Homenaje a Settembrini (La montaña mágica de Thomas Mann)



Leo La montaña mágica, última de las grandes novelas de Thomas Mann que me faltaba (las otras serían Los Buddenbrook y Dr. Faustus). Era una obra que había postergado largamente, a sabiendas, claro, que cuando la leyera iba seguramente a convertirse en un hito de lectura. He rebasado apenas la mitad y me limito a anotar mis impresiones preliminares (como si el conjunto de las notas de El Leedor fuera otra cosa que “impresiones preliminares”, pero en fin). Me llama la atención, al pasar las primeras páginas, la sensación de estarse adentrando verdaderamente en otro mundo, un mundo autónomo, autosuficiente, que existe paralelamente a la realidad. Solo las grandes novelas (digamos, el QuijoteAna KaréninaLos hermanos KaramazovRojo y negro, etc.,) crean en mí esa impresión; las demás, incluso si son muy buenas, solo provocan una momentánea suspensión de la incredulidad: son apenas un paréntesis en la realidad, no su igual o su rival, como éstas.

Por ahora (y previsiblemente), La montaña mágica es para mí Settembrini, el conmovedor personaje que se bate por los valores del humanismo (un humanismo que, en la época de la publicación del libro, el período de entreguerras, estaba a punto de sufrir una de sus más devastadoras derrotas). Todos los humanistas actuales (donde los haya), los que de una u otra manera se dedican a las disciplinas descendientes de los studia humanitatis –poca cosa alarma más en las actuales humanidades y es más sintomático de sus crisis, dicho sea de paso, que la con frecuencia irreprochable ignorancia, entre sus profesores y alumnos, del humanismo histórico, el movimiento iniciado por Petrarca y continuado por Erasmo, Vives, Moro, etc.,–, son los maltrechos herederos de Settembrini, y haría falta mucho cinismo para verlo solo como una figura caricaturesca y digna de lástima. Homo humanus, en toda la extensión del término: culto, crítico, pedagógico, retórico, histriónico, liberal, irónico, hedonista, sensual, vitalista. Cuando lo más importante de un personaje son las ideas que expone, se corre el riesgo de que éste sea apenas un títere, una especie de muñeco de ventrílocuo, sin vida propia; no es el caso de Settembrini, con el que Mann logró construir un verdadero personaje, individualizado y único.

Acaso su rasgo más característico y simpático sea su malicia crítica, cuyas prerrogativas defiende a capa y espada (y que no está mal recordar en una época en que, en virtud de la corrección política y el relativismo, ejercer el juicio y la crítica está casi mal visto):

Sí, soy un poco malicioso… Espero que no tenga nada en contra de la maldad… A mi parecer, es el arma más brillante de la razón contra las fuerzas de las tinieblas y la fealdad. La maldad, señor, es el espíritu de la crítica, y la crítica es el origen del progreso y la ilustración.

Y más adelante:

Es preciso juzgar. Para eso nos ha dado la naturaleza ojos y cerebro. Hace un momento le pareció que yo hablaba maliciosamente, pero tal vez lo hacía con cierta intención didáctica. Nosotros, los humanistas, tenemos una vena didáctica…