Los paseos de W. G. Sebald

Leo finalmente a W. G. Sebald, Los anillos de Saturno, que tanto me habían recomendado. Debo admitir, al menos con este libro, una cierta decepción. La idea básica –el libro de un paseo con fotografías, mezcla de libro de viajes y ensayo– es afortunada, pero el método empleado, no del todo. Sebald, heredero del caminante Rousseau (con el que comparte algo más que la afición por los paseos), emprende una larga caminata por Suffolk, Inglaterra. Se nos dice al principio que el viaje empezó luego de terminar un trabajo importante y que le siguió una crisis que acabó con el autor internado en un hospital, pero después de eso hay muy poco del propio Sebald y un genuino ensayo, para ser interesante, tiene que decir más de quien lo escribe.

Mientras Sebald describe lo que va viendo introduce digresiones sobre diversos temas: la biografía de Conrad, un episodio de la historia de la China antigua, la historia de Roger Casement, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” de Borges… El problema no es la digresión en sí, claro, sino que muchas de estas digresiones son meras paráfrasis de biografías, libros de historia u obras literarias, y se alargan demasiado. El lector va siguiendo con cierto interés la peregrinación de Sebald y de pronto, zas, treinta páginas de una biografía cualquiera de Conrad o de historia del imperio chino. El libro se alarga así innecesariamente y se vuelve algo cansado. Hay, por supuesto, pasajes memorables: la descripción de la casa decadente de Somerleyton y la de la excéntrica familia Ashbury, con la que el caminante pasa algunos días. Creo que esto es lo mejor del libro y lo que se me quedará grabado: una cierta atmósfera de decadencia generalizada de la que el melancólico Sebald fue un testigo privilegiado.

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El lector a domicilio de Fabio Morábito

Paciente, discreta, disciplinadamente, Fabio Morábito ha ido construyendo a lo largo de los años una de las obras más originales, más radicalmente personales, de la literatura mexicana. Se ha ajustado como pocos a la máxima de Nicolás Gómez Dávila: “hay que escribir en voz baja”, y se ha convertido, sin pretenderlo, en un modelo de rigor y exigencia, de ética literaria: un maestro de escritura.

Es la suya, además, una obra inusualmente versátil: ¿cuántos escritores son capaces de hacer lo mismo un poema, un cuento, una novela, un ensayo o una traducción? Y, lo más importante, todos articulados, todos sujetos a la misma visión de la literatura y del mundo. Nada más alejado de Morábito que la calculadora y vanidosa variación de temas y formas en busca del éxito, ajustándose a modas y tendencias. Como todo verdadero escritor, tiene unas cuantas cosas que decir que decir y vuelve siempre a ellas, profundizándolas. En una entrevista reciente en Cuadernos Hispanoamericanos declaró a propósito de Raymond Carver: “una de las características de un buen escritor es que nos convence de inmediato sobre la sinceridad y pertinencia de su estilo o, mejor dicho, nos convence de que tiene estilo, o sea, un mundo propio. Lo tomas o lo rechazas, pero no lo puedes negar”. El dictamen se aplica a él mismo. El lector reconoce de inmediato la sinceridad de Morábito, su autenticidad como artista, y la plena posesión de un mundo personal, de un estilo (noción básica para entenderlo). Ya luego verá qué tanto la comparte o no.

En estas mismas páginas, en una reseña que es prácticamente un ensayo (a lo que aspiran las mejores reseñas de Criticismo, dicho sea de paso), Liliana Muñoz ha delineado los principales rasgos del mundo de Morábito y, para no repetir, remito a ella al lector (http://www.criticismo.com/el-idioma-materno/). Aquí me centraré en su última obra, la novela El lector a domicilio, su segunda incursión en el género. Antes había publicado la inquietante y extraña Emilio, los chistes y la muerte (2009), en la que retomaba, en sus términos, el mito de Orfeo. Sin embargo, esta es una pieza mucho más lograda, más acabada. Es, al mismo tiempo, una suerte de epítome morabitiano, pues si alguien no lo ha leído antes, con esta novela tendría una buena idea de en dónde se está metiendo.

El argumento es sencillo e inconfundiblemente suyo: Eduardo, el protagonista, es un hombre a la dantesca mitad del camino de la vida, a punto de cumplir treinta y cinco años, que ha cometido un delito –nunca sabemos qué exactamente, pero ha implicado un auto, por lo que no maneja– y lo paga llevando a cabo un inusual servicio comunitario: yendo a leer a la casa de personas que no pueden hacerlo por sí mismas. Así, entra en contacto con una serie de raros personajes: los viejos hermanos Jiménez, una aparente familia de sordos, una bella anciana paralítica, etc. Pero el núcleo de la novela es este: Eduardo es un mal lector, no entiende lo que lee. Así se lo espeta uno de los hermanos a media lectura de Crimen y castigo: “Usted no se fija en lo que lee, me he dado cuenta… Usted viene a nuestra casa, se sienta en el sillón, abre su portafolio, saca el libro y lee con su magnífica voz sin entender nada, como si no mereciéramos su atención”.

Como cualquier profesor de literatura podría atestiguar, es transparente cuando alguien lee algo, a veces con perfecta dicción y bella voz, y en realidad no está entendiendo nada. El defecto es aún más frecuente y notorio con la poesía. Bastan unos cuantos versos. Se lee, pero no se lee: es una lectura hueca, superficial, una serie de sonidos emitidos en el vacío. No es necesariamente por ser un mal lector; con frecuencia, quien lee en voz alta está tan preocupado por leer bien, por no trabarse y pronunciar correctamente, que se desentiende del significado y no se entera de lo que está leyendo. La misma persona, leyendo el mismo pasaje a solas y en silencio, lo entendería. En cualquier caso, la lectura en voz alta, sobre todo de poesía, suele ser la prueba de fuego de si se está entendiendo.

Ahora, así como hay un tipo de lector que lee sin entender nada, también hay un tipo de escritor –escribidor, sería más preciso llamarlo– que escribe con parecida inconsciencia, sin aprehender realmente el lenguaje, mero acumulador de palabras. Morábito, que se encuentra en las antípodas, lo ha descrito puntualmente en El idioma materno: “porque él solo sabe escribir bajo dictado, la cabeza gacha, acumulando frases que se vuelven puras palabras, palabras que se vuelven puros signos, signos que se vuelven trazos, trazos que se vuelven nada”.

El singular analfabetismo de Eduardo es, en realidad, parte de un problema más amplio. No sabe leer libros, pero tampoco sabe leer personas (vive con su hermana, su padre enfermo y Celeste, la mujer que lo cuida). Vive ensimismado, “en su burbuja” (expresión que se repite varias veces a lo largo de la novela); es una suerte de analfabeta vital. No sabe leer, pero tampoco sabe escuchar y en cierto modo está más sordo que los sordos con lo que trata. No por nada nel mezzo del cammin, él también se encuentra perdido en una selva oscura; como la de Dante, la suya será también una historia de aprendizaje.

En ese aprendizaje tendrá un papel fundamental la poesía y concretamente un poema de Isabel Fraire, a la que El lector a domicilio rinde un extraordinario homenaje. El poema en cuestión (que apareció originalmente en El Corno Emplumado en 1968, según creo) es el siguiente:

 

tu piel, como sábanas de arena y sábanas de agua en remolino

tu piel, que tiene brillos de mandolina turbia

tu piel, a donde llega mi piel como a su casa

y enciende una lámpara callada

tu piel, que alimenta mis ojos

y me pone mi nombre como un vestido nuevo

tu piel que es un espejo donde mi piel me reconoce

y mi mano perdida viene desde mi infancia y llega hasta

el momento presente y me saluda

tu piel, en donde al fin

yo estoy conmigo

 

Fraire es la poeta favorita del padre de Eduardo y hay un pequeño misterio alrededor de ella en la novela. Sin embargo, lo importante es que el poema es la llave que le permitirá gradualmente –el aprendizaje de la lectura es siempre lento– ir abriendo la puerta a otra manera de ver el mundo. En cierta forma, toda la novela es la historia de la lectura de ese poema, del aprendizaje de su lectura. Sobra decirlo, Eduardo no es que digamos un gran lector de poesía, pero tiene un punto de partida que no es desdeñable (para como están las cosas con la poesía hoy en día, ya el simple de hecho de tener algún contacto con ella lo pone por encima del promedio). Su padre acostumbraba leerles poemas a él y su hermana, y un día lee “Nocturno a Rosario”, advirtiéndoles que es “el peor poema mexicano de todos los tiempos”. A Eduardo no solo no le disgusta, sino lo conmueve, pero la lección importante de aquel día es otra: “Ese día supe que había poemas buenos y malos; que era posible, después de leerlos, decir ‘me gusta’ y ‘no me gusta’, y que había poemas malos que podían gustar mucho, como el “Nocturno a Rosario”, y poemas buenos que lo dejaban a uno indiferente. No me aficioné a la poesía, pero le perdí miedo y, de ahí en adelante, si me tropezaba con un poema en una revista o en un periódico, lo leía para saber si era de los buenos o de los malos, de los que me gustaban o de los que me dejaban indiferente”.

El poema ofrece, además, otra de las nociones clave de la novela: la piel, pues El lector a domicilio es una obra extremadamente sensual, que no solo tiene que ver con el desciframiento de los libros, sino de los cuerpos, y especialmente con esa puerta de entrada al cuerpo que es la piel. Es una especie de ensayo o, mejor dicho, de meditación novelesca sobre ese componente humano esencial. No se precisa haber leído a Didier Anzieu (El yo-piel) para reconocer la importancia de ese frágil tegumento, nuestra primera línea de contacto con el mundo y los otros. Y, sin embargo, nada menos superficial que la piel. La expresión francesa être mal dans sa peau da una idea de su trascendencia. Sentirse cómodo en la propia piel, reconocerse en ella, apreciarla, es un elemento fundamental del amor propio. Lo que le sucede a nuestra piel no se queda en la mera epidermis, sino que nos afecta de manera profunda psicológicamente. Por otro lado, como el poema expresa de manera inmejorable, nos enamoramos de una piel, nos encontramos plenamente en ella.

Eduardo, previsiblemente, no está del todo bien en su piel, está como encerrado en ella, acaso sin darse cuenta. En cambio, algunas mujeres de la novela son perfectamente conscientes de su importancia. En primer lugar, Celeste, la cuidadora analfabeta de su padre, que tiene un extraordinario tacto –literalmente–, esto es, que sabe tocar a los demás, y que mediante él conquista al padre y luego al personaje del coronel. Celeste no puede leer libros, pero lee como nadie ese difícil texto que es la piel ajena; Eduardo, teóricamente, sabe leer, pero en realidad no lee y tampoco sabe tocar, como lo muestra su experiencia con Margó. Hacia el final de la novela, el significado de la piel se amplía y se convierte en metáfora de la realidad inmediata. El mundo también tiene una piel: “era tal vez mi única manera de sentir el pálpito de la realidad o, lo que es lo mismo, de no perder de vista la piel de todo, la piel que está tan a la mano, tan explícita e inalcanzable, como la de Margó, que nunca pude tocar”.

Morábito es poeta y presiento que la lectura de El lector a domicilio hará hablar a más de uno de “novela de poeta”. Suele ser una etiqueta equívoca; en los peores casos, es condescendiente y quiere decir una novela más o menos lírica, en realidad una mala narración. No es, obviamente, el caso, pues Morábito es un narrador diestro. Sin embargo, si hay un sentido en que esta puede ser considerada una “novela de poeta”, si concedemos que lo que hace la poesía, fundamentalmente, es develar el sentido profundo de la realidad; hacernos ver lo que tenemos siempre frente a nuestros ojos de otro modo, verlo realmente. Sí lo entendemos así, sí, esta es la novela de un poeta.

Es, además, evidentemente, una novela sobre la poesía, pero también sobre la prosa, y que termina deshaciendo los lugares comunes que quieren oponer una a la otra. Esto lo alcanza a intuir Eduardo al final, cuando empieza a salir de su burbuja: “Tal vez ese era mi problema, el de no mirar aquello que estaba frente a mí, sino de hundirme en él, lo mismo con los objetos que con las personas. Al hacerlo, traicionaba la naturaleza de lo que se me ponía enfrente. En mí, la profundidad no era una virtud, sino una forma de evasión. Perdía de vista la prosa simple y llana del mundo”. Eduardo, que no sabía leer, tampoco sabía ver, y esto le impedía apreciar la prosaica y maravillosa piel del mundo.

El último párrafo de la novela es extraordinario: conmovedor y enigmático. Dejaré que el lector lo descubra por sí mismo. Solo apuntaré que vuelve a citarse el poema que ha sido el leit motiv de la novela, pero ya no en verso, sino en prosa: “Tu piel, como sábanas de arena y sábanas de agua en remolino. Tu piel, que tiene brillos de mandolina turbia…”. ¿Por qué? Acaso porque Eduardo ha comenzado a saber ver, escuchar, tocar, leer y, con todo eso, a apreciar la “prosa simple y llana del mundo”, acaso porque ha incorporado a esta la poesía, y porque, en el fondo, prosa y poesía, si son genuinas, cumplen la misma función: la revelación del mundo.

Publicado originalmente en http://www.criticismo.com/el-lector-a-domicilio/

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Un maestro impone su suerte

Leo Impón tu suerte, última recopilación de artículos de Vila-Matas. Desde la primera, El viajero más lento (1992), siempre las he disfrutado, tanto como su obra de ficción. Esta reciente, de hecho, más que sus últimas novelas, Mac y su contratiempo y Kassel no invita a la lógica. Aquí está Vila-Matas todo entero y en su mejor forma. A diferencia de los artículos periodísticos de otros escritores, claramente una parte secundaria y prescindible de su obra, los de Vila-Matas se integran perfectamente al conjunto, son parte de él. Él mismo lo advierte en el prefacio: “por muchas divisiones que hagamos y barreras que le pongamos al campo, la obra solo es una y dentro de ella todo está conectado”.

Vila-Matas es un escritor, un artista, ya a otro nivel que la mayoría de sus contemporáneos. Desde sus comienzos siguió un camino propio, personalísimo, que se ha ahondado con el paso de los años y del que obviamente ya no se apartará. Pueden cuestionársele los resultados de ciertas tentativas, pero no la autenticidad de su ruta. Quizá esa sea, en el fondo, su mejor lección, resumida en los versos de René Char de los que ha tomado el título: “Impón tu suerte, abraza tu felicidad y ve hacia tu riesgo”. Nadie como él, entre nosotros, ha construido su destino literario, creado una obra, persistido en sus obsesiones, formado a sus lectores: impuesto su suerte.

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Solo un lector

 

Le contesté que era lector a domicilio.

–Qué interesante. Tenemos a un artista, entonces.

–No, ningún artista, solo a un lector.

 

Fabio Morábito, El lector a domicilio

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Ahora me rindo y eso es todo de Álvaro Enrigue

La historia es la materia prima de las novelas de Álvaro Enrigue –Vidas perpendiculares, Decencia, Muerte súbita–, pero no son novelas históricas en el sentido convencional. Lejos de él la pretensión, laboriosa y con frecuencia banal, de reconstrucción pedestre de épocas o personajes pasados con un aderezo de ficción que tantas malas novelas produce. Enrigue entiende que el cruce entre novela e historia da para otra cosa y está en su mejor forma cuando, abandonando todo asidero histórico, imagina la vida de sus personajes, sea san Pablo, Caravaggio o, ahora, Gerónimo.

Sus novelas exigen, además, un tipo de lector muy distinto al habitual de “novelas históricas”, que suele ser más bien elemental. Ahora me rindo y eso es todo es una novela sin adjetivos; novela que se interroga y reflexiona sobre sí misma todo el tiempo, metanovela. Enrigue, eso sí, se documenta a fondo sobre los periodos o figuras que elige (así estudió la Italia y la España del siglo XVI y ahora la Apachería del XIX); a veces, de hecho, creo que se documenta demasiado y eso lastra un poco su imaginación novelesca.

Enrigue es uno de los novelistas mexicanos actuales más dotados para la narración de acciones y la construcción convincente de mundos novelescos diversos. La obra inicia: “al principio las cosas aparecen. La escritura es un gesto desafiante al que ya nos acostumbramos: donde no había nada, alguien pone algo y los demás lo vemos. Por ejemplo la pradera: un territorio interminable de pastos altos”. A partir de ahí, Enrigue levanta una catedral narrativa: desmesurada, excesiva a ratos, a la que sobran unas cuantas capillas y retablos, pero imponente. Quizá desde Carlos Fuentes, con el que guarda más de una afinidad, la literatura mexicana no veía una ambición narrativa de esta índole.

Ahora me rindo y eso es todo cuenta tres historias: la de la progresiva rendición de los chiricahuas, centrada en Gerónimo; la de Camila, mexicana raptada por los apaches que acaba convirtiéndose en uno de ellos, y Zuloaga, el militar mexicano encargado de buscarla; y la del escritor que cuenta todo. Siempre ha habido en Enrigue un interés y abierta empatía por los pueblos extintos o casi extintos y sus últimos representantes. No es difícil compartirla: en este caso, un pueblo pequeño, el apache, que durante años resistió heroicamente los embates de dos ejércitos, el mexicano y el norteamericano. A veces la empatía lo desborda y lo hace incurrir en bastas simplificaciones históricas, como cuando generaliza sobre el proceso colonial: “lo que le hicimos a América, la tierra que nos llena la boca cuando la reclamamos. No somos sus hijos, somos una fuerza de ocupación. Tendríamos que vivir de rodillas. Tendríamos que devolverla. Eso es todo, América, eso es todo”. Es bastante más que eso. Sin embargo, lo primero que llama la atención aquí es la magnitud de la fascinación –de dimensiones melvilleanas– que Enrigue ha experimentado por la Apachería. Como es sabido, Gerónimo profesó durante toda su vida un odio profundo a los mexicanos. Con sobrada razón, pues fueron soldados mexicanos quienes asesinaron a su esposa e hijos en Chihuahua, en 1858. No hay manera de reparar semejante infamia, pero no deja de ser un modesto acto de desagravio que sea un mexicano el que escriba ahora su libro.

A diferencia del novelista histórico ordinario, Enrigue está tanto o más interesado en el presente que en el pasado. Sus novelas no son reconstrucciones arqueológicas, sino indagaciones lanzadas al futuro. Aquí de lo que se trata no es solo del ocaso de un pueblo, sino del presente y futuro de dos países, México y Estados Unidos, y de dos continentes, América y Europa. Enrigue vive desde hace tiempo en el país vecino y encarna el dilema del escritor netamente mexicano, hispánico, que vive allá (lejos de él, también, el frívolo afán de ser un escritor “global”, o sea, de ningún lado, porque sabe que toda verdadera universalidad parte de una tradición específica). Esto era ya perceptible en Hipotermia, ese melancólico libro de cuentos sobre gringos. En esta novela, el narrador cavila: “nunca quise ser nada más que lo que soy: mexicano. Las cosas del mundo, el miedo a vivir como un apache, me han puesto, sin embargo, en un ánimo claudicatorio… Para poder seguir manteniendo a la familia, entonces, tengo que dar un paso: dejar de renovar visas, convertirme en residente de este otro país, ser el que soy en otro sitio de manera permanente, dejar de ser extranjero, asumir el rol de migrante y empezar a hacer las cosas que sea que hagan quienes se integran y aclimatan… Me digo que no importa, que nada cambia si uno tiene documentos que reflejen mejor el tipo de vida que lleva”. Ah, pero sí que importa, a quién queremos engañar. Me consta que muchos migrantes mexicanos en una situación similar –“mojado de primera clase”, como se dice en Hipotermia–, escritores o académicos, en la desolación dominical de un campus gringo, se preguntan sinceramente: ¿qué carajos hago aquí?

Hace algunos años, en la terraza de una ciudad norteña con pretensiones gringas, pero al mismo tiempo sólidamente mexicana, conversaba con Enrigue de este y otros temas. Antes de que se bebiera un poco demasiado, hablamos de padres con fuertes raíces en México y una conciencia clara de su historia, y de hijos –más globales, más modernos– en los que esas raíces inevitablemente se debilitan. Reconocíamos con cierta melancolía que había ahí algo que se perdía. Luego el alcohol siguió corriendo, la conversación cambió de rumbo muchas veces y yo acabé la noche repitiendo neciamente una frase idiota sobre Góngora –algo sobre la grandeza formal, no me pregunten qué– y Enrigue un número muy exacto de prostitutas. A la mañana siguiente, crudo, releí el espléndido final de Muerte súbita –en el que el artista, Caravaggio, “sentía que podía escuchar la súplica de un alma antigua, un alma de un mundo muerto, el alma de todos los que se han jodido por la mezquindad y la estulticia de los que creen que de los que se trata es de ganar, el alma de los que se han extinguido sin merecerlo… el alma de los nahuas y los purépechas, pero también la de los longobardos que hacía mil quinientos años había sido reventados por Roma como Roma acababa de reventar a los mexicanos e iba a reventar al poeta. Escuchó: eres el que mejor puede hablar por nosotros”– y pensé, cosa que la lectura de Ahora me rindo y eso es todo ha confirmado, que un novelista como Enrigue es justamente eso: el que mejor puede hablar por nosotros.

Publicado originalmente en https://www.letraslibres.com/mexico/revista/hablar-por-nosotros

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Lamiel, leedora

Supersticiosamente, siempre he atribuido una gran importancia a la primera lectura de un año, como si esta fuera a marcar el tono de lectura del resto, y evito al máximo que uno nuevo me agarre con un libro a medias. Para no errar, este 2019 fui a la segura y empecé con Lamiel, una de las pocas obras de Stendhal que no había leído. No hay pierde: Beyle nunca me decepciona; a las pocas páginas ya estaba yo inmerso en plena bonheur leedora.

Lamiel fue la última, e inacabada, tentativa novelística de Stendhal, antes de caer fulminado por una apoplejía en una calle de París el 23 de marzo de 1842. Es la primera de sus novelas en la que el protagonismo recae enteramente en una mujer, y una mujer muy distinta a la que los lectores de la época estaban acostumbrados. Lamiel, gran alma plena de esprit, es una hermosa adolescente resuelta a conocer el mundo por sí misma y que, como todos los héroes stendhalianos, busca la felicidad y aborrece el ennui. Intrigada por el prestigio del amor, se liga y luego le paga a un joven campesino para que le enseñe. Terminada la lección en medio del bosque, stendhalianamente (porque la realidad siempre se queda corta respecto a la expectativa, se trate del amor, la guerra o París), Lamiel se pregunta: “¿Cómo? ¿El amor no era más que esto?”. Luego se enamora de ella un joven duque: valiente, honorable y aburridísimo; Lamiel lo planta luego de haberse fugado con él y se marcha sola a París. Allí conoce a un conde decadente (mucho más interesante, claro): libertino, borracho, derrochador. Comienza entonces un nuevo aprendizaje. Desgraciadamente, la novela se interrumpe poco después y ya no sabemos qué será de Lamiel, aunque al parecer existía el plan de hacerla enredarse con un asaltante de caminos.

No se crea que todo es aventuras amorosas, aunque Lamiel intuye, desde luego, que el amor puede ser gran fuente de felicidad. La otra, es la lectura, pues Lamiel, cómo no, es una leedora irredenta. Como su hermano, Julien Sorel, vive en un ambiente familiar ignorante y mediocre que desprecia los libros y se ve obligada a esconder su pasión. El primer libro que la cautiva es la Historia de los cuatro hijos de Aymon, antigua chanson medieval; después, la Eneida, sobre todo, claro, el canto de los amores de Dido y Eneas; luego, una historia de bandidos, el Gran Mandrin. Es precisamente la lectura, como el latín en el caso de Julien, el medio para escapar del opresivo y fanático ambiente familiar. Una dama noble de la región, la duquesa de Miossens, impedida para leer por su cuenta, la contrata para que le lea en voz alta. Lamiel, entonces, se vuelve lectora profesional. La duquesa es piadosa y prohíbe a la joven ciertos libros, pero, apenas tiene oportunidad, se sumerge en ellos: Voltaire, la correspondencia de Grimm y el Gil Blas, su favorito.

Lamiel, pues, es una devoradora de libros, pero es todo lo contrario del ratón de biblioteca, que huye del tumulto del mundo. Su voracidad por los libros corre pareja a su voracidad por la vida y la experiencia, representada sobre todo por el amor. Como en el caso de Stendhal, de todo verdadero leedor, vida y lectura están fundidas en una sola y poderosa corriente.

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Recuerdo de una maestra: Martha Elena Venier (1938-2018)

Tomar clases con Martha Elena Venier fue durante décadas una especie de rito de paso en El Colegio de México. Los estudiantes, tanto los de doctorado como los de licenciatura, se la topaban en el primer semestre, en un curso que supuestamente era de Técnicas de Investigación o Redacción, pero que en realidad era mucho más que eso. No todos sobrevivían. Venier –nunca me referí a ella como Martha Elena y siempre nos hablamos rigurosamente de usted, a pesar de que con el tiempo nuestro trato se volviera mucho más cercano– no tenía una personalidad, digamos, suave, y le gustaba, además, jugar a ser el terror del aula. Era un papel, por supuesto, pues realmente, cuando se le llegaba a conocer a mejor, era de una extremada benevolencia y –usaré la palabra, aunque seguramente a ella no le gustaría– dulzura. Era una maestra de otro tiempo: en el salón trataba a sus alumnos con rigor y severidad, sin concesiones ni blandenguerías, y estaba absolutamente resuelta a hacerlos leer y escribir mejor (la época actual, de espíritus quebradizos y fácilmente ofendibles, y que a veces pareciera que están buscando ofenderse, ciertamente no la favorecía). Primero, claro, convenía bajarles los humos. Recuerdo perfectamente una de mis primeras –iba a escribir “interacciones”, pero seguro me hubiera tachado la palabra– conversaciones con ella en clase. A un comentario mío, seguramente insulso, ella contestó, a gritos: “¡Porque no me da la gana pensar eso!”. Tragué saliva y, afectando soltura, repliqué: “Bueno, y le daría a usted la gana pensar que…” (ni siquiera recuerdo qué discutíamos, por supuesto). Varios compañeros creyeron que ese sería mi fin. Sobra decirlo, no se lo tomó a mal, quizá hasta le hizo gracia mi insolencia y a partir de ahí empezamos a llevarnos bien. Otro día nos encargó una comparación entre un soneto original de Petrarca (no lo olvidaré nunca: “Benedetto sia’l giorno, e’l mese e l’anno…”) y una imitación de un poeta español. Según yo, hice un comentario muy decoroso; naturalmente, lo hizo trizas. Cuando se me pasó la indignación, lo reescribí y ya le pareció algo menos malo. Eran famosos sus “resúmenes”. Nos pedía, por ejemplo, resumir algunos libros de la Poética de Aristóteles. Pedantes como suelen ser los estudiantes del Colmex, nosotros pensábamos: “¿un resumen, en serio?, ¿qué dificultad puede haber en un resumen?”. Pues bastante, porque nos lo devolvía una y otra vez hasta que eran verdaderamente legibles. Pronto aprendimos que lo que más valoraba en la escritura era la sencillez, la claridad y la concisión, virtudes arduas de lograr. Venier tenía que remar contra años de supuesta redacción académica, que en realidad no era más que un blablabla insustancial. Por otro lado, por su culpa yo soy incapaz de utilizar la palabra “abordar” en casi cualquier contexto, incluidos los correctos, de tantas veces que la escuché corregirla. El alumno, tembloroso, empezaba a leer: “Me propongo abordar el tema…”. “¿Abordar? –atajaba ella–, ¿es barco?”. Detestaba, también, el uso de la primera persona del plural: “Nosotros pensamos que…”. “¿Usted y Dios Padre?”, interrumpía.

Sus alumnos fácilmente podríamos armar un anecdotario, como aquella ocasión en que Venier quedó atrapada en el elevador del Colmex con un niño de siete años, hijo de un empleado, y ella, para tranquilizar sus nervios (los del niño), le ofreció un cigarrillo (era buena fumadora y buena bebedora). Al salir del El Colegio, nos encontrábamos puntualmente en los congresos de la Asociación Internacional de Hispanistas o la Asociación Internacional Siglo de Oro y recorríamos las ciudades sede de arriba abajo, con estratégicas paradas en bares y restaurantes. Una de las últimas veces que la vi fue en Venecia, marco apenas justo para su persona renacentista. Paseando por La Serenissima, nos topamos con un busto de un tal Veniero, dux veneciano. Lo contempló brevemente y sentenció: “Seguro desciendo de una línea bastarda”. Así era Venier.

Su verdadera enseñanza no tenía tanto que ver con “técnicas de investigación” o mera “redacción”, sino con una forma de acercarse a la literatura y al lenguaje, con una actitud. A todos sus alumnos nos consta su emoción al recitar unos versos de Garcilaso o Góngora, o al enmendar una frase coja y encontrar la expresión justa. Más allá de eso, su magisterio fue siempre un ejemplo moral, no de corrección política o tonterías al uso, sino de genuina nobleza, generosidad y absoluta entrega a sus estudiantes. No creo exagerar al afirmar que ningún profesor en la historia reciente de El Colegio de México (pues ella trataba a todos, desde los más jóvenes, que entraban a la licenciatura, hasta los de posgrado) influyó en más vidas que Martha Elena Venier. Durante años, animó discretamente la Nueva Revista de Filología Hispánica y el Centro de Estudios Lingüístico-Literarios, que son inconcebibles sin su presencia, y que seguramente sabrán rendirle el debido homenaje. Su legado más visible es la edición de Sitio, naturaleza y propiedades de la Ciudad de México (2009) de Diego de Cisneros y el volumen Crónica parcial: cartas de Alfonso Reyes y Amado Alonso, 1927-1952 (2008), aparte de numerosos artículos especializados. Su legado invisible es más difícil de cuantificar: la gratitud y el afecto de miles de estudiantes que aprendimos con ella a leer y a escribir.

Publicado originalmente en https://www.letraslibres.com/mexico/cultura/recuerdo-una-maestra-martha-elena-venier-1938-2018

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Ecos de mi pluma. Antología en prosa y verso de sor Juana Inés de la Cruz

En un famoso romance en el que agradecía a los autores que la habían elogiado en el Segundo volumen (1692) de sus obras, sor Juana escribió: “No soy yo lo que pensáis, / si no es que allá me habéis dado / otro ser en vuestras plumas / y otro aliento en vuestros labios, / y diversa de mí misma / entre vuestras plumas ando, / no como soy, sino como / quisisteis imaginarlo”.

La monja recurre al tópico de la modestia, claro está, y lo que quiere decir sencillamente es: no merezco sus alabanzas, no soy tan buena como dicen que soy. Análogamente, los versos podrían aplicarse a nuestras lecturas de sor Juana, en particular en el mundo académico, donde especialmente se lee su obra (cosa que esta antología, confío, ayudará a cambiar, pues estar confinado a la academia suele ser otra forma de estar disecado): cada quien se imagina la sor Juana que quiere, a veces sin importar que se esté leyendo correctamente sus textos, o sea, entendiendo en primer lugar lo que ella quiso decir (sor Juana, desdichada ella, no asistió a ningún seminario de deconstrucción en alguna universidad norteamericana y todavía piensa que el autor quiere decir algo en sus obras y que la primera tarea del lector es intentar entenderlo; también se perdió los de poscolonialismo y feminismo, por lo que siempre pensó estar hablando de igual a igual con los escritores europeos y nunca pretendió que hubiera que leerla en razón de su género). A las sor Juanas imaginarias basadas en una lectura errónea, habría que agregar otras, más superficiales, que son apenas un nombre, un retrato o una efigie en un billete.

La primera condición para aspirar a conocer a la sor Juana auténtica, la monja jerónima que escribió en la Nueva España en el siglo XVII, es la lectura detenida de sus textos, precisamente la que hace posible una antología como la hecha por Martha Lilia Tenorio. Abordar directamente la lectura de la Décima Musa en los volúmenes de las obras completas (preparados en distintos momentos para el Fondo de Cultura Económica por Alfonso Méndez Plancarte y Antonio Alatorre) puede resultar un tanto intimidante y, aunque hay diversas antologías y ediciones, la mayoría carece del rigor y la claridad filológicos de Ecos de mi pluma, que es de esperarse se convierta a partir de ahora en la antología de referencia. Una de sus mayores virtudes es la puntual anotación de los textos, la estrictamente necesaria para que el lector no especializado pueda comprenderlos (esfuerzo de síntesis y concreción que suele costar trabajo al erudito puesto a hacer notas).

Sor Juana es una figura excepcional, no digamos en el panorama de la literatura novohispana o colonial, sino de los Siglos de Oro en su conjunto. Nadie como ella, mujer u hombre, reunió la vocación intelectual con la poética y las sintetizó en una sola gran obra, el Primero sueño. Hubo, por supuesto, varios grandes poetas y grandes sabios (humanistas, filósofos naturales, teólogos, etc.), pero no era común que ambos talentos se dieran en la misma persona. Góngora, por ejemplo, el modelo poético de sor Juana, fue un extraordinario poeta, el que revolucionó la poesía en español, pero no tenía la ambición ni el alcance intelectual de la monja. En el Primero sueño, a la belleza formal de la lengua poética gongorina, sor Juana agregó el contenido filosófico y científico. Es el gran poema del intelecto, del afán de conocerlo todo.

A lo largo de su vida, sor Juana escribió mucha poesía de circunstancia, para cumplir los requerimientos sociales y religiosos de la época, y mucha, también, en la que se limitó a seguir los juegos poéticos del Barroco, no todos exentos de banalidad. No que por circunstancial o retórica esta poesía fuera inferior, pues siempre, hasta en el encargo más humilde, lució su ingenio. Sin embargo, como ella misma declara en la Respuesta a sor Filotea, por su propio gusto solo escribió ese “papelillo que llaman el Sueño”, y es por él, fundamentalmente, que hay que juzgarla. Pero leer el Sueño, claro, es más complicado que leer “Hombres necios que acusáis…”. El lector moderno requiere necesariamente una orientación para poder entender la ardua sintaxis gongorina, el vocabulario de la época y las múltiples referencias mitológicas, filosóficas, religiosas, etc. Uno de mis recuerdos más gratos de lectura es precisamente haber leído el Sueño a lo largo de un semestre, verso por verso, en el seminario de poesía áurea que durante años impartió en la UNAM Antonio Alatorre, el maestro de Martha Lilia Tenorio (Alatorre tuvo muchos alumnos, pero pocos verdaderos discípulos, o sea, aquellos que realmente continuaron su obra, y Tenorio es la primera de ellos). Me consta que varias veces Alatorre, que conocía el texto como nadie, dudaba: ¿estaré entendiendo bien o no?, ¿será esto o será esto otro? Tras esos cursos, leer poesía era otra cosa, tarea más compleja y humilde de lo que uno había pensado hasta entonces.

El argumento del Sueño es sencillo: era de noche, me dormí y soñé que intentaba, infructuosamente, conocerlo todo; amaneció y me desperté (el último verso, con su inolvidable final “y yo despierta”, siempre me ha parecido el más categórico y elocuente manifiesto feminista que se haya escrito nunca). Pero la descripción de la noche es un prodigio barroco (“en los del monte senos escondidos, / cóncavos de peñascos mal formados, / de sus asperezas menos defendidos / que de su obscuridad asegurados, / cuya mansión sombría / ser puede noche en la mitad del día, / incógnita aun al cierto / montaraz pie del cazador experto, / depuesta la fiereza / de unos, y de otros el temor depuesto, / yacía el vulgo bruto, / a la naturaleza / el de su potestad pagando impuesto, / universal tributo”, vv. 97-110, o sea, los animales salvajes dormían en sus cuevas) y en el intento fallido del intelecto sor Juana hace un repaso de la ciencia –“filosofía natural”, se hubiera dicho entonces– y la filosofía de la época. Sobra decirlo, no es el sueño de cualquiera: es el sueño de una personalidad eminentemente intelectual, de alguien devorado por la sed de conocer. Ese es el rasgo decisivo de la personalidad de sor Juana: su afán de conocimiento, solo comparable al de la creación poética (porque la monja fue, ante todo, poeta, desde luego). Ambos terminaron estrellándose con la represiva atmósfera religiosa de la época.

Su personalidad y sus conflictos de índole espiritual quedan de manifiesto en los dos textos en prosa incluidos en la antología, la Respuesta a sor Filotea (valiosísimo documento autobiográfico, suerte de Discurso del método sorjuanino) y la Carta al padre Núñez, confesor de sor Juana. Esta última, descubierta en 1981 y no tan conocida por el público no especializado, es una estupenda muestra del carácter de la monja. Antonio Núñez era un religioso muy respetado en la Nueva España y había sido confesor de sor Juana desde que esta era adolescente. Constantemente la reprendía por malgastar su tiempo estudiando y escribiendo versos, hasta que sor Juana, al parecer, se hartó, terminó con él y cambió de confesor. No era un gesto cualquiera, no se despachaba así como así a alguien como Núñez. Se nota que sor Juana aguantó hasta que no pudo más y escribió esa durísima carta. En el punto culminante, dice: “Yo tengo este genio. Si es malo, yo me hice. Nací con él y con él he de morir… Pero a V. R. no puedo dejar de decirle que rebosan ya en el pecho las quejas que en espacio de dos años pudiera haber dado; y que pues tomo la pluma para darlas, redarguyendo a quien tanto venero, es porque ya no puedo más –que como no soy tan mortificada como otras hijas en que se empleara mejor su doctrina, lo siento demasiado.  Y así le suplico a V. R. que si no gusta ni es ya servido favorecerme (que eso es voluntario) no se acuerde de mí, que aunque sentiré tanta pérdida mucho, nunca podré quejarme, que Dios que me crió y redimió, y que usa conmigo tantas misericordias, proveerá con remedio para mi alma, que espero en su bondad no se perderá, aunque le falte la dirección de V. R.”. En menos retóricas palabras: váyase al diablo. Sor Juana no era una sufrida monjita.

La más divulgada Respuesta a sor Filotea (carta que escribió sor Juana al obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, en contestación a la epístola que acompañaba la publicación de una crítica escrita por la jerónima a un sermón del padre Vieira, famoso orador portugués) deja ver también el carácter de sor Juana. En primer lugar, su ya mencionada insaciable sed de conocimientos, de la que dio muestras desde pequeña. En segundo, su amor a la soledad estudiosa; sor Juana no tenía vocación para el matrimonio, pero en realidad tampoco para el convento, y lo eligió porque era la opción menos mala: “entréme religiosa, porque aunque conocía que tenía el estado cosas (de las accesorias hablo, no de las formales), muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir en materia de la seguridad que deseaba de mi salvación; a cuyo primer respeto (como al fin más importante) cedieron y sujetaron la cerviz todas las impertinencillas de mi genio, que eran de querer vivir sola; de no querer tener ocupación obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros”. No sin compasión se leen hoy estas líneas: no eran “impertinencillas”, sino los genuinos y comprensibles rasgos de su carácter intelectual, que se vio forzada a reprimir porque no tenía más opción. Ya viviendo en comunidad, no dejó de resentir la multitud de distracciones a la que estaba sujeta: “como estar yo leyendo y antojárseles en la celda vecina tocar y cantar; estar yo estudiando y pelear dos criadas y venirme a constituir juez de su pendencia; estar yo escribiendo y venir una amiga a visitarme, haciéndome muy mala obra con muy buena voluntad”. Mortifica imaginar a alguien como sor Juana sometida a las impertinencias de sus hermanas, más bien zafias. Más mortifica imaginar su final, entre 1693 y 1695, deshaciéndose de sus libros, renunciando al estudio y la escritura, cediendo finalmente ante los múltiples ataques de que fue objeto por su vocación intelectual y poética a lo largo de su vida. ¿Qué ocurrió realmente? ¿Una crisis espiritual? ¿La sincera persuasión de que todo a lo que había dedicado su existencia era pura vanidad y lo importante era la salvación del alma? ¿Fatiga y colapso tras una vida de resistencia? Algunos años antes, del otro lado del Atlántico, otra de las grandes inteligencias de la época, Pascal, había sufrido una crisis semejante y se había refugiado en la fe, pero sor Juana, en realidad, no poseía un espíritu religioso a lo Pascal (dramático, atormentado, existencialista). No padeció la angustia metafísica pascaliana del hombre atrapado entre dos infinitos o de percibir el mundo como un punto perdido en el universo; el suyo era un mundo racional, ordenado, armónico.

Sor Juana es el último gran poeta de los Siglos de Oro. La revolución poética que había empezado casi dos siglos antes con un soldado castellano italianizado, Garcilaso de la Vega, concluyó del otro lado océano con una monja novohispana que no desconocía el náhuatl. El arco trazado es elocuente: metrópoli y colonia, cuartel y convento, masculino y femenino. En su trayectoria, la creación de un mundo que, más allá de fronteras y avatares políticos, es el que verdaderamente habitamos: el mundo de la lengua española.

 

Publicado originalmente en http://www.criticismo.com/ecos-de-mi-pluma-antologia-en-prosa-y-verso/

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Reseña de Miseria y dignidad del hombre en los Siglos de Oro

En el último número de Criticismo, Sebastián Pineda Buitrago reseña Miseria y dignidad del hombre en los Siglos de Oro:

 

«El último libro de Pablo Sol Mora, antecedido en su tesis doctoral en El Colegio de México y en varios artículos alrededor del tema, se divide en dos partes. La primera traza una historia del concepto latino de la miseria/dignitas hominis (miseria y dignidad del hombre) desde la Antigüedad clásica y bíblica hasta el Renacimiento. La segunda parte aterriza el concepto en la literatura española de los siglos XVI y XVII, desde Fernán Pérez de Oliva hasta Baltasar Gracián, pasando por Cervantes de Salazar, fray Luis de León, Quevedo y Calderón. Semejante línea del tiempo –dos milenios, cuando menos– se sintetiza en un libro que no supera las trescientas páginas, engrosadas o enriquecidas con llamados a pies de páginas que constituyen, en el fondo, lo mejor de un ensayo de esta naturaleza. Pues es de notar que abunda la bibliografía en torno al concepto miseria/dignitas hominis, y que la intención de Sol Mora no es la novedad ni la de probar o demostrar una teoría literaria, sino la de la síntesis expositiva de un concepto que toca también a la historia política y económica, como lo indicaré más adelante».

 

El resto, aquí: http://www.criticismo.com/miseria-y-dignidad-del-hombre-en-los-siglos-de-oro/

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Frankenstein, leedor

Frankenstein cumple doscientos años. Muchas cosas se podrían argumentar contra la novela –escrita por una jovencísima Mary Shelley, no hay que olvidarlo– que, a decir verdad, está lejos de ser una obra maestra: la desmaña narrativa, los personajes más bien planos, los giros inverosímiles y forzados de la trama, todos y cada uno de los lugares comunes de un romanticismo ramplón. Todo en vano, supongo, pues Frankenstein es de esas obras que crean un mito –como Dracula, como los cuentos de Sherlock Holmes– y es inútil ponerse a buscarle defectos literarios.

Uno de los aspectos que más llama la atención es la relación del monstruo con la palabra, el lenguaje y, por supuesto, la literatura. Sorprende la rapidez con que aprende a hablar únicamente escuchando a los labradores a los que espía. Luego, caen de casualidad en sus manos tres libros, que constituyen su única biblioteca. Ni más ni menos que El paraíso perdido de Milton, las Vidas paralelas de Plutarco y el inevitable Werther de Goethe. Con este último se conmueve y se identifica, claro está, y podríamos suponer que ahí descubre la existencia del amor, lo que eventualmente lo llevará a exigir a su creador que le haga una pareja; con Plutarco descubre la historia y, si Werther lo enseña a sentir, las Vidas le enseñan a pensar y el valor de la virtud; El paraíso perdido le sirve como una especie de espejo invertido: él también ha sido creado, pero Adán ha sido hecho a imagen y semejanza divinas, mientras que él es una grotesca caricatura, una aberración de la que su propio padre se arrepiente.

Sin embargo, si hubiera que escoger un rasgo que definiera al monstruo, este no sería la fealdad ni la crueldad, sino la elocuencia. En las páginas finales, en su largo discurso, la creatura se convierte en hermano de Edipo o Macbeth y, sin pretender justificarse, asume su responsabilidad. Son esas palabras finales las que le dan su dignidad trágica y en alguna forma lo redimen: Frankenstein, o de la lectura y la elocuencia.

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La casa es un libro

Hombre-pluma, es natural que Salvador Elizondo concibiera la casa como un libro. Cuando volvió a la vieja casona familiar en Coyoacán (cuya imagen increíblemente encontré en Google en una fotografía de Fernando Fernández), escribió esto, que suscribo:

“La casa es un libro. Cuando el carro de la mudanza me trajo a paso advenedizo y después de veinte años a su puerta comencé a releerla. Los años han desvaído parte de su texto. Había lagunas y enmendaduras; anotaciones marginales, tachaduras. También había páginas en blanco. Faltaban y sobraban palabras pero las que quedan están en su sitio y son las mismas que puso, de su mano, el autor. Tengo el proyecto de llenar las páginas que quedan en blanco”.

“Proyectos”, Camera lucida

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Camera lucida de Salvador Elizondo

Nunca fui buen lector de Elizondo. Farabeuf me exasperaba (me exaspera), aunque disfruté Elsinore, algunos ensayos y me sorprendió gratamente en su momento la aparición de los Diarios. Siempre preferí a sus compañeros de generación: García Ponce, Alejandro Rossi o Sergio Pitol. Es una cuestión, a fin de cuentas, de afinidades electivas. Los lectores de Elizondo son pocos, pero muy devotos y suelen compartir sus gustos y obsesiones literarios (Joyce, Pound, Bataille, el Nouveau Roman, la escritura pura, etc.).

Ahora, puesto a releer su narrativa completa, me obligo a comprender mejor un mundo literario ajeno al mío, pero descubro, además, zonas comunes. Aparte de redescubrir estupendos relatos como “Narda y el verano” o “El Desencarnado”, el libro que más me ha sorprendido y que es ya oficialmente mi favorito es Camera lucida (1983). Este era originalmente el título de la columna de Elizondo en Vuelta (algún día se escribirá un estudio, si no se ha escrito ya, sobre los libros surgidos de la revista, no poca cosa, como este o el Manual del distraído de Rossi). Libro híbrido, (pos)moderno, está hecho de cuentos, ensayos, textos autobiográficos, discursos… Sin embargo, no es una miscelánea compuesta al azar, sino cuidadosamente dispuesta, un auténtico mecanismo o dispositivo, como la original camera lucida (aparato óptico que permitía al dibujante, mediante la superposición de la imagen del objeto dibujado sobre la superficie en la que se trabaja, una reproducción más fiel). Es una especie de laboratorio literario, un acercamiento a la mente del escritor. Él mismo lo explica en “Aparato”: “visto en la camera lucida el libro revela en acto el movimiento, la operación técnica del poeta, por los que esa trasmutación se realiza y por los que se sintetizan, como en el prisma, los tres planos de la sensibilidad: el real, el ideal y el crítico”. Divida en dos partes, “Antecamera” y “Camera lucida”, va alternando los diversos textos que al final forman una obra única, un libro que es su propio y exclusivo género. Están aquí algunos de los mejores textos de Elizondo: “Anapoyesis”, “Ein Heldenleben”, “Los museos de Metaxiphos”, “La luz que regresa”, “Desde la verandah”, etc. No sé si, hechas todas las cuentas, no acabe siendo esta su obra maestra.

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La antivida de Italo Svevo

La vida de Italo Svevo –el autor de La consciencia de Zeno (1923), una de las novelas decisivas del siglo XX, ya casi centenaria– no se antoja, a simple vista, especialmente biografiable: vida burguesa ordinaria, familiar, monótona, de quien a los ojos de la mayoría de sus conocidos en Trieste, en donde transcurrió la mayor parte, era simplemente Ettore Schmitz, próspero empresario de pinturas para barcos. ¿Y la antivida, la que se oculta en su obra? Porque, tras bambalinas, discreta, casi secretamente, el alter ego del respetable comerciante escribió una de las obras más sigilosamente explosivas (no por nada La consciencia de Zeno termina con la profecía de una gran explosión) del siglo XX, no inferior, como ha hecho notar Claudio Magris, a la de su amigo –y profesor de inglés– James Joyce.

Maurizio Serra, quien ya había dedicado una biografía a Curzio Malaparte (mucho más atractivo en términos biográficos convencionales), se ha sumergido en la existencia aparentemente anodina del burgués triestino para revelar la antivida de Italo Svevo y, por supuesto, iluminar su obra, que no otro sentido tiene componer la biografía de un escritor. Dividida entres partes –“El inepto (1861-1898)”, “El fugitivo (1899-1926)” y “El vencedor (1923-1928)”–, Serra reconstruye primero admirablemente la atmósfera cosmopolita del Trieste del Imperio Austro-Húngaro, en el que nació Schmitz –él, como Franz Kafka, Robert Musil o Joseph Roth, fue un súbdito de los Habsburgo–, en el seno de una familia judía de comerciantes. El origen de Svevo se pasa fácilmente por alto y el biógrafo muestra cómo fue operándose ese distanciamiento en el propio escritor, desde pasar de ser Aaron Hector a simplemente Ettore hasta la conversión al catolicismo presionado por la familia de su esposa (concesión que, en términos estrictamente religiosos, no significó gran cosa, pues Schmitz descreía de toda fe).

En la vida de todo escritor hay un periodo de duda, de incertidumbre, en el que no sabe si su vocación alcanzará a concretarse o no. Para nosotros, visto retrospectivamente, es fácil restarle importancia a ese periodo porque ya sabemos que la historia termina “felizmente”, o sea, que la obra fue lograda. En el caso de Svevo, ese periodo fue prácticamente toda la vida, pues no fue sino hasta la aparición de La consciencia de Zeno, pasados los sesenta años, cuando se asumió como escritor y consiguió, además, cierto reconocimiento. En su caso, quizá más que de un periodo de incertidumbre o vacilación, habría que hablar de un largo proceso de resignación en el que melancólicamente se convenció de que la literatura no era su destino.

Uno de los aspectos más interesantes de la biografía de Serra es la luz que arroja sobre la juventud y primera edad adulta de Svevo, época de doble incertidumbre. La posteridad nos ha legado la imagen del laborioso empresario que escribía secretamente, pero entonces ni siquiera eso estaba claro. Tras la quiebra financiera de su padre, el joven Schmitz tuvo que emplearse en la sucursal triestina del Union Bank de Viena y allí pasó diecisiete años, como un modesto burócrata bancario. Su vida, en estos años, guarda una asombrosa afinidad con la del empleado de seguros Franz Kafka (cuya compañía, por cierto, era de origen triestino) o la del redactor de cartas comerciales Fernando Pessoa, tres oscuros empleados que, en tres rincones de Europa, creaban la literatura moderna. Ese gris mundo oficinesco –hecho de horarios fijos, papel y tinta, pequeños déspotas, empleados a la par desgraciados y cómicos y aplastante mediocridad– es el que aparece magistralmente descrito en Una vida, su primera novela.

El joven Schmitz alternaba la plana rutina burocrática con la bohemia triestina, de la mano, sobre todo, del pintor Umberto Veruda, su Étienne de la Boétie (como este, muerto prematuramente). Veruda, Beto, era el anti Schmitz en varios sentidos. Ettore era bajo, tirando a robusto, serio, circunspecto; Beto, alto, flaco, extrovertido, desenvuelto. Surgió la típica afinidad entre opuestos. Con músicos y pintores, entre bares y burdeles, solía amanecerles en las calles de Trieste. Schmitz en ese periodo se divierte y no parece infeliz, pero tampoco está satisfecho. Serra apunta: “Vida, pues, muchas veces grata. Pero ¿digna de quien ya sabía, anticipando a Zeno, que la ‘vida no es bella ni fea sino original’? No, no lo era. Ettore se muere de rabia, se asfixia en la mediocridad, tiene que resignarse a un puesto de segundo orden. Sus días se ven marcados por la implacable monotonía de la oficina… La duda lo devora, la apatía lo amenaza… Todo parece escapársele como arena, día tras día. Le quedaba la escritura, arma de la fabulación y la clandestinidad”.

A principios de la última década del siglo XIX, ocurren dos hechos extraordinarios en la vida de Svevo: la muerte de su padre –acontecimiento decisivo en La consciencia de Zeno– y, sobre todo, el matrimonio con Livia Veneziani. Ella pertenecía a una rica familia que fabricaba pinturas y que era dominada por su madre, la imperiosa matriarca Olga. Tras una ligera resistencia inicial, Ettore es incorporado por completo al clan Veneziani, puesto a trabajar en la compañía y a vivir bajo su techo. El movimiento fue beneficioso para la familia y para el empresario que había en Svevo, pues este tuvo la oportunidad de desplegar sus habilidades comerciales y fortalecer el emporio familiar. Pero, ¿y el escritor? Tras el fracaso de su segunda novela, Senectud (1898), parecía ya casi sepultado bajo el peso de las responsabilidades y respetabilidad burguesas. De este entierro vino a sacarlo, en parte, el milagroso encuentro con un desarrapado profesor de inglés que llegó al Instituto Berlitz de Trieste a principios del siglo XX, James Joyce. Ettore deseaba mejorar su manejo del idioma para los negocios y fue a caer a la clase del irlandés. La Providencia literaria obra de manera misteriosa. Apenas cabe imaginar dos personalidades más distintas: el áspero y joven rebelde que estaba convencido de ser un genio literario, y el modesto y bonachón cuarentón ex-escritor. Congeniaron. Joyce leyó Una vida y, sobre todo, Senectud, y lo animó a retomar la escritura. Eran las primeras palabras de aliento que Ettore escuchaba en años y probablemente no existiría La consciencia de Zeno sin la intervención de Joyce. Hay quien ha dicho, no tan en broma, que el mayor mérito de Joyce no es haber escrito el Ulises, sino haber hecho que Svevo escribiera La consciencia. Este, a su vez, leyó Stephen, el héroe, primera versión del Retrato del artista adolescente.

Con frecuencia La consciencia de Zeno es referida como una de las primeras novelas “psicoanalíticas” (todo el texto es la supuesta confesión de un paciente a su terapeuta). Svevo, como muchos intelectuales de la época, se mostró interesado en la obra de Freud y, de hecho, emprendió una traducción parcial de La interpretación de los sueños durante el ocio obligado al que lo sometió la I Guerra Mundial. Serra muestra, no obstante, cómo la actitud de Svevo frente al psicoanálisis fue bastante crítica, en buena parte debido al caso, que pudo observar de primera mano, del estrepitoso fracaso de la terapia de su cuñado Bruno, atendido por el mismísimo Herr Doktor. Svevo no se psicoanalizó nunca, pero supo aprovechar muy bien las posibilidades literarias, sobre todo cómicas, de la nueva doctrina. Naturalmente, a los psicoanalistas, empezando por Edoardo Weiss, uno de los introductores del método en Italia y a quien se identificó como el Doctor S., de la novela, no les hizo mayor gracia. Más que novela psicoanalítica, La consciencia de Zeno es uno de los primeros ejemplos de la relación al mismo tiempo conflictiva y fecunda entre literatura y psicoanálisis.

La publicación de La consciencia en 1923 marca el inicio de la última etapa de la vida de Svevo, que Serra denomina, con hiperbólico acento épico, del “vencedor”. En efecto, puede decirse que Svevo acabó por triunfar. La novela fue aupada por Joyce, Valery Larbaud, Eugenio Montale, entre otros, y un día el hombre de negocios Ettore Schmitz, para su propia sorpresa, se despertó Italo Svevo, escritor famoso. Tras estar ya hecho a la idea de ser plenamente ignorado y haber fracasado como autor, la breve celebridad de que gozó seguramente supuso una compensación y un estímulo. Era un escritor, después de todo. Emprendió nuevas obras, entre ellas la continuación de La consciencia, provisionalmente titulada El vejestorio, de la que solo quedaron algunas páginas, pero con ellas basta para advertir que iba a ser una obra maestra. La reflexión empezada en La consciencia se prolonga y se ahonda. Es una pena que Svevo no haya terminado de escribir sus obras de vejez propiamente porque fue siempre un escritor viejuno y, ya instalado realmente en la senectud, habría sin duda iluminado esa condición con su pluma. Absurdamente, Svevo, escritor de la lentitud y la parsimonia, murió a causa de un accidente automovilístico en 1928.

¿Fue sveviana la vida de Svevo?, ¿fue Svevo un personaje sveviano? Si los juzgáramos a partir de Una vida y Senectud, con sus personajes plenamente derrotados, en realidad no; un poco más, quizá, si lo hiciéramos a partir de La consciencia de Zeno o El vejestorio. La gran diferencia entre ellas es la redentora aparición de la ironía y el sentido del humor, sin duda el mejor rasgo sveviano. Las dos primeras novelas ofrecen una visión demasiado sombría de la existencia; en la tercera, no es que esta se vuelva optimista (de hecho, es quizá más pesimista), pero aquí el autor ha aprendido a distanciarse y reírse de ella. El suyo es un pesimismo, a veces casi un nihilismo, cómico.

La antivida de Italo Svevo plantea un dilema siempre presente en la biografía de un novelista: la relación entre su vida y su obra, entre la realidad y la ficción. Naturalmente, todo novelista, y sobre todo uno como Svevo, pone parte de su vida y su persona en su obra, pero pone, más que nada, versiones alternativas de ellas, posibilidades no realizadas. Había algo en él de Alfonso Nitti, de Emilio Brentani y, por supuesto, de Zeno Cosini, pero ninguno lo explica por completo. El verdadero Svevo parece escapar siempre (la paradoja es evidente puesto que el propio Svevo es en cierta forma un personaje creado por Ettore Schmitz, que desaparece en las sombras). Todo escritor de ficción –en el fondo, toda persona– tiene una especie de “antivida”: imaginaria, secreta, fabulada (solo que el escritor la cultiva y la plasma en papel y, a veces, acaba por importar más que la otra). El mérito del biógrafo de un novelista –de Serra, en este caso– es mostrar al hombre que inexorablemente se desvanece detrás del escritor y su obra, y revelar esa zona oscura en la que, en definitiva, vida y antivida se hacen una sola.

 

Publicado originalmente en http://www.criticismo.com/la-antivida-de-italo-svevo/

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Salud, Cónsul (Bajo el volcán de Malcolm Lowry)

Leo –trabajosamente, hay que decirlo– Bajo el volcán de Malcolm Lowry, una de esas novelas famosas que por una u otra razón vamos postergando. Es una obra ardua, desigual (no hay por qué indignarse, el Ulises, digamos, también lo es), excesiva, que a ratos se cae y luego se levanta, pero dotada, qué duda cabe, de una salvaje belleza y que acaba dejando en el lector una imagen indeleble.

Bajo el volcán bien puede leerse como una borrachera de cuatrocientas páginas, una de esas largas borracheras en las que hay momentos de éxtasis, de sopor, de depresión, de olvido, etc. No conozco ninguna otra novela tan densamente alcohólica como esta, que tan desesperadamente busque dar una idea del infierno del alcohol, el infierno del propio Lowry. Sin embargo, tan desesperadamente lo intenta que a veces la fuerza del efecto se diluye en medio de la insistencia. El mezcal, eso sí, no volverá a saber igual. ¿Hay un mezcal “El Cónsul”? Debería haberlo. Obra muy anterior a la prestigiosa renovación de esta bebida (y aun del tequila), el protagonista hace una distinción muy precisa, con la que no se puede sino coincidir, entre sus borracheras con mezcal y con tequila, reservando el infierno a las primeras. Geoffrey Firmin/Malcolm Lowry es el más mexicano de los borrachos ingleses.

Buena parte de esa imagen indeleble del primer párrafo tiene que ver, claro, con la visión de ese paraíso/infierno que es México. Pocas miradas extranjeras más fascinadas (en sentido estricto, o sea, encantadas, embrujadas) por México que la de Lowry. Sería fácil intentar descalificarla como una mirada superficial, turística, colonialista, etc., pero no le falta razón en lo esencial, en esa mezcla de alegría, belleza y violencia (y no solo del México de los treinta, sino de principios del siglo XXI): “¡Horrores a la medida de los nervios de un gigante!… Y sí, a veces me veo como un gran explorador que ha descubierto algún país extraordinario del que jamás podrá regresar para darlo a conocer al mundo: porque el nombre de esta tierra es el infierno”. Pero, como se apresura a matizar, quien se encuentra tan bien en el infierno es porque ya lo lleva dentro.

Novela infernal, Bajo el volcán es una obra de abismo, de caída, de descenso. Imposible no recordar los versos de Altazor: “Cae / Cae eternamente / Cae al fondo del infinito / Cae al fondo del tiempo / Cae al fondo de ti mismo / Cae lo más bajo que se pueda caer”.

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La moneda de hierro de Borges

Consigo de casualidad, a un precio módico, la primera edición de La moneda de hierro de Borges, publicada por Emecé en 1976, annus mirabilis. El libro tiene unas horrendas ilustraciones de Antonio Berni (como la de arriba), artista argentino al que felizmente ignoraba.

Refugiado de la lluvia en un café, lo hojeo y releo algunos poemas. Muchos muestran esa suerte de arrepentimiento vital –las cosas no hechas, la vida no vivida, los amores no consumados; en suma, la felicidad no disfrutada– que pareció apesadumbrar a Borges en los últimos años. Ninguno, claro, como “El remordimiento”:

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La escuela del aburrimiento de Luigi Amara

Varios años esperó en mi librero La escuela del aburrimiento (2012) de Luigi Amara. Me alegra haberlo postergado porque ahora lo leo en mejores condiciones para comprenderlo y disfrutarlo. Amara es uno de los pocos autores mexicanos que entiende realmente lo que es un ensayo (entendimiento que no puede nacer de otra parte que de una profunda y detenida lectura de Montaigne, cosa que, paradójicamente, no todos los autores de ensayo han hecho). La escuela del aburrimiento –uno de los mejores ensayos de la literatura mexicana, llamado a ser un clásico minoritario– es uno de esos libros que, por tratar de un tema que ha sido objeto de nuestra propia reflexión, provoca un diálogo constante, concitando el acuerdo o la diferencia.

La escuela del aburrimiento podría leerse como una larga amplificatio de la famosa frase de Pascal sobre el hombre en la habitación, que, a fin de cuentas, es el problema de saber estar en uno mismo. Amara, conejillo de Indias de sí mismo, decide enclaustrarse una temporada para confrontar al monstruo del aburrimiento. Dicha confrontación, como bien señala, “es lo más personal, lo más formativo e intransferible, lo que en primer lugar desencadena la avalancha de la vida. En la forma en que cada quien se las arregla para escapar de las cuatro paredes de Pascal, pero especialmente en la forma en que a veces conseguimos permanecer en reposo dentro de ese encierro, con la arena de la inmovilidad hasta el cuello, amenazados por la inmensidad del hastío. Allí, en el centro de esa habitación que tanto se parece a la materialización del bostezo, se juega la totalidad de la vida… el aburrimiento es la ocasión de tomar distancia frente a uno mismo; una oportunidad, con todo lo incómoda y desasosegante que pueda ser, de replantearse la propia situación en el mundo, de girar sobre el propio eje y quizás dar un salto”.

La experiencia del aburrimiento o el tedio (Amara no hace mayor distinción entre uno y otro, aunque podría hacerse, entendiendo, como Pessoa, que el aburrimiento puede ser simplemente no tener nada que hacer y el tedio una condición más profunda que nos hace sentir que no hay nada que valga la pena hacer) es ciertamente una experiencia límite que nos obliga a confrontarnos con nosotros mismos y examinar nuestra autosuficiencia. Para muchos, no hay peor infierno que estar abandonados a sí mismos. De ahí la desesperada necesidad de divertirse, como la entendían y criticaban moralistas del siglo XVII tan diferentes como Pascal o Quevedo. Naturalmente, la condición previa del aburrimiento es el tiempo libre y, en principio, la soledad, aunque sea posible aburrirse acompañado. Es la situación ideal para el tedio: solo y sin necesidades básicas inmediatas que satisfacer. Porque, a partir de ahí, todo está por hacer.

Salvo que el tedio vaya a convertirse en condición vital –a lo Des Esseintes de Huysmans o Soares de Pessoa, lo cual es muy raro–, este suele ser más bien una etapa, una fase (como el experimento planteado en La escuela). Amara recuerda la idea de Nietzsche según la cual, para el pensador o el artista, el aburrimiento no es un hacer nada estéril, sino el periodo –necesario– de maduración o incubación. Mantenerse permanentemente ocupado es la mejor forma de no pensar nunca nada y solo en el tiempo lento del ocio y el tedio es que surgen las ideas que valen la pena. Este puede parecer, al principio, un árido desierto, pero después, una vez acostumbrados a él y cuando hemos aprendido a observarlo, advertimos que no es tal, que está, de hecho, lleno de vida, y que en él tienen lugar descubrimientos y epifanías que de otro modo no ocurrirían. Pero, primero, hay que aprender a estar en sí mismo.

Amara concluye –sin mucho entusiasmo, hay que decirlo– que hay que aceptar el aburrimiento como parte de la vida. Buen ensayista, lo plantea dudando: “¿Qué sucedería si, por el contrario, aceptamos que el aburrimiento es parte del esqueleto de la vida cotidiana, si lo entendemos como las vértebras quebradizas, imposibles y sin embargo efectivas que la mantienen en pie como una momia? ¿Es esta misma constatación el pensamiento de una momia?… ¿Implica necesariamente una claudicación creer que lo repetitivo puede ser la antesala del trance, o que en lo insípido nos aguarda un deleite inesperado y sutil?”.

No poca resignación parece haber en estas palabras, pero quizá la vía de escape se encuentre ya señalada en Montaigne. El Señor de la Montaña, al retirarse a sus dominios del Périgord, choca primero con el muro del tedio: no sabe qué hacer, se desespera, se aflige, se extravía en manías y pensamientos malsanos. Es, básicamente, el hombre de Pascal que no sabe estarse quieto en una habitación. Pero entonces se jala las riendas, se serena, comienza a interrogarse y a escucharse a sí mismo; aprende, poco a poco, a estar en sí, y empieza a escribir los Ensayos. Estos no existirían sin la experiencia previa y alternada del tedio. Son, en cierta forma, sus frutos. La salida del laberinto del tedio es su transfiguración en obra, y es que, hechas todas las cuentas, un verdadero discípulo de Montaigne no puede ser sino un partidario de la acción y el movimiento.

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Reseña de Miseria y dignidad del hombre en los Siglos de Oro

En Letras Libres de este mes, Elizabeth Treviño reseña Miseria y dignidad del hombre en los Siglos de Oro:

«El hombre es, o puede ser, la mejor y la peor criatura de todas. Como apuntan los tópicos literarios, se encuentra constantemente debatiéndose entre la miseria y la dignitas hominis. Estas nociones, de raigambre clásica, parten del reconocimiento de la naturaleza dicotómica del ser humano, el cual alberga en sí tanto aquello que lo hace excederse por sobre los demás seres como lo que lo vuelve meritorio de cierta excelencia, pero que a su vez lo deja en evidencia como un ser mísero, desdichado, desvalido. A lo largo de la historia, no pocos han reflexionado sobre estas dos fuerzas que operan en constante contrapunto, y algunos nos han dejado elocuentes exaltaciones de la condición humana, así como condenas capitales del hombre, que es nada.

Las dos partes que conforman este binomio ‘representan dos extremos de la visión de lo humano, las dos caras de una sola moneda’, dice Pablo Sol Mora, quien escribe sobre la evolución de estas ideas desde la Antigüedad clásica hasta el siglo XVII. En las páginas de Miseria y dignidad del hombre en los Siglos de Oro encontramos así una primera parte donde se nos brinda una revisión histórica sobre estos dos conceptos y, en un segundo bloque, un análisis de las ideas que, en torno a este par de lugares comunes, aparecen en una selección de tres autores renacentistas y tres barrocos: Fernán Pérez de Oliva, Francisco Cervantes de Salazar y Fray Luis de León, representantes del primer Siglo de Oro, y Francisco de Quevedo, Pedro Calderón de la Barca y Baltasar Gracián, del segundo».

La reseña completa, aquí: http://www.letraslibres.com/espana-mexico/revista/la-mejor-o-la-peor-criatura-todas

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Robert de Montesquiou, profesor de Belleza

Leo Profesor de belleza, que incluye textos de Robert de Montesquiou y Marcel Proust. Es bien sabido que el primero inspiró al segundo el Barón de Charlus de En busca del tiempo perdido (también, supuestamente, habría servido de modelo al Des Esseintes de Huysmans, de lo que ya se quejaba el aludido).

Marie Joseph Robert Anatole de Montesquiou-Fézensac (1855-1921) fue miembro de una de las casas más antiguas de la nobleza francesa. Fue también crítico de arte y poeta (más bien mediocre, según sus detractores), pero, sobre todo, un esteta y un artista del dandismo, esa religión del fin de siècle. Bien lo constatan sus decenas de retratos –hechos por Whistler, Boldini y Doucet, entre otros– y algunas fotografías, como la de arriba. Como quería Wilde, ejerció más el arte en su persona que en su obra. Proust, snob hasta la médula (véase, si no, el texto “Fiesta literaria en Versalles”, aquí incluido), babeaba de admiración frente a él e intentó granjearse su simpatía y amistad. Presiento que al conde el pequeño Marcel le habrá caído más o menos en gracia y lo trataría con cierta condescendencia.

Curiosamente, Proust parece muy preocupado por la fama de decadente de Montesquiou, que es precisamente la que lo hace más interesante a nosotros: “es un ámbito atractivo, pero limitado, y que cada vez parece estar más abierto a todo el mundo. La elegancia y el pecado no son cosas profundas. El satanismo es bastante fugaz y el dandismo también. Las verdaderas realezas deben basarse en un nacimiento de más alta cuna o en una conquista más inmaterial. Suponiendo incluso que nadie lo llegase a destronar, el señor de Montesquiou, si solo fuese eso, solo sería un ejemplar extravagante y suntuoso representativo del joven contemporáneo insustancial”.

Quizá Montesquiou no era solo un dandy decadente, pero era principalmente eso, y no está mal. No todo mundo puede ser Byron. Quizá el texto que mejor lo revela es “Nosmet”, incluido originalmente en el pascaliano Los juncos pensantes. Allí, a propósito de D’Anunzzio, otro dandy maldito, Montesquiou razona sobre la incomprensión que rodea a la individualidad y recurre a Goethe, a Baudelaire, a Leopardi y, cómo no, sobre todo a Stendhal, príncipe del Individualismo: “He vivido lo suficiente para saber que la diferencia engendra odio”, “No se engañe. Los hombres ven que no lo complacen dirigiéndole la palabra”, “No podía gustar, era demasiado diferente”, etc.

Sí, tal vez no fue, como a su idólatra le hubiera gustado, un gran crítico o un poeta inmortal, pero fue sin duda un devoto de la Belleza, a la vez discípulo y profesor, que en cierta forma es siempre efímera. Un solo verso suyo basta para explicarlo y justificarlo: “soy el soberano de las cosas transitorias…”.

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Roberto Calasso o el editor clásico

Leo La marca del editor de Roberto Calasso, el mítico editor y dueño de Adelphi (www.adelphi.it). En una edad de gerentes editoriales y meros vendedores de libros, Calasso es un editor a la antigua, alguien que entiende la edición como “un género literario”, por utilizar sus propias palabras, y, cosa más rara aún, un editor que es además un autor por derecho propio. Un editor que es un escritor o un escritor que es un editor. Rara vez los dos atributos coinciden.

En una época en que sellos editoriales otrora independientes y prestigiosos son sistemáticamente engullidos y sus catálogos degradados por los grandes consorcios trasnacionales, Calasso y Adelphi, como otros valientes editores y sus empresas, muestran que otra forma de editar sigue siendo posible. Una forma que es eminentemente personal, lo cual, en principio, parecería ser una obviedad (claro, idealmente un editor es un lector con gustos e ideas específicos que poco a poco va construyendo un catálogo que es su reflejo), pero que actualmente dista de serlo. Editores como Calasso no tienen una “política editorial” o “comercial”, tienen una poética. En sus textos, una palabra aparece una y otra vez: la palabra forma, el indicio más claro de la concepción eminentemente artística de la labor editorial. Sobre Aldo Manuzio, escribe: “fue el primero en concebir la edición como una forma. Forma en todas las direcciones: ante todo, obviamente, por la selección y la secuencia de los títulos publicados. También por los textos que los acompañaban… Después, por la forma tipográfica del libro y por sus características de objeto… la forma de un sello editorial se observa también en el modo en que sus diversos libros están juntos”. A diferencia de lo que haría un editor literario convencional (separar sus colecciones por género, por ejemplo: narrativa, poesía, ensayo, etc.), Calasso, en su emblemática Biblioteca Adelphi, ha mezclado sin reparo todos los géneros y, sin embargo, logrado que tenga una unidad, una coherencia, que salta a la vista. Así, aparecen sin problemas juntos, un número tras otro: Klossowski, Borges, Isaac Bashevis Singer y Aldo Manuzio, por poner unos ejemplos. Claro está que esta lógica interna solo puede darla a una colección o un sello un editor que tenga un criterio literario auténtico y personalísimo.

Dos amenazas, por lo menos, creo, se ciernen sobre la noble figura del editor clásico en estos tiempos: una, ya mencionada, la del mero gerente, administrador o mercadólogo metido a editor de libros, y al que únicamente preocupan las ventas y la publicidad; otra, típica del fenómeno –en sí loable y que representa la esperanza de la edición– de las editoriales independientes, del editor improvisado, de buenas intenciones, al que le pareció cool el oficio (todo mundo quiere editar algo, repite Calasso varias veces), pero que, alas!, no es muy lector que digamos y, por lo tanto, es imposible que llegue a tener la cultura y el juicio literarios que hacen al verdadero editor. Solo con ellos podrá realmente dejar su marca (es más bella la palabra italiana del original, por no estar contaminada de mercadotecnia: su impronta).

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Semblanza de Jacobo Siruela

En un futuro no muy lejano, alguien, parafraseando “El jardín de senderos que se bifurcan” de Borges –maestro y amigo de nuestro homenajeado, con quien preparó la memorable colección La Biblioteca de Babel–, podría decir: “Asombroso destino el de Jacobo Fitz-James Stuart, Martínez de Irujo, conde de Siruela. Nacido en Madrid, en 1954, en el seno de una de las más prominentes casas de la aristocracia europea, la casa de Alba; niño en un jardín simétrico del palacio de Liria; docto en vampiros y decadentes, en literatura fantástica, artúrica y en la interpretación infatigable de los sueños y la tradición hermética, diseñador gráfico, ensayista y jardinero. No abandonó nada de esto para construir una de las obras editoriales más importantes de la lengua española”.

Para los amantes de los libros, el nombre de Jacobo Siruela está asociado, no solo a la mítica editorial que bautizó con su apellido y a la más reciente Atalanta, sino, sobre todo, a una forma de entender la edición –que no es, en última instancia, sino una forma de entender la lectura– que está hecha de exigencia, escrupulosidad, pulcritud, curiosidad y un refinado buen gusto. Al último trecho del siglo XX y a este, inicial, del XXI, no les han faltado excelentes editores –Roberto Calasso, Jaume Vallcorba, Vladimir Dimitrijevic, entre otros– personas que han ejercido cabalmente el oficio de editar, que no lo confunden con una de las ramas de la administración y no se reducen a ser meros gerentes, que tienen un criterio editorial y literario personalísimo, y que entienden que fundar o dirigir una casa editora es, idealmente, compartir una visión del mundo con los lectores. Ahora bien, aun dentro de este selecto grupo, Jacobo Siruela ocupa un sitio aparte.

Tras estudiar en la Universidad Autónoma de Madrid, y con apenas veinticinco años, comenzó su carrera de editor, de manera singular e inesperada –marcando una pauta que habría de seguir toda su vida– con la publicación en 1980 de La muerte del rey Artur, anónimo de la materia de Bretaña del siglo XIII, en una exquisita edición para bibliófilos. Poco tiempo después vendría la fundación de Siruela y las célebres colecciones: El Ojo sin Párpado, la Biblioteca Medieval, los Libros del Tiempo, entre otras. Pocas editoriales, me atrevería a decir que ninguna, hizo tanto en su momento por la literatura fantástica y las letras medievales como Siruela. Me permitiré una brevísima confesión personal: yo fui un adolescente que descubrió la literatura fantástica en buena parte gracias al catálogo de Siruela, pero no solo eso; para mí y para muchos, significó también el descubrimiento de otra forma de concebir el libro, materialmente, gracias al esmero con el que estaban hechos, al cuidado de la tipografía, el papel, el diseño de las portadas, etc. Para generaciones de lectores en español, sin duda para mí y muchos otros, los libros de Siruela eran el máximo objeto del deseo, y aun hoy los atesoro como una moderna joya bibliográfica.

La aventura de Siruela se prolongó más de veinte años y después, en la cúspide del prestigio literario y aun comercial, Jacobo Siruela hizo lo que ninguna persona que se deja guiar por la prudencia ordinaria haría: dejó la editorial y empezó, de cero, un nuevo proyecto. Ya en ese caso, lo previsible habría sido seguir los exitosos pasos de la empresa anterior, pero ¿a quién le interesa repetir un éxito ya probado? Ciertamente no a Jacobo Siruela quien, una vez más, fue fiel al precepto del dandismo y el decadentismo: haz siempre lo contrario de lo que se espere de ti. Así, en el 2004, nació Atalanta, que es hoy una de las editoriales más importantes, y más hermosas, del mundo hispánico. En el camino, Jacobo Siruela abandonó la ajetreada vida en Madrid y, siguiendo el consejo de fray Luis de León, se alejó del mundanal ruido y fue a refugiarse a una masía en el Ampurdan, en Cataluña, en donde, en medio de tanto alboroto separatista, no veo por qué no habría de proclamarse un nuevo Condado de Siruela o, mejor aún, el Reino de Siruela.

Hasta hace no mucho, Jacobo Siruela era conocido, sobre todo, como un exquisito y discreto editor, pero, a raíz de la publicación, en 2010, de El mundo bajo los párpados, vasta investigación sobre el mundo onírico, y, más recientemente, de Libros, secretos, se ha puesto de relieve la que acaso sea su dimensión más profunda: la de ensayista y pensador original. En las antípodas de la idolatría tecnológica y la fascinación hueca por la innovación, Jacobo Siruela nos ha hecho ver que la Modernidad no es tan moderna como pensamos y que en su corazón hay elementos muy antiguos. No porque le de la espalda a lo moderno o a lo actual, al contrario, la suya es una verdadera lección de cómo, por citar una frase que le es cara, “aprender a ver las formas viejas con ojos nuevos”. De su abuelo se dijo que era “un hombre de alma antigua”. Sería fácil repetir el elogio refiriéndose a él, pero inexacto, porque Jacobo Siruela es un hombre de alma antigua y moderna, del presente, del único presente que vale la pena vivir, el que no ha perdido la memoria y que está firmemente enraizado en el pasado y la tradición.

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