pléiade, la preparada por Albert Thibaudet y Maurice Rat (Gallimard, París, 1980), que había comprado en París años atrás con algún bouquiniste. Estaba en perfecto estado, con su cubierta de plástico y sospecho que casi intocada. El año que pasé en Francia compré los Pléiade que pude, todos de segunda mano (Rabelais, Descartes, Pascal, Stendhal…). Debería detenerme aquí a hacer el elogio de esa colección, aunque ya se haya hecho muchas veces, que, en su presentación material (el papel biblia, la pasta en piel, la tipografía, etc.,) y el escrúpulo con el que está cuidada, cifra de algún modo toda la civilización del libro. Tener en las manos un volumen de La Pléiade y hojearlo comunica de inmediato, de manera física, el valor de esa civilización que hace no mucho se pretendía que fuera rápida y completamente sustituida por las pantallas. Unas memorias de lectura como estas –en las que son indispensables los libros concretos, materiales, con sus formas, colores y olores– serían impensables en esa dudosa utopía, que por suerte no viviré. Quizá, sin tener mucha consciencia de ello, escribo un documento histórico, una reliquia; quizá un lector de un futuro no muy lejano, si llegara a leer esto, se asombraría: “¡Mira cómo les gustaban los libros!”.
Además de la edición de La Pléiade, tenía a la mano la clásica traducción de Constantino Román y Salamero en tres volúmenes de Iberia, en la colección Obras Maestras, con su simpático logo de un ratón mordisqueando un libro. Así, pues, con estas dos ediciones, diccionarios y lápiz en mano, pasé algunos meses en la compañía casi exclusiva de Montaigne. Apenas hacía otra cosa y casi no salía de la casa. Leía, lentamente, maravillado a casi cada página. Experimenté lo que muchos lectores de Montaigne, del siglo XVI a la fecha, han experimentado: el asombro y la gratitud –el agradecido asombro– de irme descubriendo en esas páginas escritas por un hombre hace más de cuatrocientos años. Montaigne, ya se sabe, salió a buscarse a sí mismo y nos encontró a todos. ¿Cómo era posible? A responder esta pregunta, a razonar mi admiración y a compartirla he dedicado un pequeño libro que espero publicar próximamente, así que no intentaré resumir aquí lo dicho allá, pero sí quiero apuntar algunas razones por las cuales el encuentro con Montaigne fue para mí decisivo.
La palabra encuentro es justa porque, al leer los Ensayos, más que sencillamente leer un libro, uno tiene la impresión de tener enfrente una persona, de carne y hueso, y hablar con ella. Es una impresión que han tenido muchos lectores de Montaigne a lo largo de la historia y que Stefan Zweig supo expresar muy bien: “No tengo conmigo un libro, una literatura, una filosofía, sino a un hombre del que soy hermano, un hombre que me aconseja, que me consuela y traba amistad conmigo, un hombre al que comprendo y que me comprende. Si tomo los Ensayos, el papel impreso desaparece en la penumbra de la habitación. Alguien respira, alguien vive conmigo, un extraño ha entrado en mi casa, y ya no es un extraño, sino alguien a quien siento como un amigo”.
Pocos libros transmiten con tanta fuerza la personalidad y la humanidad de su autor como los Ensayos. Aquí, como dijo el propio Montaigne, no se puede separar la obra de su hacedor y “quien toca una toca al otro” (II, III).
Con los Ensayos, Montaigne emprendió un proyecto que, aunque se le pueden buscar antecedentes (Séneca, san Agustín, Petrarca), era más bien inédito. Como afirma en el justamente famoso prólogo “Al lector”: “pintarse a sí mismo”. Montaigne llevó a cabo una de las más radicales y completas ejecuciones del célebre oráculo de Delfos y aspiración socrática: conócete a ti mismo. Para hacerlo, recurrió a una forma que no existía, que tuvo que inventar justamente con este fin, el ensayo. Es uno de los mayores méritos de Montaigne: haber creado su propio género. No existía el ensayo, propiamente hablando, antes de que este caballero francés lo creara en sus dominios del Périgord. A ningún otro género literario se le puede atribuir una paternidad tan clara e indisputable como a este. No se puede hablar del inventor del poema, la novela o el drama; del ensayo, sí, Michel de Montaigne. Por otro lado, y a diferencia de la mayoría de los autores, no se dispersó ni prodigó en diversas obras más o menos circunstanciales y apostó todo a una sola, única y esencial. Una vida, un hombre, un libro.
El propósito es el autoconocimiento y el retrato de sí mismo. Para esto, Montaigne ensayará sobre todas las cuestiones posibles (la amistad, los caníbales, la presunción, unos versos de Virgilio, la vanidad, etc.). En el fondo, el tema siempre es él, el hombre Montaigne, que se examina escrupulosamente hasta el último de sus recovecos. Pronto surge lo obvio, que podría haber sido fuente de desesperación, pero que el ensayista acepta como parte inherente a la condición humana: no hay fijeza, no hay estabilidad en el hombre, estamos en perpetuo cambio y movimiento, y el yo de ayer es otro. No importa; pintará entonces el tránsito. Solo en el ensayo, ese género libérrimo y sin ataduras, ágil y ligero, podrá lograrlo.
En los capítulos anteriores, el lector habrá advertido mi predilección por esa minoría de autores –auténticos happy few– que buscaron y predicaron la alegría. Montaigne los encabeza a todos y esta es la principal razón de mi amor por él. Su obra bien pudo llamarse los Ensayos o De la felicidad porque es en torno a ella que gira su principal lección. Comienza, como haría siglos más tarde su discípulo Alain, por rechazar los encantos de la tristeza y la melancolía, humor que, por cierto, no ignoraba. El Señor de la Montaña es, ante todo, un gran hedonista (“digan lo que digan, incluso en la virtud, nuestro último objetivo es el placer”, XIX, I), extremadamente sensible a los placeres sensuales e intelectuales. Los procurará siempre, sin vergüenza alguna, mientras abomina de todo ascetismo. Como su espíritu hermano, Stendhal, detesta a esos seres profesionalmente tristes, quejumbrosos, apocados. El sabio de los Ensayos es un sabio alegre: “la marca más expresa de la sabiduría es un gozo constante; su estado es como el de las cosas por encima de la luna, siempre sereno” (XXV, I).
Como muy pocos libros, los Ensayos son un arte de vida, un manual de humanidad (en mi opinión, el más completo y amable que se ha escrito). Enseñan el oficio más importante de todos: “no hay nada tan hermoso y legítimo como hacer bien de hombre, y como debe ser. Ni ciencia tan ardua como saber vivir bien esta vida. Y de nuestras enfermedades, la más salvaje es despreciar nuestro ser” (XIII, III).