Un piadoso y, al mismo tiempo, severo fantasma recorre la literatura y el arte contemporáneos: una oleada de moralismo inquisitorial y puritano que juzga, a partir de sus particulares criterios éticos, a la obra de arte y al artista. El valor propiamente estético de la obra pasa así a segundo plano; lo importante es la conducta del creador y que su trabajo promueva los valores apropiados. El fantasma es piadoso porque está convencido de abanderar todas las causas justas y porque afirma estar de lado de los débiles y los oprimidos, los históricamente marginados (luego, si al débil u oprimido se le ocurre negarse a su piedad y apartarse de sus criterios, deberá enfrentar su condescendencia o su furia que, en el mejor de los casos, le hará ver que él, en realidad, no sabe lo que le conviene, por algo ha sido débil y oprimido); es severo porque la más mínima infracción a su moral es castigada con el anatema o, por utilizar esa bella palabra del vocabulario moderno, fiel reflejo del nivel de tolerancia alcanzado por nuestras sociedades, la cancelación, un anatema laico. Al fantasma, por cierto, se le llena la boca hablando de tolerancia y diversidad, nunca se siente mejor consigo mismo que cuando las predica a diestra y siniestra, pero cuando una cosa se sale realmente de su marco, entonces súbita y misteriosamente se agotan ambas. El fantasma vive cómodamente, y casi se podría decir que nació, en los ámbitos académicos, especialmente en los idílicos campi del norte de América, no por nada refugio del puritanismo, donde prospera al lado del estudio de la literatura cuyo máximo ídolo es la identidad (racial, de género, de preferencia sexual, etc.). Desde allí irradia su benéfica influencia al resto del mundo que este, ingratamente, de vez en cuando se atreve a cuestionar.
Subrayemos lo obvio: la literatura y el arte siempre, desde sus orígenes, han tratado cuestiones morales y tomado posturas al respecto. La moral es inseparable de las letras (no solo la literatura: la filosofía, la historia, las antiguas “letras humanas”) y no es raro que grandes escritores sean grandes referencias morales. Eso es una cosa; otra es subordinar la literatura y el arte a una moral determinada, juzgar principalmente sus obras y autores a partir de si se apegan o no a sus particulares principios, erigirse en supremo tribunal moral y decretar excomuniones. En los mejores casos, de hecho, cuando la literatura y el arte tocan cuestiones morales, lo que provocan es hacer ver la complejidad de dichos asuntos, los matices, la vasta zona de gris en que desenvuelve la conducta humana, todo lo contrario del blanco y negro que privilegian los fundamentalistas de toda laya. Más aún, hay escritores que deliberadamente exploran los lados más oscuros de la condición humana, no en plan de especulación teórica, sino de vivencia personal, luego transfigurada en arte, y esos exploradores oscuros, que suelen ir en contra de las convenciones morales y sociales de su tiempo, son necesarios al arte. El recientemente fallecido Milan Kundera escribió sobre la novela, el género literario de la Modernidad: “El espíritu de la novela es el espíritu de la complejidad. Cada novela dice al lector: ‘Las cosas son más complicadas de lo que tú crees’… Comprendo y comparto la obstinación con que Hermann Broch repetía: descubrir lo que solo una novela puede descubrir es la única razón de ser de una novela. La novela que no descubre una parte hasta entonces desconocida de la existencia es inmoral. El conocimiento es la única moral de la novela”. La novela podría representar aquí a la literatura entera.
La situación presente no deja de entrañar una lección de humildad histórica. Recordemos que durante siglos la literatura en Occidente estuvo de hecho sometida a una moral (religiosa, fundamentalmente). Ganar su independencia, afirmar su autonomía, fue una de las grandes conquistas de la Modernidad liberal. Ingenuamente se pensó que después de, digamos, los procesos por faltas a la moral contra Baudelaire o Flaubert, dos hitos de aquella lucha, la literatura había conquistado su libertad, que a partir de entonces no tendría que sujetarse a una doctrina moral específica y menos ser objeto de persecución. Los totalitarismos políticos del siglo XX fueron evidentemente en contra de esta tendencia, pero, una vez transcurridos, en Occidente se tenía cierto consenso acerca que la literatura y el arte debían ser absolutamente libres y no sujetos de censura o prohibición. Ese consenso se ha roto y henos aquí de nuevo, a principios del siglo XXI, expurgando, censurando y prohibiendo obras literarias y artísticas y a sus creadores. Quizá habría que recordar las palabras, precisamente, de Baudelaire: “Ciertas gentes se figuran que el propósito de la poesía es una enseñanza cualquiera, que debe fortalecer la consciencia, o perfeccionar las costumbres, o, en fin, mostrar algo que sea útil… La poesía –por poco que se quiera adentrarse en sí mismo, interrogar su alma, despertar sus recuerdos de entusiasmo– no tiene otra meta que ella misma; no puede tener otra, y ningún poema podrá ser tan grande, tan noble, tan digno del nombre de poema como aquel que ha sido escrito únicamente por el placer de escribir un poema… Si el poeta ha perseguido un fin moral, ha disminuido su fuerza poética; no es imprudente apostar que su obra será mala”.
Subordinar la literatura a determinada ética ha dado como resultado convertirla en una especie de concurso de belleza moral (Philip Roth dixit): a ver quién es más solidario con las causas justas, a ver quién es más compasivo y buena persona, a ver quién tiene más bonitos sentimientos. Algunos escritores ya no aspiran a la creación de la obra de arte depurada y perdurable, sino a erigirse en Campeón Moral (y a que se los reconozcan, claro está, y, si hay justicia, se los premien). Muchos también piensan dos veces antes de acometer ciertos temas o utilizar ciertas palabras, no vaya a ser que los nuevos inquisidores los señalen con su dedo flamígero. Primero se impone la ultracorrección y, finalmente, la hipocresía y la simulación.
Criticismo ha querido dedicar un número especial a este fenómeno examinando obras modernas y contemporáneas en que las cuestiones morales tienen un papel preponderante (sin prejuzgar que todas caigan dentro de la ola moralista; se trata, justamente, de examinar su naturaleza). La posición de Criticismo es clara: la literatura, en tanto forma de arte y conocimiento, es el fin de la literatura. De allí que, con un guiño a André Gide, ese impresentable, haya titulado este número: “Por una literatura inmoralista”.