Prólogo a Antología Áurea. Poesía de los Siglos de Oro



La poesía escrita en español en los siglos XVI y XVII, conocidos como Siglos de Oro, es la mejor poesía compuesta en nuestro idioma y solo comparable a la de los periodos más brillantes de otras lenguas. Es verdad que el siglo XX fue también extraordinario en el ámbito hispánico y que sin exageración puede ser considerado un nuevo Siglo de Oro, pero apenas es uno y el XXI recién comienza. A la fecha, la época áurea sigue siendo la más prolongadamente brillante, la que fijó los criterios de excelencia poética en español y la que dio al idioma la dignidad de las lenguas clásicas. Una breve nómina bastaría para comprobarlo: Garcilaso de la Vega, fray Luis de León, san Juan de la Cruz, Luis de Góngora, Lope de Vega, Francisco de Quevedo, sor Juana Inés de la Cruz. En el pasado se habló de Siglo de Oro, en singular, abarcando solo parte del XVI y del XVII, pero hace tiempo resulta evidente que debe hablarse en plural, pues en verdad fueron dos siglos prácticamente completos de una altísima tensión poética. Garcilaso, con el que todo empezó, nació a finales del siglo XV o principios del XVI y escribió en las primeras décadas del siglo; sor Juana, su broche (nunca más justamente dicho) de oro, escribió hasta la última década del siglo XVII y murió en 1695.

Como suele ocurrir con los periodos de esplendor de la literatura y las artes, los Siglos de Oro fueron propiciados o coincidieron –al principio, al menos– con el apogeo político, militar y económico de la nación en que se desarrollaron. Al ascender Carlos I, de la familia de los Austrias, al trono de España en 1517, luego coronado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico como Carlos V, comenzó un reinado vertiginoso que se caracterizó por la hegemonía hispánica en Europa y América. El emperador era hombre hábil y enérgico, con la mentalidad de un caballero medieval, que soñaba con una Europa unida política y religiosamente, pero enfrentó no pocas dificultades: la inmediata oposición de las naciones enemigas, notoriamente Francia e Inglaterra; la escisión de la Iglesia católica por parte de los protestantes; la amenaza de los turcos; los conflictos internos. Al mediar el siglo era evidente que no lograría sus propósitos y en 1556 abdicó la corona en favor de su hijo, Felipe II. Dejaba atrás, sin embargo, el legado de una España proactiva, expansiva, internacional. En términos literarios, quizá su mejor representante sea el poeta soldado Garcilaso de la Vega, innovador y cosmopolita; en términos religiosos y filosóficos, favoreció el erasmismo, la corriente de pensamiento derivada de Erasmo de Rotterdam, que buscaba una espiritualidad más sencilla y sincera, menos basada en ceremonias y gestos exteriores, y que pretendía reformar el catolicismo desde dentro.

El reinado de Felipe II fue muy distinto, tanto como lo era su personalidad de la de su padre. Llamado el Prudente, apenas salió de España en su juventud y luego se dedicó a la sobrehumana tarea de administrar sus dominios encerrado en Madrid y, en sus últimos tiempos, en el palacio de El Escorial, que mandó construir. Aún vio ensanchar sus posesiones, pues durante su gobierno fue proclamado rey de Portugal y se hicieron conquistas en Asia, en las Filipinas. Era cierta aquella famosa frase de que en el imperio español nunca se ponía el sol. No obstante, los problemas se agudizaban en todos los ámbitos: económicamente, con bancarrotas periódicas y una deuda creciente; política y militarmente, con rebeliones en los Países Bajos y la simbólica y dolorosísima derrota de la Armada Invencible en 1588 a manos de Inglaterra. Profundamente religioso, Felipe II fue el campeón de la Contrarreforma, la respuesta de la Iglesia católica a la Reforma protestante, y no es casualidad que los escritores más representativos del periodo sean religiosos: fray Luis de León, san Juan de la Cruz, santa Teresa de Jesús. Felipe II murió en 1598. Junto con su padre, habían cubierto casi la totalidad del siglo XVI español.

A partir de entonces, y aunque ya hubiera signos visibles desde tiempo atrás, comenzó una etapa de decadencia. Felipe III, que gobernó –es un decir– de 1598 a 1621, estaba más interesado en el teatro y la caza que en la política y la administración, y dejó el control en manos de su privado (el duque de Lerma, primero, y el duque de Uceda, después), figura fundamental a partir de ese momento, suerte de favorito del rey y quien realmente ejercía el poder. Durante el reinado se buscó con algún éxito la conciliación con las otras potencias europeas, pero era ya la política de una nación debilitada. Sin embargo, el esplendor literario continuaba: es el tiempo de Cervantes y el Quijote, de Góngora y las Soledades, de Lope de Vega y la comedia nueva, del primer Quevedo. A la muerte de Felipe III en 1621, subió al trono Felipe IV, cuyo reinado se extendió hasta 1665, el más largo de los Habsburgo. En la primera mitad del periodo, la figura dominante fue el conde-duque de Olivares, Gaspar de Guzmán, que acumuló notable poder y en vano lanzó una ambiciosa política exterior e interior que tenía como objetivo restablecer la hegemonía española. La monarquía sufrió rebeliones en Cataluña, la separación de Portugal y, en 1659, con la Paz de los Pirineos, la práctica capitulación frente a Francia, que pasaba a ocupar el primer plano europeo. Felipe IV fue un distinguido patrón de las artes, sobre todo de la pintura y el teatro. Es la época de la gran dramaturgia y prosa barrocas: Pedro Calderón de Barca, Diego de Saavedra Fajardo, Baltasar Gracián. A Felipe IV sucedió en el trono, en 1665, su hijo Carlos II el Hechizado (así llamado porque se atribuía a un embrujo su deplorable estado físico y mental, aunque más bien se debiera a las numerosas uniones consanguíneas de la familia), último de los Habsburgo. Si no fuera abusivo, bastaría comparar los retratos que Tiziano hizo de Carlos V con los que Claudio Coello pintó de Carlos II para entender sin necesidad de palabras la decadencia de los Austrias en el trono de España (y habría que tomar en cuenta que el pintor real siempre intentaba beneficiar a sus modelos). El fin era inexorable. Al morir sin descendencia en 1700, la corona pasó a la casa francesa de Borbón. Y, no obstante, del otro lado del Atlántico, en la Nueva España, todavía en este periodo alcanzó a florecer el último de los grandes ingenios de los Siglos de Oro: sor Juana Inés de la Cruz.

El hecho que detonó la gran poesía áurea fue la adopción al español de las formas métricas y estróficas italianas (versos endecasílabos, sonetos, canciones, etc.,). Hasta entonces, el metro dominante había sido el octosílabo, tanto en la poesía popular como en la culta, la llamada poesía “cancioneril”, recopilada en volúmenes como el célebre Cancionero general (1511) de Hernando del Castillo. La irrupción de los nuevos moldes no supuso el abandono de los antiguos y ambos convivieron sin mayores problemas durante mucho tiempo, pero la novedad introducida cambió el rumbo de la poesía. En su origen se encuentra la historia de una amistad que es inevitable recordar aquí. En 1526, en Granada, en la tornaboda de Carlos V con Isabel de Portugal, se encontraron el poeta barcelonés Juan Boscán y el embajador veneciano Andrea Navagero, quien le sugirió que probara escribir poesía en castellano con las formas italianas, lo que contaba con algunos antecedentes (algunos sonetos del marqués de Santillana, por ejemplo), pero que no habían tenido mayores consecuencias. Boscán puso manos a la obra, pero, más importante, sumó al proyecto a su amigo Garcilaso de la Vega, que se entregó “al itálico modo”. Los resultados obtenidos por Boscán no fueron muy notables, pero los de Garcilaso fueron deslumbrantes y decisivos. La poesía en lengua española no volvería a ser igual: había encontrado a su clásico. Garcilaso murió prematuramente, en acción militar, en 1536, y su amigo Boscán poco después, en 1542, pero al año siguiente apareció un hermoso libro, Las obras de Boscán y algunas de Garcilaso de la Vega, verdadero homenaje a la amistad y la literatura, que publicaba por primera vez las obras de ambos.

Muy a propósito, esta antología (que no pretende abarcar la totalidad de la poesía de los siglos XVI y XVII, y que decididamente se inclina por la lírica que surgió tras el contacto italiano) comienza con Garcilaso. En su poesía suelen distinguirse varias etapas e influencias, pero las fundamentales son dos: una, petrarquista (esto es, dominada por el ejemplo de Petrarca y su Cancionero, modelo de poesía amorosa desde el siglo XIV), y otra, clasicista, marcada por el influjo del poeta italiano Sannazaro, autor de la pastoril Arcadia, y, naturalmente, de Virgilio. Por su italianismo y su afán de imitación de los modelos clásicos, Garcilaso es el mejor representante poético del Renacimiento español. A partir de él surgió toda una serie de poetas italianistas (de la generación posterior, por ejemplo, Gutierre de Cetina, cuyo famoso madrigal “Ojos claros, serenos” recoge esta antología, y luego autores como Francisco de la Torre, Fernando de Herrera, Francisco de Aldana, Francisco de Terrazas) que lo seguían en sus temas y en sus formas métricas y estróficas, y prácticamente no hubo poeta posterior de los Siglos de Oro que fuera ajeno a su huella.

Utilizando los moldes estróficos garcilasianos, poetas religiosos como fray Luis de León y san Juan de la Cruz escribieron una poesía muy distinta. Uno de los rasgos más sobresalientes de Garcilaso, muchas veces observado, es su laicismo, la casi total ausencia de referencias religiosas en una época en que el catolicismo lo permeaba todo. La agudizada religiosidad de la época de Felipe II propició la creación de una poesía espiritual. En el caso de fray Luis, se trata principalmente de odas que cantan el anhelo de una vida pacífica y retirada (muy distinta, por cierto, a la aguerrida y agitada que tuvo el autor, cuyos feroces pleitos con sus colegas en la Universidad de Salamanca lo mandaron a prisión varios años con el pretexto de una traducción del Cantar de los cantares) o la armonía del universo en términos neoplatónicos; en el de san Juan, uno de los poetas más extraordinarios de una época de por sí extraordinaria, se trata de poesía mística que canta la unión del alma con Dios, pero que admite una lectura erótica humana, y en la que se dan cita diversas tradiciones poéticas: clásica, bíblica, italianista y popular.

La poesía española del siglo XVII suele caracterizarse como barroca, pero tiene también un rostro clásico. Es verdad que la gran innovación del periodo, llevada a cabo por Góngora y sus seguidores, es quintaesencialmente barroca (compleja, artificiosa, abigarrada, hiperornamentada), pero no dejó de haber espacio para otro tipo de poesía. En la actualidad es quizá difícil imaginar el impacto que causó en los lectores de la época la aparición de Góngora y el gongorismo: un autor que revoluciona, prácticamente él solo, una lengua poética (nuestros referentes más cercanos de algo parecido podrían ser Borges o Rubén Darío). Lo hizo básicamente con dos obras: el Polifemo y las Soledades, dos largos poemas en los que la sintaxis y la semántica españolas parecían querer regresar al latín, llenos de hipérbatos, cultismos, metáforas deslumbrantes, alusiones mitológicas, etc. Góngora suscitó adhesiones y detracciones igualmente apasionadas, pero no le era indiferente a nadie. Típicamente, como suele ocurrir con las grandes innovaciones poéticas, se le acusó de oscuro y confuso. En realidad, su poesía es clarísima, quizá la más clara de los Siglos de Oro, porque una vez descifrada su sentido es diáfano. Es solo la apariencia la que es difícil. Un poeta que tiene una sintaxis y un vocabulario más sencillos como, digamos, san Juan de la Cruz, es en el fondo mucho más difícil de comprender. Una de las claves de la poesía gongorina y de toda la poesía barroca es el concepto, tal y como lo definió Baltasar Gracián en la Agudeza y arte de ingenio (II): “es un acto del entendimiento, que exprime la correspondencia que se halla entre los objetos” (y entre más distante e inesperada sea la correspondencia, mejor). Por ejemplo, cuando en el Polifemo se dice que la caverna donde habita el cíclope es un bostezo de la tierra.

Entre quienes reaccionaron en contra de Góngora y sus seguidores estuvieron los otros dos grandes poetas españoles del período: Lope de Vega y Quevedo. El primero –que triunfaba espectacularmente en el teatro, donde no tenía rival– cultivó una poesía relativamente sencilla, tanto de corte popular como culto, y quizá como ningún otro autor de los Siglos de Oro (rasgo que le da un aire muy moderno) supo involucrarse a sí mismo en su obra, fundiendo su vida personal con su arte. Por ejemplo, sus pasiones amorosas, que no le faltaron, aparecen nítidamente reflejadas, transfiguradas, en su poesía y su prosa. Lope tenía una facilidad prodigiosa para componer versos y esa misma facilidad le hizo incurrir muchas veces en la trivialidad y el derroche, pero cuando se tomaba más en serio lo que traía entre manos creaba obras maestras. El caso de Quevedo es distinto. Para empezar, pertenecía a una generación posterior, pues era casi veinte años menor que Góngora y Lope. Durante algún tiempo, la historia literaria pretendió oponer a Góngora y Quevedo por razones equivocadas (a saber, el primero habría sido el representante del culteranismo, el estilo caracterizado por el uso de cultismos, y el segundo del conceptismo, el que empleaba los conceptos antes explicados, ambas categorías superadas). La oposición existe, pero tiene que ver con razones mucho más de fondo, de mentalidad y temperamento, de formas de ver la vida y las letras. Góngora era un espíritu casi pagano: sensual, físico, hedonista, amable, ligero. No ignoraba, sin embargo, la fe ni la angustia metafísica, como lo muestran algunos de sus poemas finales, en los que podía ser tan religioso o filosófico como el mejor Quevedo, pero no era el rasgo principal de su carácter. Don Francisco, en cambio, era un espíritu atormentado y que se tomaba muy en serio (no que fuera incapaz de la risa, como lo prueba su abundante obra cómica, agresiva y punzante, pero no se le daba tan bien esa virtud cardinal del humor que es saber distanciarse de sí mismo y verse irónicamente, como de manera magistral supo hacer Cervantes). Era brillante, atrabiliario, apasionado, dogmático, atribulado. Ningún poeta en español ha sentido y expresado como él la angustia del tiempo y de la muerte. Fue autor, además de sus versos, de una prosa deslumbrante, lo que aumenta su dimensión como escritor. Góngora y Quevedo, Quevedo y Góngora son las dos cumbres poéticas de los Siglos de Oro.

Sin embargo, como adelantábamos, la poesía del siglo XVII español no fue exclusivamente barroca y también dejó espacio para un sobrio clasicismo, en el que destacan los sevillanos Francisco de Medrano y el capitán Andrés Fernández de Andrada, buenos discípulos de Horacio. El primero lo imitó en odas que cantan una vida sencilla y hedonista; el segundo es autor de uno de los grandes poemas de los Siglos de Oro, la Epístola moral a Fabio, un poema clásico, perfecto, ajeno a los vaivenes del tiempo. En ella exhorta a su amigo Alonso Tello de Guzmán a abandonar las ambiciones mundanas y abrazar una vida modesta y serena. No solo es una gran obra de arte (pues su aparente sencillez no es menos ardua de lograr que los más artificiosos efectos barrocos): es un modelo de vida.

Fernández de Andrada se trasladó a la Nueva España siguiendo a su amigo y aquí murió, oscuramente, en 1648. Precisamente ese año, en el virreinato, nacía la última luminaria de los Siglos de Oro, sor Juana Inés de la Cruz (novohispanos fueron también Francisco de Terrazas y Luis de Sandoval Zapata, ambos incluidos aquí). El hecho es significativo: lo que empezó con un soldado castellano a principios del siglo XVI terminó con una monja novohispana a finales del XVII. Hombre y mujer, metrópoli y colonia, cuartel y convento: todo unido por la poesía y un idioma que emergería de esos dos siglos como lo que es hoy, una de las principales lenguas del planeta, con prácticamente 500 millones de hablantes nativos en la actualidad. Todos ellos, sin distinción de nacionalidades, son los herederos legítimos de la tradición poética de los Siglos de Oro, pues la lengua es su patrimonio común. Sin embargo, para reclamar una herencia cultural o literaria es preciso conocerla, hacerse merecedor de ella mediante el conocimiento y el trato, y ese es el propósito de una antología como esta, dirigida principalmente a un público joven: poner en sus manos una pequeña muestra de la mejor poesía escrita en su idioma, ayudarlo a entenderla y apreciarla.

Como mencioné anteriormente, la Antología áurea no tiene la intención de abarcar la totalidad de la poesía de los Siglos de Oro (para lo cual hubiera tenido que ser mucho más amplia e incluir, por ejemplo, la poesía popular, como el romancero; la poesía culta de tradición castellana; la épica; la poesía cómica, etc.,), sino de representar lo mejor de la lírica que surgió a raíz de la adopción de las formas italianas, que es, en definitiva, el hecho que dio pie a los Siglos de Oro en lo que a poesía se refiere. Para elaborarla, aprovechando los medios digitales actuales, me he basado en los mejores impresos (primeras ediciones, sobre todo) y manuscritos originales de los siglos XVI y XVII, cotejándolos, naturalmente, con las más rigurosas ediciones modernas. He modernizado la ortografía, pero respetando el aspecto fónico y las exigencias métricas. He limitado las notas a las de carácter léxico para aclarar el significado de ciertas palabras y a algunas explicativas (del sentido de ciertos versos, históricas, mitológicas, etc.,), siempre lo más concisas posibles y pensando en un lector que no necesariamente está familiarizado con la lengua y el mundo de los Siglos de Oro. Su única intención es darle los elementos necesarios para comprender adecuadamente el poema.

 

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