En el bicentenario de Kierkegaard

Inadvertidamente, releo el Diario de un seductor justo en el bicentenario de Kierkegaard (sabía que se celebraba este año, claro, pero no especialmente esta semana, pues Sören nació, en efecto, un 5 de mayo). Kierkegaard pertenece a una familia espiritual muy exclusiva, la misma a la que pertenecen escritores como, digamos, Pascal o Dostoievski. No son meros escritores, naturalmente: son un estado del espíritu. Sus verdaderos lectores, aquellos que en realidad tienen una afinidad profunda con su mundo interior, son –sobra decirlo– muy, muy pocos. Los demás podemos identificarnos con ellos parcialmente, quizá en algún momento específico de nuestras vidas, pero luego más bien a la distancia, limitándonos a atisbar de vez en cuando en sus abismos. ¿Cuántos hombres, realmente, son capaces de seguir a Kierkegaard hasta el estadio religioso, por ejemplo? Y, sin embargo, hay algunas cosas que, particularmente alguien que lleva años estacionado en el estético y del que no tiene la menor intención ni posibilidad de salir, puede aspirar a comprender, especialmente en este libro. El seductor del Diario es, como bien se sabe, uno de los estetas kierkegardianos, un fiel discípulo de Venus y Eros. Alejado de toda noción de trascendencia, fija lógicamente todo su interés en el instante (y el instante es, por supuesto, el instante erótico) que persigue incansablemente, uno tras otro, deviniendo una especie de coleccionista. El esteta, desde luego, es egoísta e injusto (solo ha jurado fidelidad a la Belleza): “¿Por qué han de ser tan hermosas las muchachas? ¿Y por qué han de marchitarse tan pronto como las rosas? ¡Ay, a pesar de ser tan frío, estas ideas me ponen un poco melancólico! Al fin de cuentas, ni me va ni viene. ¡Gocemos de la vida y cortemos las rosas antes de que se marchiten!”. Y si acaso estos pensamientos le llegan a dejar alguna melancolía, solo la utilizara, por supuesto, para mejor conseguir sus fines.

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El viaje de Sergio Pitol

Leí hace poco El viaje de Sergio Pitol, libro que me faltaba de la Trilogía de la memoria (en su momento leí, con admiración, El arte de la fuga El mago de Viena). Es, quizá, la parte menos memorable del tríptico, pero de cualquier forma de grata lectura. Es el homenaje de Pitol, el más ruso de nuestros escritores, a la patria de Chéjov y Dostoievski (y aquí, sobre todo, de Tsviétaieva, Bulgákov, Pilniak, etc.). El caso de Pitol es singular en varios sentidos: he aquí un escritor que encontró su mejor forma tardíamente, con la publicación, justamente, de El arte de la fuga (1993), pasados los sesenta años. Pitol había escrito antes un puñado de cuentos memorables (la mejor muestra son los reunidos en Vals de Mefisto) y una serie de novelas no del todo logradas. Y es que Pitol, en realidad, nunca tuvo la facultad genuina del novelista, y su caso es paradigmático del escritor empeñado a como de lugar en serlo. ¿Necesitaba forzosamente escribir una novela para ser un buen escritor? No, claro, y la Trilogía de la memoria así lo prueba. Esa forma híbrida del ensayo, la narración y las memorias (mucho más moderna, por otra parte), que tuvo el tino de adoptar en sus últimas obras, le sentó mucho mejor y en ella mostró ser un verdadero maestro, pero no sin antes haber tenido que pagar el precio del prestigio de la novela tradicional.

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Vuelta a La llama doble

Releo, veinte años después, La llama doble de Octavio Paz. Alas!, el tiempo no pasa en vano. El deslumbramiento original da paso a una retrospectiva perplejidad: ¿yo estuve de acuerdo, fundamentalmente, con todo esto?, ¿admití todos estos principios? Naturalmente, la prosa de Paz -su brillo, su agudeza- sigue intacta y abunda en pasajes memorables; el problema son algunas ideas, que hoy resultan difíciles de aceptar (ya lo eran evidentemente hace veinte años, pero entonces estaba más dispuesto a conceder, lo que obviamente dice más del lector que del libro). Tal vez la más grave sea esa vaga noción de «alma» a la que Paz remite una y otra vez sin explicar nunca del todo. ¿Tiene sentido seguir utilizando el término como otra cosa que una metáfora para designar ciertas características y operaciones de la mente? Aunque Paz aclara que no pretende que regresemos a las antiguas nociones del alma (pero, ¿es posible alguna noción moderna, racionalmente válida, de la misma?), a veces tengo la impresión de que quería desesperadamente creer en ella (algo parecido sucede con la problemática noción de “sagrado”, a la que también recurre; para ser un pensador laico, Paz usa a veces demasiadas nociones religiosas). ¿Es en realidad imposible concebir una persona –y por lo tanto el amor, pues ésta es un elemento fundamental de su idea del mismo– sin el concepto de alma? ¿No es posible concebir la dignidad y el carácter único de la persona sin recurrir a vagas categorías metafísicas? Quizá lo más valioso del libro (más allá de los repasos filosóficos o históricos, como los dedicados al amor platónico y cortés, que otros hicieron mejor, o los intentos de definir una idea del amor con elementos más bien imprecisos) sean ciertos conceptos e imágenes poéticas cargados de sentido. El final del ensayo, que describe esos momentos de éxtasis en los que por un instante, según Paz (y en esto sigo estando de acuerdo), todo se hace presente y alcanzamos a vislumbrar la eternidad, es tan contundente como sus mejores poemas: “¿Qué ve la pareja, en el espacio de un parpadeo? La identidad de la aparición y la desaparición, la verdad del cuerpo y del no-cuerpo, la visión de la presencia que se disuelve en un esplendor: vivacidad pura, latido del tiempo”.

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El ángel y la mosca: la poesía de Rubén Bonifaz Nuño

La tarde que releía sus primeros poemas para esta reseña recibí, como todos, la noticia de la muerte del poeta. La coincidencia (seguramente vivida por muchos a propósito de esta Poesía completa) no dejó de tener algo de melancólica, pero el valor de la paradoja es obvio: el poeta ha muerto, pero la obra vive y, en cierto modo, comienza apenas su segunda y más perdurable vida, la que trascenderá, por mucho, los límites de una vida humana. El poeta lo sabía desde joven: “Adviene callada la muerte; / nada prolonga al instante caduco / sino el canto perfecto, que presta / tiempo sin tiempo a la vida.”

http://www.letraslibres.com/revista/libros/el-angel-y-la-mosca

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La novela según Moravia

Sigo leyendo a Moravia, esta vez La atención (1965). Aunque El tedio me sigue pareciendo su mejor novela leída hasta ahora, ésta es más arriesgada, más innovadora, y anticipa varios de los debates de la novela más actual (cuántas novelas recién salidas y que hoy ocupan las mesas de novedades son infinitamente más antiguas y ya caducas en comparación con La atención). Es, ante todo, una novela sobre la novela, y de ahí su modernidad. El protagonista, Francesco, quiere escribir una novela sobre nada, desprovista de drama, sobre la vida cotidiana. Para ello decide llevar un diario del que eventualmente deberá extraer la ficción, pero ya desde el principio mezcla en él lo que efectivamente le ocurre con lo que imagina o se inventa. Encima, precisamente en ese momento de su vida comienzan a sucederle hechos más bien dramáticos. Sobra decirlo, el diario acaba convertido en la novela. Todo transcurre, como de costumbre en Moravia, en esas atmósferas decadentes, aburridas y vagamente perversas que caracterizan su obra y que recuerdan los ambientes de las películas de Antonioni (El eclipse o La noche). Quizá lo más memorable sea la definición misma de novela que formula el narrador, una definición que suscribiría todo verdadero novelista y, desde luego, todo verdadero leedor de novelas:

Poco a poco, con los años, la novela se había convertido para mí en mucho más que un género literario: era sin más una manera de entender la vida. Sabía, efectivamente, que no era para mí posible establecer en la realidad una relación más auténtica conmigo mismo y con los demás; y estaba convencido de que la novela era el único lugar en el que la autenticidad no solo era posible, sino también, por así decirlo, inevitable, si la novela era verdaderamente una novela.

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El testigo de Juan Villoro

Leí hace algunos días, como hipnotizado, El testigo de Juan Villoro, que por una u otra cosa no había leído hasta ahora. Pocos escritores gozarán (el verbo, diría Borges, es excesivo, y equívoco) de una omnipresencia semejante a la de Villoro en la literatura mexicana actual, de la que está llamado a ser, cada vez más, una de las figuras tutelares (una tutela sui generis, benévola y modesta, como su persona, radicalmente distinta a la ejercida por otros escritores); a donde quiera que se volteé, aparece su nombre: un libro nuevo, un artículo en el diario, una obra de teatro, una entrevista, un programa de televisión sobre futbol o las pirámides. Me temo, sin embargo, que esta popularidad opaque un poco el verdadero valor de su obra y cree una fácil y falsa familiaridad con ella. Para muchos, Villoro es principalmente el escritor chistoso y buena gente que también escribe libros para niños y le gusta el futbol. Sí, pero para la literatura será ante todo (hasta ahora, al menos) el autor de El testigo. Lo confieso: yo mismo, más o menos familiarizado con el resto de su narrativa, sus ensayos de crítica literaria, sus artículos y crónicas, su teatro, esperaba, naturalmente, que ésta fuera una buena novela, escrita en su característica prosa afilada y exacta, pero la obra rebasó todas mis expectativas. No es, meramente, una buena novela, es una extraordinaria novela, una de las cuatro o cinco mejores novelas de la literatura mexicana. Es también, sospecho, una de esas obras que se escriben solo una vez en la vida (y no hay por qué lamentarse: lo excepcional sería repetir una obra como El testigo; lo excepcional es escribir, aunque sea una sola vez, una obra como El testigo). Firmemente arraigada en un contexto, una temática y un lenguaje mexicanos, es una novela cuyos valores trascienden las fronteras nacionales y lingüísticas y termina instalándose en el plano de lo mítico y lo alegórico. Al final, no es solo la trivial historia novelesca de Julio Valdivieso, intelectual mexicano, regresando al país y sus nuevas circunstancias políticas y sociales (la trama está situada a principios del siglo XXI); es el hombre, a secas, regresando a los principios de lo femenino y de la tierra.

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Radio El Resto es Literatura

Recientemente, en El Resto es Literatura (Frecuencia Tec, miércoles, 17:30), programas sobre Rubén Bonifaz Nuño, los Contemporáneos, Pedro Salinas, Cesare Pavese, Raymond Radiguet… Disponibles en iTunes:

https://itunes.apple.com/mx/itunes-u/pasion-por-la-lectura/id484598917?mt=10

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El viaje a Roma de Alberto Moravia (y Sigmund Freud)

Leo El viaje a Roma, una de las últimas novelas de Alberto Moravia, que al principio me chocó un poco, pero que después, una vez aceptadas sus premisas, leí con avidez. Es, digamos, una novela de tesis (psicoanalítica, en este caso). El propio autor decía que en ella “la moral tradicional es sustituida por la moral freudiana”. El narrador y protagonista, joven poeta admirador de Apollinaire, vuelve a su natal Roma para encontrarse con su padre, al que no ha visto en quince años. Allí, a la vista de las habitaciones del departamento paterno, recuerda una suerte de escena primaria de su madre con un extraño. A partir de ahí, todo comienza a desarrollarse siguiendo una perfecta lógica freudiana (búsqueda de la madre en otras mujeres, rivalidad con el padre, antagonismo madre-hija, etc.). La apuesta de Moravia, resuelta mediante su pericia narrativa, es que lo que en términos de un realismo convencional sería irrepresentable (la plena aceptación y ejecución de los supuestos freudianos) o, en todo caso, solo debajo de las apariencias, aquí es admitido y representado con toda naturalidad, como si todos los personajes se hablaran de tú con su subconciente. Psicoanálisis y literatura se han influido mutuamente y sus relaciones siempre han sido fecundas, pero no debe haber muchas novelas tan íntimamente freudianas como El viaje a Roma.

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Más del dandi según Giuseppe Scaraffia

La mirada penetrante del dandi, de sus fotos y de sus cuadros, advierte a quien lo contempla de la eternidad del instante que viste. Notorio desconocido, preserva intacta para nosotros la atmósfera de una época. Él es el soberano de lo transitorio, porque lo sabe eterno.

El dandi es pasivo en el mundo de la falsa actividad. Con su pasividad, con su inmovilidad desvela cuanto se esconde tras el aparente movimiento que lo rodea. Además, desiste de tomar una iniciativa manifiesta en una situación en la que esa iniciativa coincide con la sumisión a las leyes del mercado, el activismo con la pasividad más completa.

El dandi crea elegancia, pero no va a la moda.

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Diccionario del dandi de Giuseppe Scaraffia

Leo el Diccionario del dandi de Giuseppe Scaraffia, adquirido el año pasado en Profética (Puebla), por cierto una de las librerías más acogedoras del país. El libro traza en su primera parte una genealogía del dandi (Brummell, naturalmente, el dandi primigenio, y luego Byron, Disraeli, Barbey d’Aurevilly, Wilde, Stendhal, etc., y, claro, Baudelaire, que hizo del dandismo una actitud existencial) y luego define una serie de términos con respecto a su héroe: Artificio, Belleza, Cigarros, Corbata, Escritura, Ironía… Aunque Scaraffia hace del dandi casi un materialista dialéctico, el Diccionario está bellamente escrito y abunda en frases memorables. Trascribo algunas, casi al azar:

Ser dandi es un estado de gracia, fruto de una extenuante dedicación a sí mismo.

Lo correcto es hablar del dandi, porque él no es un concepto, sino una línea, un proyecto al que el individuo quizá y no siempre se adhiera: una calmada tensión.

La elegancia excesiva del dandi significa que para él cada día del hombre es una gran ocasión a la que ninguna fiesta supera, y que él es el más importante de los festejados.

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Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro

Leo las Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro. Me pregunto si no será, de todos sus libros, el llamado a perdurar. Ribeyro es autor de algunos de los mejores cuentos en lengua española del siglo XX. Cultivó ese género con tesón y fidelidad, resistiendo (casi, pues escribió alguna, como Los geniecillos dominicales, de grata lectura, pero inferior a sus relatos) la tentación de la novela. Recuerdo algunos cuentos memorables de Silvio en El Rosedal, Solo para fumadores (el texto indispensable sobre el tabaco, junto a las páginas de Italo Svevo en La conciencia de Zeno) y Relatos santacrucinos. Y, sin embargo, hay en este breve libro (son doscientos fragmentos y no llega a las ciento cincuenta páginas) una perfección, una contundencia, que lo hacen, quizá, su mejor obra. Lástima, en verdad, que no persistió en este tipo de escritura, dejando incluso de escribir algunos cuentos, pues de haberlo hecho estaríamos frente a una especie de Zibaldone o Libro del desasosiegoperuano, hispanoamericano. No me pondré a comentar fragmentos porque acabaría citando el libro entero. Reproduzco solo dos pasajes que dan una idea de los extremos de su atmósfera espiritual:

115

Mi gato negro y yo, en esta noche lluviosa de verano. La pieza silenciosa. Uno que otro carro se desliza por la calzada húmeda. El barrio duerme, pero mi gato y yo velamos, nos resistimos a dar por concluida la jornada, sin haber hecho nada, al menos yo, que la justifique, que la dote de significación y la diferencie de otras, igualmente parsimoniosas y vacías. Quizá por eso escribo páginas como ésta, para dejar señales, pequeñas trazas de días que no merecerían figurar en la memoria de nadie. En cada una de las letras que escribo está enhebrado el tiempo, mi tiempo, la trama de mi vida, que otros descifrarán como el dibujo en la alfombra.

1200

La única manera de continuar en vida es manteniendo templada la cuerda de nuestro espíritu, tenso el arco, apuntando hacia el futuro.

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Raymond Radiguet o de la precocidad

Releo, más de diez años después, Le diable au corps, la precoz obra maestra, escrita a los diecisiete años, de ese meteoro que fue Raymond Radiguet, muerto a los veinte, una edad en la que la mayoría de los narradores apenas empieza a redactar pasablemente. El genio literario precoz es raro en las letras (a diferencia, por ejemplo, de la música), pero es más raro aún en la novela. Ésta requiere madurez, experiencia, años de observación y asimilación (casos paradigmáticos: Cervantes, Stendhal, que con vocación pura de novelistas rindieron sus frutos pasados los cuarenta). Desconfiaría, en principio, de un novelista demasiado joven. Se puede tener un temprano talento narrativo, claro, pero casi necesariamente se carecerá de lo que hace a una gran novela: experiencia transfigurada en arte. Y, generalmente, esa transfiguración toma años. Por eso el caso de Radiguet es aún más asombroso: a los diecisiete era capaz de tomar distancia de unos hechos apenas ocurridos y convertirlos en material novelesco. El propio Radiguet se adelantó a estas objeciones en una nota sobre su obra que apareció en Les Nouvelles Littéraires el mismo año que la novela, 1923: «En consecuencia, es un lugar común, una verdad en lo absoluto desdeñable, que para escribir es necesario haber vivido. Lo que me gustaría saber es a qué edad tiene uno el derecho de decir: he vivido… Yo creo que a cualquier edad, y desde la más temprana, uno a la vez ha vivido y comienza a vivir».

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Pale fire

Leo Pale fire de Nabokov. Cómica, sofisticada, archiliteraria, es un gran divertimento, en el sentido más noble de esa palabra. El lector se divierte leyéndola, pero sospecha que Nabokov se debe haber divertido más escribiéndola. Como Lolita, está llena de chistes literarios, juegos lingüísticos, guiños para el iniciado. Cuando el autor declaró que escribía, sobre todo, para otros artistas y compañeros de escritura, debió haber estado pensando, sobre todo, en esta obra. Como se sabe, la novela son las notas al poema “Pale fire” de John Shade, que ocupa apenas las primeras páginas del libro. Poco a poco, el lector va adivinando que el comentarista, el misterioso Charles Kinbote, calla más de lo que dice y manipula y tergiversa a su antojo. La novela es una gran parábola de las relaciones entre el autor y el crítico y, más precisamente, entre el autor y el editor crítico. Conciente de que éste siempre viene después y requiere del primero para existir, el crítico desquita su resentimiento y su envidia en las notas porque “para bien o para mal, es el comentarista el que tiene la última palabra”. Aunque, en última instancia, toda vida humana no sea, quizá, más que “una serie de notas al pie de una vasta, oscura e inconclusa obra maestra” (o, lo más probable, una obra fallida y mediocre).

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Leer y escribir según Malte Laurids Brigge

Leo, tardíamente (suele ser lectura de adolescencia, junto a las Cartas a un joven poeta), Los cuadernos de Malte Laurids Brigge de Rilke. No sé si pueda considerársele realmente una novela; es, en todo caso y de manera evidente, la novela de un poeta. ¿Lo confesaré? A ratos casi se me caía de las manos. Ese lirismo narrativo, que Rilke tanto admiraba en el Niels Lyhne de J. P. Jacobsen (leído el año pasado sin mucho entusiasmo, aunque mucho más legible como novela que Los cuadernos), acaba por cansar. Naturalmente, el genio de Rilke no puede estar ausente de sus páginas. Me quedo, particularmente, con las observaciones sobre la lectura y la escritura:

Lo que a menudo he experimentado más tarde, lo presentía entonces en cierto modo, a saber: que no se tiene derecho a abrir un libro si no se compromete uno a leerlo todo. En cada libro se sondea el mundo.

¡Pero los versos significan tan poco cuando se los ha escrito joven! Se debería esperar y saquear durante toda una vida, de ser posible durante una vida muy larga; y después, por fin, recién más tarde, quizá se sabrían escribir las diez líneas que serían buenas. Porque los versos no son, como creen algunos, sentimientos (se tienen demasiado pronto), son experiencias.

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El sadismo según Sade

Ahora que se ha puesto de moda una versión light y romántica del sadismo (véase Fifty shades of Grey), no está de más volver a las fuentes. Habrá que reconocer que Justine, como novela, es más bien un fracaso. Sade no estaba muy versado en el sutil arte de la construcción novelesca. Tampoco le importaba demasiado; buen philosophe, lo que le interesaba realmente era exponer sus ideas sobre el hombre y la naturaleza. Como cualquiera que la haya hojeado sabe, Justine usa una y otra vez el mismo esquema: la heroína cae en las garras de un perverso libertino que la somete a todas las torturas imaginables (esto, en realidad, es lo de menos, apenas la condición necesaria para la disquisición filosófica); después, se enzarzan en una discusión en la que el libertino expone lo que genuinamente podríamos llamar el sadismo (la amoralidad de la naturaleza, los derechos del más fuerte, el ateísmo, etc.,). Una o dos aventuras de Justine habrían bastado para aclarar el punto, pero el Marqués se empeña en machacárselo al lector –en una muestra de auténtico sadismo narrativo– una y otra vez. Nada qué ver con la economía narrativa de otras novelas libertinas del XVIII (pienso, por ejemplo, en Vivant Denon) o de la magistral construcción de Las relaciones peligrosas de Choderlos de Laclos.

El gran malentendido moderno sobre Sade, su lamentable simplificación, comenzó quizá con Krafft-Ebing, el psiquiatra alemán que en 1876, en su célebre Psychopathia sexualis, utilizó por primera vez el término sadismo para referirse al hecho de obtener placer sexual a través del maltrato y la humillación. Así, una singular visión del mundo comenzó a convertirse en una mera patología sexual.

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On Chesil Beach de Ian McEwan

Leo On Chesil beach de Ian McEwan. El incipit sintetiza todo el conflicto de la novela, luego magistralmente desarrollado: “They were young, educated, and both virgins on this, their wedding night, and they lived in a time when a conversation about sexual difficulties was plainly impossible”. Los protagonistas son Edward y Florence, dos jóvenes ingleses cuya noche de bodas, a principios de los sesenta (en los albores de la revolución que poco después haría su dilema casi inconcebible, casi ridículo), sale mal y que se separan definitivamente a partir de ese momento: detestándose a sí mismos y al otro, malinterpretándose, arruinándose de forma irremediable. Vista a principios del siglo XXI, la trama se antoja a ratos casi cómica, tragicómica. Me consta que los lectores jóvenes corren el riesgo de acabar genuinamente perplejos: ¿por qué pasó esto?, qué absurdo, ¿así era, en verdad, antes? Pero, en realidad, no hace tanto tiempo que la sociedad occidental, en mayor o menor medida, vivía ferozmente reprimida en términos sexuales. Novelistas como Updike, Roth, McEwan rinden cuenta exacta de ese fenomenal cambio en las costumbres y sus obras serán un documento invaluable para los historiadores futuros.

Las dotes narrativas de McEwan alcanzan su punto más alto, quizá, en la discusión en la playa luego del prosaico incidente en la cama. Reflexivos, lúcidos, agudos, elocuentes, Edward y Florence poseen todos los recursos intelectuales y verbales para infligirse el mayor daño posible y que éste sea absolutamente irreparable. Frases aceradas como un puñal: una vez dichas, no hay marcha atrás (incluso la violencia física puede ser más fácil de perdonar y olvidar que una palabra hiriente dicha con frialdad). El lector no puede evitar sentir compasión por ellos porque toda su inteligencia les resulta inútil para enfrentar el problema (de hecho lo agudiza) y, sobre todo, porque en el fondo no es culpa suya, sino de algo mucho más grande y poderoso que ellos, una sociedad puritana y opresiva de la quieran o no forman parte y que los acaba convirtiendo en víctimas.

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