Memorias de un leedor, V. El embrujo Borges

Poco tiempo después, Alfonso llega una tarde a mi casa con unas fotocopias (así es, la revelación ocurrió en unas humildes fotocopias): “Tienes que leer esto”.

Se trata de “El inmortal” de Borges, originalmente incluido en El Aleph. No creo exagerar si digo que la lectura de ese texto es el punto de inflexión de mi vida, la que determinó definitivamente mi vocación de lector. Después de eso, nada volverá a ser igual. Nunca podré olvidar mi sensación de asombro ante las primeras líneas del relato del protagonista: “Que yo recuerde, mis trabajos empezaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando Diocleciano era emperador. Yo había militado (sin gloria) en las recientes guerras egipcias, yo era tribuno de una legión que estuvo acuartelada en Berenice, frente al mar Rojo: la fiebre y la magia consumieron a muchos hombres que codiciaban magnánimos el acero”.

El deslumbramiento fue, ante todo, verbal. El uso insólito de los sustantivos y los verbos, la inesperada adjetivación, la grandilocuente metáfora. Nunca había leído ni escuchado un castellano así. ¿Era realmente mi lengua? Estaba, además, ese aire antiguo, épico, romano, que infundía reverencia por sí solo (tiempo después, leyendo a De Quincey por la obvia influencia borgeana, me conmovería ese pasaje donde cuenta cómo dos palabras latinas bastaban para emocionarlo: consul romanus). Luego, en el resto del cuento, aparecerían los grandes temas: la memoria, la identidad, el tiempo, la inmortalidad, el lenguaje, las letras… Como él mismo observó sobre Quevedo, Borges, más que un autor, es una literatura. Pocos autores modernos en español tienen la capacidad de ejercer una fascinación semejante. Al terminar el relato, yo soy, irremediablemente, borgeano, y durante no poco tiempo la literatura será para mí básicamente Borges y lo que tenga que ver con él.

 

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Memorias de un leedor, IV. De rock y literatura: De perfil de José Agustín

Entre los trece y los quince años casi no leo nada, salvo cómics (El Hombre Araña, que ahora puedo leer en inglés, sigue siendo mi favorito). ¿Será en parte por eso que recuerdo esta época como una etapa más bien sosa? Curso la secundaria, pero sin mayor entusiasmo; la escuela y el estudio han dejado de ser la motivación que eran en la primaria. Por primera vez, además, me cuestan trabajo algunas materias, como la química o la informática. Veo demasiada televisión (mi serie favorita es Los años maravillosos, que cuenta retrospectivamente la adolescencia de un joven norteamericano, Kevin, y sus amigos Paul y Winnie Cooper) y juego video-juegos, Nintendo y Sega.

Creo que buena parte de la retrospectiva grisura de esos años tiene que ver con que no he descubierto todavía mi vocación de lector y no tengo realmente ningún otro interés genuino. Me limito a pasar el tiempo y aburrirme lo menos posible. La niñez, con sus aspectos luminosos y oscuros, ha terminado, y la juventud, como etapa de renovación y definición, no ha empezado aún. La falsa etimología de adolescente como aquel que adolece o le falta algo sería en este caso cierta. Sin embargo, todo está a punto de cambiar. Es 1992, annus mirabilis.

Un día, Alfonso –el amigo con el que jugaba futbol y que ahora estudia Letras– llega a casa con un libro, La tumba de José Agustín, e insiste en que lo lea. Alfonso había descubierto la literatura en la preparatoria con García Márquez y ya desde entonces, antes de salir a jugar futbol y para exasperación mía y de Valentín, nos obliga a escuchar el inicio de Cien años de soledad o algún otro pasaje. Lo aguantamos solo porque sabemos que la lectura del fragmento es la condición para salir a jugar. A partir de entonces y durante algunos años muy intensos, Alfonso, que tuvo un papel decisivo en mis primeras lecturas, se aparecerá constantemente en mi casa con un libro y la frase: “Lee esto” o “Tienes que leer esto”.

 

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Memorias de un leedor, III. «¿A ti también te gusta Sherlock Holmes?»

Después de Alicia y el Quijote, durante mucho tiempo fui lector básicamente de un solo libro: Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle. Un día, supongo que a mediados de los ochenta, me regalaron dos volúmenes de la colección Club Joven de Bruguera (cuyos modestos libros de bolsillo, en la benemérita serie Libro Amigo, tendrían posteriormente un papel crucial en mi biografía lectora): Platero y yo, de portada roja con un hombre echado en un prado y Platero al fondo, y El misterio del valle de Boscombe y otras aventuras de Sherlock Holmes, de tapa amarilla con una ilustración a colores de Holmes y Watson.

Intenté leer Platero y yo y me pareció soso y aburridísimo. Durante años tuve prejuicios contra Juan Ramón, que después me deslumbraría, por culpa del bendito burro, “pequeño, peludo, suave”. Con el libro de Conan Doyle, en cambio, me sucedió todo lo contrario: me fascinó a la primera lectura y lo leí docenas de veces. Mis padres advirtieron mi afición y poco después me regalaron los dos volúmenes de Sherlock Holmes en la editorial Aguilar, en pasta dura color rojo y letras doradas. El primero tenía en la esquina una viñeta de un sabueso (el de los Baskerville, naturalmente) y, el segundo, una de Holmes con gorra y pipa. Durante años esos fueron, metafórica y literalmente, mis libros de cabecera, pues los tenía ahí, arriba de mi cama, y los abría en la noche a la menor provocación.

Esa es precisamente la imagen que evoco ahora: no puedo dormir o despierto a media noche (era un niño con muchos miedos nocturnos; mis favoritos, en ese entonces, una catástrofe en una planta nuclear o la condenación eterna); sé que si no hago nada y me dejo llevar por mis pensamientos, la cosa va a ir a peor. Enciendo la lámpara –una lámpara color naranja que está ajustada con una pinza a la cabecera– y elijo uno de los tomos de Aguilar. Empiezo a leer cualquier aventura y al poco tiempo todo temor ha desaparecido y estoy completamente inmerso en la lectura. Holmes me ha salvado de nuevo. Este es el inicio, creo, de una relación, no siempre grata ni de tan fácil solución, entre insomnio y lectura. ¿Cuántos libros no hemos leído porque el sueño se niega a venir? A veces, sin embargo, ni la lectura puede rescatarnos de ese pozo sin fondo. Tenía razón Borges al observar que el insomne se sabe culpable: culpable de velar mientras los otros duermen. La lectura palia o ayuda a sobrellevar esa culpa. Es una imagen canónica del lector: el lector insomne, el que descifra signos en la página porque no puede descifrar la noche.

 

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El mito de Juan Manuel Torres

Hay un modesto mito alrededor de la figura del escritor veracruzano Juan Manuel Torres (1938-1980). Su parca obra –el libro de cuentos El viaje, 1969, y la novela Didascalias, 1970–, su exilio polaco, su doble vocación cinematográfica y literaria, su amistad con escritores como Sergio Pitol o José Carlos Becerra, su muerte prematura en un accidente automovilístico y su rápido olvido lo convirtieron en una figura misteriosa no exenta de atractivo: la joya oculta, el escritor secreto, el autor injustamente olvidado reconocido solo por unos cuantos.

La publicación de sus “obras completas” va a deshacer ese mito –lo que sin duda es una ganancia para la historia literaria y mérito de su editor, José Luis Nogales Baena–, pero el crítico escéptico podría preguntarse si no le habría convenido, en el fondo, seguir envuelto en él. Porque, después de leerlas, va a ser muy difícil seguir sosteniendo que es un gran escritor relegado y que su olvido sea del todo injusto. No deja de llamar la atención, por otro lado, la noción misma de “obras completas”, en cuatro tomos (habrá otros tres: de traducciones y correspondencia, de novela y de guion cinematográfico), de un autor como Torres, que en rigor solo escribió dos libros, no del todo legibles, que cabrían perfectamente en un volumen cuya publicación no habría sido injustificable. Sobra decirlo, no todo autor amerita una edición de “obras completas” y la idea de que pudiera ser el caso de Torres solo puede concebirse desde la piedad académica. En la academia literaria somos capaces de rehabilitar o rescatar a quien sea. No importa cuán menor haya sido el escritor, siempre se podrá utilizar el consabido argumento: “Bueno, quizá no era un gran autor, tal vez ni siquiera bueno (la verdad era más bien malo), pero forma parte de la historia literaria de su época…”. Pues sí, con ese argumento se salva todo el mundo, pero como escribió el también olvidable Herbert Quain, una cosa es pertenecer al arte (o la literatura) y otra a la mera historia del arte.

El viaje, núcleo de este volumen, consta de cuatro cuentos (no incluyo la minificción de cinco líneas que lo encabeza), fruto de la experiencia del autor en Polonia en una época en que este país era un destino más bien exótico para un mexicano (Torres fue acaso el primero de nuestros escritores polonófilos, hecho que lo honra, lector y traductor pionero de autores como Schulz o Gombrowicz). No carece enteramente de virtudes. Tiene dos que podrían considerarse cuentos interesantes: “En el verano” y, sobre todo, “El mar”, que con razón han privilegiado las antologías que se han acordado de Torres, historias de una atmósfera tristona y cosmopolita en la que los protagonistas se esfuerzan vanamente por alcanzar una plenitud que los elude. Y eso es todo. Después están “Para no despertar”, un experimento desafortunado, y “El viaje”, la gran apuesta –fallida– del libro, un relato caótico y plagado de ocurrencias que pretende dar cuenta de un amor imposible y causar la impresión de transcurrir entre la vigilia y el sueño, pero que se diluye en el mero desorden, aderezado con estampas sadomasoquistas, citas bíblicas y la simpática irrupción de unos guerrilleros peruanos.

Desastre parecido, pero a mayor escala, ocurrió a Torres con Didascalias, una de esas antinovelas que pulularon en los años sesenta y setenta y con la que el lector podrá castigarse en el tercer volumen de estas obras completas. En alguna ocasión me tomé la molestia –no es un decir– de leerla en su edición original, publicada por Era en 1970 y comprensiblemente jamás reeditada. No hay manera (y confieso que cuando me acerqué a ella por primera vez, atraído por el mito de Torres, lo hice con benevolencia, deseando que me gustara, queriendo “descubrir” a un autor). La idea es hasta interesante: una novela volcada sobre sí misma, autorreflexiva, que se va cuestionando conforme se va haciendo. El problema es la ejecución. Lo vio meridianamente Carlos Monsiváis que, en una carta a Pitol citada por el editor de Torres, sentenció: “El libro es fallidísimo: Juan Manuel quiere escribir, tiene una gran vocación literaria, pero no posee ese mínimo instrumental que han dado en llamar lenguaje. Es el quiero y no puedo”. Hay un cierto aire de familia entre Didascalias y otras novelas contemporáneas, digamos La obediencia nocturna (1969) de Juan Vicente Melo y El tañido de una flauta (1972) de Pitol, pero si estas, que no han envejecido del todo bien, logran salvar cierto experimentalismo fallido en virtud del talento de sus autores, Didascalias potencia los defectos.

Uno de los aspectos más curiosos de la trayectoria de Torres es, por cierto, su relación con Pitol. Mientras lo leía no podía dejar de pensar en una frase de Faulkner que aquel usó como título de uno de sus relatos, “El oscuro hermano gemelo”. Ambos se refieren a la novela, pero yo la pensaba en un sentido distinto, pues hay escritores que parecen tener “oscuros hermanos gemelos”, parientes pobres a los que no les fue tan bien, pero cuya familiaridad es innegable. De orígenes veracruzanos, compañeros generacionales, amigos íntimos, narradores, la relación Pitol-Torres parece un poco así, la del escritor con talento y fortuna con el que no tuvo ni uno ni otra, pero el asunto es más complejo, como ha estudiado Nogales Baena. Torres fue primero a Polonia; fue él quien contagió a Pitol su polonofilia y quien le presentó autores como Schulz o Gombrowicz. Se dedicaron libros y se hicieron personajes uno al otro de sus respectivas obras. En algún punto pudo haber parecido que estas avanzaban en paralelo, pero pronto una de ellas se enredó, se estancó y paró en nada, mientras que la otra continuó un largo proceso de maduración hasta alcanzar la plenitud. El capítulo final es de sobra conocido: Pitol se convirtió en un escritor consagrado mientras que el pobre Juan Manuel, muerto temprana y trágicamente, se fue hundiendo en el olvido.

Ahora no faltará un alma más caritativa que la del crítico que afirme que estas obras completas vienen a rescatarlo de ese injusto abandono y a restituirlo al lugar que se merece, pero me temo que esto no pasaría de ser una franca exageración o una mentira piadosa. La melancólica verdad es que, en literatura, no todos los olvidos son inmerecidos. Fin del mito.

 

Publicado originalmente en https://letraslibres.com/revista/el-mito-de-juan-manuel-torres-2/

 

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Memorias de un leedor, II. El Quijote o la dicha de leer

Ahora tengo nueve o diez años. Ya no me leen en la cama y, la verdad, yo leo poco por mi cuenta, salvo cómics (El Asombroso Hombre Araña, ante todo, mi súper héroe favorito, en las ediciones mexicanas de Novaro). Voy a la escuela en las mañanas –el Colegio Pedro de Gante, dirigido por monjas, a unas cuadras de mi casa– y paso la tarde jugando futbol en la calle con mis vecinos, Alfonso, tres años mayor que yo, y Valentín, un año menor.

Es una etapa sencilla y feliz. La escuela me gusta, me agrada estudiar y sin mayor esfuerzo me va bien en todo, aunque prefiero la Historia y el Español. Estoy perdidamente enamorado de una compañera de la primaria de nombre Elizabeth (entró apenas el año pasado, en tercero, y en el momento en que cruzó por primera vez el salón nos enamoramos todos). Soy un niño profundamente religioso y todos los domingos en la noche me siento a oscuras en la sala a meditar en cómo puedo ser un mejor cristiano. La sombra de la duda aún no se ha asomado en mi interior. Me gustan las chuletas y los bisteces empanizados y mi película favorita es Star-Wars, cuyos juguetes colecciono (ese año o el anterior, los Reyes Magos me han traído lo imposible: el Halcón Milenario, la nave de Han Solo).

Una noche, mi padre me llama al estudio y me propone que lea un libro: “Tiene dos partes –me dice–, cuando termines cada una, te regalo lo que quieras”. Acepto sin vacilar, aun antes de preguntar de qué libro se trata. Es el Quijote, en Ediciones Castilla (Madrid, 1966) con la anotación de Clemencín y los grabados de Doré. Es un volumen grueso, de pasta dura color verde y papel biblia que mi padre compró en el Rastro de Madrid, en 1975, un año antes de que yo naciera. Leería después muchas ediciones, pero para mí el Quijote será siempre fundamentalmente ese libro.

Hasta entonces, mi padre no había intervenido mucho en mis lecturas. La que me leía era mi madre. Recuerdo una vez que por alguna razón no pudo ir a mi cuarto a leerme antes de dormir y fue sustituida excepcionalmente por mi padre. Un desastre. No recuerdo qué libro escogió, pero yo no entendí nada ni me gustó. Nada qué ver con Alicia y con la manera de narrar de mi madre. Ahora, sin embargo, años después, se trataba de un ejercicio muy distinto: no solo debía yo leer el libro para ganar el premio, sino que cada noche, después de leer un capítulo, debía ir al estudio a hacer un resumen oral. Yo estaba dispuesto a todo con tal de obtener la recompensa. Mi primera lectura del Quijote fue, entonces, absolutamente mercenaria.

 

El resto, aquí: https://letraslibres.com/literatura/el-quijote-o-la-dicha-de-leer/

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Christopher Domínguez Michael reseña el Diccionario Vila-Matas

Soy uno de los primeros en haber reseñado a Enrique Vila-Matas en América Latina, he escrito sobre la mayoría de sus libros, lo tengo por uno de los grandes narradores contemporáneos en cualquier lengua, pero nunca lo había entendido tan claramente como lo logra Pablo Sol Mora, quien en su Diccionario Vila-Matas (Universidad Veracruzana, 2020) hace una afirmación que no puedo sino envidiar. Soy de los ingenuos que aún creen en que hay envidia de la buena y dicho así, paso a citar: “La obra de Vila-Matas es una de las pocas obras alegres de la literatura moderna. Se trata, sobra decirlo, de una alegría compleja, como la que encontramos en los Ensayos de Montaigne, producto no sólo de una buena disposición natural, sino de la reflexión y la experiencia; una alegría que no ignora los abismos de la melancolía, sino que, precisamente por conocerlos, ha decidido afirmarse como tal”.

 

El resto, aquí: https://confabulario.eluniversal.com.mx/pablo-sol-mora-diccionario-de-vila-matas/

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Memorias de un leedor, I. El libro escuchado: «Alicia» para niños de Lewis Carroll

¿Cuántos años tengo? Cuatro o cinco, probablemente. Estoy acostado en mi cama en mi habitación: una cama blanca, infantil, que aún tiene una especie de barandales. La luz es amarilla y la cortina es azul, con figuras de Plaza Sésamo: el Monstruo Comegalletas, Beto y Enrique, Abelardo. Estoy a la expectativa, aguardando ansiosamente el momento que no tarda en llegar. Mi madre entra al cuarto y, casi retóricamente, pregunta:

–¿Qué cuento quieres que te lea?

Ambos sabemos la respuesta:

Alicia.

–¿Otra vez Alicia? –replica ella débilmente.

En realidad, no siempre pido Alicia; muchas veces, por ejemplo, respondo: “Hércules”, o sea, un resumen de sus trabajos incluido en El libro de oro de los niños, una serie de libros rojos de pasta dura. Había en ellos muchos otros relatos, supongo, pero a mí solo me interesaba el de Hércules. El héroe de la mitología griega y la niña de Lewis Carroll se repartieron la mayoría de mis noches infantiles (luego se agregarían otros personajes, como el exótico Rey Mono de la literatura china, en un libro que me temo he perdido). Sin embargo, mi favorita, sin duda, es Alicia. Nunca me canso de ella.

https://letraslibres.com/literatura/alicia-para-ninos-de-lewis-carroll/

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Alejandro Rossi y Plural: el nacimiento de un escritor

En 1973, tras una infancia y una juventud azarosas y viajeras, Alejandro Rossi (Florencia, 1932-Ciudad de México, 2009) parecía razonablemente asentado. Se había radicado en México, donde se había casado y tenido hijos, tenía ya cuarenta años, era un respetable profesor universitario de filosofía –pionero en el mundo hispánico de la corriente analítica– que había fundado una revista especializada, Crítica, y publicado un único libro igualmente especializado, Lenguaje y significado (1969). Una biografía académica ejemplar y algo monótona que podría haberse prolongado sin sobresaltos durante años. Sin embargo, adivino, precisamente en esa época y a esa edad, una insatisfacción íntima, un malestar personal: no era un escritor. Porque Rossi había sido un adolescente que había jurado por Borges en Buenos Aires, donde había tenido el privilegio de descubrirlo en sus primeras ediciones, y que, sospecho, abrigaba desde entonces el secreto deseo de ser escritor. La filosofía era para él una profesión, no cabe duda, un interés intelectual legítimo y serio; la academia universitaria, su ámbito natural, al que siempre defendería, pero la vocación profunda era la literatura.

En un breve y hermoso texto recogido en Cartas credenciales, “Nacimiento de un libro”, Rossi rememora cómo fue invitado a colaborar con una columna en Plural en 1973: “Ya no recuerdo con exactitud qué estaba haciendo esa tarde. Me gustaría decir que heroicamente descifraba algún complicado libro o que, en plena euforia didáctica, preparaba una clase decisiva e inolvidable. La realidad, sin embargo, siempre es más modesta, y es probable, entonces, que esa tarde de agosto hace nueve años yo estuviera tirado en un sillón con los brazos caídos y la mirada errante. No lo sé con precisión, pero entre las dos posibilidades elijo –por cálculo de dramaturgo– la segunda. Así quiero recordarme cuando me llamaron por teléfono para invitarme a escribir una sección mensual en Plural. Ensayo libre, me dijeron, sobre lo que yo quisiera, un mínimo de cuatro cuartillas y un máximo de ocho. Sí, sí, lo que se me ocurriera, a partir de septiembre, claro, gracias, hasta luego. Comenzó el ‘Manual del distraído’ ”.

Vale la pena detenerse en estas líneas porque revelan rasgos característicos del mundo literario de Rossi. Primero, la tersura de la prosa: límpida, fluida, aparentemente fácil, casi conversacional. Segundo, la construcción del personaje, típicamente rossiano, al mismo tiempo narrador y protagonista: el hombre y la comedia de su consciencia, pensando distraídamente, divagando. Tercero, la elaboración de la atmósfera: la modesta épica de la vida cotidiana y casera, la única a nuestro alcance, hecha de pequeños grandes acontecimientos. Cuarto, la constatación de las posibilidades de la literatura, la mezcla de realidad y ficción de la que está hecha: las cosas fueron así o pudieron ser así, pero, en aras de lo literario, mejor digamos que fueron de esta otra. Una poética implícita en unos cuantos renglones.

En Presencia de Alejandro Rossi, librito escrito en colaboración con Juan Villoro y publicado por El Colegio Nacional en 2019 en conmemoración del décimo aniversario luctuoso del autor, me ocupé del Manual del distraído, el libro. Aquí quiero centrarme en el “Manual del distraído”, la columna, que no son exactamente lo mismo. Para empezar, la disposición de los textos en el libro cambió significativamente respecto al orden cronológico en que aparecieron en la revista. El primero texto de lo que sería el “Manual” apareció en el número 24 de Plural (septiembre de 1973) y se titulaba, escuetamente, “J. P.”, una semblanza de Jorge Portilla a diez años de su muerte (en el libro cambiaría el título a “In memoriam”). Forma parte de la sección “Letras Letrillas Letrones” y está ahí, en la página 62, arriba de un artículo sobre jazz y junto a una nota de cine de Emilio García Riera. En el siguiente número (25, octubre de 1973) aparece otro texto titulado precisamente “Manual del Distraído” sobre el golpe de Estado a Salvador Allende, recién ocurrido, en el que Rossi critica las argucias acomodaticias que de una manera u otra buscaran justificar o atenuar su gravedad. Este texto se transformaría en el libro en “Guía del hipócrita”, pero su título original serviría para bautizar a la columna (y al volumen futuro), que lo ostenta ya a partir del número 27, independizada de “Letras Letrillas Letrones”. Curioso origen político de un célebre título literario. Por lo demás, este es un buen ejemplo de cómo cambia la recepción de un texto según se lea en su publicación periódica original o recopilado después en libro, porque al lector del Manual del distraído, sobre todo al actual, podría sorprenderle de buenas a primeras un texto sobre un acontecimiento político en medio de artículos literarios, pero le sorprendería menos al verlo enmarcado en una revista, en una sección dedicada casi íntegramente a los hechos ocurridos en Chile. No deja de llamar la atención, por cierto, que la reflexión política esté entre las primeras preocupaciones históricas del “Manual” (el cuarto texto publicado es “El optimismo”, luego de “La doma del símbolo”, un ensayo sobre el optimismo de izquierda, que en la recopilación figuraría entre los artículos finales), lo que luego se diluiría en el Manual.

El resto de los primeros textos de la columna son, sobre todo, ensayos en su sentido más clásico (“La lectura bárbara”, “El objeto falso”, “Plantas y animales”, “Confiar”, “Enseñar”, “Calles y casas”), con alguna excursión a la crítica literaria (“La defensa inútil”, sobre Solyenitzin, o “La página perfecta”, sobre Borges). Algunos de ellos tienen temas, digamos, filosóficos –la “falsedad” de ciertos objetos cotidianos o las posibilidades de un idealismo extremo–, pero tratados literariamente, en plan de divagación libre, con una esmerada atención a la prosa. Aquí Rossi comienza a hacer lo que obviamente no se permitía en sus rigurosos artículos académicos de filosofía analítica, que era lo que había publicado hasta entonces: el cultivo de la forma, la elaboración de una prosa artística. Este aspecto –la liberación de la voz ensayística, el desarrollo de un estilo personal– es el primer paso hacia el nacimiento del Alejandro Rossi escritor. El segundo ocurre hacia finales de 1974, cuando aparece “Puros huesos” (39, diciembre de 1974), crónica de una visita a la Iglesia del Jesús en Roma, el primero de una serie de textos en los que cuenta una experiencia personal, episodios sueltos de unas potenciales memorias. Es el surgimiento del Rossi narrador. Le seguirían, espaciados entre otros artículos donde vuelve al ensayo o la crítica, “Crónica americana”, “Robos” y, notablemente, “Relatos” (49, octubre de 1975). Este es un punto de inflexión porque muestra ya toda la complejidad narrativa del mundo rossiano: narraciones volcadas sobre sí mismas, metanarraciones, narradores que cuestionan el hecho mismo de narrar. En las últimas entregas del “Manual” en Plural, “Con Leibniz” y “Sin sujeto” (56 y 57, mayo y junio de 1976), se da lo que podríamos considerar el tercer paso con la aparición de Gorrondona, el maestro carnicero y crítico colérico que se convertirá en el inolvidable (anti) héroe de Un café con Gorrondona. Es ya el Rossi inventor de un mundo ficticio y creador de personajes.

Mi tesis, que se desprende lógicamente de lo dicho hasta ahora y que apenas hace falta enunciar, es simple: Plural hizo escritor a Alejandro Rossi. No porque lo sacara de la nada, desde luego; el escritor estaba ahí, desde la adolescencia, pugnando por salir, pero no había encontrado el estímulo adecuado y el cauce para desarrollarse. Plural le ofreció ambas cosas. Diría, grandilocuentemente, que de no haberse cruzado con la revista, Rossi habría devenido escritor de cualquier modo, fatalmente. Creo que sí –o tal vez no, porque la vida también está hecha de talentos desperdiciados, vocaciones que se frustran y oportunidades que nunca se presentan–, pero de lo que estoy seguro es que habría tenido que ser de otra forma, quizá menos propicia, favorecedora y gradual de lo que representó la elaboración del “Manual”, que le permitió ir tanteando y explorando sus posibilidades.

El resto es historia conocida. El Manual del distraído –libro único, mestizo, sin género– apareció en 1978 y poco a poco se fue convirtiendo en un pequeño clásico. Rossi siguió perfeccionando su prosa de ficción, que lo conduciría a La fábula de las regiones, libro de cuentos perfecto, cima de su obra y de la narrativa en lengua española del siglo XX; Un café con Gorrondona, delirante sátira literaria, y finalmente Edén. Vida imaginada, la ansiada novela. En la rica historia de Plural, no será su menor mérito haber contribuido al nacimiento de Alejandro Rossi, escritor.

 

Publicado originalmente en https://www.letraslibres.com/mexico/revista/alejandro-rossi-el-nacimiento-un-escritor

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Los minutos. Monólogo de Ramón López Velarde

Quizá la muchacha de aquella noche tenía razón. ¡Qué criatura tan encantadora! Me miró con asombro, casi horrorizada, cuando le respondí exaltado que no tenía hijos ni quería tenerlos. Soy un bruto; creo que la asusté. Era una pregunta inofensiva, perfectamente normal. La mayoría de los hombres que la visitan están casados y tienen hijos, correctos padres de familia en busca de una distracción. ¿Debía yo sorprenderme y reaccionar como reaccioné? Cualquiera habría dicho que me había insultado. Me avergoncé de inmediato y le pedí disculpas. Sin embargo, apenas se recuperó de la sorpresa, replicó con vehemencia: “¡No! Tú tienes que tener un hijo.” “Un hijo que sea igual a ti”, agregó dulcemente, acariciándome la cara.

https://www.letraslibres.com/mexico/revista/los-minutos

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Reseña de Diccionario Vila-Matas

No hay lector verdadero si no es lector apasionado y, en el caso de Pablo Sol Mora cuando lee a Enrique Vila-Matas, no solo es apasionado, sino devoto. La devoción, ya se sabe, no es obligada, sino asistida por la simpatía y la atracción. Sol Mora nos revela en Diccionario Vila-Matas a un autor que es en sí mismo una literatura. Baste decir que estamos ante un libro tan único e inclasificable como cualquiera de los del barcelonés. Apenas recorra el lector este volumen como si fuera un flipbook, y suspenda el pulgar a donde el capricho lo llame, no se detendrá hasta terminar la entrada de “Abismo”, “Alcohol, “Dandi”, “Locura”, “Portátil” o “Shandy”. Cada autor aspira —así sea disimuladamente— a tener un lector ideal, incluso a uno que supere sus propias expectativas. Con Diccionario Vila-Matas, a partir de hoy, cualquier ferviente lector de Bartleby y compañía, por ejemplo, se remitirá a este libro.

 

El resto, aquí: http://www.criticismo.com/diccionario-vila-matas/

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Baudelaire vs los nuevos inquisidores

El bicentenario de Baudelaire (1821-2021) llega en un momento especialmente álgido de las relaciones entre moral y literatura, entre arte y censura, y quizá uno de los mayores provechos que podamos sacarle sea reflexionar, a la luz baudelairiana (o mejor, a su sombra), sobre estas espinosas cuestiones. Nadie como el autor de Las flores del mal está en mejor posición para recordarnos que ni la literatura ni el arte son un concurso de belleza moral, como tanto se pretende ahora.

Ingenuamente, tras los juicios por inmoralidad a Madame Bovary y Las flores del mal en Francia a mediados del siglo XIX, pensamos que la literatura y el arte no debían someterse a una doctrina moral y menos ser objeto de persecución y censura. Esa era una batalla que el arte parecía tener ganada: la de su autonomía moral. Claro está que a lo largo del siglo XX, desde totalitarismos de distintos signos, aparecieron de nuevo intentos de censurar obras artísticas, pero notablemente a partir de la segunda mitad del siglo, conjurados algunos de esos peligros, la opinión ilustrada occidental coincidía en que la literatura y el arte debían ser completamente libres y no estar sujetos a prohibición o censura. Al que lo intentaba le esperaba, más que una reacción airada, la burla y el ridículo. Ese consenso parece haberse roto (y la ruptura ha comenzado, previsiblemente, en los puritanos Estados Unidos, expandiéndose al resto de Occidente) y he aquí que estamos, en lo que aún es el principio del siglo XXI, censurando obras literarias y artísticas otra vez. Una nueva ola de inquisidores recorre el mundo. Naturalmente, tienen nuevos rostros, no son los adversarios típicos de la libertad artística del siglo XIX (digamos, la iglesia o la moral burguesa), pero a poco de rascar descubrimos que son los mismos, esto es, autoproclamadas autoridades morales, dogmáticas, intransigentes, que, con la excusa de proteger a la sociedad (a la que tratan como a un menor de edad, incapaz de decidir por sí mismo), se arrogan su tutela y proceden a decidir qué sí y qué no debe leer, ver, escuchar, etc. En última instancia, fomentarán la creación y difusión de obras que promuevan únicamente su visión del mundo. La última derrota de la literatura y el arte: no ser un fin en sí mismo, sino un medio de propaganda.

Ya para ellos, en 1857, Baudelaire escribía en “Nuevas notas sobre Edgar Poe”:

 

Ciertas gentes se figuran que el propósito de la poesía es una enseñanza cualquiera, que debe fortalecer la consciencia, o perfeccionar las costumbres, o, en fin, mostrar algo que sea útil… La poesía –por poco que se quiera adentrarse en sí mismo, interrogar su alma, despertar sus recuerdos de entusiasmo– no tiene otra meta que ella misma; no puede tener otra, y ningún poema podrá ser tan grande, tan noble, tan digno del nombre de poema como aquel que ha sido escrito únicamente por el placer de escribir un poema… Si el poeta ha perseguido un fin moral, ha disminuido su fuerza poética; no es imprudente apostar que su obra será mala.

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Diccionario Vila-Matas

 

¿Qué es el Diccionario Vila-Matas?

 

Quizá el indicio más claro de un gran escritor –de un gran artista, en general– sea la creación de un mundo propio. Leemos una página suya y de inmediato sabemos que estamos entrando en ese mundo, su mundo. Es, desde luego, una forma, un estilo, pero también un contenido, o sea, una serie de ideas, términos, temas, personajes, símbolos, referencias, obsesiones… Es, naturalmente, la mezcla indisociable de ambos.

La obra de Enrique Vila-Matas, una de las más originales de la literatura contemporánea, ha construido un mundo así. Abrir cualquiera de sus libros es entrar a un universo único: un universo portátil de shandys, bartlebys, suicidas, solteros, espías y femmes fatales; de capitales lo mismo en París y Barcelona que en Praga y Veracruz; de máscaras y ventrílocuos; de viajes y viajeros lentos; de citas y conferencias; de ficción y crítica; de fiesta y tedio; de vida y literatura. El Diccionario Vila-Matas pretende ser, ante todo, un homenaje a una obra, un tributo que nace de la admiración y el entusiasmo razonados de la crítica. Busca ofrecer al lector, al que apenas se interna en el mundo vilamatiano o al ya más o menos familiarizado con sus caminos, un mapa, una guía o, mejor aún, un compañero de viaje. De “Abismo” a “www.enriquevilamatas.com” es un itinerario personal y hedonista a lo largo de una obra leída y releída con pasión. Puede ser recorrido en orden, de principio a fin, o a salto de mata, según el interés y el humor; en su totalidad o fragmentariamente. Lo único que importa es que al final remita a la obra, que haga volver –con suerte con una comprensión más lúcida o una perspectiva enriquecida– al mundo único de Enrique Vila-Matas.

Siguiendo el ejemplo del autor, que como ningún escritor de lengua española ha sabido aprovechar las ventajas de internet, el Diccionario Vila-Matas comenzó su andadura en la red en 2015, en donde tuvo una favorable acogida por lectores y curiosos (primero en www.diccionariovilamatas.com y luego en www.pablosolmora.com). Se difundió a través de la página de la revista Letras Libres (www.letraslibres.com) y algunas entradas fueron retomadas por el sitio del propio Vila-Matas (www.enriquevilamatas.com), hecho que, por supuesto, honra al Diccionario. Hoy, revisado y enriquecido con algunas voces, aparece en su forma definitiva de libro, a lo que todo, según Mallarmé, tarde o temprano va a parar.

 

Prólogo a Diccionario Vila-Matas (Universidad Veracruzana, 2020), disponible aquí: http://libros.uv.mx/index.php/UV/catalog/book/2487

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Viaje alrededor de mi escritorio de Fernando Fernández

No recuerdo exactamente cómo fue que la marea de internet me llevó por primera vez al blog de Fernando Fernández, Siglo en la brisa (antes en http://oralapluma.blogspot.com/ y ahora en www.sigloenlabrisa.com), cuyo título proviene de unos versos de su admirado Gerardo Deniz (“Ningún mártir podrá / lo que un siglo en la brisa o un periplo de hormigas / llevándose los granos uno a uno”). Creo que fue a propósito de Salvador Elizondo –yo buscaba una imagen de su casa por un texto de Camera Lucida y la encontré ahí en una foto del propio Fernández– o quizá de López Velarde. El caso es que de inmediato reconocí un lector atento, curioso, con una sensibilidad peculiar que lo mismo se detenía en unos versos o una fotografía que en un gato o un árbol. Porque Siglo en la brisa es un blog fundamentalmente de lectura, lectura de textos, pero, más ampliamente, del gran libro del mundo. El internauta –o sea, cualquiera de nosotros– navega diario durante horas: lee noticias, busca información, trabaja, compra, se divierte, pierde el tiempo (mucho), pero al final del día es rara la jornada que reporte un verdadero descubrimiento, una página que verdaderamente valga la pena leer, y la rutina de la red acaba pareciéndose a la rutina a secas. Siglo en la brisa es uno de esos descubrimientos y esas páginas. En el alud de palabras en internet, y más concretamente en los blogs literarios, en donde todo parece igual, no siempre es fácil distinguir la verdadera escritura, la que se asume como un trabajo formal y que dignifica a la palabra y la crítica en medio de tanta palabrería.

Por eso celebro que el autor y Bonilla Artigas –editorial que se suele asociar a los trabajos académicos, pero que en su colección Las Semanas del Jardín, dirigida por Adolfo Castañón, parece buscar una orientación más literaria– hayan decidido hacer el honor de la imprenta al blog y publicado un volumen con sus mejores entradas, este Viaje alrededor de mi escritorio, que remite al clásico Viaje alrededor de mi cuarto de Xavier de Maistre.

El libro es representativo de los intereses de Fernández y de Siglo en la brisa: la poesía, por supuesto, pero también la naturaleza, la amistad, la arquitectura, la fotografía, la ciudad, etc. Ajeno a modas y novedades, Fernández es un lector atento y riguroso, alejado de rigideces académicas, de poesía clásica española y moderna hispanoamericana: lo mismo Juan de Mena (el texto “De viaje con María Rosa Lida de Malkiel” es un magnífico ejemplo de su hedonismo lector) o Fernández de Andrada que Neruda o Deniz. Una de las mejores cosas que hace, y que se hace cada vez menos, es tomar un poema y leerlo cuidadosamente, verso por verso, analizándolo detenidamente y al alcance del lector común, como en “La rima número IX”. Hay en Fernández un amor al detalle verbal que revela la vocación poética y filológica (como se evidencia en “Si el oxim[ó]ron es tolerable”), pero esta sensibilidad es parte de una más amplia, no solo literaria, que fija su interés en lo aparentemente nimio: la hoja de un árbol, el retrato de un perro, las posibilidades miméticas de los limones, el uso de los ladrillos, el trinar de un pájaro. Nada hay insignificante, solo es cuestión de mirar con atención. Como la ya mencionada Camera Lucida de Elizondo, Viaje alrededor de mi escritorio revela una estética y una ética, una forma de ver y estar en el mundo.

El género de Siglo en la brisa y el Viaje es, por supuesto, el ensayo y no por nada se rinde el debido homenaje a Montaigne en sus páginas, a propósito de una visita a la célebre Torre. La cuestión que siempre me ha parecido crítica del ensayo en la red y específicamente en los blogs es la extensión. Reconozcámoslo, el lector de internet tiene prisa y, aun el que con un libro entre las manos es capaz de hacer una lectura pausada, a la hora de leer en una pantalla se resigna menos fácilmente a un texto largo y acelera el ritmo de lectura. Por eso siempre he pensado que el blog debe privilegiar los textos cortos y evitar asestarle al hipócrita lector un ensayo de varias páginas que tendría mejor recepción en otros espacios. La brevedad debe ser la premisa del ensayo literario en forma de blog (lo he intentado yo mismo en El Leedor, en  www.pablosolmora.com). Aunque en Siglo en la brisa hay textos de distintas extensiones, Viaje alrededor de mi escritorio ha privilegiado los ensayos de formato más clásico, de libro, aunque ninguno es demasiado largo. Un grato complemento del volumen son las imágenes, que desde luego el blog permite usar más libremente (en el antiguo http://oralapluma.blogspot.com/ había incluso, a mi juicio, un exceso de imágenes, cuyo uso parece ahora más sobrio en www.sigloenlabrisa.com y es el justo en el Viaje).

Fernández es un amante de los árboles y coleccionista de sus hojas (dos de los textos más felices del libro son “Mi cuaderno botánico” y “Árboles comunes de la Ciudad de México”), que ha ido recogiendo en diversos paseos. Tengo la impresión de que lee y escribe como pasea y junta las muestras para su colección: en primer lugar, por el placer de hacerlo, sin una meta fija ni un fin ulterior; en segundo, con amorosa atención al detalle. En esa tesitura, la hoja del arce romano recogida en el lungotevere no es menos digna de interés que la rima de Bécquer en la hoja de papel. Un Viaje alrededor de mi escritorio parecería, de entrada, un viaje no muy variado, más modesto aun que su modelo alrededor de un cuarto, pero, como el lector podrá comprobar, siendo el espacio de la escritura, en el escritorio cabe el mundo entero.

 

Originalmente publicado en http://www.criticismo.com/viaje-alrededor-de-mi-escritorio/

 

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Decálogo del imperfecto reseñista

I. Reivindica la reseña como género literario.

La reseña es la forma básica e indispensable de la crítica literaria. Es un género literario menor, pero un género en sí mismo, con sus formas y características propias. Es preciso darle esa dignidad y practicarla con miramiento y consideración.

II. Cuida la prosa: escribe lo mejor posible.

Corolario del anterior, si la reseña es un género literario, debe estar escrita con la misma exigencia y esmero formales que cualquier otro género. Si está excelentemente escrita, será literatura ella misma.

III. Investiga sobre el autor, su obra y su tradición literaria: contextualiza.

No basta leer el libro reseñado en cuestión. Es preciso hacer una mínima investigación sobre el autor, el resto de su obra, sus influencias, sus parentescos literarios, su mundo histórico y cultural. Las mejores reseñas son un pequeño ensayo sobre el escritor y su obra.

IV. Cita el libro.

Es fundamental ofrecer al lector pasajes de la obra para que tenga una impresión directa de su contenido y su estilo. Hazlo selectivamente, buscando fragmentos clave. No cites sin ton ni son.

V. Argumenta y ejemplifica lo que afirmes respecto al libro.

Sea positivo o negativo lo que escribas, fundaméntalo. Si afirmas que el autor es un gran constructor de personajes, explica cómo están construidos; si dices que su estilo es ampuloso y grandilocuente, pon ejemplos.

VI. Critica, o sea, examina, explica, comenta, juzga, no solo parafrasees o resumas, elogies o vituperes.

Criticar es, ante todo, comprender, dilucidar, analizar y, en última instancia, emitir un juicio. No solo repitas lo que ya dice el libro o lo cubras de elogios o denuestos sin justificación.

VII. Sé equilibrado.

Pondera las virtudes y los defectos.

VIII. Cultiva un estilo personal.

Es la marca del gran crítico o del maestro de lectura, un gusto y una voz propios, pero no se adquieren fácilmente. Es preciso irlos construyendo con tiempo y paciencia.

IX. Revisa y corrige.

Cada palabra, cada frase, cada párrafo, la reseña completa. La buena escritura es reescritura. No te conformes con la primera versión. Relee cada cosa que escribas y pregúntate si no puede quedar mejor. Haz el esfuerzo.

X. Relee este decálogo.

I. Reivindica la reseña como género literario…

 

Publicado originalmente en http://www.criticismo.com/editorial-decalogo-del-imperfecto-resenista/

 

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Johnsoniana

Si un hombre no hace nuevas amistades conforme avanza en la vida, pronto se encontrará solo. Un hombre debe mantener su amistad en constante reparación.

 

La pereza es un mal que debe ser combatido, pero yo no aconsejaría una rígida adherencia a un plan de estudios en particular. Yo mismo no he persistido en un plan más de dos días seguidos. Un hombre debe leer según su inclinación; lo que lea por obligación le aprovechará poco.

 

Resuélvete y mantén tus resoluciones; elige y persiste en tu elección. Si pasas el día de hoy estudiando, te encontrarás en mejor disposición de estudiar mañana; no debes esperar alcanzar la victoria de una sola vez. La relajación no se supera fácilmente. La resolución a veces se afloja y la diligencia algunas veces se interrumpe, pero no permitas que ninguna desviación o sorpresa accidental, larga o corta, te desalienten. Considera estos fracasos un incidente común a toda la humanidad. Comienza de nuevo donde lo dejaste y esfuérzate en rechazar las tentaciones que te vencieron antes.

 

La vida no es larga y no hay que pasarse mucho tiempo deliberando cómo la vamos a emplear. La deliberación, que comienza como prudencia y se prolonga como sutileza, concluye, tras mucho pensar, en la suerte.

 

Sea lo que sea que la filosofía determine sobre la naturaleza material, es verdad que a la naturaleza intelectual le repugna el vacío; nuestras mentes no pueden estar vacías y el mal irrumpirá en ellas si no están ocupadas con el bien.

 

Un hombre prefiere que se digan cien mentiras sobre él que una verdad que no desea que sea dicha.

 

El patriotismo es el último refugio de un canalla.

 

No esperes razonar por completo todos tus problemas; no los alimentes con la atención y se diluirán imperceptiblemente. Fija tus pensamientos en tus ocupaciones, llena tus intervalos con compañía y volverá a brillar el sol en tu mente.

 

No hay nada contra lo que un viejo deba ponerse tanto en guardia como dejarse cuidar como un niño.

 

Lo que leemos por gusto causa una impresión más fuerte. Si leemos sin gusto, la mitad de la mente se emplea en fijar la atención, así que no queda sino la mitad para emplearse en lo que leemos.

 

La vida es una carrera de deseo en deseo, no de gozo en gozo.

 

La vida no admite demoras; cuando el placer puede ser alcanzado, hay que tomarlo. Cada hora se lleva parte de las cosas que nos causan placer y quizá parte de nuestra capacidad de sentirlo.

 

Cuidémonos de pensar que se acaba la felicidad sobre la tierra cuando somos nosotros los que nos volvemos viejos o somos infelices.

 

Cuando un ataque de ansiedad, de melancolía u otro tipo de perversión mental se apodere de ti, oblígate a no hacerlo público quejándote y esfuérzate en esconderlo; así se alejará. Mantente siempre ocupado.

 

El clarete es un licor para niños; el oporto, para hombres, pero aquel que aspira realmente a ser un héroe debe tomar brandy.

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The Life of Samuel Johnson de James Boswell

Contra mi costumbre, termino un año y empiezo otro leyendo el mismo libro; en este caso, The Life of Samuel Johnson, que me pareció un buen cierre para un año en el que leí varias biografías. Debo admitir que sus más del mil páginas me han costado más trabajo del que parecía en un principio. Con cierto hábito de leer, es difícil elegir una lectura que se vuelva fatigosa y se prolongue demasiado, pero esto es precisamente lo que me ha pasado con la obra de Boswell, lo que no deja de ser una lección de humildad lectora.

En realidad, The Life of Samuel Johnson no es tanto un libro para leerse de corrido, sino para abrirlo en cualquier página y hallar una anécdota o un dicho memorables. ¿A qué se debe la fatiga que causa? En primer lugar, a la falta de autoedición, de selección. Boswell pone todo lo que le escuchó al Dr. Johnson y la mera acumulación de historias y conversaciones se vuelve árida y monótona. En general, estoy en contra de versiones abreviadas de clásicos, pero este es uno que se beneficiaría mucho de una selección. Sin embargo, habría que recordar primero lo que en las letras inglesas del siglo XVIII se entendía por a life, no una biografía moderna, sino las memorias de una persona sobre cierto individuo. Para esto, era indispensable haberlo conocido personalmente o, en su defecto, hacerse de la mayor cantidad de anécdotas y frases a través de gentes que sí lo hubieran tratado. No había la intención psicológica de la biografía moderna de explicar al biografiado a partir de unas cuantas experiencias claves, sino de acumular el mayor número de testimonios de sus acciones y palabras.

Aparte de esa falta de selección, me temo que el propio personaje de Johnson acaba por volverse cansado y algo irritante. Johnson, que dominó la literatura inglesa del siglo XVIII, se hizo célebre principalmente por su Diccionario, su edición de Shakespeare, sus ensayos en The Rambler y sus Vidas de poetas. Fue, ante todo, un crítico, un lexicógrafo, un filólogo, un biógrafo. En el mismo siglo en que, en Francia, despuntaba la Modernidad filosófica, Johnson era un cristiano (anglicano) conservador e intransigente que pertenecía más al pasado que al futuro. Fue un gran conversador y polemista y The Life es principalmente la reproducción de su conversación, pero pronto el lector advierte que era de esos conversadores algo sofistas que a veces buscan más el brillo o el triunfo que la verdad y que argumentan en contra de lo que escuchan solo por el gusto de discutir. En sus peores momentos, se convertía en un auténtico bully verbal, a lo que contribuían su corpulencia física y el volumen de su voz. A pesar de estos defectos, la imagen moral de Johnson que lega Boswell –que no es el menor misterio de la obra, el hombre con vocación de devoto que bebe las palabras del Maestro y al que este no deja de maltratar alguna vez– es positiva: un hombre temperamental, polémico, a veces iracundo o injusto, pero fundamentalmente noble y generoso. Lo supo ver bien Goldsmith, que también fue su admirador y su víctima: “Johnson, seguro, tiene algo de rudeza en sus modales, pero ningún hombre vivo tiene un corazón más tierno. Del oso no tiene más que la piel”.

Dejo para la siguiente entrada –esta ya se extendió demasiado– algunas sentencias y bons mots del célebre Doctor.

 

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Lo que fue presente de Héctor Abad Faciolince

Leo Lo que fue presente, los diarios del colombiano Héctor Abad Faciolince. No es usual que los escritores hispanoamericanos lleven un diario y menos que lo publiquen en vida. Hay que decir que hace falta valor, sobre todo tratándose de uno tan íntimo como este. Abad Faciolince es autor de varias novelas que no he leído (y que, por las descripciones, no creo leer) y de una memoria que es, al parecer, su mejor obra, El olvido que seremos, sobre su padre, Héctor Abad Gómez, médico y activista asesinado por los paramilitares en 1987, hecho evidentemente decisivo en la vida del hijo. Tenía la impresión –algo injusta, pero que la lectura no desmiente del todo– de que era un autor típicamente alfaguaresco: exitoso, comercial, fácil, más bien light (el sello editorial, que mezcla autores consagrados con basura que intenta hacer pasar por literatura seria, se ha ganado la desconfianza a pulso). Lo que fue presente tal vez no pase a la historia de los grandes diarios –nada qué ver, digamos, con Los diarios de Emilio Renzi de Piglia, publicados también hace poco–, pero es un diario interesante, chismoso, bien escrito, que muestra realmente la intimidad de un hombre y que acaso sea mejor que esas novelas que no leeré.

A propósito de un libro del venezolano Antonio López Ortega, Abad anota hacia el final del diario: “toda lectura es un pretexto, uno en el libro se lee a sí mismo, se refleja”. Si eso es cierto de todos los libros, lo es aún más en el caso de los diarios. Es imposible leer un diario y no confrontar la experiencia leída con la propia: leernos a contraluz. Esto es lo que ocurre con Lo que fue presente, que abarca de 1985 al 2006, o sea, entre los veintisiete y los cuarenta y siete años del autor. No es un mérito literario menor, por cierto, llevar un diario durante veinte años (y doy por hecho que Abad nos ahorró prudentemente los diarios de adolescencia y primera juventud, pero que seguramente existen).

Por un lado, Lo que fue presente da cuenta parcial de cómo el autor se hizo escritor, pese a no pocos obstáculos (la violencia, el exilio, la vida familiar, las penurias económicas, etc.); más frívolamente, cómo se hizo un escritor reconocido y exitoso. Incomoda un poco, a ratos, esa ambición. En alguna ocasión, una amante furibunda le espeta a Abad (y hay que reconocerle la valentía de contarlo) que lo que él realmente busca es la fama y el éxito; tal vez no andaba tan desencaminada. Por otro lado, narra la vida amorosa y familiar del escritor y este es, creo, el mejor aspecto del diario porque se lee como una novela tragicómica de amores y desamores que da una idea clara de los dilemas eróticos del hombre latinoamericano de finales del siglo XX o, más precisamente, del hombre latinoamericano de clase media aspirante a escritor de finales del siglo XX. Esta nota se centra en ese aspecto.

Al principio encontramos a Abad prácticamente casado (a los veintisiete, la cosa no pinta bien) y con una hija pequeña. Literalmente en la segunda y tercera páginas del diario sale a relucir ya el que será uno de sus grandes motivos: la tentación, la infidelidad, el engaño. A los cinco años, y con otro hijo en camino, Abad escribe esta demoledora estampa de la vida doméstica:

 

Al entrar a la casa se me salieron las lágrimas. Como si toda mi vida real, la vida que llevo, fuera un completo error. Daniela e Irene (la cárcel del amor conyugal), la incipiente barriguita de Irene, los tapetes persas de la abuela Tecla, la trucha cultivada, el puré de papas en polvo, la obsesiva persecución del noticiero, los albañiles que trabajan en el piso de arriba y martillan sobre mi conciencia.

 

Comienza entonces un círculo vicioso en el que el hartazgo, el ansia de fuga y una que otra infidelidad alternan con los remordimientos y la culpa. El diarista se denigra a sí mismo, pero no es difícil ver en esa denigración una suerte de autoexpiación complaciente no exenta de melodrama: “no me siento mal, me siento peor, me siento un monstruo que no es capaz de no serlo… Vivir con un tipo como yo es la peor tortura. Vivir con verdugo. Con tu verdugo”. Al final de ese mismo año, apunta: “Hoy me voy para Colombia. Enamorado de Irene otra vez. Totalmente enamorado de mis hijos. Esposo y padre sereno, otra vez”. Pero la serenidad no dura mucho… (antes de ponerse demasiado irónico, debo decir que da la impresión de que Abad ha sido un excelente padre, uno de esos progenitores amorosos, cálidos, hasta bonachones).

Tras algunos affaires irrelevantes, Abad conoce al segundo (¿o sería tercero?) amor de su vida. Comienza entonces una relación gratificante y tormentosa que, previsiblemente, se convertirá en una segunda cárcel. Antes de eso, otra vez la culpa: “El virus terrible de estar enamorado de otra. Un monógamo se ha enamorado de otra, y no es capaz de no sentir ese amor, no es capaz de no renunciar a la monogamia que había decidido, así sepa que al hacerlo le rompe, más que el corazón, la vida a otra persona. Me convenzo de lo peor que puede sentir una persona ética: me convenzo de que soy un asesino y que no bastará treinta años de cárcel para sanar mi culpa”. Sobra decir que el protagonista de Lo que fue presente no es un frívolo casanova que seduce una mujer tras otra: él se enamora sinceramente y se apasiona (y la respuesta a cuál de los dos puede hacer más daño es menos obvia de lo que parece).

Uno de los grandes dilemas de Abad que recorre el diario es: ¿cómo dedicarse a escribir en medio de las responsabilidades de la vida familiar, con esposa e hijos, pañales, tareas y juguetes regados en el piso? Tras haberse sacudido, no sin dolor propio y ajeno, los obstáculos de la escritura, reflexiona:

 

Mi mayor suerte como escritor son mis largas horas de ocio despreocupado. Es ahí donde puedo ver algo distinto. Lo otro, la vida real, es mero ajetreo. Para empezar a escribir me bastan pocos estímulos: soledad, silencio, no música, cero interrupciones, nada de distracciones: ni TV, ni periódicos, ni amigos, ni hijos, ni esposa… La escritura exige una especie de monogamia absoluta: conmigo y nadie más. Por eso Irene me ha acusado siempre de que me interesa más la escritura que mis hijos. No, me interesan más mis hijos; pero con mis hijos no puedo escribir.

 

Hacia el final, y con el protagonista en una nueva etapa erótica (ya sin compromisos y de un libertinaje inocente), se va abriendo paso una sabiduría desencantada para la que acaso no era necesario pasar y hacer pasar tantas miserias. Tres muestras, a manera de conclusión:

 

Es la tragedia de la humanidad domesticada: el cansancio de hacer siempre el amor con la misma persona, la tragedia de que lo familiar se nos vaya volviendo asexual.

 

Los matrimonios, como las cajas de las medicinas, deberían venir con una fecha de caducidad: “No consumar después del 15.01.2009”.

 

El matrimonio está sometido a la tragedia biológica de la costumbre. Detrás del agobio de la convivencia está esa nube negra. Cuando veo a las parejas pelear de cierta forma, siempre pienso lo mismo: han perdido la atracción entre ellos; uno de los dos, o los dos, ya no tienen ganas de hacer el amor, y tampoco se ha resignado a que no lo harán más.

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Sombras en el campus de Malva Flores

A Sombras en el campus lo preside un epígrafe del recientemente desaparecido George Steiner: “si es honrado consigo mismo, el crítico literario sabe que sus juicios no poseen validez duradera, que pueden almacenarse mañana. Solo una cosa puede dar a su obra la medida de la permanencia: la fuerza o la belleza de su estilo. En virtud del estilo, la crítica puede convertirse en literatura”. El hecho es significativo porque el libro postula una idea –mejor, una poética– de la crítica y la enseñanza que mucho tiene en común con la del autor de Tolstoi o Dostoievski.

Precisamente Steiner, en un ensayo escrito a mediados de los turbulentos sesenta, cuestionaba el estado de la enseñanza y el aprendizaje de las letras en la universidad, comparándolo desfavorablemente con el de las ciencias o la economía: “Hay que ser un optimista incorregible o poseer el don de engañarse a sí mismo para sostener que todo está bien en el estudio y enseñanza de la literatura… Hay un visible malestar en ese campo, el sentimiento de que algo no va bien o de que algo hace falta”. El ensayo en cuestión, titulado “La formación de nuestros caballeros” (incluido en Lenguaje y silencio) no era particularmente optimista y concluía categóricamente: “Enseñar literatura como si se tratara de un oficio superficial, un programa profesional, es peor que enseñarla mal. Enseñarla como si el texto crítico fuera más importante, más provechoso que el poema, como si el examen final fuera más importante que la aventura del descubrimiento privado, la digresión apasionada, es lo peor de todo”.

A Steiner no le faltaban entonces motivos de preocupación, pero quizá apenas habría podido barruntar lo que se vendría porque, de hecho, las cosas para la enseñanza de las letras en la universidad iban a ponerse peor, mucho peor. Se extendía ya por entonces, sobre todo en la academia norteamericana, la ola de hiperteorización de los estudios literarios que volvería al poema o la novela apenas un pretexto para usar tal o cual teoría y, no menos importante, se sembraban las semillas de las llamadas “guerras culturales” que cuestionarían los fundamentos mismos de lo que Steiner entendía por literatura y crítica. Hoy nos seguimos debatiendo en los lodos de aquellos polvos.

Fundamentalmente poeta, diversas circunstancias han llevado a Malva Flores al mundo académico, pero nunca ha perdido su esencia literaria, razón por la que se sigue sorprendiendo e indignando por cuestiones a las que otros académicos se resignan sin mayor problema o, peor aún, no pueden concebir de otra forma. Entre ellas, por ejemplo, la despersonalización del ensayo de crítica literaria, la ausencia del yo crítico. Por eso escribe en “Atila o las fronteras del ensayo”: “no podemos, yo no puedo, escribir sobre un asunto que no nos competa de manera personal. En cada una de las palabras que ensayamos existe ese elemento íntimo que nos conecta con lo que hacemos, así nuestro ensayo hable de las moscas, de la literatura, del futbol, la política o de las variadas formas de escribir un soneto. Hacer lo contrario es simular. Solo si en el tubo de ensayo incluimos la sal y la pimienta de nuestras aversiones, deseos o admiraciones, podremos de allí obtener un elemento nuevo cuyo único propósito será compartir una charla por escrito y hacernos pensar”.

En el fondo se encuentra la convicción –que debería ser obvia, pero que la prosaica realidad escolar se empeña en desmentir una y otra vez– de que dedicarse a la crítica y la enseñanza de la literatura no es una carrera entre otras, no es una mera opción profesional o laboral, sino una cuestión vital. Un verdadero crítico o profesor de literatura no tiene una simple “área de interés”, una “línea de investigación” o un “marco teórico”: tiene una forma de vida y una visión del mundo o debería dedicarse a otra cosa. Steiner, por cierto, consagró a este tema –el de la enseñanza– uno de sus libros más punzantes, Lecciones de los maestros, donde escribió: “Despertar en otros seres humanos poderes, sueños que están más allá de los nuestros; inducir en otros el amor por lo que nosotros amamos; hacer de nuestro presente interior el futuro de ellos: esta es una triple aventura que no se parece a ninguna otra… Es una satisfacción incomparable ser el servidor, el correo de lo esencial, sabiendo perfectamente que muy pocos pueden ser creadores o descubridores de primera categoría”.

A Malva Flores preocupan e irritan dos aspectos de esta malaise que recorre los estudios literarios: uno tiene que ver con el lenguaje y otro con el juicio. El primero salta a la vista. Basta abrir casi al azar una tesis de doctorado o de maestría, hojear el trabajo final de un curso o un artículo en una revista académica de literatura: ¿así enseñamos a escribir, en serio?, ¿así queremos que escriban nuestros estudiantes?, ¿esa prosa hinchada, pretenciosa y hueca va a pasar por crítica literaria? Las primeras cosas que debería respetar alguien que se dedica a la literatura son el lenguaje, la forma y el estilo Si no vamos a cuidar las palabras, ¿qué vamos a cuidar? El segundo, tratado en “Apuntes sobre el juicio literario”, presenta hoy una situación paradójica. Por un lado, cierta academia promueve una asepsia crítica, una casi extinción del juicio intelectual, en aras de una malentendida noción de respeto (esto puede llegar a extremos delirantes en el aula en los que un profesor debe tener mucho cuidado con señalar un error porque la clase parte de la premisa de que “todas las opiniones son válidas” y, claro, cuando todo puede ser verdadero, nada es verdadero). Malva Flores advierte: “desde la academia hemos ocultado la verdad con ‘palabras’ feas, insípidas, quirúrgicas. Todo sea por el bien común. Pero hay allí una simulación que debería aterrorizarnos como individuos, como sociedad y como especie”. Por otro lado, y este es el núcleo de la paradoja, se promueve activamente el juicio –no intelectual, estético o literario– de la obra de un autor, sino el moral de su persona (¿fue un buen padre?, ¿cómo trataba a sus novias?, ¿le pegaba a su gato?) y se procede a juzgarlo sumariamente a partir de esto. Malva se pregunta: “¿Así leemos? ¿La literatura se ha convertido en documento, materia sociológica o presentación de cargos judiciales solamente?”.

Una de las inquietudes centrales de Sombras en el campus tiene que ver con el lugar que ocupa –o, me temo, ocupaba– la crítica literaria en la vida pública. Malva Flores tiene claro que una crítica confinada al campus, sin contacto con el exterior, prácticamente ha perdido su razón de ser. Es lógico y hasta encomiable que la crítica literaria académica se ocupe de autores y obras que no son del interés mayoritario y que produzca obras especializadas y eruditas que necesariamente habrán de interesar a muy pocos. El problema empieza cuando pierde todo contacto con la vida pública y renuncia a tener algo qué decir al lector común y al ciudadano de a pie. Ya lo advertía, a fines del siglo pasado, un crítico tan agudo como Ricardo Piglia: “la crítica literaria es la más afectada por la situación actual de la literatura. Ha desaparecido del mapa. En sus mejores momentos –en Yuri Tiniánov, en Franco Fortini o en Edmund Wilson– fue una referencia en la discusión pública sobre la construcción de sentido en una comunidad. No queda nada de esa tradición. La lectura de los textos pasó a ser asunto del pasado o del estudio del pasado”.

Este retraimiento de la crítica representa un auténtico suicidio y una traición a su vocación. Los críticos literarios –los humanistas, en general– no deberíamos sorprendernos e indignarnos de que se cuestione nuestro papel y aportación en la universidad si despreocupadamente renunciamos a nuestra presencia social. Malva Flores lo había señalado en otro de sus libros, Viaje de Vuelta: “¿para quién se escribe? o ¿para quién se habla? La simpleza de la respuesta no invalida su veracidad: el profesor habla para sus pupilos, el teórico para sus colegas. El crítico, el hombre de letras, el intelectual, habla para nosotros: los ciudadanos”.

La crítica literaria que defiende Malva Flores asume plenamente su subjetividad y hasta su –palabra maldita hasta hace no mucho en la jerga académica– impresionismo. Toda crítica, en realidad, está hecha de impresiones (siempre y cuando no se entienda por ellas ocurrencias o juicios superficiales). El lector que lee un texto va formándose una serie de impresiones sobre el mismo que están determinadas por su inteligencia y su atención, su horizonte intelectual, sus lecturas previas, el conocimiento que pueda tener del autor y su contexto, su capacidad de establecer relaciones, etc. Cuando nosotros leemos el Primero sueño o el Ulises tenemos una serie de impresiones; cuando Antonio Alatorre o Richard Ellmann leen esos mismos textos tienen otra serie de impresiones. Lo más probable, sin embargo, es que por su capacidad y experiencia lectoras, sus impresiones sean infinitamente más inteligentes, más profundas, más completas que las nuestras, pero no dejan de ser impresiones. La autora aboga por lo que denomina, con una metáfora que se puede malinterpretar fácilmente, la crítica selfie, o sea, aquella que se afirma personal y hasta autobiográfica, y no teme hacer de la crítica literaria un ejercicio de entusiasmo o admiración, a contracorriente del que piensa que la crítica debe ser esencialmente negativa o un análisis frío y aséptico. Por eso previene al lector: “seguiré escribiendo elogios, admiraciones críticas, confiando ilusamente en que aún existe una rara comunidad, conocida antiguamente como ‘los lectores’ ”.

Nosotros confiamos –estamos seguros– de que lo seguirá haciendo.

 

Publicado en http://www.criticismo.com/sombras-en-el-campus-notas-sobre-literatura-critica-y-academia/

 

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