Prólogo a El minutero de Ramón López Velarde

Al morir en la Ciudad de México el 19 de junio de 1921 a la edad de treinta y tres años, oficialmente a causa de una pulmonía, Ramón López Velarde trabajaba en un libro de prosa poética, a la manera de El spleen de París. Pequeños poemas en prosa de Charles Baudelaire. Apenas al día siguiente de su muerte, el periódico Excélsior informaba a sus lectores al respecto: “El poeta preparaba una obra en prosa, una colección de poemas estilizados, plenos de admirable emoción, de finas observaciones y de la más exquisita factura. Este libro iba a constar de cuarenta y cinco trabajos, de los cuales el poeta solo había terminado 32. No obstante que la muerte vino a interrumpir la conclusión de este libro, que está destinado a causar una gran sensación en nuestro mundo intelectual, el compañero de Ramón López Velarde, el poeta Enrique Fernández Ledesma, hará un arreglo de los trabajos que existen en su mayor parte inéditos, y próximamente los dará a la publicidad. El libro llevará por título El Minutero”. Ese es el libro que el lector tiene ahora entre las manos.

Ramón López Velarde había nacido en Jerez, Zacatecas, el 15 de junio de 1888, bajo el signo de Géminis, primer indicio de su personalidad escindida. Se mudó con su familia a Aguascalientes cuando tenía alrededor de diez años, pero toda la vida conservaría la nostalgia por ese paraíso perdido que Jerez —o, mejor dicho, la infancia transcurrida ahí— representaba para él. A los doce volvió a su estado natal, a la capital, para ingresar al Seminario Conciliar y Tridentino de la Purísima. En 1902, de vuelta en Aguascalientes, prosiguió sus estudios en el Seminario de Santa María de Guadalupe y años más tarde ingresó al Instituto de Ciencias, donde hizo la preparatoria. Siguió regresando a su pueblo natal para pasar las vacaciones y en una de ellas se reencontró con una muchacha a la que conocía desde la infancia, ocho años mayor que él, de nombre Josefa de los Ríos, de la que se enamoraría ideal y perdidamente, y a la que en su obra transfiguraría en Fuensanta.

En Aguascalientes comenzó a escribir y a hacer vida literaria y bohemia junto con sus amigos Pedro de Alba y Enrique Fernández Ledesma, entre otros. Posteriormente se trasladó a San Luis Potosí, donde cursó la carrera de Derecho y se hizo partidario de Francisco I. Madero, que entonces daba inicio al movimiento que conduciría a la Revolución. Más tarde, radicado ya en la Ciudad de México, alternaba su trabajo de abogado con la impartición de clases de literatura y la colaboración en periódicos y revistas, pasando casi siempre estrecheces económicas. En 1916 publicó su primer libro de poemas, La sangre devota, bien recibido por la crítica, que celebró más que nada su canto a la vida provinciana, dando origen a uno de los equívocos más extendidos sobre López Velarde, el que lo ve solo o fundamentalmente como el “poeta de la provincia” (al igual que luego, con la publicación de “La suave Patria”, como el “poeta nacional”). Uno de los últimos poemas de ese libro —“Boca flexible, ávida…”— ya no está dedicado a Fuensanta, sino a un nuevo amor: la “Dama de la Capital”, Margarita Quijano, a la que el poeta, fiel a sus hábitos amorosos, asedió a la distancia durante años y con la que luego sostuvo una breve relación, que ella concluyó, sumando así otra frustración a su biografía sentimental. Por otro lado, López Velarde solía frecuentar a las “consabidas náyades arteras”, prostitutas con las que vivía el amor físico que, dada la moral de la época, no podía consumar en sus relaciones formales. La carne vivía así en permanente conflicto con el espíritu. Fruto de esta y otras tribulaciones —la muerte, el paso del tiempo, el pasado irrecuperable, el imposible retorno al origen— fue Zozobra (1919), obra maestra cuyo título cifra el alma de López Velarde, como la angustia de Kierkegaard o el desasosiego de Pessoa. La zozobra es una perpetua agitación, un ir de un extremo a otro sin encontrar nunca reposo, y es por eso que en su poesía son frecuentes las imágenes acordes: el péndulo, el candil, el trapecio.

En 1920, derrocado y asesinado Venustiano Carranza, de cuyo gobierno era funcionario menor, López Velarde se alejó del servicio público. Colaboró en la revista El Maestro, que dirigía José Vasconcelos, y allí, en abril de 1921, publicó el célebre ensayo “Novedad de la Patria”, en el que medita sobre el futuro de México tras la Revolución: “una Patria no histórica ni política, sino íntima… Un gran artista o un gran pensador podrían dar la fórmula de esta nueva Patria”. Sobra decirlo, el gran artista es él y la fórmula está contenida en “La suave Patria”: “Patria, te doy de tu dicha la clave: / sé siempre igual, fiel a tu espejo diario”. El poeta más íntimo y personal de México estaba a punto de convertirse en el poeta de todos. Apenas tuvo tiempo de revisar el poema en galeras de la misma revista, pues, como comencé recordando, murió el 19 de junio, luego de pescar una pulmonía en una de las caminatas nocturnas que le gustaba hacer por la Ciudad de México.

No habían transcurrido ni veinticuatro horas de su muerte cuando dio inicio su singular apoteosis como “poeta nacional”. El régimen posrevolucionario que él había repudiado, presidido por Álvaro Obregón (el responsable del magnicidio de Carranza), le organizó un suntuoso funeral y a partir de ahí comenzó un proceso de apropiación que convirtió a López Velarde y particularmente a “La suave Patria” en símbolos nacionales, no sin detrimento del resto de su obra. México había encontrado a su poeta. No parece tener mucho sentido renegar hoy de López Velarde como poeta nacional, aunque el título pueda tener mucho de obsequio envenenado; lo es, inexorablemente, y somos afortunados de que así sea, pero es mucho más que eso, pues, como observó un agudo crítico en la nota anónima correspondiente al poeta en la Antología de la poesía mexicana moderna (seguramente Xavier Villaurrutia), “su verdadera conquista no era la ambicionada alma nacional, sino la suya propia”.

López Velarde nunca fue ajeno a la prosa. Aparte de sus artículos periodísticos de política, escritos en una forma apresurada y utilitaria, sin fines estéticos, cultivó desde joven una prosa artística que solía aparecer en forma de crónicas en la prensa de la época. Era, en una primera etapa, vagamente romántica y sentimental, pero el estilo se transformó notablemente en sus últimos años. La prosa se refinó y profundizó, adquiriendo una complejidad y densidad que solo es comparable a la de los mejores poemas de Zozobra. Como toda genuina transformación estilística, obedeció a una metamorfosis interior. El estilo se ahondó porque el hombre se ahondó. Atrás quedaba la ingenuidad de un romanticismo convencional y era sustituida por una aguda, dolorosa e irónica conciencia de sí mismo y del mundo. Poco quedaba ya de la inocencia juvenil y provinciana del poeta. Para decirlo con sus propias palabras: “Hoy mi tristeza no es tumulto, sino profundidad. No tormenta cuyos riesgos puedan eludirse, sino despojo inviolable y permanente del naufragio. Pocas emociones habrá más voluptuosas que la altanería del alma, que se nutre de su propio acíbar y rechaza cualquier alivio exterior” (“Fresnos y álamos”).

Mucho se ha discutido sobre el género de El minutero. Es verdad que en él hay textos que se acercan al ensayo (“Novedad de la Patria” o “La conquista”), que se ubican dentro de ese amplio marco que la prensa denominaba crónica (“En el solar” o “La sonrisa de la piedra”), especie de cuentos (“La necedad de Zinganol” o “Caro data vermibus”), esbozos de crítica literaria y artística (“Anatole France” o “El cofrade de San Miguel”) y hasta discursos (“Oración fúnebre”), pero la forma que sin duda caracteriza el libro es la del poema en prosa —quizá sería más exacto hablar de prosa poética, como lo hizo el propio Baudelaire, sustantivando la prosa en lugar de subordinarla a mero adjetivo, pero difícilmente vamos a modificar una tradición teórica y crítica—, cuya definición no es menos ardua. Baste recordar las palabras de la dedicatoria de El spleen de París: “¿Quién de nosotros, en sus días de ambición, no soñó el milagro de una prosa poética, musical sin ritmo ni rima, lo bastante flexible y lo bastante dura para adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño y los sobresaltos de la conciencia?”. Esa es la prosa que define a El minutero.

Como La sangre devota o Zozobra, los únicos libros que el poeta dio a la imprenta, El minutero pretendía ser una obra cuidadosamente planeada y elaborada, pero la muerte le impidió darle su forma definitiva. No sabemos, a ciencia cierta, qué textos y en qué disposición quería que lo integraran, pero tenemos algunos indicios. Se conserva un manuscrito, en posesión de la Academia Mexicana de la Lengua, que enlista veintiún títulos que seguramente estaban destinados al libro en preparación, en el siguiente orden: “Eva”, “Las santas mujeres”, “En el solar”, “Anatole France”, “Mi pecado”, “El bailarín”, “La cigüeña”, “El cofrade de San Miguel”, “Noviembre”, “Oración fúnebre”, “Viernes Santo”, “Dalila”, “La magia de Nervo”, “Metafísica”, “José Juan Tablada”, “La conquista”, “La flor punitiva”, “José de Arimatea”, “Obra maestra”, “Lo soez” y “Urueta” (el volumen finalmente publicado incluye todos, salvo los dedicados a Nervo y Tablada). Probablemente López Velarde pensaba componer nuevos textos para completar el libro o quizá incluir algunos más de los que ya tenía escritos. A su muerte, Fernández Ledesma —fiel Max Brod de Ramón, que más de una similitud tiene con Kafka— reunió los textos señalados y agregó otros que le pareció se ajustaban al espíritu de la obra (“Novedad de la Patria”, “Fresnos y álamos”, “La última flecha”, “La necedad de Zinganol”, “Meditación en la alameda”, “Semana Mayor”, “La sonrisa de la piedra”, “Nochebuena” y “Caro data vermibus”), para dejar el volumen en un total de veintiocho, aparte de los poemas que lo abren y cierran, homenajes póstumos de José Juan Tablada y Rafael López. Llama la atención que los agregados por Fernández Ledesma sean en algunos casos considerablemente más largos que la mayoría de los enlistados por el poeta y más tendientes al ensayo (“Novedad de la Patria”, “La última flecha”) o a la narración (“La necedad de Zinganol”, “Meditación en la alameda”, “Caro data vermibus”). Creo que, en general, López Velarde daba prioridad en esta obra a una prosa corta, muy concentrada, depurada al máximo —como “Obra maestra”, “Las santas mujeres” o “José de Arimatea”, verdaderos diamantes verbales— y no sé si habría compartido del todo la selección final de su colega. Sin embargo, hay que decir que Fernández Ledesma hizo un trabajo loable, verdadera muestra de lealtad y afecto hacia el amigo muerto, y que El minutero es el libro que él cuidó e hizo posible.

La religiosidad de la Edad Media discurrió el “libro de horas” u horarium, volumen personal de oración ordenado según las horas canónicas. Muy consciente de la tradición religiosa, López Velarde compone un secular “libro de minutos” o minutorum de oraciones profanas, poemas en prosa, para uso del hombre moderno. De sobra es conocida la obsesión del poeta con el paso del tiempo y sus marcas —los años, los meses, los días, las horas y los minutos—, pero especialmente obsesiva parecía resultarle la medida de los sesenta segundos, quizá por su pequeñez y fugacidad. Numerosos son los memorables minutos de su obra: los “hiperbólicos minutos” y “el minuto cobarde” del poema homónimo; el “minuto de hielo” de “Hoy como nunca”; “los minutos de inmemorial espera” de “La tejedora”; etcétera. Ruido de fondo de la obra del poeta, el tic-tac del “reloj de agonías” es un recordatorio delicado, pero implacable de nuestra condición mortal (si se me permite el comentario personal, fue esta obsesión la que me impulsó a escribir el monólogo lopezvelardeano Los minutos, publicado en la revista Letras Libres en junio de 2021, en su centenario luctuoso).

Los “minutos” —poemas en prosa o prosas poéticas— que nos propone López Velarde en este libro no son, sin embargo, minutos ordinarios, vacíos, de esos que transcurren sin darnos cuenta y que componen la mayor parte de nuestras vidas; son, por el contrario, densos, conscientes, plenos de significado, en los que quien los sepa leer ahondará en su propio ser. No hay que dejarse engañar por la brevedad de los textos o del volumen mismo: El minutero posee una profundidad que no tienen obras vanamente dilatadas o colecciones enteras de libros. Por ello requiere una lectura pausada, detenida, y, sobre todo, una constante relectura. No sé cuántas veces he leído y releído los textos que lo conforman; sé que cada vez que lo abro me depara una nueva revelación y, sobre todo, un nuevo misterio y que ni remotamente presumiría haberlo descifrado por completo. Contiene todos los principales temas de su autor: la mujer, el amor, la soltería, el arte, la poesía, la sensualidad, la espiritualidad, el tiempo, la muerte, la patria, etcétera, y es una inmejorable introducción al íntimo y complejo mundo lopezvelardeano.

“Sé siempre poeta, aun en prosa”, ordenó célebremente Baudelaire; pocos supieron acatar ese dictamen como Ramón López Velarde.

Prólogo a El minutero de Ramón López Velarde en Aquelarre Ediciones.

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«El lector, distraído por la vanidad…»: crítica del lector en Ficciones de Borges

El lector, sobra decirlo, es el gran protagonista de la obra de Borges. En sus cuentos abundan los lectores y los actos de lectura: lectores que rescriben las obras que leen (“Pierre Menard, autor del Quijote”), lectores de textos insensatos que angustiosamente buscan un sentido (“La Biblioteca de Babel”), maestros de lectura que pacientemente descubren el significado de un libro (“El jardín de senderos que se bifurcan”), arqueólogos de la lectura (“El inmortal”), lectores religiosos que intentan descifrar el mensaje divino (“La escritura del dios”), lectores pedestres e ineficaces (“El Aleph”)…, por mencionar solo algunos casos célebres de sus obras maestras, Ficciones y El Aleph.            

La obra de Borges contiene el elogio del lector, pero también su crítica. No hace falta recordar la opinión expresada en el prólogo a la primera edición de Historia universal de la infamia, en 1935: “a veces creo que los buenos lectores son cisnes aun más tenebrosos y singulares que los buenos autores” (2011, p. 9), que tempranamente resalta la exigente idea borgeana del lector (y se entiende que si los buenos lectores son tan pocos, los malos son legión). Es precisamente la crítica del lector la que me interesa en este trabajo, centrado en dos cuentos de Ficciones: “Examen de la obra de Herbert Quain” y “La muerte y la brújula”.

El resto del artículo se encuentra en el libro colectivo Escrituras desbordadas: variaciones sobre el pensamiento literario, disponible en https://libros.uv.mx/index.php/UV/catalog/book/BI418

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Nada hago sin alegría. Una invitación a Montaigne

Hemos observado varias veces la singularidad de los Ensayos, ese libro como no había habido otro antes (ni lo hubo después). Nada más alejado de Montaigne que el afán de componer libros, uno tras otro, como un tesonero erudito o un vulgar escribidor. No, lo suyo era una cosa distinta: un proyecto en el que el libro debía fundirse con el hombre y hacerse uno. Una vida, un hombre: un libro. Una obra así, en rigor, no puede tener fin; se acaba cuando se acabe la vida del hombre que la está escribiendo: ¿quién no ve que he tomado una ruta por la  cual, sin tregua  y sin  esfuerzo,  marcharé  en  tanto  haya papel  y tinta en el mundo?… ¿cuándo acabaré de representar una continua agitación y mutación de mis pensamientos? (IX, III). En tanto haya movimiento, en tanto haya cambio, o sea, en tanto haya vida, habrá escritura y, sobre todo, reescritura (Montaigne, después del libro III, ya no compondrá más ensayos, pero no dejará nunca de corregir, precisar, matizar, añadir; en busca de la mayor fidelidad posible retocará su retrato, obsesivamente, hasta el final). Y si bien es cierto que yo ahora y yo hace un momento somos dos (IX, III), también lo es que mi libro es siempre uno (IX, III), ya que existe una unidad en los Ensayos de principio a fin; cada capítulo es una porción del cuadro que al final forman todos juntos, un cuadro que no salió tal y como lo conocemos al primer intento, que está lleno de raspaduras, matices y adiciones, pero que es, a fin de cuentas, uno.

https://latam.casadellibro.com/libro-nada-hago-sin-alegria/9788412563085/13544514

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Por una literatura inmoralista

Un piadoso y, al mismo tiempo, severo fantasma recorre la literatura y el arte contemporáneos: una oleada de moralismo inquisitorial y puritano que juzga, a partir de sus particulares criterios éticos, a la obra de arte y al artista. El valor propiamente estético de la obra pasa así a segundo plano; lo importante es la conducta del creador y que su trabajo promueva los valores apropiados. El fantasma es piadoso porque está convencido de abanderar todas las causas justas y porque afirma estar de lado de los débiles y los oprimidos, los históricamente marginados (luego, si al débil u oprimido se le ocurre negarse a su piedad y apartarse de sus criterios, deberá enfrentar su  condescendencia o su furia que, en el mejor de los casos, le hará ver que él, en realidad, no sabe lo que le conviene, por algo ha sido débil y oprimido); es severo porque la más mínima infracción a su moral es castigada con el anatema o, por utilizar esa bella palabra del vocabulario moderno, fiel reflejo del nivel de tolerancia alcanzado por nuestras sociedades, la cancelación, un anatema laico. Al fantasma, por cierto, se le llena la boca hablando de tolerancia y diversidad, nunca se siente mejor consigo mismo que cuando las predica a diestra y siniestra, pero cuando una cosa se sale realmente de su marco, entonces súbita y misteriosamente se agotan ambas. El fantasma vive cómodamente, y casi se podría decir que nació, en los ámbitos académicos, especialmente en los idílicos campi del norte de América, no por nada refugio del puritanismo, donde prospera al lado del estudio de la literatura cuyo máximo ídolo es la identidad (racial, de género, de preferencia sexual, etc.). Desde allí irradia su benéfica influencia al resto del mundo que este, ingratamente, de vez en cuando se atreve a cuestionar.

Subrayemos lo obvio: la literatura y el arte siempre, desde sus orígenes, han tratado cuestiones morales y tomado posturas al respecto. La moral es inseparable de las letras (no solo la literatura: la filosofía, la historia, las antiguas “letras humanas”) y no es raro que grandes escritores sean grandes referencias morales. Eso es una cosa; otra es subordinar la literatura y el arte a una moral determinada, juzgar principalmente sus obras y autores a partir de si se apegan o no a sus particulares principios, erigirse en supremo tribunal moral y decretar excomuniones. En los mejores casos, de hecho, cuando la literatura y el arte tocan cuestiones morales, lo que provocan es hacer ver la complejidad de dichos asuntos, los matices, la vasta zona de gris en que desenvuelve la conducta humana, todo lo contrario del blanco y negro que privilegian los fundamentalistas de toda laya. Más aún, hay escritores que deliberadamente exploran los lados más oscuros de la condición humana, no en plan de especulación teórica, sino de vivencia personal, luego transfigurada en arte, y esos exploradores oscuros, que suelen ir en contra de las convenciones morales y sociales de su tiempo, son necesarios al arte. El recientemente fallecido Milan Kundera escribió sobre la novela, el género literario de la Modernidad: “El espíritu de la novela es el espíritu de la complejidad. Cada novela dice al lector: ‘Las cosas son más complicadas de lo que tú crees’… Comprendo y comparto la obstinación con que Hermann Broch repetía: descubrir lo que solo una novela puede descubrir es la única razón de ser de una novela. La novela que no descubre una parte hasta entonces desconocida de la existencia es inmoral. El conocimiento es la única moral de la novela”. La novela podría representar aquí a la literatura entera.

La situación presente no deja de entrañar una lección de humildad histórica. Recordemos que durante siglos la literatura en Occidente estuvo de hecho sometida a una moral (religiosa, fundamentalmente). Ganar su independencia, afirmar su autonomía, fue una de las grandes conquistas de la Modernidad liberal. Ingenuamente se pensó que después de, digamos, los procesos por faltas a la moral contra Baudelaire o Flaubert, dos hitos de aquella lucha, la literatura había conquistado su libertad, que a partir de entonces no tendría que sujetarse a una doctrina moral específica y menos ser objeto de persecución. Los totalitarismos políticos del siglo XX fueron evidentemente en contra de esta tendencia, pero, una vez transcurridos, en Occidente se tenía cierto consenso acerca que la literatura y el arte debían ser absolutamente libres y no sujetos de censura o prohibición. Ese consenso se ha roto y henos aquí de nuevo, a principios del siglo XXI, expurgando, censurando y prohibiendo obras literarias y artísticas y a sus creadores. Quizá habría que recordar las palabras, precisamente, de Baudelaire: “Ciertas gentes se figuran que el propósito de la poesía es una enseñanza cualquiera, que debe fortalecer la consciencia, o perfeccionar las costumbres, o, en fin, mostrar algo que sea útil… La poesía –por poco que se quiera adentrarse en sí mismo, interrogar su alma, despertar sus recuerdos de entusiasmo– no tiene otra meta que ella misma; no puede tener otra, y ningún poema podrá ser tan grande, tan noble, tan digno del nombre de poema como aquel que ha sido escrito únicamente por el placer de escribir un poema… Si el poeta ha perseguido un fin moral, ha disminuido su fuerza poética; no es imprudente apostar que su obra será mala”.

Subordinar la literatura a determinada ética ha dado como resultado convertirla en una especie de concurso de belleza moral (Philip Roth dixit): a ver quién es más solidario con las causas justas, a ver quién es más compasivo y buena persona, a ver quién tiene más bonitos sentimientos. Algunos escritores ya no aspiran a la creación de la obra de arte depurada y perdurable, sino a erigirse en Campeón Moral (y a que se los reconozcan, claro está, y, si hay justicia, se los premien). Muchos también piensan dos veces antes de acometer ciertos temas o utilizar ciertas palabras, no vaya a ser que los nuevos inquisidores los señalen con su dedo flamígero. Primero se impone la ultracorrección y, finalmente, la hipocresía y la simulación.

Criticismo ha querido dedicar un número especial a este fenómeno examinando obras modernas y contemporáneas en que las cuestiones morales tienen un papel preponderante (sin prejuzgar que todas caigan dentro de la ola moralista; se trata, justamente, de examinar su naturaleza). La posición de Criticismo es clara: la literatura, en tanto forma de arte y conocimiento, es el fin de la literatura. De allí que, con un guiño a André Gide, ese impresentable, haya titulado este número: “Por una literatura inmoralista”.

https://criticismo.com/

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Montaigne y nosotros. Malva Flores reseña Nada hago sin alegría

Más allá de su título elocuente –Nada hago sin alegría. Un paseo con Montaigne– el libro de Pablo Sol Mora provoca felicidad y esto es extraño en estos tiempos de “cancelación”, “posverdad” o “comunalidades”, donde la sola existencia de un individuo que reclama precisamente su ser individual puede parecernos una idea incluso pecaminosa. Pero, como dice Sol: “Cada vez que un hombre moderno dice ‘yo’ en cierta forma está diciendo ‘yo, Michel de Montaigne’.” Valdría la pena preguntarnos si aún somos esos modernos. Si aún lo necesitamos.

https://letraslibres.com/revista/malva-flores-montaigne-y-nosotros/

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El arte de la ligereza: Milan Kundera (1929-2023)

Prácticamente cincuenta años separan la primera novela de Kundera, La broma (1967), de esta última, La fiesta de la insignificancia. Durante ese lapso, el autor ha construido una de las mayores obras narrativas del siglo XX, heredera directa de una de las grandes tradiciones de la novela moderna, la de Europa central, aquella a la que pertenecen Kafka, Musil, Broch y Gombrowicz, entre otros (la obra de Kundera, de hecho, es depositaria de varias e ilustres tradiciones: la novela cervantina, el espíritu libertino, la ilustración dieciochesca…). Su aparición no ha dejado de sorprender, pues tras la publicación de La ignorancia al comienzo del siglo, muchos daban –dábamos– por hecho que el escritor checo se había retirado ya de la novela. Pocos autores se dan el lujo de publicar una nueva obra entrados los ochenta años. Frente a un acontecimiento de esta naturaleza, el crítico no puede dejar de reaccionar con cierta suspicacia, casi morbo: ¿se tratará de un libro superfluo, la típica obra extemporánea de quien fue un gran escritor y que habría sido mejor omitir, o, por el contrario, del canto del cisne, una última obra maestra? Conforme pasaba las páginas de La fiesta y, sobre todo, al final, mis dudas y temores se disiparon: no solo se trata de un pequeño chef-d’oeuvre, sino de un verdadero epílogo al conjunto de una obra, su palabra final. Con La fiesta de la insignificancia Kundera cierra un círculo que comenzó con La broma; son muchos los puntos de contacto entre ambas y bien podría establecerse un diálogo entre ellas, pero, como suele ocurrir en la obra de los grandes autores, la visión final del mundo no es una mera confirmación de la inicial, sino, en varios sentidos, su rectificación y hasta su refutación. Basta comparar los dos finales: serio y melancólico el de La broma, ligero y alegre el de La fiesta. El hombre y el novelista de ochenta y cinco años tiene algunas cosas que enseñarle al de treinta y cinco.

Por frivolidad, por afectación, por mera fatuidad, tendemos a identificar la profundidad de pensamiento con la gravedad y la tragedia, y a la alegría y la comedia con cierta ingenuidad. Aunque reconozcamos la importancia del humor, en el fondo pensamos que lo auténticamente profundo no puede ser sino serio. En el caso de la novela, poco parece importar que de hecho varios de sus mayores ejemplos, las cimas de la novelística, sean obras cómicas: Gargantúa y Pantagruel, el Quijote, el Tristram Shandy, La conciencia de Zeno. Nos seguimos aferrando a la idea de que una obra, para ser verdaderamente grande, debe poseer una visión grave de la vida, cuando no trágica. A deshacer este lamentable malentendido se ha encaminado buena parte de la obra de Kundera, de la cual La fiesta es el último argumento.

En La broma –devastadora crítica del socialismo real–, Ludvik, el protagonista, ve su vida destruida por un chiste (una postal que envía a la chica que le gusta con tres frases: “¡El optimismo es el opio del pueblo! El espíritu sano hiede a idiotez. ¡Viva Trotsky!”). Tragicómicamente, Ludvik descubrirá que los regímenes totalitarios tienen escaso sentido del humor. Al final, el significado de la broma se amplía: ya no es solo el chiste banal que desencadenó su desgracia, sino la totalidad de su vida y, más allá, la Historia entera, una broma fatal, descomunal, estúpida, cuya gracia se nos escapa. En La fiesta, los cuatro amigos protagonistas –Ramon, Alain, Charles y Caliban– aman los chistes y el sentido del humor, pero viven en una época (la actual) que ya no sabe apreciarlos o en la que incluso resultan peligrosos: “el crepúsculo de las bromas”, explica Ramon, “la época del poschiste” (en efecto, no son solo los totalitarismos políticos los enemigos del humor: prueben hacer una broma en los ambientes de ultracorrección política que prevalecen en las universidades norteamericanas). Conscientes de que es imposible cambiar el mundo, los héroes kunderianos se refugian en la amistad, el hedonismo y el buen humor, pues “es solo desde las alturas del buen humor infinito que puedes observar debajo de ti la eterna estupidez de los hombres y reírte”.

La fiesta de la insignificancia narra –mediante una trama apenas esbozada, pues aquí, como en Sterne o Diderot, maestros de Kundera, la trama es lo de menos y, lo que importa, los personajes y sus conversaciones– la conquista de la sabiduría y el humor. Se respira en ella, mutatis mutandis, la atmósfera que se respira en La tempestad, el prólogo al Persiles o los últimos ensayos de Montaigne: una atmósfera alegre, serena, benévola, conciliatoria. Pocos, muy pocos artistas logran al final de sus vidas esa visión olímpica.

A lo largo de toda su obra, Kundera se ha interrogado sobre la historia y el individuo, sobre la posibilidad de justicia en la historia, sobre la memoria y el olvido. En La broma, la conclusión era francamente pesimista: “la mayoría de la gente se engaña mediante una doble creencia errónea: cree en el eterno recuerdo (de la gente, de las cosas, de los actos, de las naciones) y en la posibilidad de reparación (de los actos, de los errores, de los pecados, de las injusticias). Ambas creencias son falsas. La realidad es precisamente lo contrario: todo será olvidado y nada será reparado”; en La fiesta, la perspectiva ha cambiado radicalmente, no, desde luego, porque ahora crea en la memoria eterna y la posibilidad de justicia, sino porque ha sabido reconocer y abrazar por completo su falta de importancia. Es la conclusión de la novela y, en mi opinión, de toda la obra de Kundera: “la insignificancia, amigo mío, es la esencia de la existencia. Está con nosotros siempre y por todos lados. Está incluso presente allí donde nadie la quiere ver: en los horrores, en las luchas sangrientas, en las peores desgracias. Exige con frecuencia valor para reconocerla en condiciones tan dramáticas y llamarla por su nombre. Pero no se trata solo de reconocerla, hay que amarla, hay que aprender a amarla. Aquí, en este parque, delante de nosotros, mira, está presente con toda su evidencia, con toda su inocencia, con toda su belleza. Sí, su belleza… Respira, D’Ardelo, respira esta insignificancia que nos rodea, es la llave de la sabiduría, es la llave del buen humor…”. Rabelais, Cervantes, Montaigne –la familia espiritual de Kundera– habrían asentido.

Publicado en https://letraslibres.com/libros/el-arte-de-la-ligereza/

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Aridez y literatura: Jesús Gardea

Leer a Jesús Gardea es una de las experiencias más áridas que pueda deparar la literatura mexicana. No solo por la previsible razón de que se trata de un “narrador del desierto” (etiqueta que no hacía feliz al autor, por cierto, pero que no es del todo falsa, aunque en sus cuentos también llueva o nieve), sino por la desolación de su mundo narrativo y su prosa, su inmaculada falta de amenidad, pero entiendo que ir a buscar amenidad, en sentido estricto, al desierto ya es ir medio errado.

Nacido en Delicias, Chihuahua, en 1939, y fallecido en la Ciudad de México, en el 2000, Gardea es uno de los indiscutibles pioneros de una narrativa, la norteña, que luego ocuparía un lugar sobresaliente en la literatura mexicana. Leída retrospectivamente, su obra se sitúa en una especie de Edad de Oro de dicha narrativa: prístina, arcaica, inocente (no porque no ocurran cosas terribles, sino porque aun estas ocurren en un fondo de inocencia, sobre todo en comparación con lo que vino después). En vano buscaría aquí el lector los que luego se volverían los clichés de la narrativa del norte, trillados hasta la caricatura: la violencia del narcotráfico, el sufrimiento de los migrantes, la desaparición de mujeres, etc. Por lo mismo, tampoco hay, lo que a estas alturas se agradece, el afán del escritor de erigirse en campeón moral (miren qué ético y solidario soy: prémienme), con frecuencia sin importar la calidad literaria. Gardea entendía que la literatura no es una rama de la ética ni de la santidad. Ajeno, por otro lado, a la búsqueda de éxito comercial, se empeñó toda su vida en la construcción de un mundo propio y personalísimo.

Resulta evidente que la mayor influencia del primer Gardea, el de Los viernes de Lautaro y parte de Septiembre y los otros días, es el Juan Rulfo de El llano en llamas, como observaron algunos de sus críticos, José María Espinasa o Christopher Domínguez Michael. Gardea tuvo el tino, que no tuvo una legión de imitadores, de no intentar reproducir tal cual el inimitable mundo rulfiano, sino el de trasladar y adaptar algunos de sus principales rasgos a un ámbito propio, en su caso el del norte de México. No lo tuvo, en cambio, también hay que decirlo, para asimilar algunas de las principales lecciones del maestro: la amenidad narrativa, la concisión, la economía. Esto aplica no únicamente para sus libros más rulfianos, sino para toda su obra. Estos Cuentos completos tienen seiscientas doce páginas; Gardea podría haber escrito –o, en todo caso, publicado– la mitad o menos, y esto no solamente no habría ido en menoscabo de su obra: la habría hecho mejor.

Gardea es un escritor, específicamente un cuentista, que pide a gritos ser antologado, es decir, que alguien se tome la molestia de separar la paja del trigo –porque aquí hay mucha, mucha paja– y presentar solo lo mejor o más representativo. Sobra decirlo, no todo cuentista amerita una edición de cuentos completos y en el caso que nos ocupa esta parece más destinada al estudioso o al muy devoto que al lector común. Con los mejores relatos de Gardea se podría armar un libro inobjetable, legible y económico, que de hecho tendría mayores posibilidades de acercar su ardua obra a más lectores, lo que entiendo es uno de los propósitos de reeditarlo; unos ambiciosos, pero ladrillescos Cuentos completos como estos difuminan su innegable calidad y, pese a su vistosidad, no sé si necesariamente van a ganarle más lectores, que con facilidad podrán desorientarse y cansarse entre las muchas repeticiones y altibajos, y no ubicar las pequeñas joyas, por ejemplo, ese cuento memorable, “Todos los años de nieve”, en uno de sus volúmenes menos conocidos, De alba sombría. En sus últimos libros (Dificil de atrapar, Donde el gimnasta), los menos frecuentados, Gardea, al límite de la legibilidad, se entregó a la creación de atmósferas e historias cuasi kafkianas, como esa inquietante alegoría del escritor, “Los visitantes”.

Críticos y admiradores de Gardea suelen argumentar que sus principales virtudes son formales, lingüísticas o estilísticas. Ciertamente nadie podría acusarlo de ser un apasionado de la trama; sin embargo, subordinar el argumento y privilegiar el lenguaje y la forma no te convierte, en automático, en Góngora. He aquí un párrafo representativo de la prosa gardeana: “Tendidos los rayos del sol, nos bañan a todos; no declinan; están sumamente quietos. Su persistencia ahonda, en el aire, en la luz, el silencio; la soledad en la que, como animadas imágenes de polvo, nos encontramos envueltos. Miro a los del auto; ni los trepados en él, ni los sentados en el estribo y el suelo parecen gente viva; los rayos del sol, a los que forman el copete del auto, les desprenden, de la cabeza y de los hombros, pequeñas plumas de ceniza. Por los abiertos caminos del aire llegan a mí y luego, en mí, se desbaratan…” (“El vendedor”, Donde el gimnasta). Nada para experimentar un arrebato lírico, de acuerdo, pero en principio no hay problema: se plasma una imagen y se crea una atmósfera. El problema empieza cuando ese párrafo o ligeras variantes se repiten una y otra vez, ad nauseam, y son fascinantes descripciones como esta las que llenan literalmente cientos de páginas de estos Cuentos completos que con frecuencia cuentan muy poco o nada. Dicho sea de paso, uno entiende que notas de contraportada, solapas y demás paratextos sean básicamente formas de la publicidad, pero afirmar, como se lee en la contraportada de este volumen, que a Gardea le corresponde “la primera fila de los grandes escritores de nuestro idioma” es un despropósito que en nada ayuda a entender mejor la obra de un escritor decoroso y con innegables méritos. Rescatar o reivindicar la obra estimable de un autor olvidado o relegado está muy bien; no hay por qué pretender que sea Borges o Quevedo.

En fin, que la lectura de Gardea no es precisamente una fiesta; la literatura no tiene que serlo siempre, desde luego. Quizá esa aridez sea su inevitable marca de origen y destino, y todo este tiempo lo hayamos pensado al revés. Él no era el “narrador del desierto”, sino su criatura.

Publicado originalmente en https://letraslibres.com/revista/pablo-sol-mora-aridez-y-literatura/01/06/2023/

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¿Filosofía o autoayuda?

David Hernández de la Fuente reseña No basta ser estoico de Charles Senard y Nada hago sin alegría. Un paseo con Montaigne:

O en Montaigne retirado del mundo en su torre campestre: él es la simbiosis perfecta entre epicúreo y estoico, como muestra bellamente el escritor mexicano Pablo Sol Mora en “Nada hago sin alegría”, llevándonos de la mano a pasear, con una prosa envidiable, por los ensayos del “señor de la Montaña”, como lo llamaba Quevedo. Su obra es un hermoso compendio destilado de las claves del buen “ethos”.

https://www.larazon.es/cultura/hablamos-filosofia-son-solo-libros-autoayuda_202304226442b5b67adfa80001c59e32.html

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Nada hago sin alegría. Un paseo con Montaigne

Las que siguen no son sino mis notas de lectura, apuntes tomados en mis paseos por la Montaña, y no tienen otro propósito que el de invitarte a volver a ese país privilegiado que es Montaigne o, por qué no, a conocerlo por primera vez (que sí, hasta para los clásicos hay una primera vez). Siempre he creído en la existencia de ciertos libros que parecen especialmente dirigidos a nosotros, de manera personal e íntima: los libros que son nuestro destino. A veces hay que recorrer un largo camino de páginas para encontrarlos, pero ninguna experiencia de lectura se compara al momento en que el lector encuentra su libro. Yo poseo la íntima convicción de que una parte crucial de mi destino como lector se ha cumplido leyendo atentamente los Ensayos y que en cierta forma todas mis lecturas anteriores no han sido sino una etapa previa para llegar aquí. Y es que, en resumidas cuentas, la gran lección del Señor de la Montaña, para quien sepa entenderlo, es ni más ni menos que esta: cómo vivir alegre, felizmente, una vida humana. Este librito consta de tres paseos, correspondientes a los tres libros que integran la obra de Montaigne, y nada me alegraría más que fuera un puente para llegar a ella y cumplir así la modesta función del crítico frente a la gran obra: ser el mensajero del texto.

https://rosameron.com/obra/nada-hago-sin-alegria/

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Pessoa. A Biography de Richard Zenith

Escribir una biografía de Fernando Pessoa entraña una paradoja evidente: ¿a cuántas personas se está biografiando en realidad? ¿Al Chevalier de Pas, primer protoheterónimo que Pessoa inventó cuando tenía seis años y le escribía cartas al niño Fernando; a Charles Robert Anon, autor de lengua inglesa en verso y prosa, compañero de su adolescencia; a Alexander Search, su sucesor; al Dr. Faustino Antunes, supuesto psiquiatra que trataba al joven Pessoa en Lisboa; al astrólogo Raphael Baldaya; a Vicente Guedes, primer autor de el Libro del desasosiego; a Fray Maurice, monje atormentado por dudas religiosas; a António Mora, el huésped de un manicomio que pretendía resucitar el paganismo; a Jean Seul de Méluret, ensayista francés; al Barón de Teive, escritor frustrado y suicida? ¿Solamente a los principales heterónimos, a saber: el poeta bucólico-filosófico Alberto Caeiro (1889-1915), autor de El guardador de rebaños, y sus discípulos, el ingeniero naval Álvaro de Campos (1889), poeta vitalista y ultramoderno, y el clasicista Ricardo Reis (1887), médico y escritor de austeras odas horacianas, además del semiheterónimo Bernardo Soares, asistente de contabilidad en Lisboa y a la postre autor del Libro de desasosiego? ¿O solo a Fernando Antonio Nogueira Pessoa, el tímido traductor y oficinista que los creó y contenía a todos? ¿Y quién era Fernando Pessoa (pessoa, ‘persona’ en portugués; ‘persona’, del griego prosopon, ‘máscara’; o sea, Fernando Máscara)? ¿Era Alguien o Nadie? ¿O Todos?

Uno de los mayores méritos de esta nueva biografía, escrita por Richard Zenith, traductor y editor del autor portugués, es presentarnos a un Pessoa plenamente humano, creíble, familiar, doméstico, de carne y hueso. Con esta son tres las principales aproximaciones biográficas al poeta (y nunca dejan de ser eso: aproximaciones), pero esta es por mucho la más completa, la –usemos esa hipérbole de la crítica biográfica– definitiva. La primera, Vida y obra de Fernando Pessoa (1950), se debió a João Gaspar Simões, y, aunque demasiado insistente en su interpretación psicoanalítica (casi todo se explica a partir de la “pérdida” de la madre, cuando esta, tras la muerte del padre de Fernando, vuelve a casarse), me sigue pareciendo un modelo de esa vieja tradición biográfica de escritores, mezcla de biografía y crítica literaria, precisamente la de “vida y obra”. Con el subtítulo de Historia de una generación, Simões –que conoció y trató al poeta personalmente, ventaja única que el resto de sus biógrafos no tuvo– se encarga de situar a Pessoa en su muy específico contexto portugués, histórico, cultural y literario. No recuerdo quién hizo la observación de que al genio lo imaginamos siempre un poco aislado, por encima de las pequeñas circunstancias históricas y locales que rodean toda vida, y que resulta siempre una sorpresa descubrir que él también se desarrolló en medio de esas menudencias. Esa fue exactamente la obvia impresión que me causó, hace años, la lectura de la biografía de Simões: Pessoa también había pertenecido a una generación, a un contexto cultural específico, había hecho una trivial “vida literaria” (formado parte de grupos, participado en polémicas, fundado revistas, etc.,), rodeado de una serie de escritores y artistas en muchos casos menores que hoy son solo un pasaje o una nota al pie de su biografía. Casi cuarenta años después de Vida y obra, y cuando Pessoa ya era mucho más conocido a nivel mundial, apareció La vida plural de Fernando Pessoa (1988), de su traductor español, Ángel Crespo. Menos rica en contexto, esta naturalmente se benefició de toda la crítica aparecida hasta entonces y de una comprensión más lúcida del fenómeno de la heteronimia, el corazón de la obra pessoana. No siendo únicamente biografías, sino obras críticas, tanto Vida y obra como La vida plural siguen siendo útiles y la obra de Zenith no las reemplaza por completo, pero es evidente que en términos de investigación y documentación, Pessoa será a partir de ahora la biografía de referencia. La tradición en la que se inscribe es la de la biografía anglosajona y, más precisamente, la de la biografía anglosajona de escritores, cuyo modelo sigue siendo el James Joyce de Richard Ellmann: una investigación exhaustiva, con un vasto aparato crítico y bibliográfico detrás, pero una exposición directa y amena, pensada para el lector común, sin notas al pie ni referencias o discusiones con otros especialistas que solo entorpecerían la lectura y que envía todo eso a la amplia sección de notas finales, que ya el interesado consultará, si quiere. Lo que criticaría al modelo es, a veces, cierta impersonalidad, cierta asepsia literaria y carácter meramente instrumental de la prosa que impiden que la biografía se convierta en una obra de arte en sí misma. Y la biografía, o es una obra de arte literario o es un mero reporte de investigación.

Uno de los aciertos de Pessoa es la división biográfica, no en las clásicas y áridas secciones de lugares y fechas (defecto de Ellmann), sino en una propuesta de evolución espiritual por etapas: “The born foreigner”, “The poet as transformer”, “Dreamer and civilizer” y “Spiritualist and humanist”, que convincentemente traza el itinerario vital de Pessoa. La primera está centrada en la toma de consciencia de su “extranjería”, en todos los sentidos, en la que los ochos años pasados en Sudáfrica son decisivos (uno se pregunta qué clase de escritor habría sido de no mediar esa experiencia, que apunto estuvo de hacerlo un autor inglés y lo hizo un escritor bilingüe); la segunda, en el proceso de desarrollo de los primeros heterónimos que habrían de conducir al nacimiento de Caeiro, Campos y Reis; la tercera, en el proyecto megalómano del Quinto Imperio y el propósito de restaurar las glorias lusitanas, y la cuarta, en su búsqueda espiritual (astrología, magia, rosacrucismo, etc.,) de redención y filantrópica. Un defecto, sin embargo, es solo dividir y titular esas cuatro partes y luego tener 76 capítulos (y secciones al interior de estos) sin subtitular. Una biografía de mil páginas y su hipotético lector se beneficiarían de una división y titulación más específicas.

La infancia y la adolescencia de Pessoa (esta última transcurrida en Sudáfrica, adonde se mudó tras el segundo matrimonio de su madre) habían sido hasta ahora quizá sus etapas menos conocidas. Zenith arroja nueva luz sobre ellas. Uno de los aspectos que más llama la atención es la precocidad de su genio. Sabíamos que había sido un niño introvertido y brillante, pero ciertas conductas e ideas parecen el preludio de algo más. Que creara amigos imaginarios con los que se carteaba o fundara pequeños periódicos donde él escribía todo es una cosa, pero llaman la atención detalles como que, entre los trece y quince años, fruto de su afición por el futbol y el criquet –que no sabemos si jugaba efectivamente, no me extrañaría que no–, se inventara equipos completos de ambos deportes, todos sus jugadores con nombre y apellido, llevara minuciosamente sus estadísticas e hiciera la crónica de partidos y temporadas completos. Todo un mundo que existía solo en su cabeza. Luego haría lo mismo, pero con escritores. Desde niño era evidente el rasgo definitivo de su personalidad: una refracción del mundo real, un repliegue al interior y un cultivo minucioso de un universo imaginario.

En Durban, adonde llegó sin saber inglés, rápidamente aprendió la lengua, se convirtió en un alumno destacado y pronto obtenía los primeros lugares y ganaba los concursos literarios académicos. Allí entró en contacto con la literatura inglesa y a los dieciséis años componía escrupulosas imitaciones de Milton, Carlyle y Keats. En 1904, su segundo soneto inglés terminaba con estos versos: “I know not death and think it no release– / The bad indeed is better than the unknown”, que obviamente recuerda su última línea escrita antes de morir, en 1935, también en inglés: “I know not what tomorrow will bring”.

A los diecisiete años, Pessoa volvió solo a Lisboa, de donde prácticamente no volvería a salir, mientras su familia permanecía en Sudáfrica. Se fue a vivir con unas tías y se matriculó en la Facultad de Artes y Letras, que le tomó menos de dos años abandonar (nada menos afín a su temperamento que la rigidez y la general mediocridad universitarias). Tras recibir una herencia, montó la imprenta y editorial Ibis, que fracasó rotundamente y lo dejó lleno de deudas. Una de las cosas más curiosas de la biografía de Pessoa, que Zenith documenta cuidadosamente, es su fallida vocación empresarial. Prácticamente toda su vida se la pasó haciendo proyectos de negocios que no llevaba a cabo o no pasaban de las primeras etapas (lo mismo, podría pensarse, ocurría en el plano literario, pero en este efectivamente acababa escribiendo, así fueran fragmentos, y en el empresarial, en cambio, el fracaso fue inmaculado). Tras abandonar la Universidad, quebrar en su primera empresa y deberle hasta al sastre, lo lógico habría sido conseguirse un empleo, cualquier empleo, y empezar a salir poco a poco de los problemas económicos, pero el joven Fernando, para consternación de su familia, se negaba en redondo a tener un trabajo convencional y un horario (como se sabe, Pessoa se ganaría la vida traduciendo cartas comerciales en distintas compañías de Lisboa y sería básicamente un oficinista, pero nunca tuvo un empleo fijo en un solo lugar). Mientras tanto, esos primeros años de vuelta en Portugal fueron cimentando su profundo nacionalismo. Nunca, ni en sus etapas de mayor ensimismamiento, dejó de preocuparse por el destino de Portugal e intervino más de lo que suele suponerse en el debate político, siempre a través de la escritura.

En 1912 conoció a Mário de Sá-Carneiro, su mejor amigo y colaborador literario. Fue una de esas amistades en las que, teniendo un gran denominador común (la literatura), los miembros no podían ser más diferentes. Sá-Carneiro, hijo de una familia rica, era un dandi epicúreo, exteriormente emocional, histriónico; Pessoa, reservado, tímido, que guardaba su riquísimo mundo de emociones para sí. Incluso físicamente contrastaban, Mario tirando a grueso y corpulento, y Fernando frágil y delgado. Tuvieron suerte de encontrarse y esta biografía muestra hasta qué punto Sá-Carneiro tuvo un papel en el nacimiento de Alberto Caeiro, el maestro de los heterónimos, ocurrido en 1914, annus mirabilis pessoano, al que siguieron los de Álvaro de Campos y Ricardo Reis. Al año siguiente los amigos publican la revista Orpheu, a la que bastaron dos números para fundar la modernidad literaria portuguesa. Sá-Carneiro se suicidó en París en 1916, a los veintiséis años, cerrando así el periodo de amistad y colaboración literaria más importante de Pessoa.

Hay un fragmento del Libro del desasosiego, que comenzó a componer hacia 1913 con ese título sin saber bien qué clase de obra sería, en el que dice que su verdadera patria no es Portugal, sino la lengua portuguesa. Es parcialmente cierto, pero también es verdad que se empeñó durante años en ser un autor de lengua inglesa. No parece casual que, resistiéndose a publicar libros en su lengua materna, sí intentará publicarlos en inglés, siendo rechazados, como The Mad Fiddler, o editándolos él mismo, como los 35 Sonnets o Antinous. Este último canta la pasión del emperador Adriano por su amante muerto, el adolescente Antinoo, lo que sirve a Zenith para especular sobre la sexualidad pessoana, zona llena de misterios. Sostiene que Pessoa no tuvo nunca una relación sexual (y presenta pruebas, escritas por el propio autor, que muestran que por lo menos a una edad avanzada en efecto esto era cierto, pero cómo saber que luego no tuvo ninguna experiencia) y al respecto concluye: “Throughout this biography I have avoided definining Pessoa’s sexuality, but based on his spiritual explanations and as demonstratedby his own ‘practice’, such as it was, it’s possible to affirm that the poet was ultimately not heterosexual, homosexual, pansexual, or asexual; he was monosexual, androgynously so. The heteronyms can be seen as the fruit of his self-fertilization”.

Algunos de los textos más perturbadores citados en esta biografía, que yo ignoraba, son las comunicaciones que supuestos espíritus (suerte de heterónimos fantasmales) dictaban al poeta en sus sesiones espiritistas y que trataban fundamentalmente de su vida sexual. El principal de ellos, Henry More, ordenó a su discípulo el 28 de junio de 1916:

You must not maintain chastity more. You are so misogynous that you will find yourself morally impotent, and in that way you will not produce any complete work in literature. You must abandon your monastic life and now […] A man who masturbates himself is not a strong man, and no man is a man who is not a lover.

Sin embargo, el clímax de la desesperación y la autodenigración llega cuando la supuesta mujer que sería la compañera sexual de Pessoa, una inglesa llamada Margaret Mansel, se comunica directamente con su futuro amante y le reclama:

You onanist! Go to marriage with me! No onanism [any] more.

504 Love me.

You masturbator! You masochist! You man without manhood! […] You man without a man’s prick! You man with a clitoris instead of a prick! You man with a woman’s morality for marriage. Beast! You bright worm.

Un hombre no puede llegar mucho más lejos en el camino del autodesprecio. El genio literario era un imbécil sexual (imbecillis, ‘débil’, ‘pusilámine’).

Como es sabido, la única relación amorosa que tuvo Pessoa fue con Ophelia –¿cómo más iba a llamarse?– Queiroz, secretaria en una de las oficinas para las que trabajaba. Tenía diecinueve años y uno tiene la impresión que la relación se dio gracias a su determinación, pues ella resolvió conquistar (y conquistó) al tímido poeta, aunque fuera temporalmente. Es inevitablemente cómico imaginar a Pessoa, que rebasaba los treinta, de novio por primera vez, robando besos y escribiendo cartas. De aquí nacerían luego, por supuesto, los versos: “Todas las cartas de amor son / ridículas. / No serían cartas de amor si no fuesen / ridículas…” (por descontado, aunque ese ridículo sea quizá más propio de los dieciséis que de los treinta y dos). Por otro lado, Pessoa también compuso algunas de las cartas de amor más frías que se hayan escrito, por ejemplo, la del 26 de marzo de 1920: “Por mi parte, estoy convencido de que me gustas. Sí, creo que puedo afirmar que te tengo un cierto afecto”. Ophelia se debe haber derretido.

Sin embargo, estaba claro que la dicha amorosa, conyugal y doméstica no estaba en el destino pessoano. Cuando Pessoa comenzó a sentirse demasiado invadido por el amor de Ophelia, emprendió la retirada. Para ello contaba con un aliado inmejorable, el archirrival de su novia: el insolente Álvaro de Campos. No deja de ser un poco alucinante leer cómo a veces Pessoa se presentaba a las citas con Ophelia con una personalidad completamente distinta, locuaz y agresiva: es que no era el comedido Fernando, sino el desmesurado Álvaro. O como este boicoteaba su relación por escrito.

El amor, para Pessoa, fue una experiencia pasajera. Había leído sobre ella toda la vida, la había visto en los demás y necesitaba experimentarla, pero cuando la tuvo al poco tiempo se dio cuenta que no era para él (no, al menos, en la versión que le ofrecía Ophelia, que eventualmente debía derivar en el matrimonio y la familia, como explícitamente se lo dijo). Luego de una de sus recurrentes desapariciones y ante la perplejidad de la muchacha, él explicó que una ola negra –metáfora de su depresión– se cernía sobre él. Más adelante, en una escalofriante carta de despedida que también pudieron haber firmado Kierkegaard o Kafka, escribió: “Mi destino pertenece a una Ley diferente, cuya existencia ni siquiera sospechas, y soy cada vez más el esclavo de Amos que no ceden y que no perdonan”.

Hacia su última década se operaron varios cambios en la vida de Pessoa. Literariamente, abandonado el juego juvenil de la vanguardias (porque para un escritor de su talla no podían ser otra cosa que eso, un divertimento pasajero), se inclina hacia cierto clasicismo, reflejado en su intervención como editor de la revista Athena, en la que aparecieron fragmentos de “El guardador de rebaños”. Da la impresión de que –luego de años de buscar cierto reconocimiento, tanto en inglés como en portugués, y de obtener resultados más bien modestos, aparte de la infinita planeación y postergación de la publicación de su obra en libros–, Pessoa decidió retraerse en términos literarios. Algunas de las cosas que más le importaban (la poesía de sus principales heterónimos, por ejemplo) no había encontrado mayor eco; ahora se ocultaría aún más, deliberadamente, y renunciaría a la idea de la publicidad. Solo sus mejores amigos y algunos jóvenes y fervientes admiradores, agrupados alrededor de la revista Presença, lograrían hacerlo abandonar parcialmente esa reclusión literaria.

Para entonces, Pessoa está más interesado en la magia, la astrología y la búsqueda espiritual. Uno de los episodios más curiosos de esta vida desprovista de acontecimientos exteriores fue su encuentro con el infame Aleister Crowley, ocultista inglés que dirigía una secta que involucraba la magia, drogas y ritos sexuales. Se carteaba con Pessoa y un día, para alarma del poeta, anunció que lo visitaría en Lisboa, adonde llegó acompañado de su joven novia alemana. Sus planes incluían abrir una sucursal del culto en Portugal y que su brillante corresponsal la dirigiera. Al verse personalmente, debe haberle tomado treinta segundos darse cuenta que el poeta de los lentes y la pajarita no era precisamente la persona más indicada para llevar a cabo ritos sexosatánicos, pero igual le simpatizó y lo convenció de ayudarlo a escenificar su falso suicidio en el despeñadero de Boca del Infierno, a las afueras de Lisboa (Pessoa esbozó una novela sobre la aventura, que por supuesto dejó inconclusa).

Entre otras novedades, la biografía de Zenith incluye fotografías que yo, al menos, desconocía. Las más impresionantes son los últimos retratos de Pessoa, los retratos de un hombre que tiene cuarenta y seis o cuarenta y siete años (la bel âge de quien esto escribe, lo que probablemente contribuyó a mi impresión), y que parece de sesenta. La vida había desgastado brutal y prematuramente a Pessoa, y a los cuarenta era un uomo finito. Zenith escribe:

It wasn’t the dreary routine of his rounds among the offices; he liked that routine. Nor was the loneliness of living as a bachelor, which did on occasion make him sad, but not weary. It was life itself that wearied him. I was all the doing, feeling, hoping, and regretting of the forty years he had lived so far. It was the nagging sensation that “all is vanity and vexation of spirit”, as he remarked in a passage from The Book of Disquiet, citing the words of the Preacher or Ecclesiastes. And he also cited, in the same passage, that bleak utterance of Job: “My soul is weary of my life”.

A sus últimos años no faltaron pequeñas derrotas y humillaciones. Dispuesto, increíblemente, a abandonar Lisboa, solicitó un modesto empleo de bibliotecario en el Museo de los Condes de Castro Guimarães en Cascais. Lo rechazaron. Empujado por sus amigos, envío a un concurso de poesía organizado por el gobierno su poema Mensaje. El certamen estaba practicamente organizado por ellos mismos, así que el triunfo de Pessoa parecía seguro, pero miembros del jurado tuvieron otra opinión y terminó perdiendo frente al pío poema de un cura franciscano de nombre Vasco Reis. Los amigos se las arreglaron para igual darle un premio, lo que en cierta forma solo abonó a la humillación. Mensaje, el único libro que se había animado a publicar en vida, no había sido suficiente para ganar un concurso estatal. Para rematar, en la esfera pública, la sombra de la dictadura de Salazar se cernía sobre Portugal. Pessoa, que lo había apoyado al comienzo, tuvo el tino y el valor de oponérsele al final.

Su salud se deterioraba aceleradamente, proceso al que su ingente consumo de alcohol no era ajeno (su bebida favorita era el brandi portugués Macieira), llegando a experimentar el delirium tremens. Bromista, una vez, al presentarle a una muchacha que iba a casarse con un pariente suyo, le dijo: “¿No has oído hablar de mí? Soy el borracho de la familia”. Una de las cosas que, en su momento, los familiares de Pessoa reprocharon más a la biografía de Simões fue, por cierto, presentar una poco favorable imagen del poeta en sus últimos años, enfatizando su aspecto descuidado y alcohólico. Pessoa fue internado en el hospital San Luis el 29 de noviembre de 1935 con fuertes dolores abdominales y murió al día siguiente, probablemente a causa de una obstrucción intestinal. Dejaba un libro publicado y la famosa arca con alrededor de veinticinco mil documentos que contenían su obra dispersa, disjecta membra

Una de las paradojas de la biografía de Pessoa es que, a pesar de la multitud de las máscaras, acabe por revelar un rostro. Él se definía a sí mismo como un poeta dramático e impersonal, esto es, que encarnaba varias voces y era solo un medio. El poeta Pessoa era, en efecto, impersonal, pero la persona Pessoa, permítaseme la redundancia y la paradoja, no lo era: era única, individual, con una serie de rasgos específicos, gestos, costumbres y manías, moldeada por su carácter y las circunstancias de la vida que le tocó vivir, como la persona de todos nosotros. Parte de su gran triunfo poético es haberse casi borrado detrás de sus máscaras, hacernos creer que realmente era nadie, aunque detrás hubiera siempre alguien, no un sujeto estable y monolítico, claro está, sino en permanente movimiento y mutación, la única forma de ser, y en su caso aún más radicalmente. Un precursor de la exploración pessoana de la otredad –de cuya alegre sabiduría podría haber aprendido mucho de haber sido otro su temperamento, pero, en definitiva, solo tenemos los maestros que son afines a nosotros– lo dijo lúcidamente: “no pinto el ser, pinto el tránsito” (Ensayos, II, III).

Creo que Zenith apunta una de las claves para comprender a Pessoa cuando comenta su vía ocultista para el progreso espiritual, que prenscinde de la magia y de la alquimia:

This is “the simple path”, he wrote, and those who follow it recognize the Word exactly “as it is given to us, as something not one but multiple, as the limbs of Osiris, many Gods”. Rather than attempt to rejoin the body of the god Osiris –whose corpse was cut up into pieces and strewn all over Egypt– they accept the fragmentary, multiple nature of the divine Word. And to accept “the Word as the Word”, says Pessoa in conclusion, is to accept “the World as the World”. This wisdom recalls the lesson of the master heteronym, Alberto Caeiro, who saw and accepted that “Nature is parts without a whole.”

Análogamente, más que empeñarse en dotar de unidad la persona y, sobre todo, la obra de Pessoa, es preciso reconocerlas y aceptarlas en su fragmentariedad. Hacerlo así es aceptar el mundo moderno, del que son expresión y reflejo, tal como es, un mundo que hace tiempo perdió la unidad y saltó en pedazos.

Hace diez años, reseñando los Escritos sobre genio y locura, escribí que si tuviera que apostar por un solo autor para representar la Edad Moderna, el que a la postre será nuestro Virgilio o nuestro Dante, apostaría por Fernando Pessoa. La lectura de Pessoa de Richard Zenith me lo ha confirmado.

Publicado en https://criticismo.com/pessoa-a-biography/

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Diccionario Vila-Matas

Comentario. Ya en el siglo XVI –en su último y mejor ensayo, cima y síntesis de toda su obra, “De la experiencia”– Montaigne observaba que había más libros sobre libros que sobre cualquier otro asunto y que, en realidad, no hacíamos sino comentarnos unos a otros. La literatura, en efecto, puede ser vista como un prolongado comentario sobre sí misma. La obra de Vila-Matas lo es de manera particularmente conciente y deliberada; toda ella, como ha observado Ricardo Piglia, es la historia (y agregaría, la crítica) imaginaria de la literatura contemporánea. Juan Villoro, por su parte, ha escrito: “La estética de Enrique Vila-Matas depende en primera y última instancia de la lectura. Hechas de comentarios, reensamblajes, parodias y atribuciones apócrifas, sus historias se postulan como una segunda realidad. Vila-Matas llega después; observa lo ya narrado con ojo insólito y discute lo ocurrido”.

Desde sus inicios, en La asesina ilustrada (que recuerda en alguna medida el modelo de Pálido fuego de Vladimir Nabokov, la novela-comentario por excelencia), la obra vilamatiana asumió su característica de glosa. Allí, la crítica Ana Cañizal apunta: “quisiera narrar en ellas lo que me fue ocurriendo a partir del día en que casualmente di con el manuscrito de La asesina ilustrada de Elena Villena y comentar, a la vez, diversos apartados de este extraño texto”. Los verbos en infinitivo –narrar y comentar– dan la clave, no solo de este libro temprano, sino de la totalidad de su obra, pues ésta se lee como una narración comentada o un comentario narrativo de la literatura moderna. Vila-Matas ha incluido el comentario crítico en su ficción narrativa e incluso lo ha convertido en el principal tema de la misma, como en Bartleby y compañía y en la ya abiertamente “ficción-crítica” de “Chet Baker piensa en su arte”. Yendo un poco más allá, se ha convertido en comentarista de sí mismo, como muestra de manera inmejorable el prólogo a En un lugar solitario, donde el autor repasa críticamente sus primeros libros y observa, además, el fenómeno ocurrido tras su colapso físico, que lo hizo tomar distancia de su obra y asumir las palabras del Diario de Robert Musil: “soy un absoluto extraño para mí mismo, hasta el punto de que podría ser un mero crítico o comentarista  de mi trabajo”.

El Diccionario Vila-Matas se descarga gratuitamente aquí: https://libros.uv.mx/index.php/UV/catalog/book/BI369


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«Con el beso de su boca»: la interpretación del Cantar I, 2 en algunos comentaristas religiosos españoles de los Siglos de Oro

Al comentar los primeros versículos del Cantar de los cantares en La regla de la Orden de la Santísima Trinidad, san Juan Bautista de la Concepción, al que el poema intrigó toda la vida, escribió:

En las primeras vistas que hizo la esposa a su esposo y las primeras palabras que le habló, fue decirle que le diese un beso de su boca, porque tenía mejores pechos que el vino 1. Mill dificultades tiene este lugar. Llano es que, si era beso, que habíe de ser de boca. Digo que hay junta y beso de corazones y, como la esposa se veía inpedida de esta junta por estar aún su corazón envuelto en carne y no descubierto, conténtase con que sea beso de boca

El reformador de la Orden Trinitaria estaba lejos de ser el primer lector que pasara dificultades y confesara su perplejidad frente al Cantar, pues este venía siendo fuente de desconcierto y poniendo en aprietos a los comentaristas judíos y cristianos, que con frecuencia no sabían qué hacer con un poema tan francamente erótico, desde su canonización.

Los orígenes del Cantar siguen siendo poco claros y la fecha de su composición, en la forma en que lo conocemos, oscila en un amplio arco entre los siglos V y III a. C., si bien algunos de sus contenidos podrían rastrearse hasta los siglos IX y X a. C. Actualmente, la mayoría de los estudiosos coincide en que se trata fundamentalmente de un poema erótico, toma partido por una lectura literal y rechaza la interpretación alegórica (la prevaleciente durante una prolongada tradición judía y cristiana), así como descartó en su momento, con argumentos filológicos, la autoría de Salomón o que el poema datara de su época. Por otro lado, se continúa debatiendo sobre su carácter unitario o fragmentario.

Sin embargo, es precisamente esa casi descartada lectura alegórica la que me interesa y la que convierte al Cantar (y en especial a su comienzo) en un fascinante objeto de estudio filológico y de historia intelectual. Podemos imaginar el asombro y las dificultades que pasaron los primeros exégetas frente al célebre inicio que, con no pocas variantes, podía decir: «Béseme él con el beso de su boca; porque mejores son tus pechos que el vino» (la Vulgata, en efecto, había traducido el original hebreo «yissaqeni minnesiqot pihu qi tobim dodeja miyyain» como «osculetur me osculo oris sui quia meliora sunt ubera tua vino»). ¿Qué hacer con un libro sagrado que tiene semejante principio y que luego se extiende en la crónica detallada de un amor sensual? Estaba claro que no podía decir sencillamente lo que decía en la superficie y que tenía que decir algo más.

El propósito de este artículo es examinar la interpretación que cuatro comentaristas religiosos españoles de los Siglos de Oro hicieron del Cantar 1, 2: fray Luis de León y santa Teresa de Jesús, en el siglo XVI, y san Juan Bautista de la Concepción y Mariana de San José, en el XVII. Me centro en los comentarios escritos en castellano y por ahora dejo de lado los compuestos en latín, con la excepción del de Cipriano de la Huerga, que por su influencia se impone considerar, aunque sea brevemente. Para comenzar, haré una breve síntesis de algunas de las principales interpretaciones del Cantar 1, 2 hasta la obra cumbre de san Bernardo que nos permita comprender mejor la tradición en la que se insertan los comentaristas españoles.

http://revistas.rae.es/brae/article/view/559/1042

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