Leopardiana

Leo los Pensamientos de Leopardi, “sobre los caracteres de los hombres y su comportamiento en la Sociedad”. Todos destilan, como era de esperarse, el proverbial pesimismo leopardiano (por cierto, ya nunca puedo leer a Leopardi sin recordar la lapidaria observación de Pessoa que, precisamente por parecérsele tanto, lo comprendía muy bien y podía darse el lujo de la ironía, sobre la premisa en la que estaría fundada su obra: ‘soy tímido con las mujeres, ergo Dios no existe’, es una metafísica muy poco convincente). Hay algunos memorables, como éste sobre el tedio, que ya parece el tema del mes (curioso, porque he estado muy poco tedioso últimamente):

LXVII
“Se dice con muy poca propiedad que el aburrimiento es un mal común. Un mal común es el estar desocupado, o mejor dicho, el no hacer nada; pero no el estar aburrido. El aburrimiento no es propio sino de aquellos para los que el espíritu significa algo. Cuanto mayor es el espíritu, más frecuente, penoso y terrible es el aburrimiento. La mayor parte de los hombres encuentran bastante ocupación en cualquier cosa y bastante deleite en cualquier ocupación insulsa y cuando están del todo desocupados, no sienten por ello gran pena. De aquí se deduce el que los hombres de sentimientos sean tan poco entendidos en lo que se refiere al tedio, y produzcan en el vulgo unas veces estupor y otras risa, cuando hablan del mismo y se duelen de él con aquella gravedad de palabras que suele usarse a propósito de los males mayores y más inevitables de la vida”.

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El tedio de Alberto Moravia

Termino de leer El tedio de Moravia. En realidad, sólo los primeros capítulos tratan propiamente del tedio, luego éste es sustituido por una mucho más vulgar pasión erótica (la pasión podría pensarse como una forma de tedio, pues para el sujeto que la sufre el mundo desaparece por completo y se encuentra condenado a vivir sólo para el objeto de su pasión –el “pensamiento dominante” que decía Leopardi–, pero en realidad no, pues nadie se aburre menos y vive menos ocioso, para su desgracia, que el que vive pendiente del más mínimo movimiento de otro). Aunque la trama de la obsesión amorosa es memorable (yo la pondría junto a la de Lolita o La muerte en Venecia), me hubiera gustado que Moravia y su protagonista, Dino, siguieran divagando sobre el tedio, a ver hasta dónde llegaban. Ésa hubiera sido la verdadera novela sobre el tedio (que yo sepa, la mejor obra sobre el tema no es, por cierto, una novela: el Libro del desasosiego).

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Breve historia del tedio

“En un principio, por lo tanto, fue el tedio, vulgarmente llamado caos. Dios, aburriéndose del tedio, creó la tierra, el cielo, el agua, los animales, las plantas, Adán y Eva y éstos, aburriéndose a su vez en el paraíso, comieron el fruto prohibido. Dios se aburrió de ellos y los expulsó del Edén; Caín, aburrido de Abel, lo mató; Noé, aburriéndose verdaderamente un poco demasiado, inventó el vino; Dios, aburrido otra vez de los hombres, destruyó el mundo con el diluvio, pero esto le aburrió también hasta tal punto que mandó volver el buen tiempo. Y así sucesivamente. Los grandes imperios egipcios, babilónicos, persas, griegos y romanos surgieron del tedio y se derrumbaron por el tedio; el tedio del paganismo suscitó el cristianismo; el tedio del catolicismo, el protestantismo; el tedio de Europa hizo descubrir América; el tedio del feudalismo provocó la revolución francesa; y el del capitalismo, la revolución rusa. Todas estas bellas invenciones fueron anotadas en una especie de tabla sinóptica; después, con gran celo, empecé a escribir la historia propia y verdadera. No lo recuerdo bien, pero no creo haber llegado más allá de la descripción muy pormenorizada del tedio atroz que sufrieron Adán y Eva en el paraíso y de cómo, precisamente a causa de ese tedio, cometieron el pecado mortal. La cuestión es que, aburrido a mi vez del proyecto, lo abandoné en este punto.”

Alberto Moravia, El tedio

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Constant sobre el amor

Releo el fin de semana el Adolphe de Benjamin Constant (1767-1830). De mi primera y ya algo remota lectura, recordaba, sobre todo, la penetración psicológica, la observación que en un par de frases explica las razones de una conducta. La trama –inspirada en su affaire con Madame de Staël– trata sobre la pasión de un hombre joven con una mujer mayor. El enamoramiento y las primeras fases del amor están apenas descritas y la mayor parte se concentra en el largo y pantanoso proceso de la separación de los amantes, que la irresolución del protagonista no hace sino agravar (pocas cosas más nocivas, en términos sentimentales, que la falta de resolución, por compasión o comodidad; se termina, invariablemente, haciendo más daño). Cito, sin embargo, una descripción de la primera parte, no la menos luminosa de la novela: “El amor sustituye la falta de recuerdos de un modo casi mágico. Todos los demás afectos necesitan el pasado: el amor crea un pasado como por encantamiento y nos rodea de él. Nos da, por así decirlo, la conciencia de haber vivido durante años con un ser que no hace mucho nos resultaba casi extraño. El amor es sólo un punto luminoso. Hace unos días no existía, pronto dejará de existir; pero, mientras existe, expande su luz tanto sobre la época que lo ha precedido como sobre la que debe seguirlo”.

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R. L. Stevenson, ensayista

Google me informa que es cumpleaños de Stevenson (160). Con Montaigne, Alain y otros muy pocos, Stevenson es una de esas aves rarísimas de la literatura: un escritor de la felicidad y la alegría. Entre sus obras, siempre he preferido los ensayos. Hace un par de años el FCE y Siruela reunieron algunos en un volumen, Memoria para el olvido. Los ensayos de Robert Louis Stevenson. Va la reseña de entonces:

La ambigua fama de Stevenson como narrador –cifrada casi en un solo libro al que, si bien sería difícil negarle su condición de clásico, no se le deja de juzgar con cierta condescendencia como literatura juvenil– ha opacado largamente su labor como ensayista. Y, sin embargo, Stevenson es uno de los mejores ensayistas en lengua inglesa, idioma que el género, luego de un deslumbrante nacimiento en los dominios del Señor de la Montaña, pareciera casi haber adoptado (por qué el creador del ensayo encontró sus mejores descendientes al otro lado del Canal de la Mancha y no en su patria es cuestión sobre la que no voy a elucubrar aquí). El temperamento alegre y optimista expresado a lo largo de su obra tampoco ha contribuido a que se le tome en serio: ¿quién era este ingenuo, más parecido a ratos a un niño que a un adulto, que se la pasó predicando la felicidad y el valor?

Seguir leyendo: http://www.jornada.unam.mx/2009/01/11/sem-leer.html

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Poesía novohispana de Martha Lilia Tenorio

Hasta ahora, prácticamente todo lo que conocíamos de la poesía novohispana (aparte de las Flores de baria poesía, cancionero original del siglo XVI) se debía a la clásica antología de Alfonso Méndez Plancarte, Poetas novohispanos, publicada originalmente entre 1942 y 1945, y que de hecho quedó incompleta, pues el último volumen, dedicado al siglo XVIII, nunca alcanzó a ver la luz. Así las cosas, en otras antologías y estudios solían repetirse los mismos poetas y poemas, y poco menos que los mismos juicios. La poesía novohispana era la poesía novohispana de Méndez Plancarte (lo que, desde luego, no fue culpa del erudito, que no prohibió seguir investigando, sino más bien de nuestra negligencia literaria y académica). Hasta ahora. La aparición de esta monumental Poesía novohispana de Martha Lilia Tenorio va a cambiar definitivamente ese panorama…

http://www.letraslibres.com/index.php?art=15048

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Heroidas, VII

Releo un par de Heroidas (la de Dido a Eneas y la de Ariadna a Teseo) en la traducción que Alatorre publicó en los cincuentas en la UNAM. Luego releo la versión en tercetos que hizo Diego Mejía en 1608 (Del Parnaso antártico, disponible en el original en el maravilloso Google Books y también en la benemérita colección Crisol de Aguilar). Hay partes memorables, como aquella en que Dido ruega a Eneas que se quede, sino por ella, por Iulo, su hijo:

No te detenga yo, pues es mi suerte
tan corta; Iulo te detenga luego.
Bástete a ti gloriarte con mi muerte.
¿Qu’ha merecido Ascanio, dime, ciego?
¿Qu’han los penates dioses merecido?
¿Daslos al agua y libraslos del fuego?
Mas que digo, ¡oh, traidor!, tengo entendido
que ni llevas contigo a Iulo y menos
qu’a tu padre en tus hombros has traído.
Ni qu’a tus hombros, de piedad ajenos,
oprimieron tus dioses, como cantas
con esos labios de mentiras llenos.
En todo mientes, todo lo levantas,
no comienza a mentir de mi tu lengua,
siempre has mentido y con mentir encantas.

Gracias a Virgilio y Ovidio, Eneas se convirtió en el paradigma mitológico del hombre que abandona. Habría alguna vez, supongo, que escuchar las razones de Eneas.

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Antonio Alatorre (1922-2010)

Durante mucho tiempo, Antonio Alatorre fue para mí básicamente el autor de Los 1001 años de la lengua española y un profesor mítico del que hablaban mis padres, antiguos alumnos suyos en El Colegio de México. Años después, yo mismo tuve oportunidad de asistir a sus seminarios de poesía áurea en la UNAM (para entonces ya no daba clases en el Colegio, donde a la sazón me encontraba, pero si Mahoma no va a la montaña…). El mejor, sin duda, el dedicado al Primero sueño. Allí, a lo largo de un semestre, no hicimos otra cosa que leer, verso por verso, el poema de sor Juana (a Alatorre le gustaba repetir la anécdota del colega que, genuinamente extrañado, le preguntó un día a un alumno suyo: “Oye, y ustedes ¿qué hacen en el seminario de Alatorre?”; “Leemos poesía”, contestaba simplemente el alumno; “¿Y nada más?”, insistía, incrédulo, el profesor; “Pues sí, y nada más”, concluía, orgulloso, Alatorre). Quienes en algún momento asistimos a sus clases tuvimos el raro privilegio de ver en acción a un verdadero maestro de lectura, un filólogo en toda la extensión de la palabra. Alatorre podía ser feroz en sus reprimendas (“Qué curioso ser tan ignorante…”, fulminaba a quien hacía una pregunta obvia), pero era enormemente generoso y, a diferencia de tantos profesores, no tomaba a mal que alguien disintiera razonablemente e incluso, de vez en cuando, le enmendara la plana. Buscaba, ante todo, la lectura correcta, la verdad del texto, no la suya propia. Renuente a publicar libros (prefería, con mucho, los artículos, que periódicamente aparecían en la Nueva Revista de Filología Hispánica), no fue sino hasta los últimos años que se decidió a publicar algunos. Entre ellos, su tan esperada edición de la lírica personal de sor Juana, el Sor Juana a través de los siglos y El sueño erótico en la poesía de los Siglos de Oro. Discípulo de Raimundo Lida (que a su vez lo fue de Amado Alonso, que a su vez lo fue de Menéndez Pidal), Alatorre era el heredero directo de una tradición filológica. Toca ahora a sus alumnos y discípulos, en la medida de lo posible, honrar la lección del maestro.

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El último Realista

Bueno, de vez en cuando la Academia Sueca acierta. Luego de haber premiado últimamente a escritores francamente medianos, por decir lo menos, su elección de este año es incuestionable. Por mucho que les pese (y les pesa) a los compañeros progresistas y bienpensantes latinoamericanos, si algún escritor de lengua española merecía hace rato el premio era Vargas Llosa. De los escritores del Boom, el más consistente y el único que ha sabido mantener un nivel a lo largo de los años (confróntese con los casos de García Márquez y Fuentes). Pienso en Vargas Llosa como en el último gran Realista de la literatura. Él es el heredero directo y legítimo de una tradición que empezó, digamos, con Stendhal y que perfeccionó su admirado Flaubert; él es, también, su último eslabón. Por supuesto que se siguen y se seguirán escribiendo novelas apegadas a las convenciones del Realismo (como se siguieron escribiendo epopeyas mucho después de muerto el género), pero la novela más moderna busca desde hace tiempo otros caminos, una mezcla de ficción, ensayo y escritura autobiográfica (piénsese en Roth, Kundera, Coetzee, Naipaul); se aparta de los cánones realistas y busca, en sus mejores momentos, rescatar su herencia cervantina y sterniana. La grandeza del novelista Vargas Llosa consiste en lo que tiene que decirnos acerca de la dimensión política y social del hombre; en pocas palabras, el hombre entre los hombres. Poco tiene que decirnos del hombre frente a sí mismo y no se diga de su dimensión metafísica. En su riguroso Realismo (y no lo digo como una censura, sino como una observación) radica su grandeza y su miseria.

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Mundo Houellebecq

Termino de leer Las partículas elementales de Michel Houellebecq. Antes había leído, en un año nuevo en Puerto Escondido, Ampliación del campo de batalla, más breve y lograda que ésta, aunque quizá no la lectura más idónea para la playa. Entiendo que el personaje Houellebecq (véase la foto) despierte odios y amores intensos, pero habría que intentar olvidarlo un poco a la hora de juzgar su obra. Para muchos es un autor francamente menor, una especie de anacrónico existencialista posmoderno. Ampliación sería así, por ejemplo, una caricatura de El extranjero de Camus. No lo creo. Ampliación, en particular, es un libro notable (no así Las partículas), una novela que retoma la desesperación ahí donde El extranjero la había dejado y la lleva más allá. Su protagonista es infinitamente más miserable que Mersault, al que todavía le queda el consuelo (no menor) de mantener un contacto con el mundo natural (el sol, la playa, la mujer). Los personajes de Houellebecq, en cambio, están completamente separados del mundo, encerrados en sí mismos, sin salida alguna. En ese sentido, el final de Ampliación es magistral: “El paisaje es cada vez más dulce, más amable, más alegre; me duele la piel. Estoy en el ojo del huracán. Siento la piel como una frontera, y el mundo exterior como un aplastamiento. La sensación de separación es total; desde ahora estoy prisionero en mí mismo. No habrá fusión sublime; he fallado el blanco de la vida. Son las dos de la tarde”.

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Contra el derrotismo

Asqueado de todo esto, me resisto a vivir.
Ver la conciencia forzada a mendigar.
Y la esperanza acribillada por el cinismo.
Y la pureza temida como una pesadilla.
Y la inquietud ganancia de pescadores.
Y la fe derrochada en sueños de café.
Y nuestro salvajismo alentado como virtud.
Y el diálogo entre la carne y las bayonetas.
Y la estabilidad oliendo a establo.
Y la corrupción, ciega de furia,
a dos puños: con espada y balanza.
Asqueado de todo esto preferiría morir,
de no ser por tus ojos, María,
y por la patria que me piden.

Gabriel Zaid,
Lectura de Shakespeare (soneto 66)

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Philip Roth: vida y ficción

>Leo estos días Exit ghost de Philip Roth, el último libro de la serie dedicada a Nathan Zuckerman, alter ego del autor. Roth, en mi opinión, es el mejor novelista en lengua inglesa escribiendo actualmente. Su lugar ya no está entre los otros escritores norteamericanos o sus estrictos contemporáneos, sino entre los grandes novelistas modernos. Frente a él estamos frente a ese raro fenómeno: el clásico vivo. Como en toda obra prolongada, dentro de la suya hay libros mejores que otros, valles y montañas. Su novela más reciente, The humbling (la reseña, aquí: http://www.letraslibres.com/index.php?art=14495) no es una obra maestra, pero el lector la acepta como una pieza menor dentro del vasto mundo rothiano. Exit ghost, en cambio, es una obra de mayor alcance. Nadie como Roth ha sabido mezclar realidad y ficción, autobiografía y novela, vida y literatura: trasformar la vida en literatura, fundiéndolas en una unidad indisoluble. A este proceso, justamente, se refiere el pasaje que apenas me dejó dormir anoche: “But isn´t one´s pain quotient shocking enough without ficitional amplification, without giving things an intensity that is ephemeral in life and sometimes even unseen? Not for some. For some very, very few that amplification, evolving uncertainly out of nothing, constitutes their only assurance, and the unlived, the surmise, fully drawn in print on paper, is the life whose meaning comes to matter the most”.

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Arquíloco, detective salvaje

Entre los rasgos más simpáticos de Los detectives salvajes (novela que, creo, era yo la única persona en el mundo hispánico que no había leído hasta hace poco, cuando mis jóvenes alumnos y amigos, bolañomaniacos, me convencieron) está esa parte final cuando, en pleno desierto de Sonora, el joven poeta Juan García Madero se pone a hacer un repaso de prosodia clásica (¿qué es un glicodio?, ¿y un saturnio?, ¿y un hemíepes?, ¿y un moloso?, ¿y un ictus?, etc.). Belano y Lima no saben casi nada, pero cuando sale a relucir el nombre de Arquíloco, Lima dice: “Gran poeta” y Belano recita:

Corazón, corazón, si te turban pesares
invencibles, ¡arriba!, resístele al contrario
ofreciéndole el pecho de frente, y al ardid
del enemigo oponte con firmeza. Y si sales
vencedor, disimula, corazón, no te ufanes,
ni, de salir vencido, te envilezcas llorando en casa.

La versión es la de Juan Ferraté de Líricos arcaicos griegos (la misma de donde salió el poema de Safo de la última entrada), libro que recomendaría yo a todo el mundo. Belano no cita el poema completo. Éste termina:

No les dejes que importen demasiado
a tu dicha en los éxitos, tu pena en los fracasos.
Comprende que en la vida impera la alternancia.

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Murakami: correr y escribir

Tanto escuché hablar de Murakami que acabé leyéndolo. Hace un par de años leí Norwegian wood. No me gustó gran cosa, pero me expliqué perfectamente su éxito. Es una literatura adolescente; una mezcla comercialmente afortunada de facilidad narrativa, cultura pop y crisis dieciochescas. Algunos amigos me aseguran que el buen Murakami es otro, el autor de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, por ejemplo. Tal vez, pero no me quedaron muchas ganas de probar. Ahora leo apresuradamente (porque lo compré para regalarlo) su De qué hablo cuando hablo de correr. Lo que he leído me gusta más que todo Norwegian wood. Es un estupendo ensayo autobiográfico sobre esa extraña combinación, deporte y literatura. Me gusta también, lo confieso, porque transcurre en escenarios que conozco y en los que yo mismo, que no tengo nada de corredor, corrí alguna vez (por cierto, en las mismas fechas que Murakami, puede ser que hasta me lo haya topado). Me quedo, pues, con sus evocaciones de las mañanas corriendo a lo largo del río Charles, en Cambridge, siendo rebasado por las jóvenes estudiantes de Harvard y sus colas de caballo: “La mayoría de ellas son bajitas y estilizadas, llevan camisetas de color fucsia con el logotipo de Harvard y colas de caballo rubias, y escuchan música en sus ipod nuevos, mientras corren en línea recta cortando el viento”.

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Paseos de Montaña

Montaigne, se ha dicho muchas veces, no es un autor: es un lugar, una región donde habitan la alegría, la inteligencia y la libertad. A ella volvemos cuando, fatigados del ajetreo y la frivolidad, queremos descansar un poco, tonificarnos y recordar los principios de aquello que realmente importa, el único oficio común a todos: saber ser humano, vivir esta vida y, en sus propias e inmortales palabras, gozar lealmente de nuestro ser (XIII, III). Hace poco, en las circunstancias descritas, decidí hacer una excursión a la Montaña. Tenía planeado pasar unos días y acabé quedándome meses, fascinado y feliz. Las que siguen son algunas de mis notas de viaje, apuntes tomados al paso, y no tienen otro propósito que el de invitar al lector a regresar a ese país privilegiado o, por qué no, a emprender por primera vez el viaje, que sí, hasta para los clásicos hay una primera vez…

http://www.uv.mx/lapalabrayelhombre/7/contenido/palabra/nueva/PN1/articulo1.html

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Las moradas del lector

Me topo casualmente con el libro Entre el saber y el conocer. Moradas del estudio literariode Claudio Guillén, que reúne las conferencias impartidas en la cátedra Jorge Guillén en la Universidad de Valladolid. Apenas hojeo la primera, «De lecturas y maestros y otras admiraciones», y me topo con el siguiente párrafo, que este leedor suscribiría: «Vocación ante todo de lector, ¡conformes!, y de estudioso y luego de escritor; pero vocación, que es la fiel respuesta a un llamamiento consciente, no a una querencia instintiva; que es céntrica y no marginal, al revés del hobby; y que como no coincide del todo con el deber, aunque sí con el trabajo, puede conocer fases de desfallecimiento, o de desorientación, pero tiende al fin y al cabo a ser definitiva». Del recuento de sus inicios como lector, Guillén pasa naturalmente al de sus maestros (nada reafirma una vocación literaria como el ejemplo vivo de alguien entregado a la lectura). Y qué maestros: Amado Alonso, Harry Levin, Joaquín Casalduero, Pedro Salinas…

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Vuelta a Bioy Casares

Releí hace poco las dos primeras novelas de Bioy Casares, La invención de Morel y Plan de evasión, que por sus afinidades (ciencia-ficción, islas, utopías negativas, etc.) forman prácticamente un díptico. La primera, pese a sus deficiencias formales (el autor tenía alrededor de 23 años cuando la escribió, no hay que olvidarlo), me sigue pareciendo estupenda. La trama, como decía Borges, es perfecta. Una de esas historias que un escritor tiene suerte si se le ocurre una vez en la vida. La clave, a mi entender, radica en la fábula amorosa. La relectura de Plan de evasión, en cambio, me reafirmó en mi opinión de que es una obra más bien fallida: demasiado elaborada, con las costuras muy a la vista, formalmente rebuscada. ¿Tendrá qué ver que aquí todo el peso de la obra recae en el argumento fantástico y no tiene una dimensión humana (amorosa en el caso de La invención)? La forzada estructura narrativa (el tío que reconstruye la historia del sobrino a partir de sus cartas) no ayuda mucho tampoco. Qué diferencia con la siguiente novela de Bioy (y sin duda su obra maestra), El sueño de los héroes. Pero esa es otra historia.

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Leer y volar

En el avión, en el Metro, en el autobús, siempre que veo a un lector siento curiosidad por saber qué lee. A veces el descubrimiento es decepcionante u ordinario, pero de vez en cuando hay alguna sorpresa. ¿Qué lee la gente en un París-México? Doris Lessing (The golden note-book), Kafka (El proceso), Proust (A la sombra de las muchachas en flor) y un best-sellerComer, rezar, amar.

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