The greatest reader in the world

Gracias a Vila-Matas (Bartleby y compañía) descubro un poema de Derek Walcott («Volcano») que expresa la máxima ambición leedora:

 

One could abandon writing

for the slow-burning signals

of the great, to be, instead,

their ideal reader, ruminative,

voracious, making the love of masterpieces

superior to attempting

to repeat or outdo them,

and be the greatest reader in the world.

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Obras inventadas

A veces me ocurre que, de pasada, leo el título de un libro que me llama la atención y, cuando me acerco a verlo con cuidado, me doy cuenta que he leído mal y que el título era otro, a veces menos interesante que el que había creído ver. Así, momentáneamente, inventamos obras que no existen. Hoy me ha ocurrido dos veces. Primero creo ver un libro titulado La melancolía del joven divino de Carlo Michelstaedter, el mítico escritor italiano dado a conocer internacionalmente por Claudio Magris; me acerco un poco más y veo que en realidad se llama La melodía del joven divino y, debo confesarlo, me interesa un poco menos. Después veo otro, según yo, titulado El ocio impuro (¡cuántas posibilidades en esa frase!), de Roberto Calasso; en realidad es El loco impuro (mi decepción es mayor que la anterior).

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Casi nada

Termino de leer Casi nunca de Daniel Sada. Tantas opiniones favorables sobre su obra (de Álvaro Mutis, Carlos Fuentes, Roberto Bolaño, Christopher Domínguez Michael, etc.) habían acabado por predisponerme benévolamente y hacerme esperar poco menos que una revelación. Hélas, la revelación no ocurrió nunca. Había leído juicios tan hiperbólicos que hablaban de un nuevo barroco hispanoamericano, poco menos que Lezama Lima en el desierto; en lugar de eso, me encuentro con una prosa difusa: dicharachera: no exenta de gracia a ratos: pero ni remotamente la obra maestra de la forma por la que se le quiere hacer pasar. La trama, sobre el dificultoso y provinciano cortejo (y eventual conquista) de la flor más bella de un ejido norteño por parte del protagonista, Demetrio Sordo, es pasablemente divertida y me recordó –curiosa, pero fundada similitud– al medieval Roman de la Rose de Jean de Meun, con todos sus obstáculos, sus rituales de cortesía y su recompensa final. Tal vez lo que deba leer sea Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, la otra supuesta gran novela de Sada; Casi nunca, por lo mientras, me ha dejado con casi nada.

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Tomás Segovia (1927-2011)

Adiós al mar

Y qué va a hacer sin mí mañana

El mar dormido

A quién va a susurrar sin que nadie se entere

Sus vanos devaneos soñolientos

Para esperar a quién

Se querrá levantar temprano ahora

Ah por nada del mundo yo quisiera

Dejarle allí esperándome

No merece quedarse así tan solo

Sin meta sin razón sin cumplimiento

No puede ser que se quede frustrado

Algo que es tan visible

Que tiene que existir en este mundo

No puede ser que yo no vuelva

Como si al mar le hiciera tanta falta

Y yo le hubiera dado mi palabra.

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Esquizofrenia leedora

Últimamente, muchas lecturas y relecturas para cumplir con tal o cual compromiso: Los detectives salvajes para un curso (aún no sé qué voy a decir); Rojo y negro para un círculo de lectura; Blade-runner, de Philip K. Dick, para la clase de cine; La suave patria, de López Velarde, y Sylvie, de Nerval, para programas de radio; muy lentamente, la segunda parte del Quijote (edición Guanajuato, donde la compré el año pasado en el Coloquio Cervantino) y el Polifemo (en la minuciosa edición de Jesús Ponce Cárdenas, que a partir de ahora será laedición). Además, Metamorfosis de la lectura, de Román Gubern, para presentación en la Feria del Libro, y Roberte esta noche, de Pierre Klossowski, porque vino al caso. No me siento orgulloso: estar en muchos textos al mismo tiempo es en realidad no estar en ninguno. La lectura seria requiere (exige) abismarse largo tiempo en un solo texto. Por lo demás, tampoco me quejo: vivo de mi vicio.

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La muerte de Montaigne de Jorge Edwards

Montaigne –no seré el primero que lo diga– es un autor para la madurez. Está bien que se cuente entre las primeras lecturas, irse familiarizando con él, pero no creo que pueda empezar a comprendérsele realmente sino hasta cierta edad (situémosla, no tan arbitrariamente, alrededor de la mitad de la vida propuesta por el Salmista y Dante, y recordemos que el Señor de la Montaña tenía treinta y ocho cuando decidió retirarse a sus dominios y comenzó a planear los Ensayos). Es un autor que más que lecturas (que no están demás, sobre todo clásicas, pues si no se corre el riesgo de desconcertarse a cada paso entre tanto Séneca, Plutarco o Virgilio), exige, más que nada, experiencia, y remito al último y acaso más magistral de los Ensayos, que lleva justamente este título. El verdadero lector de Montaigne es aquel que se reconoce a sí mismo en las páginas de éste, el que advierte que no tiene entre sus manos un libro, sino un espejo (lo supo ver bien Pascal, su gran adversario, cuando escribió: “No es en Montaigne, sino en mí que encuentro todo lo que en él veo”).

http://letraslibres.com/revista/libros/montaigne-vivo

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Una mañana en la librería

El oficio de vivir de Cesare Pavese (Seix-Barral), diario que, junto a los de Kafka y Amiel, leí obsesivamente en la adolescencia (en la benemérita, aunque expurgada, edición Libro Amigo de Bruguera); Chet Baker piensa en su arte (Debolsillo), selección de relatos de Vila-Matas (y sigue la Mata dando); las Poesías completas de Antonio Machado (Austral), cuya poesía redescubrí hace poco y constituyó una verdadera revelación (o sea, que por primera vez lo leí en serio); El viaje literario de V. S. Pritchett (F. C. E.), reunión de cincuenta ensayos del crítico inglés; una edición popular de los Pensamientos de Pascal (Prisa), de los que uno solo es capaz de provocar un incendio en el interior de quien sabe leerlos, y Un soplo de vida de Clarice Linspector (Siruela), obra póstuma, de donde extraigo este pasaje:

“Tengo miedo de escribir. Es tan peligroso. Quien lo ha intentado lo sabe. Peligro de hurgar en lo que está oculto, pues el mundo no está en la superficie, está oculto en sus raíces sumergidas en las profundidades del mar. Para escribir tengo que instalarme en el vacío. En este vacío donde existo intuitivamente. Pero es un vacío terriblemente peligroso: de él saco sangre. Soy un escritor que tiene miedo de la celada de las palabras: las palabras que digo esconden otras: ¿cuáles? Tal vez las diga. Escribir es una piedra lanzada en lo hondo del pozo”.

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Las lecturas de una princesa

Este blog es oficialmente fan de Carlota Casiraghi, hija de Carolina de Mónaco. En entrevista reciente con Vogue (el Leedor no solo lee clásicos), declaró:

«Siempre he leído mucho. Debo de haber sacado eso de mi madre. A veces incluso cinco libros a la vez. Sobre todo clásicos, Le Rouge et le Noir, de Stendhal; L’éducation sentimentale, de Flaubert (…) pero también Tabucchi, Joan Didion, Houellebecq… Sin olvidar la poesía».

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La guerra amorosa de Jean-Marie Rouart

En una tarde lluviosa en Burdeos, me refugio en una librería y salgo de ahí con un par de novedades de la benemérita nrfLa guerre amoreuse de Jean-Marie Rouart (de quien nada sé, pero cuya contraportada me convence) y Trésor d’amour de Philippe Sollers. Inmediatamente comienzo a leer la primera. Los primeros capítulos me entusiasman: un crítico literario y director de una revista de arte viaja desganadamente a Finlandia a impartir una conferencia y allí conoce a una joven estudiante de origen ruso con la que inicia una tormentosa relación. La obsesión erótica del protagonista recuerda a la del Humbert Humbert nabokoviano o a la del Dino de Moravia (El tedio). Al narrador no le falta sentido del humor y consigue en sus mejores momentos verse con cierta distancia irónica. Al final, la novela se derrumba estrepitosamente: se pone grave, seria, sentenciosa (habría concluido bien al terminar la segunda parte, pero el autor se empeñó en contar toda la historia; buena lección sobre cómo una buena narración puede echarse a perder si no se sabe cuándo acabar). Me quedo con las primeras partes y con las reflexiones sobre la escritura, que mal traduzco:

No se sale indemne de haber querido escribir. Es como para un cura dejar el sacerdocio. La sotana abandonada, queda como alguien que ha colgado los hábitos. Ya no es más lo que quiso ser y, sin embargo, tampoco puede volver a ser lo que era. Su rechazo tiene algo de inefable; siente su ofrenda frustrada; lleva en su alma la cicatriz del sacerdocio. Aparte de esta vergüenza de no haber estado a la altura de lo que se había propuesto. Escribir, no hay que dejarse engañar por las palabras, es querer ser amado, amado porque comprendido, por lo tanto verdaderamente amado por lo que se tiene de único debajo de las apariencias, las mentiras y los malentendidos.

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El tiempo y lo imaginario

Albert Béguin –acaso el crítico literario que mejor comprendió el alma romántica, por utilizar una expresión que le era cara (y habrá que reconocer que si lo hizo fue porque la suya lo era: la verdadera lectura es siempre lectura de uno mismo)– solía subrayar el carácter absolutamente vital, existencial, del acto de leer. No una actividad entre otras, no un quehacer marginal o, peor aún, meramente profesional. Esto, válido para cualquier lectura seria, lo es especialmente en el caso de los románticos, que exigen de sus lectores una auténtica afinidad interior. Autores como Novalis, E. T. A. Hoffmann o Gérard de Nerval no tienen simples lectores: tienen hermanos en el espíritu.

 

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Vila-Matas y la alegría

Sigo con Vila-Matas. Ahora leí París no se acaba nunca, sobre los años que el autor pasó en París mientras escribía su primera novela. Vila-Matas (acaso sea éste el rasgo que me lo hace más simpático) es uno de los escasísimos escritores de la alegría. En literatura, nada hay más sobrevalorado que la gravedad y la tristeza, que suelen pasar por inteligencia y profundidad, cuando muchas veces son lo contrario. Nada más devaluado, por el contrario, que la alegría y la ligereza, que se juzgan ingenuas y superficiales (a la gente que así piensa, no le recomiendo la lectura de Montaigne, Cervantes o Sterne, autores eminentemente alegres). En un momento de su estancia parisina, el joven Vila-Matas observa que quizá se equivoca cultivando esmeradamente su imagen de atormentado y maldito: “Fue la primera vez que advertí que tal vez lo elegante podía ser algo distinto de lo que siempre había pensado, tal vez lo elegante era vivir en la alegría del presente, que es una forma de sentirnos inmortales. Nadie nos pide que vivamos la vida en rosa, pero tampoco la desesperación en negro. Como dice el proverbio chino, ningún hombre puede impedir que el pájaro oscuro de la tristeza vuele sobre su cabeza, pero lo que sí puede impedir es que anide en su cabellera. ‘No hago nada sin alegría’, decía Montaigne… Ahora pienso que es de verdaderos cataplasmas estar en el mundo sin experimentar la alegría de vivir. Dice Fernando Savater que el dicho castizo tomarse las cosas con filosofía no significa tomarse las cosas con resignación, ni tampoco con gravedad, sino tomárselas alegremente. Claro. Después de todo, para estar desesperados tenemos toda la eternidad”.

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Sabiduría Vila-Matas

Envilamatado como estoy, terminé hace poco el Dietario voluble, que cubre tres años (2005-2008) del diario del autor. Sobra decir que es un diario archiliterario, repleto de citas, referencias, autores y obras. Un diario nacido desde la literatura y que se vuelve inmediatamente parte de ella. En Vila-Matas, como en todo verdadero leedor, la lectura no está al margen de la vida, sino en su centro: es el centro. Las cosas no acaban de ser reales hasta que no pasan por el tamiz de la literatura. Aparte de gran leedor, Vila-Matas es un observador minucioso de la vida, un paseante de la vida (como su admirado Robert Walser) y un devoto de la épica cotidiana. En el Dietario hay fragmentos de sabiduría casi montañesca, como éste, escrito durante una convalecencia:

Hay que saber –decía Himket– que la cosa más real y bella es vivir. Y no olvidar que vivir es nuestra tarea. Estemos donde estemos, hemos de vivir como si nunca hubiésemos de morir. Aunque, por ejemplo, nos queden unos minutos de vida hay que seguir riendo con el último chiste, mirando por la ventana para ver si el tiempo sigue lluvioso, esperando con impaciencia las últimas noticias de prensa. No nos engañemos. Se enfriará este mundo, una estrella entre las estrellas y, por otra parte, una de las más pequeñas del universo, es decir, una gota brillante en el terciopelo azul. Se enfriará este mundo un día y se deslizará en la ciega tiniebla del infinito –ni como una bola de nieve, ni como una nube muerta–, como una nuez vacía. Creo que debemos tener en cuenta esto y amar al mundo en todo momento, amarlo tan conscientemente que podamos al final cada uno de nosotros decir: he vivido.

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Gonzalo Rojas, poeta aéreo

En un avión turbulento leo Qedeshím Qedeshóth (que, a propósito, significa «la cortesana del templo», en fenicio), antología poética del recién fallecido Gonzalo Rojas. Cuando la turbulencia arrecia advierto que leo como si estuviera rezando (todo poema aspira a la condición de oración). Ahora pienso que en cierta forma fue muy apropiado: Rojas es ante todo un poeta aéreo.

La palabra

Un aire, un aire, un aire,

un aire,

un aire nuevo:

no para respirarlo

sino para vivirlo.

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Vila-Matas, leedor

Leo en las vacaciones El mal de Montano de Enrique Vila-Matas. La había comprado hace tiempo y la tenía ahí, en el librero, esperando el momento adecuado. Es una de las novelas más notables que haya leído en los últimos años. Vila-Matas está –que diría Borges– “podrido de literatura” y escribe para otros podridos como él. Es, ante todo, un leedor (http://elleedor.blogspot.com/2010/07/que-es-un-leedor.html) y sus novelas son precisamente las obras de un leedor-escritor en busca de sus semejantes. El mero lector de novelas no tiene nada qué hacer aquí. Solo un leedor puede comprender cabalmente lo que significan párrafos como éste:

Soy un enfermo de literatura. De seguir así, ésta podría acabar tragándome, como un pelele dentro de un remolino, hasta hacer que me pierda en sus comarcas sin límites. Me asfixia cada vez más la literatura, a mis cincuenta años me angustia pensar que mi destino sea acabar convirtiéndome en un diccionario ambulante de citas.

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