Releo (es un decir, porque la primera lectura no contó, y no estoy seguro que esta sí) el Ulises. La obra de Joyce puede ser la desesperación de cualquier crítico, de cualquier lector. Sobra decirlo, es mucho más que una novela (menos y más): un experimento literario, un torrente lingüístico, un monstruo verbal y narrativo. Exasperante y genial. A ratos quieres tirarlo al bote de la basura (muchos en el capítulo 15, “Circe”); otros, enmarcarlo (en el 9, “Escila y Caribdis”; obviamente en el 18, “Penélope”). Está claro que es el gran mito de la literatura moderna: un libro generalmente reverenciado y sobrevalorado desde la ignorancia y el privilegio que da no haberlo leído nunca. Más allá de la pirotecnia verbal (pero digo mal, pues no está más allá, sino absolutamente imbricado con ella), quizá lo que me quede del Ulises sea aquello que lo emparienta con Gargantúa y Pantagruel, con el Quijote, con el Tristram Shandy: su afirmación de la vida y el cuerpo (del sexo, la comida, la bebida), resumida en ese maravilloso “Sí” final de Molly; su profunda humanidad (en ese sentido, Bloom, más que al astuto Odiseo, se asemeja al caballeroso don Quijote: “pero no vale de nada dice él. La fuerza, el odio, la historia, todo eso. Eso no es vida para los hombres y las mujeres, insultos y odio. Y todo mundo sabe que es precisamente lo contrario lo que es la vida de verdad”); su alegría teñida de melancolía. Thank you. How grand we are this morning!