Antología áurea. Biografía sintética: Luis de Sandoval Zapata (c. 1620-1671)

Ya en 1688, el padre Francisco de Florencia escribía sobre Sandoval Zapata en La estrella del norte: “no han quedado de su ingenio y de su pluma más que las cenizas de algunos poemas, pero merece renacer de ellas, para que se eternice la fama, fénix inmortal de la América”. El siglo XX fue testigo de ese renacimiento, aunque sea parcial. Hoy sabemos que Sandoval Zapata nació en la Ciudad de México –“caballero de la más calificada nobleza”, según Florencia–, que estudió en el Colegio de San Ildefonso y fue un poeta muy reconocido en su tiempo, autor de varios poemas a la Virgen de Guadalupe, de una famosa y criollista “Relación fúnebre a la infeliz, trágica muerte de dos caballeros de lo más ilustre de esta Nueva España” (los hermanos Ávila), de numerosos sonetos, varias comedias (perdidas) y un “Panegírico a la paciencia”, cuyo inicio memorablemente reza: “los estoicos que, en estudio penitente de desvelos, misteriosamente relampaguearon avisos de luz en el caliginoso tesón de sombras de la idolatría, apoyaron en las escuelas del padecer los dogmas varoniles de la virtud; siempre tuvieron a la pena por el material del mérito, siempre pensaron que despertó la sabiduría en los regazos de la tribulación”. Este ostentoso estilo es el que encontramos también en sus sonetos, joyas del Barroco novohispano.

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Antología áurea. Biografía sintética: Francisco de Quevedo (1580-1645)

Quevedo nació en Madrid, hijo de una familia hidalga de la Montaña, región al norte de España. Estudió en el Colegio Imperial con los jesuitas y, más tarde, en la Universidad de Alcalá. Siendo muy joven, llegó a cartearse en latín con Justo Lipsio, el eminente humanista flamenco, que proféticamente lo llamó “gloria excelsa de los españoles”. Quevedo tenía entonces ambiciones de sabio, filólogo y hasta teólogo. En 1613 viajó a Italia al servicio del duque de Osuna, virrey en Sicilia y Nápoles. Allí desplegó sus habilidades cortesanas y diplomáticas. Había en Quevedo un político y aspirante a estadista, enamorado del poder. La caída de Osuna lo terminó arrastrando y fue desterrado a sus dominios de la Torre de Juan Abad. Después volvería a la corte, a intentar ganarse el favor del conde-duque de Olivares, que obtuvo y luego perdió. Entre tanto, escribe, y apenas deja género sin tocar, en verso y prosa: poesía de todo tipo, comedias, tratados morales y religiosos, políticos, sátiras, obras históricas, biografías, novela, etc. Es, quizá, el escritor más completo de los Siglos de Oro. Repitamos sin resignación la opinión de Borges: más que un hombre, era él solo una literatura. Era, además, áspero, desapacible, amargo, pendenciero, colérico, ofensivo y un genio. En 1639, por causas aún no del todo claras, es detenido y enviado a la prisión de San Marcos, donde pasó más de tres años. Al salir, enfermo y achacoso, vuelve a Madrid y luego se retira a la Torre, donde consume sus últimos días, lúcido testigo de la decadencia del reino y de su propia humanidad. Quevedo fue, ante todo, un gran poeta metafísico. Confrontados a la angustia del paso del tiempo y de la muerte, es a él a quien recurrimos.

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Antología áurea. Biografía sintética: Andrés Fernández de Andrada (c. 1575-1648)

El caso del capitán Andrés Fernández de Andrada es uno de los más misteriosos de los Siglos de Oro. Escribió fundamentalmente un solo poema, pero perfecto, inmarcesible, clásico. Nació en Sevilla, donde su padre, Pedro Fernández de Andrada, era al parecer amigo de Herrera y otros poetas. Andrés debió crecer en un ambiente culto y propicio a las letras. Como Garcilaso, Cetina o Aldana, se hizo militar y en 1596 estuvo en la defensa de Sanlúcar de Barrameda, amenazada por los ingleses. De esas fechas data una irónica carta, uno de los pocos documentos suyos que se conservan, en la que critica la torpe dirección militar de sus superiores. El capitán Fernández de Andrada tenía un amigo, Alonso Tello de Guzmán. Era una amistad a la antigua, como la de Orestes y Pílades. Para él escribió la “Epístola moral”, mientras Tello intentaba conseguir un puesto en la corte. Después, este fue nombrado corregidor en la Nueva España y su amigo lo siguió poco después. Aquí desempeñó cargos menores, como contador de bienes de difuntos. Don Alonso murió en 1623, lo que sin duda debió ser una pérdida irreparable para Fernández de Andrada, quien permaneció en la Nueva España. Sabemos que se instaló en Huehetoca, en el actual Estado de México, y que apadrinó a varios niños indígenas, muestra de esa virtud discreta que pondera en la “Epístola”. No se enriqueció en las Indias y él, autor de uno de los mayores poemas de los Siglos de Oro, murió en la oscuridad y hasta en cierta pobreza en 1648, sin que se sepa que haya vuelto a escribir poesía. Leyendo la “Epístola”, maestra del vivir, más de un lector ha sentido la misma aspiración moral: ojalá mi vida pueda algún día parecerse a esto.

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Antología áurea. Biografía sintética: Francisco de Medrano (1570-1607)

La breve vida de Francisco de Medrano parece ajustarse a la aurea mediocritas (“dorada medianía”) que predicaba su admirado Horacio. Nació en Sevilla, en una familia acomodada de comerciantes y banqueros. Entró siendo niño a la Compañía de Jesús, pero nunca hizo los votos definitivos de la orden, que de hecho terminó abandonando, quizá hastiado de los conflictos internos, en los que simpatizaba con los disidentes. Mientras estuvo en ella fue profesor de latín en varios colegios, predicador y confesor. Tras su renuncia, volvió a Sevilla y se refugió en su finca de Mirarbueno, donde llevó esa vida moderada y feliz a la que su naturaleza tendía. No lejos de ahí estaban las célebres ruinas romanas de Itálica, cuya contemplación era un recuerdo constante de la fugacidad de las cosas y que le inspiró un famoso soneto. En la ciudad formó parte del círculo de poetas que se reunía alrededor del noble y mecenas Juan de Arguijo. Una tarde, cuando apenas tendría treinta y siete años, se sintió ligeramente mal, se acostó y murió súbitamente al otro día. Debemos a Rodrigo Figueroa la breve y estremecedora crónica de su muerte: “el día siguiente se hallaban en su aposento algunos amigos, y él con ellos en buena conversación, tan alegre que cantó un romance sentado en la cama y luego pidió un jarro de agua para beber, diciendo que se sentía bueno. Trujéronselo, bebió y luego dijo que le parecía perder la vista de los ojos: acostó la cabeza sobre la almohada, y con un ronquido, sin otra palabra ni obra, despidió el alma”. La obra de Medrano es una devota y personalísima imitación de Horacio. De él heredó la aguda consciencia de nuestra condición efímera y la resuelta voluntad de aprovechar el momento y vivir alegremente el presente.

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Antología áurea. Biografía sintética: Lope de Vega (1562-1635)

Algunos autores tienen simplemente biografía, Lope tuvo realmente vida. Sus amores tumultuosos, sus pleitos, sus arrebatos, su creatividad desbordada y, en suma, su energía vital, justifican plenamente el epíteto cervantino: “monstruo de la naturaleza”. Nació en Madrid y asistió al Colegio Imperial y a la Universidad de Alcalá. A los veinte años, poco después de tener el primero de muchos hijos, se alistó como voluntario en una expedición naval a las Azores. De vuelta conoció a uno de los mayores y más tormentosos amores de su vida, la actriz Elena Osorio, que a la larga inspiraría su obra maestra, La Dorotea, y para cuyo padre, empresario teatral, componía comedias. Despechado por haber sido relegado por otro pretendiente, escribió ferozmente contra Elena y su familia. Fue denunciado, puesto en prisión y luego desterrado. Antes de salir al destierro, sin embargo, se raptó a Isabel de Urbina, su futura esposa (primera de varias). Siguió escribiendo comedias y pronto se convirtió en el dramaturgo más exitoso de España. Continuaron sucediéndose las obras, las mujeres, los escándalos, pero en 1614 esta exuberancia llamada Lope decidió que lo suyo era la vocación religiosa y se ordenó sacerdote. Años después declaró a su hijo: “yo he escrito novecientas comedias, doce libros de diversos sujetos, prosa y verso, y tantos papeles sueltos de varios sujetos, que no llegaría jamás lo impreso a lo que está por imprimir; y he adquirido enemigos, censores, asechanzas, envidias, notas, reprensiones y cuidados”. En sus últimos años escribió algunas de sus mejores obras, El caballero de Olmedo y El castigo sin venganza. Murió en 1635. Sus exequias duraron nueve días y el pueblo de Madrid abarrotó las calles al paso del cortejo fúnebre.

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Antología áurea. Biografía sintética: Luis de Góngora (1561-1627)

Góngora nació en Córdoba, Andalucía, patria de Séneca y Lucano. De un tío materno heredó unas rentas eclesiásticas y posteriormente sería racionero de la catedral, aunque su carácter se aviniera mal con la gravedad religiosa. Estudió en la Universidad de Salamanca, en donde no sin algún exceso se matriculó entre los estudiantes “generosos”, o sea, nobles y ricos. Allí escribió algunos de sus primeros poemas. En 1589, una investigación del obispo de la diócesis levantó una serie de acusaciones contra el racionero Góngora que lo pintan de cuerpo entero: que iba pocas veces al coro, que hablaba mucho durante el oficio divino, que contaba chismes, que iba a los toros y que “vive, en fin, como muy mozo y anda de día y de noche en cosas ligeras, trata con representantes de comedias y escribe coplas profanas”. Mientras tanto, su celebridad poética aumentaba. En las Flores de poetas ilustres (1605) de Pedro Espinosa, Góngora es ya el poeta más representado. Los años de 1612 y 1613 son decisivos. Tras haber cedido algunos de sus beneficios eclesiásticos a un sobrino, dispone de más tiempo libre y se retira a escribir. Compone el Polifemo y las Soledades. La poesía en lengua española cambia para siempre. Uno de sus más fervientes admiradores, Martín Vázquez Siruela, preguntará más tarde: “¿Quién escribe hoy que no sea besando las huellas de Góngora o quién ha escrito verso en España, después que esta antorcha se encendió, que no sea mirando a su luz?”. En sus últimos años, la salud quebrantada, sus problemas económicos se agudizan y muere en 1627. Los siglos XVIII y XIX negaron a Góngora y condenaron su poesía a un largo e injusto purgatorio; el XX lo rehabilitó y devolvió su obra al centro del canon poético en español.

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Antología áurea. Biografía sintética: Francisco de Terrazas (c. 1542-1580)

Francisco de Terrazas es considerado el primer poeta de la Nueva España. Su padre, del mismo nombre, fue mayordomo de Hernán Cortés y alcalde de la Ciudad de México. El poeta creció en un ambiente privilegiado, el de la élite de los primeros conquistadores. El virrey Pedro Moya de Contreras se referiría a él más adelante como: “hombre de calidad, señor de pueblos y gran poeta”. Con toda naturalidad, comenzó a escribir la poesía en boga, o sea, la que seguía los moldes italianos, inaugurada por Garcilaso (y así, sin aspavientos, lo que a la postre se convertiría en la poesía mexicana empezó siendo moderna). Aunque no poseamos muchas noticias biográficas, fue un escritor muy celebrado en su tiempo y el mismo Cervantes hizo su elogio en los famosos versos del “Canto de Calíope” en La Galatea: “Francisco, el uno, de Terrazas, tiene / el nombre acá y allá tan conocido, / cuya vena caudal nueva Hipocrene, / ha dado al patrio, venturoso nido”. Algunos de sus poemas fueron recopilados en la antología novohispana Flores de varia poesía y fue autor, además, de un inconcluso poema épico, Nuevo mundo y conquista (en lo que se conserva puede advertirse, no solo la obvia exaltación de la hazaña bélica, sino una simpatía por los indios y hasta una crítica a los excesos de los conquistadores, así como un incipiente sentimiento criollo). No sería exagerado considerarlo el padre de la poesía mexicana.

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Antología áurea. Biografía sintética: San Juan de la Cruz (1542-1591)

Una de las cimas de la poesía áurea, san Juan de la Cruz nació en el pueblo de Fontiveros con el nombre de Juan de Yepes, hijo de tejedores de telas. Perdió a su padre cuando era niño y se crio pobremente en Medina del Campo, asistiendo gratis a una escuela religiosa a cambio de pequeños trabajos como servir de monaguillo en misa o enfermero en un hospital. A los veintiún años ingresó a la Orden de los Carmelitas, adoptando el nombre de Juan de Santo Matía. Estudió en la Universidad de Salamanca, en donde cursó lógica, metafísica, ética, entre otras materias. Sin embargo, su vocación era más bien contemplativa y, finalmente, mística. Su encuentro con santa Teresa de Jesús, que lo sumó a su proyecto de reforma del Carmelo, fue decisivo. En 1568, al inaugurarse el primer convento de carmelitas descalzos, adoptó un nuevo y definitivo nombre: Juan de la Cruz. Resultado de los feroces conflictos entre calzados y descalzos, san Juan fue encarcelado en 1577 y allí, en una estrecha prisión, comenzó a componer de memoria el “Cántico espiritual”. Escapó de la cárcel en medio de la noche al año siguiente y se refugió en un convento. En esa época empezó a redactar su propio comentario alegórico al “Cántico”, pero no es necesario tomarlo al pie de la letra, pues como él mismo advirtió: “los dichos de amor es mejor declararlos en su anchura para que cada uno de ellos se aproveche según su modo y caudal de espíritu, que abreviarlos a un sentido a que no se acomode todo paladar”. Siguió desempeñando cargos en la orden hasta que nuevos enfrentamientos derivaron en su cese y la decisión fulminante de exiliarlo a la Nueva España. El exilio no tuvo lugar y san Juan murió en Úbeda, en 1591, antes de cumplir los cincuenta años.

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Antología áurea. Biografía sintética: Francisco de Aldana (1537-1578)

El capitán Francisco de Aldana nació en Italia, donde su padre, Antonio de Aldana, ocupaba un puesto militar. Se educó exquisitamente en Florencia, centro del Renacimiento, en contacto con los círculos neoplatónicos iniciados por Marsilio Ficino y entre cuyos miembros destacaba Benedetto Varchi, docto en filosofía amorosa. El conflicto entre el alma y el cuerpo, entre sensualidad y espiritualidad, álgida cuestión del neoplatonismo, lo sería también de la poesía aldanista. Abrazó la carrera de las armas y combatió en Flandes al servicio del duque de Alba, al que idolatraba. Allí seguramente conoció al gran biblista Benito Arias Montano, al que dedicaría su poema más ambicioso, la “Carta para Arias Montano sobre la contemplación de Dios”. Aldana fue, conjuntamente, poeta de Eros, de Marte y de Apolo. En 1577, Felipe II le encomendó la misión de ir a Portugal y disuadir al rey Don Sebastián de emprender una campaña contra los musulmanes en el norte de África, empresa insensata desde todo punto de vista militar. La personalidad del experto y valeroso capitán causó una profunda impresión en el joven e impetuoso monarca, que insistió en sumarlo a su causa. Finalmente, Felipe II ordenó que lo acompañara. Aldana obedeció, a sabiendas de que se trataba de una misión suicida. Aún intentó, ya internados en África, disuadirlo una última vez, pero a la vista del enemigo fue de la opinión que entonces había que combatir lo mejor que se pudiera, pues ya no existía la posibilidad de retirarse. El capitán Francisco de Aldana, junto con Don Sebastián y miles de soldados portugueses, murió heroicamente en la Batalla de Alcazarquivir, el 4 de agosto de 1578. Su epitafio bien podría haber sido el verso de Petrarca: “un bel morir tutta la vita honora”.

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Antología áurea. Biografía sintética: Fray Luis de León (c. 1528-1591)

La familia de fray Luis era de orígenes judeoconversos, rasgo que la España de la época no dejaba olvidar con facilidad. Ingresó a la Orden de los Agustinos y se hizo monje en 1544, en Salamanca, cuando tenía alrededor de dieciséis años. Estudió en Alcalá de Henares con el gran biblista Cipriano de la Huerga y desde entonces se fascinó con la interpretación de la Biblia, que leía en sus lenguas originales y cuyo mensaje quiso hacer accesible a todos escribiendo obras en prosa como De los nombres de Cristo. Toda su vida estuvo asociado a la Universidad de Salamanca, en donde fue profesor. Fue al mismo tiempo, refutando el lugar común, un académico y un poeta. La vida universitaria le trajo alegrías y sinsabores. Enemistado con algunos de sus colegas, que veían en su mera presencia una afrenta a su mediocridad, fue denunciado por criticar la traducción del Cantar de los cantares de la Vulgata y encarcelado durante más de cuatro años. Al salir, volvió a la Universidad y, según la leyenda, en su primera clase pronunció la famosa frase: “Decíamos ayer…”. Adoptó como divisa un verso de una oda de Horacio, “ab ipso ferro” (‘del mismo hierro’), que describe cómo una encina, tras ser podada por el hacha, renace más fuerte. El Maestro León, según sus odas, ansiaba una vida de sosiego, modestia y soledad, pero tenía un temperamento combativo, orgulloso y desafiante. Escribió pocos poemas, “obrecillas”, las llamaba él mismo, “que se me cayeron como de entre las manos”. Son, naturalmente, el resultado de un arduo proceso de escritura y corrección. Aparte del deseo de una vida retirada, hay en ellos una profunda fe en la armonía y el orden del universo. Fray Luis es el gran poeta de la harmonia mundi.

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Antología áurea. Biografía sintética: Gutierre de Cetina (c. 1514-c. 1554)

Poeta y soldado en la tradición de Garcilaso, tras cuya huella poética floreció su generación, Gutierre de Cetina nació en Sevilla, “de gente poderosa y noble”, según Francisco Pacheco en su Libro de retratos. Se educó en humanidades en su ciudad natal y luego se entregó al ejercicio de las armas al servicio de Carlos V. Entre 1538 y 1548 estuvo principalmente en Italia, en las cortes de Palermo y Milán, y viajando constantemente como emisario y diplomático del emperador. Allí conoció de primera mano a los poetas italianos, cuyo ejemplo siguió, especialmente a Petrarca y Luigi Tansillo. Luego se retiró un tiempo a sus dominios cerca de Sevilla y se dedicó a escribir, adoptando el pseudónimo poético de Vandalio. Hacia 1552 se trasladó a Nueva España, donde su familia tenía intereses comerciales y políticos. Aquí compuso un par de libros de obras de teatro que se perdieron y aquí, escribe Pacheco, “en este tiempo de su felice quietud la invidiosa muerte le aguardó en México, al que anduvo vagando por tantos riesgos de mar y tierra”. Camino de Veracruz para hacer un envío de plata a España, se detuvo en Puebla y allí un amigo suyo, Francisco de Peralta, que cortejaba a una dama (o quizá el pretendiente fuera el mismo poeta), le pidió salir a la calle a tocar la vihuela. Vandalio, poeta del amor, no podía negarse. Fueron asaltados por un rival de Peralta y sus secuaces, y Cetina recibió una grave herida de cuchillo en el rostro que a la postre le costaría la vida. Al llegar la noticias de su muerte a Sevilla, Juan Vadillo escribió: “Vandalio, si la palma de amadores / presumiste llevar, como has llevado, /  amando más que cuantos han amado, / ¡cómo podías morir, si no de amores!”.

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Antología áurea. Biografía sintética: Garcilaso de la Vega (c. 1499-1536)

Segundón de una familia de la aristocracia castellana, Garcilaso estaba excluido de la herencia y debía elegir una profesión que fundamentalmente pasaba por la religión o las armas. Escogió las armas y se puso al servicio del emperador Carlos V, de quien fue contino, o sea, miembro de su guardia personal. Tuvo una esmerada educación cortesana y no sería exagerado ver en él un modelo de las virtudes que Baltasar Castiglione describiera en El cortesano, traducido al español por su amigo Juan Boscán, junto al que comenzó a experimentar con las formas métricas italianas en castellano. Sabía música, idiomas (latín, griego, francés, italiano), esgrima y poseía una sólida cultura humanista. Amó a varias mujeres que seguramente inspiraron sus versos: Guiomar Carrillo, Elena de Zúñiga y, quizá más platónicamente, Beatriz de Sá e Isabel Freyre. En 1532, un malentendido lo apartó del emperador y terminó desterrado en Nápoles al servicio del virrey don Pedro de Toledo. El destierro probó ser fructífero: allí Garcilaso se integró rápidamente a los círculos literarios y humanistas de la ciudad, donde tenía su sede la famosa Academia Pontaniana, y escribió algunas de sus obras de más refinado clasicismo. En 1536 acompañó al emperador en su nueva campaña contra el rey de Francia y, en una pequeña operación militar, al intentar tomar una fortaleza, fue herido de muerte. Atrás dejaba un puñado de sonetos, canciones, elegías y églogas que cambiaron para siempre la literatura en lengua española. Desde entonces, es el príncipe indiscutible de nuestra poesía, el clásico por antonomasia.

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«Biografías sintéticas»

En mi adolescencia, pocos libros habré leído y releído más que los Textos cautivos de Borges, las reseñas y notas que publicó en la revista El Hogar entre 1936 y 1939. Entre ellas había unas “biografías sintéticas” en las que en unos cuantos párrafos condensaba magistralmente la vida de un autor. Son alrededor de cincuenta: Virginia Woolf, Edgar Lee Masters, Paul Valéry, Joyce, T. S. Eliot, Kafka, Olaf Stapledon, Evelyn Waugh, Gustave Meyrink, Benedetto Croce… Yo las leía, maravillado por la economía y la concisión narrativas, y secretamente quería imitarlas. La oportunidad me la ha dado ahora la Antología áurea. Poesía de los Siglos de Oro, en la que me pareció útil incluir una pequeña nota biográfica de los poetas incluidos: Garcilaso, Gutierre de Cetina, fray Luis de León, Francisco de la Torre, Fernando de Herrera, Francisco de Aldana, Francisco de Terrazas, san Juan de la Cruz… Las iré publicando aquí, modesto homenaje al género borgeano de la “biografía sintética”.

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Prólogo a Antología Áurea. Poesía de los Siglos de Oro

La poesía escrita en español en los siglos XVI y XVII, conocidos como Siglos de Oro, es la mejor poesía compuesta en nuestro idioma y solo comparable a la de los periodos más brillantes de otras lenguas. Es verdad que el siglo XX fue también extraordinario en el ámbito hispánico y que sin exageración puede ser considerado un nuevo Siglo de Oro, pero apenas es uno y el XXI recién comienza. A la fecha, la época áurea sigue siendo la más prolongadamente brillante, la que fijó los criterios de excelencia poética en español y la que dio al idioma la dignidad de las lenguas clásicas. Una breve nómina bastaría para comprobarlo: Garcilaso de la Vega, fray Luis de León, san Juan de la Cruz, Luis de Góngora, Lope de Vega, Francisco de Quevedo, sor Juana Inés de la Cruz. En el pasado se habló de Siglo de Oro, en singular, abarcando solo parte del XVI y del XVII, pero hace tiempo resulta evidente que debe hablarse en plural, pues en verdad fueron dos siglos prácticamente completos de una altísima tensión poética. Garcilaso, con el que todo empezó, nació a finales del siglo XV o principios del XVI y escribió en las primeras décadas del siglo; sor Juana, su broche (nunca más justamente dicho) de oro, escribió hasta la última década del siglo XVII y murió en 1695.

Como suele ocurrir con los periodos de esplendor de la literatura y las artes, los Siglos de Oro fueron propiciados o coincidieron –al principio, al menos– con el apogeo político, militar y económico de la nación en que se desarrollaron. Al ascender Carlos I, de la familia de los Austrias, al trono de España en 1517, luego coronado emperador del Sacro Imperio Romano Germánico como Carlos V, comenzó un reinado vertiginoso que se caracterizó por la hegemonía hispánica en Europa y América. El emperador era hombre hábil y enérgico, con la mentalidad de un caballero medieval, que soñaba con una Europa unida política y religiosamente, pero enfrentó no pocas dificultades: la inmediata oposición de las naciones enemigas, notoriamente Francia e Inglaterra; la escisión de la Iglesia católica por parte de los protestantes; la amenaza de los turcos; los conflictos internos. Al mediar el siglo era evidente que no lograría sus propósitos y en 1556 abdicó la corona en favor de su hijo, Felipe II. Dejaba atrás, sin embargo, el legado de una España proactiva, expansiva, internacional. En términos literarios, quizá su mejor representante sea el poeta soldado Garcilaso de la Vega, innovador y cosmopolita; en términos religiosos y filosóficos, favoreció el erasmismo, la corriente de pensamiento derivada de Erasmo de Rotterdam, que buscaba una espiritualidad más sencilla y sincera, menos basada en ceremonias y gestos exteriores, y que pretendía reformar el catolicismo desde dentro.

El reinado de Felipe II fue muy distinto, tanto como lo era su personalidad de la de su padre. Llamado el Prudente, apenas salió de España en su juventud y luego se dedicó a la sobrehumana tarea de administrar sus dominios encerrado en Madrid y, en sus últimos tiempos, en el palacio de El Escorial, que mandó construir. Aún vio ensanchar sus posesiones, pues durante su gobierno fue proclamado rey de Portugal y se hicieron conquistas en Asia, en las Filipinas. Era cierta aquella famosa frase de que en el imperio español nunca se ponía el sol. No obstante, los problemas se agudizaban en todos los ámbitos: económicamente, con bancarrotas periódicas y una deuda creciente; política y militarmente, con rebeliones en los Países Bajos y la simbólica y dolorosísima derrota de la Armada Invencible en 1588 a manos de Inglaterra. Profundamente religioso, Felipe II fue el campeón de la Contrarreforma, la respuesta de la Iglesia católica a la Reforma protestante, y no es casualidad que los escritores más representativos del periodo sean religiosos: fray Luis de León, san Juan de la Cruz, santa Teresa de Jesús. Felipe II murió en 1598. Junto con su padre, habían cubierto casi la totalidad del siglo XVI español.

A partir de entonces, y aunque ya hubiera signos visibles desde tiempo atrás, comenzó una etapa de decadencia. Felipe III, que gobernó –es un decir– de 1598 a 1621, estaba más interesado en el teatro y la caza que en la política y la administración, y dejó el control en manos de su privado (el duque de Lerma, primero, y el duque de Uceda, después), figura fundamental a partir de ese momento, suerte de favorito del rey y quien realmente ejercía el poder. Durante el reinado se buscó con algún éxito la conciliación con las otras potencias europeas, pero era ya la política de una nación debilitada. Sin embargo, el esplendor literario continuaba: es el tiempo de Cervantes y el Quijote, de Góngora y las Soledades, de Lope de Vega y la comedia nueva, del primer Quevedo. A la muerte de Felipe III en 1621, subió al trono Felipe IV, cuyo reinado se extendió hasta 1665, el más largo de los Habsburgo. En la primera mitad del periodo, la figura dominante fue el conde-duque de Olivares, Gaspar de Guzmán, que acumuló notable poder y en vano lanzó una ambiciosa política exterior e interior que tenía como objetivo restablecer la hegemonía española. La monarquía sufrió rebeliones en Cataluña, la separación de Portugal y, en 1659, con la Paz de los Pirineos, la práctica capitulación frente a Francia, que pasaba a ocupar el primer plano europeo. Felipe IV fue un distinguido patrón de las artes, sobre todo de la pintura y el teatro. Es la época de la gran dramaturgia y prosa barrocas: Pedro Calderón de Barca, Diego de Saavedra Fajardo, Baltasar Gracián. A Felipe IV sucedió en el trono, en 1665, su hijo Carlos II el Hechizado (así llamado porque se atribuía a un embrujo su deplorable estado físico y mental, aunque más bien se debiera a las numerosas uniones consanguíneas de la familia), último de los Habsburgo. Si no fuera abusivo, bastaría comparar los retratos que Tiziano hizo de Carlos V con los que Claudio Coello pintó de Carlos II para entender sin necesidad de palabras la decadencia de los Austrias en el trono de España (y habría que tomar en cuenta que el pintor real siempre intentaba beneficiar a sus modelos). El fin era inexorable. Al morir sin descendencia en 1700, la corona pasó a la casa francesa de Borbón. Y, no obstante, del otro lado del Atlántico, en la Nueva España, todavía en este periodo alcanzó a florecer el último de los grandes ingenios de los Siglos de Oro: sor Juana Inés de la Cruz.

El hecho que detonó la gran poesía áurea fue la adopción al español de las formas métricas y estróficas italianas (versos endecasílabos, sonetos, canciones, etc.,). Hasta entonces, el metro dominante había sido el octosílabo, tanto en la poesía popular como en la culta, la llamada poesía “cancioneril”, recopilada en volúmenes como el célebre Cancionero general (1511) de Hernando del Castillo. La irrupción de los nuevos moldes no supuso el abandono de los antiguos y ambos convivieron sin mayores problemas durante mucho tiempo, pero la novedad introducida cambió el rumbo de la poesía. En su origen se encuentra la historia de una amistad que es inevitable recordar aquí. En 1526, en Granada, en la tornaboda de Carlos V con Isabel de Portugal, se encontraron el poeta barcelonés Juan Boscán y el embajador veneciano Andrea Navagero, quien le sugirió que probara escribir poesía en castellano con las formas italianas, lo que contaba con algunos antecedentes (algunos sonetos del marqués de Santillana, por ejemplo), pero que no habían tenido mayores consecuencias. Boscán puso manos a la obra, pero, más importante, sumó al proyecto a su amigo Garcilaso de la Vega, que se entregó “al itálico modo”. Los resultados obtenidos por Boscán no fueron muy notables, pero los de Garcilaso fueron deslumbrantes y decisivos. La poesía en lengua española no volvería a ser igual: había encontrado a su clásico. Garcilaso murió prematuramente, en acción militar, en 1536, y su amigo Boscán poco después, en 1542, pero al año siguiente apareció un hermoso libro, Las obras de Boscán y algunas de Garcilaso de la Vega, verdadero homenaje a la amistad y la literatura, que publicaba por primera vez las obras de ambos.

Muy a propósito, esta antología (que no pretende abarcar la totalidad de la poesía de los siglos XVI y XVII, y que decididamente se inclina por la lírica que surgió tras el contacto italiano) comienza con Garcilaso. En su poesía suelen distinguirse varias etapas e influencias, pero las fundamentales son dos: una, petrarquista (esto es, dominada por el ejemplo de Petrarca y su Cancionero, modelo de poesía amorosa desde el siglo XIV), y otra, clasicista, marcada por el influjo del poeta italiano Sannazaro, autor de la pastoril Arcadia, y, naturalmente, de Virgilio. Por su italianismo y su afán de imitación de los modelos clásicos, Garcilaso es el mejor representante poético del Renacimiento español. A partir de él surgió toda una serie de poetas italianistas (de la generación posterior, por ejemplo, Gutierre de Cetina, cuyo famoso madrigal “Ojos claros, serenos” recoge esta antología, y luego autores como Francisco de la Torre, Fernando de Herrera, Francisco de Aldana, Francisco de Terrazas) que lo seguían en sus temas y en sus formas métricas y estróficas, y prácticamente no hubo poeta posterior de los Siglos de Oro que fuera ajeno a su huella.

Utilizando los moldes estróficos garcilasianos, poetas religiosos como fray Luis de León y san Juan de la Cruz escribieron una poesía muy distinta. Uno de los rasgos más sobresalientes de Garcilaso, muchas veces observado, es su laicismo, la casi total ausencia de referencias religiosas en una época en que el catolicismo lo permeaba todo. La agudizada religiosidad de la época de Felipe II propició la creación de una poesía espiritual. En el caso de fray Luis, se trata principalmente de odas que cantan el anhelo de una vida pacífica y retirada (muy distinta, por cierto, a la aguerrida y agitada que tuvo el autor, cuyos feroces pleitos con sus colegas en la Universidad de Salamanca lo mandaron a prisión varios años con el pretexto de una traducción del Cantar de los cantares) o la armonía del universo en términos neoplatónicos; en el de san Juan, uno de los poetas más extraordinarios de una época de por sí extraordinaria, se trata de poesía mística que canta la unión del alma con Dios, pero que admite una lectura erótica humana, y en la que se dan cita diversas tradiciones poéticas: clásica, bíblica, italianista y popular.

La poesía española del siglo XVII suele caracterizarse como barroca, pero tiene también un rostro clásico. Es verdad que la gran innovación del periodo, llevada a cabo por Góngora y sus seguidores, es quintaesencialmente barroca (compleja, artificiosa, abigarrada, hiperornamentada), pero no dejó de haber espacio para otro tipo de poesía. En la actualidad es quizá difícil imaginar el impacto que causó en los lectores de la época la aparición de Góngora y el gongorismo: un autor que revoluciona, prácticamente él solo, una lengua poética (nuestros referentes más cercanos de algo parecido podrían ser Borges o Rubén Darío). Lo hizo básicamente con dos obras: el Polifemo y las Soledades, dos largos poemas en los que la sintaxis y la semántica españolas parecían querer regresar al latín, llenos de hipérbatos, cultismos, metáforas deslumbrantes, alusiones mitológicas, etc. Góngora suscitó adhesiones y detracciones igualmente apasionadas, pero no le era indiferente a nadie. Típicamente, como suele ocurrir con las grandes innovaciones poéticas, se le acusó de oscuro y confuso. En realidad, su poesía es clarísima, quizá la más clara de los Siglos de Oro, porque una vez descifrada su sentido es diáfano. Es solo la apariencia la que es difícil. Un poeta que tiene una sintaxis y un vocabulario más sencillos como, digamos, san Juan de la Cruz, es en el fondo mucho más difícil de comprender. Una de las claves de la poesía gongorina y de toda la poesía barroca es el concepto, tal y como lo definió Baltasar Gracián en la Agudeza y arte de ingenio (II): “es un acto del entendimiento, que exprime la correspondencia que se halla entre los objetos” (y entre más distante e inesperada sea la correspondencia, mejor). Por ejemplo, cuando en el Polifemo se dice que la caverna donde habita el cíclope es un bostezo de la tierra.

Entre quienes reaccionaron en contra de Góngora y sus seguidores estuvieron los otros dos grandes poetas españoles del período: Lope de Vega y Quevedo. El primero –que triunfaba espectacularmente en el teatro, donde no tenía rival– cultivó una poesía relativamente sencilla, tanto de corte popular como culto, y quizá como ningún otro autor de los Siglos de Oro (rasgo que le da un aire muy moderno) supo involucrarse a sí mismo en su obra, fundiendo su vida personal con su arte. Por ejemplo, sus pasiones amorosas, que no le faltaron, aparecen nítidamente reflejadas, transfiguradas, en su poesía y su prosa. Lope tenía una facilidad prodigiosa para componer versos y esa misma facilidad le hizo incurrir muchas veces en la trivialidad y el derroche, pero cuando se tomaba más en serio lo que traía entre manos creaba obras maestras. El caso de Quevedo es distinto. Para empezar, pertenecía a una generación posterior, pues era casi veinte años menor que Góngora y Lope. Durante algún tiempo, la historia literaria pretendió oponer a Góngora y Quevedo por razones equivocadas (a saber, el primero habría sido el representante del culteranismo, el estilo caracterizado por el uso de cultismos, y el segundo del conceptismo, el que empleaba los conceptos antes explicados, ambas categorías superadas). La oposición existe, pero tiene que ver con razones mucho más de fondo, de mentalidad y temperamento, de formas de ver la vida y las letras. Góngora era un espíritu casi pagano: sensual, físico, hedonista, amable, ligero. No ignoraba, sin embargo, la fe ni la angustia metafísica, como lo muestran algunos de sus poemas finales, en los que podía ser tan religioso o filosófico como el mejor Quevedo, pero no era el rasgo principal de su carácter. Don Francisco, en cambio, era un espíritu atormentado y que se tomaba muy en serio (no que fuera incapaz de la risa, como lo prueba su abundante obra cómica, agresiva y punzante, pero no se le daba tan bien esa virtud cardinal del humor que es saber distanciarse de sí mismo y verse irónicamente, como de manera magistral supo hacer Cervantes). Era brillante, atrabiliario, apasionado, dogmático, atribulado. Ningún poeta en español ha sentido y expresado como él la angustia del tiempo y de la muerte. Fue autor, además de sus versos, de una prosa deslumbrante, lo que aumenta su dimensión como escritor. Góngora y Quevedo, Quevedo y Góngora son las dos cumbres poéticas de los Siglos de Oro.

Sin embargo, como adelantábamos, la poesía del siglo XVII español no fue exclusivamente barroca y también dejó espacio para un sobrio clasicismo, en el que destacan los sevillanos Francisco de Medrano y el capitán Andrés Fernández de Andrada, buenos discípulos de Horacio. El primero lo imitó en odas que cantan una vida sencilla y hedonista; el segundo es autor de uno de los grandes poemas de los Siglos de Oro, la Epístola moral a Fabio, un poema clásico, perfecto, ajeno a los vaivenes del tiempo. En ella exhorta a su amigo Alonso Tello de Guzmán a abandonar las ambiciones mundanas y abrazar una vida modesta y serena. No solo es una gran obra de arte (pues su aparente sencillez no es menos ardua de lograr que los más artificiosos efectos barrocos): es un modelo de vida.

Fernández de Andrada se trasladó a la Nueva España siguiendo a su amigo y aquí murió, oscuramente, en 1648. Precisamente ese año, en el virreinato, nacía la última luminaria de los Siglos de Oro, sor Juana Inés de la Cruz (novohispanos fueron también Francisco de Terrazas y Luis de Sandoval Zapata, ambos incluidos aquí). El hecho es significativo: lo que empezó con un soldado castellano a principios del siglo XVI terminó con una monja novohispana a finales del XVII. Hombre y mujer, metrópoli y colonia, cuartel y convento: todo unido por la poesía y un idioma que emergería de esos dos siglos como lo que es hoy, una de las principales lenguas del planeta, con prácticamente 500 millones de hablantes nativos en la actualidad. Todos ellos, sin distinción de nacionalidades, son los herederos legítimos de la tradición poética de los Siglos de Oro, pues la lengua es su patrimonio común. Sin embargo, para reclamar una herencia cultural o literaria es preciso conocerla, hacerse merecedor de ella mediante el conocimiento y el trato, y ese es el propósito de una antología como esta, dirigida principalmente a un público joven: poner en sus manos una pequeña muestra de la mejor poesía escrita en su idioma, ayudarlo a entenderla y apreciarla.

Como mencioné anteriormente, la Antología áurea no tiene la intención de abarcar la totalidad de la poesía de los Siglos de Oro (para lo cual hubiera tenido que ser mucho más amplia e incluir, por ejemplo, la poesía popular, como el romancero; la poesía culta de tradición castellana; la épica; la poesía cómica, etc.,), sino de representar lo mejor de la lírica que surgió a raíz de la adopción de las formas italianas, que es, en definitiva, el hecho que dio pie a los Siglos de Oro en lo que a poesía se refiere. Para elaborarla, aprovechando los medios digitales actuales, me he basado en los mejores impresos (primeras ediciones, sobre todo) y manuscritos originales de los siglos XVI y XVII, cotejándolos, naturalmente, con las más rigurosas ediciones modernas. He modernizado la ortografía, pero respetando el aspecto fónico y las exigencias métricas. He limitado las notas a las de carácter léxico para aclarar el significado de ciertas palabras y a algunas explicativas (del sentido de ciertos versos, históricas, mitológicas, etc.,), siempre lo más concisas posibles y pensando en un lector que no necesariamente está familiarizado con la lengua y el mundo de los Siglos de Oro. Su única intención es darle los elementos necesarios para comprender adecuadamente el poema.

 

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Memorias de un leedor, XXIV. La novela de un leedor: El mal de Montano de Enrique Vila-Matas

Para terminar estas Memorias de un leedor, he elegido un libro que en cierto modo es su cifra, pues trata precisamente de la obsesión de la lectura. De las novelas del aún incipiente siglo XXI, El mal de Montano es una de las que más me ha deslumbrado y su autor, Enrique Vila-Matas, uno de los pocos escritores contemporáneos que me he sentido impulsado a leer completo varias veces y que he incorporado a mi panteón literario personal.

Empecé a leer y escuchar elogios de Vila-Matas a finales del siglo pasado (a raíz, sobre todo, de la Historia abreviada de la literatura portátil) y, como suele ocurrir en estos casos, desconfié. Todos los lectores tenemos formado un cierto paisaje literario y la irrupción de un nuevo autor relevante puede resultar incómoda, pues nos obliga a reacomodar el paisaje. Más fácil, más perezoso, más prejuicioso, es restarle importancia a lo nuevo y esperar que el paisaje siga igual (en el fondo, quizá queremos que nada cambie). Es cierto que muchas veces las supuestas grandes novedades son llamaradas, pero, en ocasiones, no, y esta era una de ellas. Leí, pues, la Historia abreviada, pero confieso que me dejó algo frío; me pareció un libro original, ligero, divertido, pero hasta ahí. No seguí leyendo a su autor, pero, años después, se me atravesó El mal de Montano y, entonces sí, me tiró del caballo. Cuando me levanté, estaba total e irremediablemente envilamatado.

El mal de Montano ganó el Premio Herralde de la editorial Anagrama en 2002, pero yo lo leí años después en la edición de bolsillo (Barcelona, 3ª. edición, 2009). Este quizá sea el momento para decir que, para los lectores de mi generación, la mejor narrativa contemporánea es casi sinónimo del catálogo de Anagrama, cuyas colecciones amarilla (Panorama de Narrativas) y gris (Narrativas Hispánicas) se volvieron casi un fetiche. Allí hemos leído, entre otros, a Antonio Tabucchi, Claudio Magris, Martin Amis, Michel Houellebecq, Paul Auster, Patricia Highsmith, Roberto Calasso, Roberto Bolaño, Ricardo Piglia, Pedro Juan Gutiérrez, Álvaro Pombo, Javier Marías, Juan Villoro, Álvaro Enrigue y un prolongado etcétera.

Me llevé el libro a unas pequeñas vacaciones en Parras, Coahuila –un pueblo en medio del desierto rodeado de viñedos, sede de la benemérita Casa Madero– adonde fui en compañía de Daniela y Enrique, entonces dos estudiantes. No es raro que un profesor de literatura, cuando existe un genuino amor compartido por esta, establezca con sus alumnos una amistad, una complicidad, que quizá no sea tan común fuera de las artes o las humanidades. El joven que estudia literatura con auténtica vocación percibe de manera inmediata cuando está frente alguien que comparte su pasión vital y que, por simple motivos cronológicos, la ha desarrollado un poco más. Puede existir, al principio, una pura admiración que luego, si el trato se ahonda, deviene también en afecto y amistad. El lazo que se forma entonces es único y no se parece a ningún otro. Por esto me alegra que el descubrimiento de un libro que es un gran homenaje a la lectura ocurriera en un viaje cuyo origen fue la amistad nacida precisamente por el amor a la lectura.

En Parras, pues, en el corredor de la Posada Santa Isabel, abrí El mal de Montano y leí: “Soy un enfermo de literatura. De seguir así, esta podría acabar tragándome, como un pelele dentro de un remolino, hasta hacer que me pierda en sus comarcas sin límites. Me asfixia cada vez más la literatura, a mis cincuenta años me angustia pensar que mi destino sea acabar convirtiéndome en un diccionario ambulante de citas”. Tuve que cerrar el libro y hacer una pausa, gesto que se repitió varias veces a lo largo de la lectura: “Caray –me dije–, esta es la novela de un leedor”.

El mal de Montano –todo Vila-Matas– es archiliterario; la obra de un hombre, diría Borges, “podrido de literatura”, y quizá solo otros podridos como él pueden apreciarla cabalmente. Vila-Matas es un escritor originalísimo, dueño de un mundo personal inconfundible (la seña de todo verdadero artista), que se fue desarrollando lentamente a lo largo de sus libros hasta alcanzar la plena madurez literaria: primero fue el autor experimental, vanguardista, de títulos como Mujer en el espejo contemplando el paisaje o La asesina ilustrada; luego el narrador solvente, clásico, de Impostura; después el escritor shandy, lúdico, de la Historia abreviada o Una casa para siempre; más tarde el nihilista cómico, desesperado, de Hijos sin hijos y Lejos de Veracruz; el novelista consumado de El viaje vertical y, finalmente, el maestro literario de Bartleby y compañía, El mal de Montano y París no se acaba nunca (y ha seguido y sigue, en permanente evolución, pero con estas tres obras me parece que alcanzó su cenit).

El mal de Montano es la enfermedad del leedor, de aquel tan infectado de literatura que ya no tiene una vida al margen de ella. Lo normal –diríamos, lo sano– es que el lector, si bien mantiene una relación cercana y fecunda entre su vida y sus lecturas, las conserva separadas. Para quien padece el mal, eso no es posible. El enfermo del mal de Montano, para empezar, lee demasiado; no es que lea de vez en cuando, para relajarse o pasar el rato, como una actividad secundaria, sino que leer se convierte en su actividad principal. Poco a poco –como en el caso de Alonso Quijano, el Leedor ante el Altísimo– la literatura empieza a apoderarse de su vida y, para cuando se da cuenta, si no se ha vuelto loco, se ha hecho uno con ella. Toda su vida pasa a través del tamiz de la literatura. Vive para leer y lee para vivir. Al principio, esto puede suponer un motivo de angustia, como apunta el narrador de la novela. No es normal tener esa clase de relación con la literatura y la ficción, y a veces se puede tener la impresión de que estas acabarán devorándonos. Sin embargo, como ocurre al propio protagonista, gradualmente nos damos cuenta que el mal es, en realidad, una fortaleza y que, si bien no se eligió adquirirlo, es la única forma de vida posible. En una reflexión que podría haber hecho Tonio Kröger, el narrador concluye: “por eso ahora puedo decir tranquilamente que, entre la vida y los libros, me quedo con estos, que me ayudan a entenderla. La literatura me ha permitido siempre comprender la vida. Pero precisamente por eso me deja fuera de ella. Lo digo en serio: está bien así”. Y, más adelante, comentando una cita del personaje de El hombre sin atributos de Robert Musil, la aceptación se convierte en celebración: “ ‘nuestra vida debería ser total y únicamente literatura.’ Aplausos para Ulrich. Me pregunto por qué seré tan estúpido y llevo tanto tiempo creyendo que debería erradicar mi mal de Montano cuando este es lo único valioso y realmente confortable que poseo”. Y es que, para unos cuantos seres extraños, para los leedores, el mal de Montano es el único modo de estar vivos.

Aparte de la manía leedora, el rasgo que me hace más simpático a Vila-Matas y que lo vuelve parte de mi familia favorita de escritores (Montaigne, Cervantes, Sterne, Stendhal, Alain) es su voluntariosa apuesta por la alegría. En París no se acaba nunca cuenta cómo fue la transición del joven fascinado por el pesimismo y la tristeza –típico defecto juvenil, por lo demás– al que sospechó que quizá era mejor intentar vivir con toda la fuerza y el placer de que seamos capaces: “tal vez lo elegante era vivir en la alegría del presente, que es una forma de sentirnos inmortales. Nadie nos pide que vivamos la vida en rosa, pero tampoco la desesperación en negro. Como dice el proverbio chino, ningún hombre puede impedir que el pájaro oscuro de la tristeza vuele sobre su cabeza, pero lo que sí puede impedir es que anide en su cabellera… Ahora pienso que no es elegante sino de verdaderos cataplasmas estar en el mundo sin experimentar la alegría de vivir”.

La apuesta tiene más mérito porque hay en Vila-Matas una evidente tendencia a la melancolía, pero, en lugar de regodearse en ella, como hacen los espíritus irremediablemente tristes, la resiste, como en el estupendo final de Kassel no invita a la lógica, en la que el protagonista, tras un ataque nocturno de depresión en el que ve todo negro, es rescatado por la mañana y la luz del sol.

Tiempo atrás, mi admiración por Vila-Matas me llevó a componer un breve Diccionario Vila-Matas (descargable gratis aquí). Una obra tan peculiar como la suya incluye muchos términos propios y otros ordinarios que revisten un significado especial: autoficción, bartleby, conferencia, espía, fiesta, huida, lentitud, portátil, shandy, etc. Siguiendo el ejemplo de su magnífica página de internet, primero lo colgué en la red y luego apareció en forma de libro.

Hace pocos años, en Barcelona, tuve la inesperada oportunidad de conocer a Vila-Matas, pero preferí no hacerlo. Iba yo camino a la librería +Bernat, en la calle de Buenos Aires, y de pronto lo vi entrar. Mi primer impulso fue acercarme y presentarme o saludarlo, pero me contuve. Ni siquiera entré a la librería. En vez de eso, me quedé afuera e hice lo vilamatianamente lógico: lo espié. Plantado frente a la vidriera, lo vi hojear las novedades sobre las mesas, saludar a una persona y luego perderse en el fondo de la librería. Después recordé una de sus citas favoritas: sea lo que sea, lo mejor es largarse. Y me fui.

 

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Memorias de un leedor, XXIII. El texto que camina: El profesor del deseo de Philip Roth

La noche del 22 de mayo de 2018, con el sueño espantado por los mosquitos, encendí mi teléfono para repasar los periódicos –hace veinte años hubiera tomado un libro, por cierto– y comprobar que el mundo no se había caído desde la última vez que los revisara, o sea, hacía apenas unas horas. Entonces vi la noticia en The New York Times: Philip Roth acababa de morir en Manhattan.

Tenía –tengo– por Roth una admiración que normalmente siento por escritores de otros siglos o generalmente muertos, y siempre me pareció un poco increíble ser su contemporáneo, la pueril idea de que, al mismo tiempo que yo llevaba a cabo mi ordinaria vida cotidiana, Philip Roth estuviera en algún lugar haciendo algo. Llegué relativamente tarde a su obra y es una prueba más de que un autor leído en la edad adulta y ya con muchas páginas recorridas puede igualmente suponer un gran impacto. En realidad, yo había leído en mis veintes Mi vida como hombre, pero, aunque me gustó, no di continuidad a la lectura del resto de su obra. Recordaba también, en 2006, las mesas de novedades de las librerías norteamericanas tapizadas de Everyman, uno de sus últimos libros y pequeña obra maestra.

Roth ha sido adaptado al cine, en general con poca fortuna, pero debo a una de esas regulares adaptaciones su redescubrimiento. Un fin de semana, en 2009, entré a ver por casualidad Elegía de Isabel Coixet, adaptación de El animal moribundo, con las actuaciones de Ben Kingsley y Penélope Cruz. Aunque el film sentimentaliza y traiciona el espíritu de la novela, de cualquier forma me gustó y me remitió a esta. Cuando la leí, supe que estaba enganchado a un nuevo autor.

La novela es la tercera y última entrega de la saga de David Kepesh, uno de los alter ego de Roth (la primera es El pecho y la segunda El profesor del deseo). En ella, Kepesh, crítico literario y profesor casanova, rememora una de sus últimas aventuras con la joven Consuela, hija de inmigrantes cubanos. Acostumbrado a este tipo de affaires, Kepesh suele mantener la distancia y no involucrarse demasiado, pero ahora, a las puertas de la vejez, Consuela le hace perder el equilibrio y adentrarse en los infiernos de la pasión y los celos. Como de costumbre, Roth hace un análisis detenido del poder de eros y, característica de sus últimas obras, del deseo en el umbral de la vejez y la muerte. Conseguí el resto de la saga y entonces leí El profesor del deseo (Random House Mondadori, México, 2008). Esta no es, seguramente, la mejor novela de Roth (mejores son, por ejemplo, La lección de anatomía, Contravida y El teatro de Sabbath), pero fue una de las primeras que leí y de las que me tocó más de cerca, y es por eso que la he elegido.

El profesor del deseo es la Bildungsroman de Kepesh. En ella asistimos al proceso de formación del hedonista irredento –“libertino entre los eruditos, erudito entre los libertinos”, como gusta definirse–, pero que aún no acaba de hacerse a la idea, como parece haberlo hecho en El animal moribundo, de que nunca sentará cabeza y que sus relaciones serán siempre pasajeras, y que se las ve negras por esto. Roth poseía un conocimiento escalofriantemente exacto de cómo funciona el deseo masculino: su mutabilidad, su inexorable hartazgo, su permanente búsqueda de nuevos estímulos.

Kepesh es, ante todo, un profesor de literatura, vocación no menos rara, cuando es verdadera, que la del genuino escritor. Sin embargo, dista de ser un profesor convencional y concibe un proyecto inaudito de involucrarse íntima, personalmente con su clase. Tras sobrevivir a una violenta crisis sentimental y erótica, Kepesh se dispone a dar un curso universitario en Nueva York. Ha decidido que la temática gire en torno al deseo y para ello hará que sus alumnos lean novelas como Madame Bovary o La muerte en Venecia. Sin embargo, no solo hará eso, sino que, además, relatará a sus estudiantes, con lujo de detalles, la crisis por la que ha atravesado, exhibiéndose frente a ellos por completo. De viaje en Praga (adonde ha ido a seguir las huellas de Kafka) antes de iniciar el curso, una noche en el hotel prepara el discurso que pronunciará en la primera clase y que constituye, de hecho, toda una poética de la enseñanza. Cuando lo leí, me dieron ganas de enmarcarlo. Me permito citar extensamente el final: “Me encanta enseñar literatura. Pocas veces me siento tan feliz y contento como cuando estoy aquí con mis páginas de anotaciones y mis textos llenos de marcas y con personas como ustedes. En mi opinión, no hay nada en la vida que pueda compararse a un aula. A veces, en mitad de un intercambio verbal –digamos, por ejemplo, cuando alguno de ustedes acaba de penetrar, con una sola frase, hasta lo más profundo de un libro–, me viene el impulso de exclamar: ‘¡Queridos amigos, graben esto a fuego en sus memorias!’. Porque una vez que salgan de aquí, raro será que alguien les hable o los escuche del modo en que ahora se hablan y se escuchan entre ustedes, incluyéndome a mí, en esta pequeña habitación luminosa y yerma. Ni es tampoco muy probable que encuentre fácilmente en algún otro sitio la oportunidad de expresarse sin embarazo sobre lo que más importaba a hombres en tan buena sintonía con la lucha por la vida como Tolstoi, Mann o Flaubert. Dudo de que se hagan ustedes una idea de hasta qué punto resulta emocionante oírles hablar, muy en serio y muy sensatamente, sobre la soledad, la enfermedad, la añoranza, el quebranto, el sufrimiento, el desengaño, la esperanza, la pasión, el amor, el terror, la corrupción, las calamidades y la muerte… Por expresarlo del mejor modo posible: lo que la iglesia es para el verdadero creyente, lo es la clase para mí. Hay quienes se postran de rodillas el domingo… Yo me presento tres veces por semana, con la corbata alrededor del cuello y el reloj encima de la mesa, a enseñarles a ustedes los grandes relatos. Mis queridos alumnos, he cabalgado a lomos de una gran emoción este año. También de eso hablaremos. Entretanto, si es posible, tolérenme ustedes esta actitud tan amplia y tan capaz. De hecho, lo único que quiero es presentarles mis credenciales para enseñar Literatura 341. Parte de estas revelaciones les parecerán a ustedes de mal gusto, indiscretas, poco profesionales, pero, así y todo, me gustaría, con el permiso de todos ustedes, proceder a continuación a ofrecerles un relato abierto de mi vida anterior como ser humano. Soy un auténtico devoto de la narrativa, y les aseguro a ustedes que a su debido tiempo les contaré todo lo que sobre ella sé, pero, en realidad, nada en mi interior vive tanto como mi vida”.

La primera vez que leí estas palabras casi me voy de espaldas: esto es ser un profesor –me dije–, esto es realmente enseñar literatura. Ponerte a contar a tus alumnos tu vida privada es probablemente un exceso, pero creo entender perfectamente lo que Roth, que dio clases muchos años, quiso decir. Cuando enseñas literatura, todo se vuelve personal, íntimo, y, si no es así, lo estás haciendo mal. Entendería que si tu materia es contabilidad o derecho fiscal seas capaz de trazar una línea clara entre tu actividad docente y tu vida, que termines de dar tu clase, salgas del aula, te olvides un poco de números e impuestos y te pongas a vivir, pero si enseñas artes o humanidades esto no es posible. No hay vida, por un lado, y enseñanza, por otro, pues enseñas la sustancia de la que estás hecho. Enseñar literatura no debe ser nunca una mera cuestión académica, profesional o laboral, sino vital. Enseñar literatura debe ser, ante todo, mostrar cómo esta ilumina la vida y nos la hace comprender mejor y más lúcidamente.

Así como Kepesh está involucrado hasta la última fibra de su cuerpo en la enseñanza, Roth lo está en su escritura. Quizá lo más admirable sea cómo –a través del juego de identidades de sus personajes, todos escritores: Nathan Zuckermann, David Kepesh, “Philip Roth”– fundió por completo persona y obra, vida y literatura, realidad y ficción, autobiografía y novela. Como Borges o Nabokov, Roth es un autor eminentemente literario y su tema de fondo es, quizá, la relación entre el escritor y su obra; en él, la literatura se mira al espejo y se interroga a sí misma.

Muchas veces me he preguntado quién sería Philip Roth realmente detrás de todas esas máscaras (a Pessoa, sobra decirlo, le habría encantado). Tal vez la mejor definición la haya dado Zuckermann en el epílogo a Los hechos. Autobiografía de un novelista, en el que el personaje interpela a su creador: “creo que has escrito metamorfosis de ti mismo tantas veces, que ya no tienes idea de quién eres o fuiste alguna vez. Por ahora, lo que eres es un texto que camina”. “A walking text”, un ser hecho de palabras. ¿Qué mejor definición para un escritor?

 

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Memorias de un leedor, XXII. El libro destinado: Ensayos de Montaigne

La lectura tiene sus hados, que obran misteriosa y, a veces, providencialmente. Alguno de ellos dispuso que yo leyera, el mismo año, el Libro del desasosiego y los Ensayos de Montaigne, la obra de la desolación y la obra de la dicha. Con los Ensayos llegamos al corazón de estas memorias porque se trata, tal vez, de la lectura decisiva de mi vida. En cierta forma, creo que todas mis lecturas anteriores no fueron sino una serie de pasos previos para llegar a esta y si de todos los libros que he leído tuviera que escoger uno solo, probablemente sería este.

Es un fenómeno raro y que no necesariamente ocurre a todos los lectores, incluso a quienes han leído mucho: encontrar el libro, aquel que nos define y marca por completo. Es un momento único, privilegiado, aquel en el que el lector encuentra su libro y el libro a su lector. Siempre me ha gustado la idea, de la que Ricardo Piglia habla en Blanco nocturno, del libro destinado, aquel que parece hecho para nosotros, personalmente, y que puede estarnos aguardando al fondo de un largo pasillo de siglos y volúmenes.

Las circunstancias en las que leí los Ensayos fueron también excepcionales. Fue la segunda gran lectura de aquel año de “retiro” y no podía haber sido más contrastante. Yo, naturalmente, había leído los Ensayos antes (no todos, en realidad, solo los más famosos). Me quedaba claro que era un clásico, lo había admirado vagamente y hasta ahí. O sea, lo leí por encima, superficialmente; o sea, en realidad no leí nada. ¡Cuántos libros, y no pocos clásicos, leemos de este modo! Creemos conocer a Dante, a Cervantes, a Shakespeare, a Montaigne. ¿De veras los hemos leído? ¿Los hemos comprendido cabalmente y vuelto parte de nuestro ser? La mayoría de las veces, me temo, nos hemos enterado de qué van y ya.

Montaigne es, además, un autor para cierta edad. No tiene mucho caso leerlo, digamos, antes de los treinta (yo tenía treinta y tres cuando hice esta lectura, o sea, cinco menos de la edad que él tenía cuando comenzó a escribir su obra). Está bien leerlo antes, claro, para irlo conociendo y saber que existe, pero sobre todo para después, pasado algún tiempo y acumulada cierta experiencia de vida y lectura, leerlo realmente. Ese, por cierto, es un concepto clave en el mundo de Montaigne: experiencia. No en balde el último de los Ensayos, epítome de toda la obra, se titula precisamente así. Los Ensayos exponen en su totalidad la experiencia vital de un hombre y demandan al lector, para que pueda establecerse un diálogo fructífero, que ponga la suya sobre la mesa.

El libro en el que leí los Ensayos fue la edición de Obras completas de La Pléiade, la preparada por Albert Thibaudet y Maurice Rat (Gallimard, París, 1980), que había comprado en París años atrás con algún bouquiniste. Estaba en perfecto estado, con su cubierta de plástico y sospecho que casi intocada. El año que pasé en Francia compré los Pléiade que pude, todos de segunda mano (Rabelais, Descartes, Pascal, Stendhal…). Debería detenerme aquí a hacer el elogio de esa colección, aunque ya se haya hecho muchas veces, que, en su presentación material (el papel biblia, la pasta en piel, la tipografía, etc.,) y el escrúpulo con el que está cuidada, cifra de algún modo toda la civilización del libro. Tener en las manos un volumen de La Pléiade y hojearlo comunica de inmediato, de manera física, el valor de esa civilización que hace no mucho se pretendía que fuera rápida y completamente sustituida por las pantallas. Unas memorias de lectura como estas –en las que son indispensables los libros concretos, materiales, con sus formas, colores y olores– serían impensables en esa dudosa utopía, que por suerte no viviré. Quizá, sin tener mucha consciencia de ello, escribo un documento histórico, una reliquia; quizá un lector de un futuro no muy lejano, si llegara a leer esto, se asombraría: “¡Mira cómo les gustaban los libros!”.

Además de la edición de La Pléiade, tenía a la mano la clásica traducción de Constantino Román y Salamero en tres volúmenes de Iberia, en la colección Obras Maestras, con su simpático logo de un ratón mordisqueando un libro. Así, pues, con estas dos ediciones, diccionarios y lápiz en mano, pasé algunos meses en la compañía casi exclusiva de Montaigne. Apenas hacía otra cosa y casi no salía de la casa. Leía, lentamente, maravillado a casi cada página. Experimenté lo que muchos lectores de Montaigne, del siglo XVI a la fecha, han experimentado: el asombro y la gratitud –el agradecido asombro– de irme descubriendo en esas páginas escritas por un hombre hace más de cuatrocientos años. Montaigne, ya se sabe, salió a buscarse a sí mismo y nos encontró a todos. ¿Cómo era posible? A responder esta pregunta, a razonar mi admiración y a compartirla he dedicado un pequeño libro que espero publicar próximamente, así que no intentaré resumir aquí lo dicho allá, pero sí quiero apuntar algunas razones por las cuales el encuentro con Montaigne fue para mí decisivo.

La palabra encuentro es justa porque, al leer los Ensayos, más que sencillamente leer un libro, uno tiene la impresión de tener enfrente una persona, de carne y hueso, y hablar con ella. Es una impresión que han tenido muchos lectores de Montaigne a lo largo de la historia y que Stefan Zweig supo expresar muy bien: “No tengo conmigo un libro, una literatura, una filosofía, sino a un hombre del que soy hermano, un hombre que me aconseja, que me consuela y traba amistad conmigo, un hombre al que comprendo y que me comprende. Si tomo los Ensayos, el papel impreso desaparece en la penumbra de la habitación. Alguien respira, alguien vive conmigo, un extraño ha entrado en mi casa, y ya no es un extraño, sino alguien a quien siento como un amigo”.

Pocos libros transmiten con tanta fuerza la personalidad y la humanidad de su autor como los Ensayos. Aquí, como dijo el propio Montaigne, no se puede separar la obra de su hacedor y “quien toca una toca al otro” (II, III).

Con los Ensayos, Montaigne emprendió un proyecto que, aunque se le pueden buscar antecedentes (Séneca, san Agustín, Petrarca), era más bien inédito. Como afirma en el justamente famoso prólogo “Al lector”: “pintarse a sí mismo”. Montaigne llevó a cabo una de las más radicales y completas ejecuciones del célebre oráculo de Delfos y aspiración socrática: conócete a ti mismo. Para hacerlo, recurrió a una forma que no existía, que tuvo que inventar justamente con este fin, el ensayo. Es uno de los mayores méritos de Montaigne: haber creado su propio género. No existía el ensayo, propiamente hablando, antes de que este caballero francés lo creara en sus dominios del Périgord. A ningún otro género literario se le puede atribuir una paternidad tan clara e indisputable como a este. No se puede hablar del inventor del poema, la novela o el drama; del ensayo, sí, Michel de Montaigne. Por otro lado, y a diferencia de la mayoría de los autores, no se dispersó ni prodigó en diversas obras más o menos circunstanciales y apostó todo a una sola, única y esencial. Una vida, un hombre, un libro.

El propósito es el autoconocimiento y el retrato de sí mismo. Para esto, Montaigne ensayará sobre todas las cuestiones posibles (la amistad, los caníbales, la presunción, unos versos de Virgilio, la vanidad, etc.). En el fondo, el tema siempre es él, el hombre Montaigne, que se examina escrupulosamente hasta el último de sus recovecos.  Pronto surge lo obvio, que podría haber sido fuente de desesperación, pero que el ensayista acepta como parte inherente a la condición humana: no hay fijeza, no hay estabilidad en el hombre, estamos en perpetuo cambio y movimiento, y el yo de ayer es otro. No importa; pintará entonces el tránsito. Solo en el ensayo, ese género libérrimo y sin ataduras, ágil y ligero, podrá lograrlo.

En los capítulos anteriores, el lector habrá advertido mi predilección por esa minoría de autores –auténticos happy few– que buscaron y predicaron la alegría. Montaigne los encabeza a todos y esta es la principal razón de mi amor por él. Su obra bien pudo llamarse los Ensayos o De la felicidad porque es en torno a ella que gira su principal lección. Comienza, como haría siglos más tarde su discípulo Alain, por rechazar los encantos de la tristeza y la melancolía, humor que, por cierto, no ignoraba. El Señor de la Montaña es, ante todo, un gran hedonista (“digan lo que digan, incluso en la virtud, nuestro último objetivo es el placer”, XIX, I), extremadamente sensible a los placeres sensuales e intelectuales. Los procurará siempre, sin vergüenza alguna, mientras abomina de todo ascetismo. Como su espíritu hermano, Stendhal, detesta a esos seres profesionalmente tristes, quejumbrosos, apocados. El sabio de los Ensayos es un sabio alegre: “la marca más expresa de la sabiduría es un gozo constante; su estado es como el de las cosas por encima de la luna, siempre sereno” (XXV, I).

Como muy pocos libros, los Ensayos son un arte de vida, un manual de humanidad (en mi opinión, el más completo y amable que se ha escrito). Enseñan el oficio más importante de todos: “no hay nada tan hermoso y legítimo como hacer bien de hombre, y como debe ser. Ni ciencia tan ardua como saber vivir bien esta vida. Y de nuestras enfermedades, la más salvaje es despreciar nuestro ser” (XIII, III).

 

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Memorias de un leedor, XXI. Sobreviviendo al Libro del desasosiego

En 2007, luego de un par de años en Estados Unidos y tras terminar la tesis de doctorado, decidí tomarme un año sabático para leer y escribir a mi antojo. Venía de un periodo largo de mucho trabajo y en el que había leído, sobre todo, con fines académicos; en realidad, más que verdaderamente leer, “trabajaba con”, típica deformación del filólogo. Deseaba recuperar mi antigua libertad lectora, en la que leía voraz y desordenadamente lo que quería, sin ninguna obligación y sin ninguna presión, porque sí.

Con este propósito me retiré, frayluisianamente, a Coatepec, un pueblo cerca de Xalapa. Allí habían vivido mis abuelos, en una vieja casona que ya nadie habitaba (la misma en la que ahora, diez años después, escribo estas líneas). Le hice algunas reparaciones, la remocé un poco, y me encerré a leer. Naturalmente, mi intención era aprovechar el tiempo para llevar a cabo “grandes lecturas”, o sea, lecturas de grandes obras que había venido postergando. Leí, por ejemplo, a Proust y a san Agustín, pero el año estuvo marcado por dos lecturas diametralmente opuestas, aunque con algunos puntos en común: el Libro del desasosiego de Fernando Pessoa y los Ensayos de Michel de Montaigne. Quienes los hayan leído a fondo sabrán que poner juntos esos dos libros es casi esquizofrénico, pero así ocurrió y se verá que tiene su lógica.

El Libro del desasosiego fue una lectura largamente aplazada, de esas –a las que ya aludí– que intuimos que supondrán un gran impacto. Yo había comprado años atrás, en un viaje a Lisboa, en la famosa librería Bertrand, la edición en portugués de Richard Zenith (Livro do desassossego, Assírio & Alvim, Lisboa, 5ª. ed., 2005). No sabía portugués, nunca había leído un libro en esa lengua, pero estaba resuelto a que ese iba a ser el primero; en realidad, como Cervantes dijo de Ariosto y el toscano, con dos ochavos de portugués se puede leer a Pessoa directamente. Es la edición rústica, brochada (había una empastada, mucho más cara), con portada color dorado, plastificada (mi ejemplar tiene ya el plástico despegado de las orillas), y la clásica foto de Pessoa, periódico y gabardina en mano, caminando entre la multitud por el centro de Lisboa.

Nuestras lecturas decisivas son aquellas que llevamos a cabo primero, en la adolescencia o juventud. Creo que es fundamentalmente así, pero también hay excepciones: autores y obras que leemos cuando ya somos adultos y llevamos un buen trecho como lectores y que nos obligan a reacomodarlo todo. Pessoa, para mí, tuvo ese efecto, pues ningún escritor me había impresionado tanto desde probablemente Borges. El Libro del desasosiego, en particular, cumple a cabalidad lo que Kafka exigía de los libros: ser como un golpe en la cabeza, el hachazo que rompe el mar helado dentro de nosotros. El caso de Pessoa, además, es único porque, a diferencia de los otros grandes escritores del siglo XX (Kafka, Joyce, Proust, Mann, Borges, etc.), la mayor parte de su obra salió a la luz tardíamente –la primera edición del Libro del desasosiego, en portugués, es apenas de 1982– y aun no está establecida del todo. Seguimos descubriendo a Pessoa y el lugar que su obra ocupará en la literatura mundial moderna está aún por definirse.

¿Qué es el Libro del desasosiego? Es una obra inclasificable, que no pertenece a género alguno y cuya principal seña de identidad sea acaso la forma del fragmento (ya en una carta a un amigo suyo, el propio Pessoa se quejaba del libro y, hamletianamente, decía: “fragmentos, fragmentos, fragmentos”). Dicha forma está en el corazón de la poética de Pessoa, que escribió trozos de muchas obras sin alcanzar a terminarlas, y que, más que una elección, se antoja una necesidad o una fatalidad inexorable. Pessoa, fragmentado en las múltiples personalidades de sus heterónimos, no podía no escribir fragmentariamente.

Los trechos que integran el Libro son las desoladas reflexiones filosóficas de Bernardo Soares, un burócrata –asistente de contabilidad– en una oficina de Lisboa. Pessoa, que se ganó la vida traduciendo cartas comerciales en oficinas muy parecidas a la de Soares, decía que este era un “semi heterónimo” porque “no siendo mi personalidad, no es diferente a la mía, sino una simple mutilación de ella; soy yo, menos el raciocinio y la afectividad”. Pero esas dos cosas son muy importantes, así que habría que tener cuidado con atribuir, sin más, lo escrito por Soares a Pessoa.

Leer el Libro del desasosiego, internarse en sus “intervalos dolorosos” y “paisajes con lluvia” (subtítulos que se repiten una y otra vez), termina siendo, como quería su autor, más que una lectura, “una pesadilla voluptuosa”. Poco a poco el desasosiego del título –justo como pocos– se va apoderando del lector, envolviéndolo y arrastrándolo con él, pero, como le gustaba recordar a Pessoa, solo leemos lo que ya está escrito en nuestra alma; si la desazón de Soares ha encontrado tanto eco en el lector moderno es porque en él anidan, así sea de forma diluida o nebulosa, semejantes razones de angustia.

Soares es un ínfimo burócrata, como el empleado de seguros Franz Kafka o el empleado bancario Ettore Schmitz. Es uno más de esos trabajadores anónimos que, sin siquiera contacto con el público, se consume silenciosamente detrás de un escritorio llevando a cabo, o no, una labor anodina. El mundo de la burocracia es el telón de fondo del Libro del desasosiego: mundo rancio y mezquino, hecho de horarios fijos y relojes checadores, tareas minúsculas, ilusiones perdidas, escritorios grises y ventiladores sucios que espantan moscas perezosas. Sin embargo, este burócrata, detrás de su apariencia ordinaria, piensa y sueña.

Los temas esenciales del Libro del desasosiego son el tedio y lo que a lo largo de la obra se denomina el Misterio, que podría resumirse en la desesperada pregunta formulada en el fragmento 70: “¿Qué está haciendo aquí todo esto?”. Soares sabe que, para las grandes interrogantes de la vida, no tendremos nunca una respuesta ni remotamente satisfactoria. No posee la tranquilidad ni el consuelo que da la fe y esto lo orilla a lo que llama la Decadencia (el burócrata lisboeta viene a ser como un primo pobre y más lúcido del Des Esseintes de Huysmans), por lo que entiende “la pérdida total de la inconsciencia”. La desgracia de Soares, en el fondo, es la misma del dostoyevskiano hombre del subsuelo: una consciencia demasiado lúcida, una hiperconsciencia, que en su caso, como en el de su remoto antepasado Hamlet, lo conduce a la inacción.

No creo haber leído libro que provoque mayor sensación de desamparo y desolación que este (y muy miserable hay que sentirse para escribir la línea: “envidio a todo el mundo no ser yo”). Soares reconcentra y maximiza sensaciones e ideas –ideas sentidas, sería más exacto– que son la seña de identidad del hombre moderno: la orfandad metafísica, la soledad existencial, la alienación personal, la lucidez impotente, el tedio vital y la parálisis. En pocos trechos se constata mejor su sufrimiento que en aquellos que tratan de su disolución personal, del desvanecimiento del yo y la radical experiencia de la otredad (la percibida dentro de uno mismo): “Todo se me evapora. Mi vida entera, mis recuerdos, mi imaginación y lo que contiene, mi personalidad, todo se me evapora. Continuamente siento que fui otro, que sentí otro, que pensé otro. Aquello a lo que asisto es un espectáculo con otro escenario. Y aquello a lo que asisto soy yo… Dios mío, Dios mío, ¿a quién asisto? ¿Cuántos soy? ¿Quién es yo?”. Tal vez la mejor imagen para entender a Pessoa sea la de concebirlo como una obra de teatro en la que él mismo es, conjuntamente, la obra, los actores, el público y el escenario.

Al mismo tiempo que leía el Libro del desasosiego, leía la antología Poesia do eu, preparada también por Richard Zenith. Con ella, leyendo una tarde los “Dos fragmentos de odas” de Álvaro de Campos, tuve una de mis más intensas experiencia de lectura. Llevaba varias semanas sumergido por completo en Pessoa, deslumbrado, saliendo apenas de la casa y, de pronto, al llegar a los versos finales de la segunda oda (“Mírame en silencio y en secreto y pregúntate / tú, que me conoces, quién soy yo…”), me solté a llorar. No soy nada inclinado al llanto, pero en aquella ocasión fue como si todo el sufrimiento leído en Pessoa durante aquellas semanas se hubiera acumulado dentro de mí y estallara. Sentí, creo, una genuina compasión, pero no solo por Pessoa, sino por el sufrimiento humano personificado en él. Hay autores que parecen ensanchar, para todos los hombres, los límites de la soledad y la angustia, y Pessoa es uno de ellos. Hay libros que no leemos, los sobrevivimos, y el Libro del desasosiego es uno. Muchas veces, después, lo he leído y releído. A pesar de ser más bien ajeno a mi temperamento (y en las afinidades que tenemos con los escritores que leemos mucho acaba siendo cuestión de temperamento), nunca puedo leerlo sin estremecerme.

Un auténtico estremecimiento, de otra naturaleza, sentí una tórrida mañana de agosto en la Biblioteca Nacional de Portugal acompañando a mi amigo colombiano Jerónimo Pizarro, que trabajaba en la edición de las obras completas de Pessoa. Sin decirme nada, conociendo mi incipiente devoción pessoana, Jerónimo me condujo al Fondo Reservado, apenas custodiado por una señora somnolienta. Fue por unas cajas, las puso sobre la mesa y, de pronto, empezó a sacar y a pasarme una serie de libretas, hojas sueltas y, literalmente, servilletas de café garabateadas con poemas, “a ver si entendía yo algo”. Naturalmente, eran los contenidos de la famosa arca (a su muerte, los familiares de Pessoa encontraron un baúl con más de treinta mil papeles, su herencia prácticamente inédita), los originales del poeta, de su puño y letra, del Libro del desasosiego y otros textos. Fue como si a un creyente le aventaran casualmente un pedazo de tela y le dijeran: “¡mira, el santo sudario!”. Aquella mañana salí de la Biblioteca al ardiente verano lisboeta en estado extático.

 

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Memorias de un leedor, XX. De Anima: Peanuts de Charles M. Schulz

Siempre me gustaron los cómics. Ya dije que de niño era un asiduo lector y coleccionista de El Hombre Araña y otros super héroes. Los domingos, además, mis padres solían comprar el periódico Excélsior, que traía una nutrida sección de tiras cómicas a la que yo me abalanzaba. Allí figuraban, entre otros, Olafo El Amargado, Lorenzo y Pepita, Mutt y Jeff, Nunca falta alguien así, Educando a Papá, el clásico y soporífero El Príncipe Valiente (nunca entendí como alguien podía seguirlo), Garfield, Mafalda y Peanuts. En la casa, aparte, había algunos volúmenes, en inglés y en español, de estos últimos, que yo leía una y otra vez. Ahora que lo pienso, teníamos una especie de culto doméstico a Snoopy. Mi madre tuvo varios autos Volkswagen Beetle, “vochos”, color rojo, y solía pegarles en el vidrio trasero una calcomanía de Snoopy aviador. No había manera de confundirse de coche.

El problema con Peanuts es que han sido tan abrumadoramente explotados por la comercialización y la publicidad que, para muchos, sus personajes remiten solo a una tarjeta de cumpleaños o a un muñeco de peluche, y no a uno de los universos de ficción más divertidos y complejos del siglo XX. Charles M. Schulz, auténtico Balzac de las tiras cómicas, escribió y dibujó una diaria desde 1950 hasta el 2000, año de su muerte (¿cuántos escritores puede presumir una creatividad semejante?). Como notó Umberto Eco en su célebre ensayo, uno de los mayores atributos de Peanuts es el encanto que ejerce tanto en el niño que apenas lee (o ni eso, pues puede bastarle mirar los dibujos) y el lector adulto más exigente. En lo personal, no sé exactamente qué era lo que me hacía leer de niño una y otra vez las mismas tiras, pero sé que es el único cómic que me ha acompañado hasta la fecha y que mi gusto por él no solo no ha disminuido, sino que de hecho ha aumentado.

Hubo un momento específico en que redescubrí a Schulz y revaloré por completo su obra. Entre 2005 y 2007 me encontraba en Cambridge, Massachusetts, como asistente de Español en la Universidad de Harvard y trabajando como desesperado en mi tesis de doctorado, que iba algo atrasada. Por esas fechas, se estaba publicando The Complete Peanuts a razón de dos volúmenes por año hasta completar los veinticinco planeados. Los vi por primera vez en The Coop, la librería de la universidad en Harvard Square, y comencé a comprarlos. Los primeros que adquirí fueron The Complete Peanuts 1959 to 1960 y 1961 to 1962 (Fantagraphic Books, Seattle, 2006). Es una hermosa edición de “obras completas” con pasta dura, escrupulosamente cuidada y diseñada. Cada volumen tiene en la portada a un miembro de la pandilla (en estos casos, Patty y Linus) y un prólogo escrito por alguna celebridad, desde Jonathan Franzen hasta Barack Obama. Durante meses seguí una rígida rutina que implicaba ir al gimnasio y dar clases en la mañana, encerrarme en las bibliotecas o en mi departamento a trabajar por la tarde, pero sin falta leer algunas tiras diarias que me hacían reír como loco y me dejaban del mejor humor posible. En medio del estrés de la tesis, la lectura de The Peanuts era un relajamiento y un tonificante.

Los años sesenta son, quizá, la época dorada de la tira. En la década anterior, la inicial, Schulz tantea, experimenta y va definiendo los principales rasgos del mundo de Peanuts. A finales de los cincuenta, los personajes más importantes ya están bien caracterizados: Charlie Brown, Linus, Lucy y, por supuesto, Snoopy. Es curioso observar la evolución de este último. En los primeros años, Snoopy es un perro que se comporta como un perro y no tiene mucho protagonismo. En 1956 ocurre algo extraordinario: Schulz lo hace caminar por primera vez en dos patas. Luego empezará a hacerlo expresar sus pensamientos y más tarde representar papeles, primero de animales –un buitre, un gorila, un alce, un águila calva, un león– y después de personajes inventados –el As de la I Guerra Mundial, un soldado de la Legión Extranjera, Joe Cool–, aparte de volverlo beisbolista o escritor (sobra decirlo, mi caracterización favorita; durante años tuve junto a mi computadora un Snoopy con su máquina de escribir). Aunque el beagle, en contraste con su dueño, encarna la despreocupación y la felicidad, la verdad es que sus transformaciones suelen tener un final cómico que lo devuelve a su realidad perruna. Snoopy, como el Quijote o Madame Bovary, no está conforme con la vida que le ha tocado vivir y se refugia creando una realidad fantástica, más viva y más brillante.

A pesar de que su perro acabe robándole protagonismo –lo cual, bien mirado, es lo que le tenía que pasar–, Charlie Brown es el verdadero héroe de la obra. Héroe, claro, en el sentido en que Leopold Bloom o Zeno Cosini son “héroes” del Ulises o La consciencia de Zeno, o sea, antiheroicamente. Esa es la verdadera estirpe de Charlie Brown, la del antihéroe moderno: derrotado, nervioso, introspectivo, angustiado, neurótico, enfermo, paralizado por su propio pensamiento. Charlie Brown es, además, aquello que la sociedad norteamericana menos perdona: un loser. Ahí está su record perfecto de derrotas en el beisbol, su incapacidad de hacer volar un papalote o patear una pelota de futbol americano; peor aún, su timidez patológica e imposibilidad de hablarle a la Niña Pelirroja. Pero Schulz, a fin de cuentas, no es Kafka, y es incapaz de condenar por completo a sus personajes. Siempre habrá algo, entre el humor y la bondad, que los salve. A Charlie Brown lo rescata su inocencia y constancia a prueba de todos los desengaños y, sobre todo, la amistad y el afecto que inspira a quienes lo quieren bien.

Los hermanos Van Pelt, Lucy y Linus, completan el cuadro. Lucy, la mayor, es mandona y filistea. Sádica, disfruta maltratando a su hermano y al hipersensible Charlie Brown, como en aquella memorable línea: “¿Puedo hacerte una crítica constructiva, Charlie Brown? Eres medio estúpido”. Quizá su mayor rasgo de carácter sea esa atroz certeza de tener siempre la razón. La duda es para los débiles. Instala un consultorio psiquiátrico callejero –sutil burla de Schulz al psiconálisis y la psiquiatría– en el que pretende resolver los problemas de todos por cinco centavos. Paradójicamente y como un acto de justicia divina, está enamorada del artista, Schroeder, el pianista fanático de Beethoven, que la rechaza olímpicamente. Ese es un mundo que Lucy jamás podrá entender. Y, sin embargo, hasta ella es rescatada por la benevolencia inherente a Peanuts. Posee un instinto maternal y, cuando está de buenas, no resiste la ternura de Snoopy.

Linus es un irónico filósofo en miniatura. Le gusta hablar del Libro de Job y ve a san Pablo en las nubes. Por un lado es extremadamente inocente y espera año con año la llegada de la Gran Calabaza; por otro, siendo menor que Chalie Brown, es más realista y pragmático que él y sabe adaptarse a las condiciones de la vida. Cuando Charlie Brown, por enésima vez, llora en su hombro y le dice que uno no debería ser arrojado a la vida así nada más, le revira: “¿Y qué querías? ¿Un calentamiento previo?”. A diferencia de su amigo, no tiene problemas atrayendo a las niñas (Sally la primera, claro). Todo estará bien, siempre y cuando no le quiten su manta…

En el mundo aparentemente pueril y cándido de Peanuts están expuestas nuestras neurosis, frustraciones, miedos e inseguridades. Es un mundo atormentado con una apariencia inocente y, sin embargo, no acaba de ser deprimente o melancólico, al contrario. Lo redimen el sentido del humor, la amistad, el afecto y la bondad. Las angustias y ansiedades de Charlie Brown son reales, pero también lo son la felicidad y el placer de vivir de Snoopy. En el fondo, quizá ambos son un solo personaje. El primero encarna los abismos del alma: la angustia, la ansiedad, la depresión, la inseguridad, el miedo; el segundo, sus virtudes: la alegría, la ligereza, la serenidad, la desenvoltura, la dicha. A estas, por cierto, no llega de manera espontánea (hay que recordar esas primeras tiras en las que Snoopy muestra su inconformidad por ser simplemente un perro y comienza a imaginarse siendo otras cosas), aunque tenga una buena predisposición hacia ellas: son el resultado de su imaginación y su voluntad. Si alguien me pidiera –nadie me la ha pedido– una fórmula para la felicidad según Peanuts, sería esta: cultiva tu Snoopy interior.

 

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Fin de ciclo. Testamentos literarios de Danubio Torres Fierro

Un inevitable aroma elegíaco se desprende de las páginas de Fin de ciclo. Testamentos literarios. La presentación, titulada “La última vez”, que no es la parte menos memorable del libro, es una elegía en toda regla: de un oficio (el de crítico literario), un mundo (el impreso de las revistas y suplementos) y del propio autor (el hombre Danubio Torres Fierro, nacido en Uruguay en 1947 y recién fallecido). Baste citar las primeras líneas, en que resuenan los versos de “Límites” de Borges: “¿Cuándo hacemos algo por última vez? ¿Cuándo reconocemos que un periodo de nuestra vida se acabó? ¿En qué momento reparamos en que la parte y el todo marchan unidos, y que la culminación de la etapa de una vida conlleva la culminación de la propia vida? ¿Cuándo nos damos cuenta de que la vida que se nos asignó es ya pasado y que cuánto más es pasado menos permanece?”.

En efecto, estos no parecen los tiempos más afortunados para ejercer la crítica literaria, pero el crítico con genuina vocación, que en nuestros países siempre ha sido milusos, se las arreglará para seguirla haciendo. Sobre la progresiva extinción de revistas y suplementos literarios (impresos), el pesimismo es  difícilmente refutable; es cierto que ese es un mundo que inexorablemente se acaba, con el desajuste y reacomodo cultural, económico y laboral que implica (buena parte de la crisis actual de la crítica y sus medios se debe a que seguimos en una etapa de transición: la digital ya está aquí hace rato, pero no acaba de asentarse y definir sus términos, y la impresa prolonga no sin heroísmo sus estertores). En cuanto al ocaso personal –al que llegar no deja de tener algo de victoria, pues significa que se ha vivido– es humanamente imposible que no sea melancólico, pero el autor tuvo el tino de arrimarse a su Johnson que, además de las citas alegadas, nos recordó: “cuidémonos de pensar que se acaba la felicidad sobre la tierra cuando somos nosotros los que nos volvemos viejos o somos infelices”.

Pero hay otro sentido en que este Fin de ciclo es una elegía. Es el canto del cisne (crítico) de una época y una literatura –que en Latinoamérica identificamos globalmente con el Boom, pero que abarca autores y obras normalmente no incluidos en ese fenómeno literario-comercial– que, conforme más se aleja, más heroica parece (algo así como la impresión que un lector de principios del siglo XVIII pudo tener de los Siglos de Oro), compuesto por uno de sus observadores privilegiados.

Torres Fierro pertenece por nacimiento a una de las literaturas excéntricas de América Latina –la uruguaya– que incluye autores tan diversos como Felisberto Hernández, Juan Carlos Onetti, Idea Vilariño, Ida Vitale, Armonía Somers, Mario Benedetti, Eduardo Galeano, Mario Levrero, Ángel Rama y Emir Rodríguez Monegal. Era un adolescente cuando se publicaron Rayuela, La ciudad y los perros, Tres tristes tigres y Cien años de soledad, y fue su lector temprano. Vivió en Montevideo, Ciudad de México, Buenos Aires, Barcelona y São Paulo, ejerciendo íntegramente la ciudadanía cultural latino e iberoamericana. Fue colaborador de numerosos periódicos, suplementos y revistas (notablemente secretario de redacción del Plural de Octavio Paz y editor de Vuelta Sudamericana). Perteneció a una especie que, no sé si está en vías de extinción, pero que cada vez parece más difícil encontrar: el editor y periodista cultural que posee realmente una amplia cultura literaria y que es un crítico por derecho propio.

Fin de ciclo es una buena muestra de la amplitud de los intereses de Torres Fierro: se ocupa en primer lugar de latinoamericanos (Silvina Ocampo, Cabrera Infante, Álvaro Mutis, Felisberto Hernández, Cortázar, Onetti, Vitale, Fuentes), pero incluye españoles (Cernuda, Gil de Biedma, Barral, Goytisolo, Semprún, Marsé) y no olvida los referentes internacionales (Lionel Trilling, Cyril Connolly, George Steiner). A diferencia de muchos artículos periodísticos sobre literatura –que proponen poco, son una suma de lugares comunes o se limitan a lo meramente anecdótico (y Torres Fierro conoce el valor de una buena anécdota, pero no se queda en ella)–, estos “testamentos literarios” generalmente sugieren ideas para interpretar a los autores que tratan. Así, por ejemplo, observando las contradicciones entre la imaginación y la política cortazarianas, o las ambigüedades literario-histriónicas de Fuentes. Saben, por otra parte, echar mano de recursos narrativos, como el memorable incipit del texto sobre Silvina Ocampo, que podría ser el inicio de una novela: “Conocí brevemente a Silvina Ocampo muy a comienzos de los setenta del siglo pasado. Era una época en la que cruzaba a menudo a Buenos Aires para escapar del clima venenoso de un Uruguay roto por el terrorismo tupamaro y la entrada a saco de las instituciones por parte de unos militares que reaccionaban ante una escalada guerrillera sorprendente. Era una época en la que podía asirse en el aire el proceso de degradación social y ciudadana que padecían las dos orillas del Río de la Plata. Era una época, para resumir, en la que la desventura aguardaba en las esquinas”.

No deja de llamar la atención que el crítico haya tratado personalmente a la mayoría de los autores sobre los que escribe, lo que por un lado puede evidentemente condicionar su labor, pero por otro la enriquece, siendo, además de un examen de su obra, un testimonio de su persona. Si hubiera que resaltar una sola virtud de Fin de ciclo quizá fuera precisamente ese valor testimonial, tanto personal como crítico. Hubo una gran literatura escrita en español en el siglo XX; Danubio Torres Fierro fue su testigo.

 

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