Memorias de un leedor, VI. Cómo no conocí a Bioy Casares



Después de Borges, era natural no tardar en llegar a Bioy, que se convirtió rápidamente en uno de mis escritores predilectos. El libro que me sirvió de entrada a su mundo no fue, igual que en el caso de Borges, una obra individual, sino una antología: La invención y la trama, editada por Marcelo Pichon Rivière (Fondo de Cultura Económica, México, 1988). En una de varias escapadas de la escuela en la preparatoria, convencí a Najú, el lector de Sherlock Holmes, de ir a Veracruz. Lo hice varias veces, con él o con algún otro amigo. Salíamos de nuestras casas temprano, como para ir a la escuela, pero nunca llegábamos; en su lugar, íbamos a la terminal de autobuses y tomábamos un camión al puerto. En dos horas estábamos ahí: paseábamos por el malecón y el centro, veíamos el mar, comíamos, tomábamos un helado de limón y regresábamos a Xalapa a media tarde. Bastante inofensivo todo.

Una de las paradas obligadas de esas salidas era una librería, hace tiempo extinta, llamada Las Atarazanas, por encontrarse precisamente en el edificio del antiguo arsenal del puerto. Allí fue donde compré el libro de Bioy, que ahora tengo aquí, a mi lado. Pertenece a la colección Tierra Firme y, si no me engaño, no volvió a ser reeditado por el Fondo. En la portada aparece una pulsera dorada, un retrato antiguo de una mujer que sostiene un ramo de flores y, detrás del retrato, una pistola, como insinuando un drama de amor y muerte. En la solapa, arriba de una breve biografía, una foto de Bioy ya anciano, con gabardina café y gorra; en la primera página, como acostumbraba con mis primeros libros, mi nombre completo y la fecha, con tinta azul y una caligrafía casi infantil: “Pablo Antonio Sol Mora –Septiembre 1992–”.

 

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