Empacar y desempacar bibliotecas

Leo un bello y breve libro de Alberto Manguel –del que todo leedor que se precie debería leer, dicho sea de paso, Una historia de la lectura–, Mientras embalo mi biblioteca. Una elegía y diez digresiones. Por alguna razón que nunca precisa, Manguel debió abandonar hace algunos años su casa y biblioteca en la campiña francesa. Preparar sus libros para la mudanza sirvió de pretexto a este libro. No debió ser tarea fácil, pues la colección de Manguel se compone de alrededor de treinta y cinco mil volúmenes, cifra no desdeñable para una biblioteca personal.

Estando yo mismo en el proceso de finalmente reunir mi modesta biblioteca en un solo lugar, luego de años de pequeñas bibliotecas dispersas, no me ha costado trabajo empatizar con Manguel. El que lleva a cabo una tarea semejante aspira a que la organización sea definitiva, pero una de las lecciones del libro es que esto bien puede resultar una ilusión (y, en el fondo, siempre lo es, pues el destino de las bibliotecas es azaroso y su vida rebasa por mucho la nuestra; quién sabe cuál será la suerte final de nuestros libros).

Empacar y desempacar libros es una tarea ardua, melancólica y gozosa (y muy cansada). La vida entera desfila rápidamente frente al que embala y desembala sus libros. Bien lo sabe Manguel:

 

Cada una de mis bibliotecas es una especie de autobiografía de muchas capas y cada libro alberga el instante en que lo leí por primera vez… El libro que saco de la caja que se le había asignado, en el breve momento previo a otorgarle el sitio que le corresponde, de pronto se convierte en mi mano en un símbolo, en un recuerdo, en una reliquia, en una muestra de ADN a partir de la cual puede reconstruirse un cuerpo entero.

 

Hay lectores –grandes lectores– que no aspiran a formar bibliotecas y que tienen relativamente pocos libros. Borges, como recuerda Manguel, sería el ejemplo máximo. Uno se lo imaginaría rodeado de libros en su casa, pero no era el caso; apenas unos cuantos libreros. Yo sé de escritores –buenos escritores– con poquísimos libros y poco apego material a los libros. Los admiro, pero no los envidio nada. Quizá el lector más sabio sea aquel que lee muchos libros (o más bien pocos, profundamente) y que no le importa poseer ninguno, porque sabe que los verdaderamente importantes los ha incorporado a su ser. Quizá sea una muestra de debilidad y hasta de manía juntar libros que no necesariamente nos harán mejores ni más inteligentes. Acepto plenamente esa posibilidad; seguiré comprando libros.

El final de libro de Manguel, verdaderamente elegíaco, es magistral, al mismo tiempo melancólico y esperanzador:

 

¿Cuáles secciones de mi desmantelada biblioteca sobrevivirán y cuáles se volverán obsoletas? ¿Qué alianzas inesperadas se formarán entre mis volúmenes guardados en cajas una vez que estén ubicados en su nuevo sitio? ¿Qué etiquetas nuevas surgirán en los estantes, ahora que las antiguas se han descartado? ¿Seré yo, su lector habitual, quien se pasee entre las pilas de la biblioteca, satisfecho por recordar un título por aquí y sorprendido de encontrar otro por allí? ¿O será mi espíritu el que rondará en silencio la próxima encarnación de mi biblioteca? “En ma fin gît mon commencement.” “En mi final está mi principio”, se dice que María Estuardo, la reina de Escocia, había bordado en su ropa cuando estaba en la cárcel. Ese parece un lema adecuado para mi biblioteca.

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La muchacha que leía novelas del siglo XIX: The Marriage Plot de Jeffrey Eugenides

Comprada hace años, leo apenas The Marriage Plot (2011), de Jeffrey Eugenides, a quien, como muchos, conocí primero por la adaptación al cine de su primera novela, The Virgin Suicides (1993). Aparte, Eugenides ha escrito una tercera –la segunda cronológicamente–, Middlesex (2002). Suele tomarse casi diez años entre novela y novela y leyendo The Marriage Plot se entiende: una trama y unos personajes muy elaborados, de largo desarrollo. Una obra así no se escribe en un par de años. Recuerda un poco a Freedom de Jonathan Franzen –esta aún más ambiciosa, claro–, no por la recurrencia de personajes y ambientes –jóvenes norteamericanos que asisten a la universidad–, sino por ser básicamente novelas decimonónicas escritas en el siglo XXI, con un ligero twist.

Aparte de girar alrededor del obvio, y muy entretenido, conflicto amoroso –un triángulo originalmente situado en Brown a principios de los ochenta entre Madeleine, devota lectora de novelas victorianas; Leonard Bankhead, brillante estudiante de ciencias, casanova y maniaco-depresivo, y Mitchell Grammaticus, alumno de estudios religiosos inmerso en una búsqueda espiritual que, adivinamos, acabará siendo escritor–, The Marriage Plot es una novela sobre la lectura. Baste la primera línea: “To start with, look at all the books”, y luego el detenido catálogo de las lecturas de la protagonista: Wharton, James, Dickens, Trollope, Austen, Eliot, Brönte… Madeleine es una leedora (una leedora romántica, claro). Sin embargo, el libro clave en la historia para ella no será, por cierto, una novela sino… Fragmentos de un discurso amoroso (el mejor libro de Barthes, diría yo, el llamado a sobrevivir).

En el momento del ascenso de la teoría literaria y la deconstrucción en las universidades gringas, la pobre Madeleine va a parar a una clase de semiótica teórica (Eugenides, que se ve que las padeció, no desaprovecha la oportunidad para criticarlas). Tras intentar descifrar aquellos textos esotéricos, vuelve a sus novelas y reflexiona:

 

Reading a novel after reading semiotic theory was like jogging empty-handed after jogging with hand weights. After getting out of Semiotics 211, Madeleine fled to the Rockefeller Library, down to B Level, where the stacks exuded a vivifying smell of mold, and grabbed something –anything, The House of Mirth, Daniel Deronda– to restore herself to sanity. How wonderful it was when one sentence followed logically from the sentence before! What exquisite guilt she felt, wickedly enjoying narrative! Madeleine felt safe with a nineteenth-century novel. There were going to be people in it. Something was going to happen to them in a place resembling the world.

 

Me pregunto si esta hermosa imagen –la muchacha que lee vorazmente novelas del siglo XIX– no va perteneciendo cada vez más, inexorablemente, al pasado. Por lo pronto, sigue leyendo, Madeleine.

 

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Criticismo, 8o. Aniversario

In memoriam George Steiner (1929-2020),

maestro de lectura

 

Con el emblemático número 33, Criticismo llega a su octavo aniversario. Comenzó con un pequeño grupo de jóvenes –tres son un grupo, ¿no?– que deseaba comenzar a hacer crítica y compartir su entusiasmo por la literatura y el cine. Con el tiempo, el grupo original se fue ampliando y modificando, pero, más importante, fue sumando una serie de colaboradores regulares y ocasionales que han hecho posible la revista a lo largo de estos años. Hoy, Criticismo suma más de ochenta reseñistas que han escrito sobre más de doscientos autores y doscientas setenta obras, y quien repasara la hemeroteca virtual de la revista se encontraría con un pequeño panorama de la literatura y el cine de la segunda década del siglo XXI, en español y otras lenguas.

Propósito original de Criticismo fue ser una especie de escuela de crítica, un punto de encuentro y formación de jóvenes críticos. Nada nos satisface más que mirar atrás y ver cómo algunos de ellos, que publicaron aquí sus primeras reseñas, son hoy críticos consolidados, dueños de un criterio, un estilo y una voz personales. Han crecido con la revista y la revista ha crecido con ellos, gracias a ellos. Aunque esa primera etapa con los miembros originales se haya cumplido, Criticismo sigue y seguirá buscando jóvenes a quienes interese iniciarse en las tareas de la crítica, y no hay número en el que no haya uno que escribe por primera vez.

Dispersos en diversas ciudades, países y continentes, los colaboradores y lectores de Criticismo han hecho de ella una revista global, asentada en México y España, pero con vocación panhispánica, vocación que tenemos el propósito de reforzar, convencidos de la unidad de la cultura, la literatura y la crítica en lengua española. Su principal medio de difusión sigue siendo internet, donde aparece trimestralmente, aunque desde hace diez números lo acompaña una edición impresa semestral que se distribuye gratuitamente en librerías, en particular en México, lo que no ha sido el menor de los esfuerzos y las satisfacciones de estos ocho años.

Al llegar al número 33 y a su octavo aniversario, Criticismo comienza una nueva etapa que se propone ser más madura y más exigente. Reafirma su compromiso, como sostuvo en su primer editorial, con “el poder de la palabra escrita, la lectura lenta y la reflexión detenida y fundamentada”. Frente a la creciente comercialización de la literatura, la uniformidad editorial y la banalización de los catálogos, favorecidas por los grandes conglomerados, redoblará la atención en la búsqueda y la defensa de lo que considera genuinamente literario.

Leer es un acto solitario e intransferible; se lee en soledad y nadie leerá por nosotros. Y, sin embargo, antes y después del acto de la lectura hay algo no menos grato y necesario: la conversación sobre libros, imposible sin los otros. Criticismo ha aspirado a ser parte de esa conversación y convertirse en algo más que un grupo de lectores aislados. A ocho años del comienzo y esperando que vengan muchos más, no parece excesivo escribirlo: Criticismo, una comunidad de lectores.

http://www.criticismo.com/

 

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El nadador y el poeta: a propósito de José Luis Rivas

Es bien sabido que José Luis Rivas es un poeta acuático: poeta del mar, del río y del estuario, ese lugar donde mar y río se juntan. Repasando su trayectoria poética en la antología Paraíso para todos, uno tiene la impresión de que Rivas nunca ha dejado de ser el niño frente al mar y al río cuya infancia es evocada memorablemente en Tierra nativa (1982), que con justicia pudo haberse llamado Agua nativa. ¿No es, en el fondo, realmente así? Toda vida surge del agua –el nacimiento de Venus es su mejor expresión mitológica– y es ella el elemento primordial. No pretendo adentrarme en los profundos misterios del agua en la poesía de Rivas. Mi propósito es mucho más modesto. Releyendo su obra, me llamaron la atención las imágenes y las metáforas relativas al nado y al nadador que aparecen aquí y allá, desde Tierra nativa (1982) hasta Pájaros (2005).

Natación y poesía tienen, de hecho, una larga historia que podríamos remontar hasta la Odisea. ¿Cómo no recordar el canto V, cuando Ulises abandona la isla de Calipso y llega a la isla de los feacios? Todos recordarán que Poseidón hace naufragar la modesta almadía del héroe y entonces se aparece Leucótea, divinidad marina, que le ordena: “Quítate esas ropas y abandona la balsa a que se la lleven los vientos, y nadando con tus brazos esfuérzate en regresar a la tierra de los feacios, donde es tu destino que consigas salvarte. Toma este velo divino para que lo extiendas bajo tu pecho, y no temas sufrir nada ni morir”. Odiseo, como de costumbre, desconfía, pero cuando el dios termina de destruir su barca, no le queda sino seguir las instrucciones de Leucótea. Homero, entonces, dice: “En seguida extendió el velo bajo su pecho, y se zambulló de cabeza al mar poniendo delante sus manos, dispuesto a nadar”. Dos días y dos noches pasa Odiseo en el mar hasta que finalmente divisa la tierra, pero está se encuentra rodeada de riscos y acantilados, donde teme morir estrellado. Logra asirse a una roca y luego, gracias a la perseverancia infundida por Atenea, conquista nadando la desembocadura de un río y se pone a salvo. El nado es para Ulises sinónimo del esfuerzo y medio de salvación.

Se podría hacer –se ha hecho, en realidad, véase el libro Splash! Great Writing about Swimming de Laurel Blossom– toda una antología de grandes pasajes sobre nadar o natación en la literatura. Sin embargo, las conexiones entre nadar y específicamente la poesía van más allá de fragmentos que hablan de esta actividad. Nadar, como escribir poemas, es, ante todo, una cuestión de ritmo. Hay que saber controlar la respiración, inhalar y exhalar, medir las pausas y los latidos, las sílabas o las brazadas; son ejercicios de precisión. Al buen nadador se le identifica por la exactitud y la gracia de sus movimientos: se hace uno con el agua, se desliza en ella, no se le nota el esfuerzo; los poemas del buen poeta parecen, a su vez, naturales, fluyen como el líquido, no denotan el trabajo que hay detrás.

F. S. Fitzgerald decía que “toda buena escritura es como nadar bajo el agua aguantando la respiración”. No exageraba: ambas actividades requieren concentración, control, lucidez, y ambas implican riesgos. Ricardo Piglia tiene un relato titulado “El nadador”, recogido ahora en Los diarios de Emilio Renzi. Es, aparentemente, un cuento muy sencillo: en él, el nadador en cuestión, que es también quien cuenta la historia, se sumerge en un barco hundido en busca de algún tesoro. Al comienzo, reflexiona: “al entrar al océano perdemos el lenguaje. Solo el cuerpo existe, el ritmo de las brazadas y el resplandor del día en la superficie del agua. Al nadar no pensamos en nada, salvo en la luminosidad del sol contra la transparencia del agua”. Al final, encuentra un modesto premio: una antigua moneda de plata, una moneda griega. El escritor, si persiste y tiene suerte, tras sus inmersiones en el océano del lenguaje, podrá volver también con un pequeño tesoro: una moneda verbal, un poema, por ejemplo.

Me parece que uno de los primeros poemas de Rivas en los que el acto de nadar adquiere cierta trascendencia es “Una canción de polizón”, incluido en Tierra nativa. Allí, el polizón, en un episodio de naufragio que recuerda al de Odiseo, dice:

 

¡Me acerco al canto, Capitán, con los brazos suplicantes

del náufrago que nada ansiosamente

            hacia aquel espejismo que finge una boya

a mitad del espanto!

            Pero sigo nadando, tesonero,

y por la desesperación más honda

voy trasponiendo poco a poco los diferentes espejismos

            hasta que acabo medio muerto,

            boqueando junto a los pargos reventados de la marisma…!

¡Solo para entender, entonces, que se trata de una nueva ilusión!

 

El polizón, pues, también es poeta, y entiende que la palabra no le entregará sus frutos así nada más, que deberá nadar sin descanso y que incluso lo que parece un premio puede resultar un espejismo. Sin embargo, no desistirá: seguirá esforzándose, nadando, hasta hacerse uno con el agua, aunque al final todo se revele un nuevo sueño.

En Asunción de las islas (1992) hay un poema en el que nadar es el medio que hace posible el descubrimiento o la revelación. Se trata de “La señal”:

 

La primera señal

la descubrimos una tarde

en los recios rompientes del ancón.

Dejamos de bañarnos a la orilla

de nuestro campamento

para ganar a nado, cala adentro,

el más remoto risco del barranco,

aquel que sobrevuela limpiamente

el águila marina.

 

Lo que los nadadores parecen descubrir es una luz, una luz inédita, “que debía venir de un ámbito distinto, / del lado esclarecido de la tierra”. Vuelven a la gruta al día siguiente: “nadamos a brazo partido todo el tiempo / hasta cruzar la extraña luz azul / que en un principio hería nuestro ojos”. En la tercera sección, la naturaleza de la luz se revela en uno de los versos más memorables del poema: “era la sola luz en soledad surgiendo”. Imposible no recordar aquí aquella otra luz, esa “luz no usada” de la “Oda a Salinas” de fray Luis. Los espacios, incluso, son afines: en el caso del poeta áureo la revelación de la luz ocurre en una catedral, al son de la música, y, en el caso de Rivas, en una catedral natural –una gruta–, bajo el sonido del mar.

De vuelta en su campamento, el nadador concluye:

 

Volvimos por la noche,

con los brazos exhaustos y los ojos quemados

por una nueva luz.

Nos dirigimos en silencio a nuestro lecho.

 

El nado, aquí, ha sido el esfuerzo que ha permitido la revelación. Hay epifanías, en la vida y en el arte, pero estas no se entregarán gratuitamente. Habrá que ir a buscarlas, nadando a brazo partido. Nadar, como escribir, no es, en realidad, algo natural. Es producto del ingenio; es algo que se aprende y se cultiva, un arte y una técnica. Nadar y escribir, medios de salvación.

El año pasado, de vuelta en Xalapa, me topé con José Luis, dónde más, en el restaurante La Cava Catalana. Si a alguno de ustedes, alguna vez, le urge encontrarlo, es solo cuestión de ir ahí y esperar. Tarde o temprano va a aparecer. Bromeando le dije que a él, eventualmente, tendrán que hacerle una estatua en La Cava, como la hay de Pessoa en el café A Brasileira, en Lisboa, luego de tanto tiempo pasado ahí. Me preguntó qué estaba escribiendo y le contesté que un ensayo sobre Alejandro Rossi; charlamos brevemente sobre Rossi y Edén, su último libro, una crónica novelada de su infancia.

La anécdota viene al caso porque en esta obra está una de las mejores imágenes de la natación en toda la literatura hispánica, que no resisto citar aquí. Recordemos que Alex, el protagonista de la novela, ha pasado todo el verano en un hotel en Argentina, enamorado de una niña italiana sin decirle nada y sin atreverse a meterse en la piscina enfrente de ella. Al final, sin embargo, le habla y se anima a meterse a nadar. Entonces leemos:

 

Eran las nueve de la mañana y el agua todavía estaba fría. Comenzó a nadar con lentitud, estilo rana, el agua abriéndose a brazadas en suaves ondas laterales. Ahora no era necesario inventar nada, ni imaginarse en otros sitios. No, estaba allí, en la piscina del Hotel Edén, en La Falda, en la provincia de Córdoba, en Argentina. Sí, en la piscina del Hotel Edén y era la primera vez que nadaba allí porque nunca se había atrevido a nadar delante de ella, la divina Adriana. Ahí estaba, sí señor, en la piscina del Hotel Edén, metiendo la cabeza en el agua y también mirando a la izquierda y a la derecha, a los árboles que sombrean las gradas en las que se sentó durante semanas y a los tubos cromados de las escalerillas. A los ladrillos rojos de los vestidores, a la banderola en el techo, al salvavidas colgado en el muro –él, nadador luminoso, incansable, redimido.

 

Porque nadar, en efecto, redime: reconcilia con el cuerpo, con el sol y el agua, con la sensualidad, con el mundo. Rossi lo sabía y Rivas, qué duda cabe, lo sabe también.

He querido dejar para el final de este texto los versos relativos al nado que me parecen más felices de toda la obra de Rivas. Se encuentran al final de Río (1998), una de sus obras mayores, en la que el poeta rememora su infancia en Tuxpan. A lo largo del poema, el río se ha ido cargando de significados: es literalmente un río, pero es también el tiempo, la niñez, la sangre, la felicidad, el sueño, el paraíso, etc. Hacia el final, dice:

 

Y aquel río no acaba porque es afluente de tu dicha

y va contigo a todas partes

sin que te enteres

que es él quien vuelve del revés

tus párpados

para que veas como lo hacías de niño

oh, maravilla

con los ojos enormes

arrobados

 

El poema podría concluir ahí, pero el poeta-nadador agrega una estrofa más, que no voy a enturbiar con un comentario y con la que me gustaría terminar:

 

Y así quedamos

amantes de por vida

mi madre el río

y yo en su medio

nadando porque sí…

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En memoria de George Steiner (1929-2020)

No es ninguna novedad observar que la figura del profesor o maestro ha perdido buena parte del prestigio que antes poseía. Enseñar, dar clases, es considerado como una actividad laboral entre otras, no ciertamente la que mayores gratificaciones reporta (y no hablo de las económicas, eso por descontado) y que con demasiada frecuencia tiene que ver más con la resignación que con el entusiasmo. Da clases aquel que no puede hacer otra cosa, el que ha probado su incompetencia para la acción y el mundo real. “El que sabe hacer una cosa, la hace. El que no sabe, la enseña”, como reza la cruel sentencia que se recuerda en estas páginas.

George Steiner –crítico literario, humanista y profesor– dedica este libro, compuesto por las célebres Charles Eliot Norton Lectures de la Universidad de Harvard que impartió hace algunos años, a reflexionar sobre el acto de enseñar y las complicadas relaciones entre quienes dan el conocimiento y quienes lo reciben. Maestro en un sinnúmero de universidades, el magisterio de Steiner se ha extendido alrededor del mundo a través de sus libros y conferencias. Pocos seguramente se encontrarán en mejor posición para examinar este tema.

Lecciones de los maestros, que toma su título del famoso relato de Henry James, va desde los presocráticos hasta los maestros modernos. En la primera etapa de este recorrido sobresale el análisis de dos figuras que han sido el modelo del maestro en occidente: Sócrates y Jesús. En trabajos anteriores (los memorables ensayos “Dos cenas” y “Dos gallos” incluidos en Pasión intacta) Steiner había estudiado ya algunos paralelismos entre ambos personajes. El siguiente capítulo trata de eminentes maestros y discípulos como Plotino, San Agustín o Dante. La obra de este último es leída como una “epopeya del aprendizaje”. En la relación de Dante con Virgilio, en su encuentro con Brunetto Latini, la Comedia plantea aspectos centrales de la relación entre el maestro y el discípulo. Es en partes como esta, en el comentario de textos, que el autor despliega su personal maestría, pues Steiner, ante todo, es en efecto un “maestro de lectura” (véase sus conversaciones con Ramin Jahanbegloo). Para descubrir y explicar los sentidos de una obra, no precisa recurrir a una jerga abstrusa y pseudocientífica o a una serie de esquemas, blancos favoritos de sus frecuentes críticas al estado actual de los estudios literarios; su acercamiento a los textos se basa en una amorosa sensibilidad, una inteligencia aguda y una sobria erudición (su premisa crítica quedó enunciada desde el inicio de su primer libro, Tolstoi o Dostoievski: “La crítica literaria debería surgir de una deuda de amor”). Al finalizar este capítulo, a propósito de la relación entre Flaubert y Maupassant, el autor aprovecha para cuestionar seriamente la idea de las clases de “Escritura Creativa” y los talleres de creación literaria, ese curioso invento norteamericano que como la fast-food se ha extendido al resto del mundo.

Más adelante, Steiner se ocupa de otras célebres relaciones maestro-discípulo en la ficción o en la realidad: Fausto y sus acólitos; Tycho Brahe y Kepler. No podía faltar Heidegger –presencia inevitable en su obra, baste recordar su Heidegger– en su doble papel de alumno y maestro, primero en su feroz relación con Husserl, luego con Hannah Arendt. Después, pasa a maîtres à penser tan disímiles como el ahora frecuente e injustamente olvidado Alain (¿cuántos lectores tienen hoy, fuera de Francia, los Propos?) y Nietzsche, y dedica todo un capítulo a la tradición del magisterio en Estados Unidos. No podía ser menos, tomando en cuenta el origen de la obra; sin embargo, no deja pasar la oportunidad de criticar la sombra que cubre desde hace años la relación entre maestro y alumno y, en general, toda la vida académica norteamericana: la corrección política. En un ambiente en el que el comentario o el gesto más inofensivos corren el riesgo de ser malinterpretados, se imponen el silencio, la simulación y la hipocresía.

Ser profesor, enseñar, es ciertamente una actividad llena de riesgos, de luces y sombras. Una buena clase, una lección magistral, requiere no menos de inspiración que de una preparación adecuada y depende, además, de un conjunto de factores de enorme fragilidad. Por cientos de horas grises en un aula habrá, quizá, una luminosa. Esa basta, sin embargo, para redimir ese viejo oficio, el más modesto, el más alto al que podemos aspirar: “Despertar en otros seres humanos poderes, sueños que están más allá de los nuestros; inducir en otros el amor por lo que nosotros amamos; hacer de nuestro presente interior el futuro de ellos: ésta es una triple aventura que no se parece a ninguna otra… Es una satisfacción incomparable ser el servidor, el correo de lo esencial, sabiendo perfectamente que muy pocos pueden ser creadores o descubridores de primera categoría. Hasta en un nivel humilde –el del maestro de escuela–, enseñar, enseñar bien, es ser cómplice de una posibilidad trascendente”.

Las gratificaciones, en efecto, son enormes, pero no son menores los riesgos, pues si todo trabajo mal hecho tiene consecuencias, las de un mal profesor (torpe, mal preparado, perezoso, aburrido; las formas de enseñar mal son innumerables) pueden ser letales para el espíritu: “Una enseñanza deficiente, una rutina pedagógica, un estilo de instrucción que, concientemente o no, sea cínico en sus metas meramente utilitarias, son destructivas. Arrancan de raíz la esperanza. La mala enseñanza es, casi literalmente, asesina, y, metafóricamente, un pecado… Instila en la sensibilidad del niño o del adulto el más corrosivo de los ácidos, el aburrimiento, el gas metano del hastío”. Sería deseable que todo aquel que da clases –desde el preescolar hasta el posgrado– reflexionara detenidamente sobre estas palabras.

 

Reseña de Lecciones de los maestros publicada originalmente en La Jornada Semanal, 527 (10 de abril, 2005).

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En memoria de Alberto Blecua (1941-2020)

La reunión en un volumen de una antología de artículos publicados a lo largo de una vida puede no siempre parecer justificada, incluso a los ojos del propio autor. Es cierto, nunca estuvieron destinados a un gran público, se encuentran en las revistas y las publicaciones especializadas y quien los necesite generalmente los encontrará. ¿Para qué entonces –podría preguntarse– agregar uno más a los demasiados libros de los que hablaba Gabriel Zaid? Sin embargo, el lector agradece a veces que se haga caso omiso de estos reparos, sobre todo en un caso como éste, pues no sólo vuelve más accesible una serie de trabajos dispersos (cada quien elegirá los de su mayor interés), sino que brinda la oportunidad de apreciar una trayectoria crítica y ofrece un modelo de labor filológica.

En el “Prólogo”, el autor observa la construcción narrativa de sus estudios (“con principio –exordio retórico–, narración, argumentación y peroración”) y, de paso, el carácter “soporífero”, en buena medida, de esa extraña criatura: el artículo filológico. Con demasiada frecuencia, me temo, éste es visto y practicado como una especie de informe de laboratorio: monótono, aséptico, pedestre, sin el menor vuelo de inspiración. Nos resignamos a leerlos como quien se resigna a una tarea que sabemos ingrata, pero necesaria. Y, sin embargo, puede y debe ser diferente, aquí hay varios ejemplos. Incluso si el tema de tal o cual artículo no es de nuestro interés particular, su lectura muchas veces acaba cautivando gracias a la prosa y la esmerada construcción del texto. En lo personal, por ejemplo, reconozco que la recepción dieciochesca de Boscán no es un tema que me atraiga a primera vista, pero he disfrutado enormemente leyendo “Un lector neoclásico de Boscán”, en el que el autor confronta las anotaciones a la princeps de un lector del XVIII con las de otro del XIX y observa en ellas el fiel reflejo de las sensibilidades de sus épocas.

El libro se abre con “El concepto de ‘Siglo de Oro’ ”, un trabajo de historia intelectual en el que el autor contribuye a aclarar la elaboración de eso que con frecuencia olvidamos que es, ante todo, una idea. Considerando que gran parte de los trabajos versará sobre literatura áurea, resulta por demás pertinente que éste sea el primero. Uno de los artículos más interesantes del conjunto es del que procede el título del libro, “¿Signos viejos o signos nuevos? (Fino amor y Religio amoris en Gregorio Silvestre)”, en el que a través del análisis de la religión de amor, característica de la lírica provenzal, en la poesía amorosa del autor, Blecua muestra puntualmente como un signo en apariencia viejo (el fino amor) es en realidad un signo nuevo o, quizá seria mejor decir, renovado. Nadie, en efecto, se baña dos veces en el mismo río, y cuando un viejo tópico o idea regresa nunca es exactamente el mismo, aunque por fuera lo parezca. El trabajo resulta emblemático del resto porque si una preocupación destaca en los artículos aquí reunidos (que no por nada se subtitulan Estudios de historia literaria) es justamente la de leer históricamente, en un contexto y una tradición.

Es esta misma preocupación la que podemos apreciar en un trabajo como “El entorno poético de fray Luis”, en el que a través del repaso de lo que flotaba en la atmósfera poética que respiraba el maestro León y que en su obra brilla por su ausencia –sonetos, villancicos, romances, por decir algo– se resalta su originalidad por excepción, por todo aquello que no es, y no sólo, como es costumbre, por lo que sí es. Es la misma que llevó al autor al estudio de la tradición del apotegma, “La literatura apotegmática en España”, en el que se considera los avatares en la Península de aquellos que Erasmo llamó egregie dicta, y a sus trabajos sobre Cervantes en tanto historiador literario, “Cervantes, historiador de la literatura”, o inmerso en el mundo de la retórica, “Cervantes y la retórica (Persiles, III, 17)”. La importancia atribuida a la tradición es la que se encuentra en el origen de los estudios sobre Virgilio en España, particularmente en relación con Góngora, y de las notas sobre la lectura que del poeta cordobés hizo Jorge Guillén. Tratándose del autor del Manual de crítica textual, no podían faltar trabajos sobre la materia, como “Las Repúblicas literarias y Saavedra Fajardo”, o un apretado resumen de dicho libro, “Generalidades sobre crítica textual”.

Hablando sobre sus maestros, Blecua observa atinadamente que éstos, en realidad, son “los libros o artículos pretéritos y presentes de maestros, amigos e ignotos filólogos”. Esto bien podría aplicarse al suyo. Reunión de saber filológico pacientemente acumulado a lo largo de los años, Signos viejos y nuevos es un libro que enseña a leer: con rigor y amenidad; con erudición, sin pedantería; con amor al detalle, pero sin perder la amplitud de miras.

 

Reseña de Signos viejos y nuevos publicada originalmente en la Nueva Revista de Filología Hispánica, 56 (2008), pp. 523-524.

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Gonzalo Rojas, lección a los ochenta

Malva Flores me obsequia, autografiado, el Diálogo con Ovidio de Gonzalo Rojas, en la bella edición de Aldus y El Dorado del año 2000. Lo leo casi de un tirón y allí me topo con “Ochenta veces nadie”, escrito por el poeta en su octogésimo cumpleaños. Gran lección, para cualquier aniversario:

 

Bueno, y si muero el cero ya es otra cosa

y eso se verá si es que procede

el mérito del resurrecto. La apuesta es ahora,

ese ahora libertino cuando uno

todavía echa semen sagrado en las muchachas, y

no escarmienta, construye casas,

palafitos airosos construye para desafiar al esqueleto, viaja,

odia la televisión, vive solo

en su casa larga de Chillán de Chile, unos setenta

metros de nadie, cuida

las rosas, acepta las espinas, se

aparta al diálogo con su difunta, rema en el aire

a lo galeote, como antes, todo en él es antes, el

encantamiento es antes, el

sol es antes, el amanecer,

las galaxias son antes.

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Necesidad de música de George Steiner

Entre todas las críticas –literaria, pictórica, cinematográfica, etc.,–, ninguna, sin duda, más ardua que la musical. ¿Cómo expresar en palabras lo que dice la música? La crítica literaria tiene el privilegio de hacerse con el mismo material con el que están hechos sus objetos (la novela, el poema, el ensayo, el drama): son palabras sobre palabras y, en principio, unas podrían explicar lo que dicen otras. La cosa se complica cuando lo que hay que describir y dilucidar son imágenes, pero aún ahí el lenguaje puede decir algo; sin embargo, ¿la forma pura de la música? Es la última frontera, el gran desafío de las palabras y la crítica. La música, evidentemente, significa, pero lo que nos transmite escapa al lenguaje verbal. Y, entre más puro y poderoso es el mensaje musical, más difícil es aproximársele con meras palabras. Cuando escuchamos, digamos, las sonatas y partitas para violín de Bach, estamos sometidos a una experiencia estética única de sentido e intensidad, somos arrebatados por la música y de alguna manera podríamos decir que la entendemos, pero, acabado aquello, si nos preguntaran qué significó, qué nos dijo Bach, la respuesta más elocuente, y quizá la única posible, sería el silencio.

De allí el mérito de quien emprende la crítica musical, a sabiendas de la derrota casi asegurada (habría que distinguir, claro, entre quien se limita a criticar una ejecución concreta, de un concierto o una ópera, por ejemplo, y quien se atreve a la empresa más difícil de intentar desentrañar una obra). Si ejerce por escrito, el crítico de cualquier disciplina, aparte de un vasto conocimiento de la misma, debe, además, naturalmente, ser un buen escritor. Es comprensible que sea entre los críticos literarios, en principio quienes más atención conceden al lenguaje, de donde también surjan de vez en cuando ejemplos de crítica de pintura, cine o música. Es el caso de George Steiner –en mi opinión, el mayor crítico literario vivo– que, sin dedicarse propiamente a la crítica musical, la ha ejercido asiduamente y con maestría.

Steiner, lo saben sus lectores, es un melómano. Ya en el texto que da título al libro (que por ahora existe solo en español y que es fruto del loable esfuerzo de su editor y traductor, Rafael Vargas Escalante, y de Grano de Sal), confiesa: “sospecho que muchos de nosotros elegimos la música en lugar del libro o elegimos el tipo de libro que sacrifica menos la atención que reservamos para la música. Para mí, ese es el sentido personal, perturbador, que atribuyo a la frase ‘necesidad de música’. Me doy cuenta de que, en ese sentido, necesito cada vez más música en mi vida personal y privada”. Pero leer a Steiner es mucho más que leer a un crítico que a un gran conocimiento literario aúna la pasión por la música; es vérselas con alguien que parece encarnar lo mejor de la tradición occidental: la filosofía, la literatura, la música, la pintura, el arte, etc. Su vasta cultura, su plurilingüismo, su capacidad de establecer relaciones, su formación clásica, su sensibilidad moral y su agudeza lectora –que lo mismo aplica a una novela, a una sinfonía o a un cuadro– hacen de él un crítico fuera de serie y un verdadero maestro de lectura. Provisto de credenciales académicas que tranquilamente podrían haber hecho de él un habitante de la torre de marfil, ha tenido siempre claro que la supervivencia del humanismo y la crítica no se juega solamente en el claustro, sino en la plaza pública, en la alta divulgación, dialogando y orientando al lector común del que hablaba Virginia Woolf. Leerlo es siempre una llamada de atención, un ejercicio exigente, un recordatorio de los asuntos realmente importantes, con frecuencia diluidos en medio del parloteo académico y literario.

Esta es la experiencia de lectura que aguarda al lector en textos como “Una sala de conciertos imaginaria”, en la que Steiner discute los pros y contras de tener demasiada música a nuestro alcance gracias a la tecnología, fenómeno que Spotify o Apple Music han agudizado hasta el delirio (en efecto, por un lado, ¿cómo no agradecer la posibilidad de tener casi cualquier cosa, desde un canto gregoriano hasta una pieza de John Adams, al alcance de un click?; por otro, es innegable la banalización del hecho de “escuchar” música que esta facilidad puede acarrear, la pasividad del que escucha y la promiscuidad musical a la que puede dar pie). O un texto como “Moses und Aron, de Schönberg”, que se presenta como una humilde nota para el programa de mano del Covent Garden, pero que es un auténtico ensayo sobre el problema religioso planteado en la obra: la relación del hombre con la divinidad personificada en los dos protagonistas; la mosaica, que postula un Dios absolutamente trascendente, “omnipresente, invisible e inconcebible”, y la de Aarón, que mediante el canto supone un Dios cercano, comprensible para el hombre, patente en sus milagros (Steiner, en sus momentos más profundos, roza siempre lo metafísico o la esfera de lo que en otro libro ha llamado las “presencias reales”). O la conferencia “Mysterium tremendum”, en la que repasa los perturbadores mitos del origen de la música (Apolo y Marsias, Orfeo y las sirenas), siempre asociados a la violencia, y examina la ambigua moral de la música. Con justicia, un sitio aparte en el libro merece el texto “Solo a tres voces”, breve obra dramática en la que dialogan un músico, un poeta y un matemático y que es un buen ejemplo de la obra creativa de Steiner, de sus virtudes y sus limitaciones, en la que la exposición de las ideas prima sobre todo lo demás. El resto del libro lo componen reseñas –género del que Steiner es modelo– de libros sobre música.

En los famosos capítulos sobre la música en El mundo como voluntad y representación, Schopenhauer razonó así su poder: “la música, que no es, como las demás artes, una representación de las ideas o grados de objetivación de la voluntad, sino que representa a la voluntad misma directamente, obra sobre la voluntad al instante; esto es, sobre los sentidos, las pasiones y la emoción del auditorio, exaltándolos o modificándolos”. Quizá sea esta, en el fondo, la razón de nuestra necesidad de música.

 

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El último amor de López Velarde

Margarita Quijano –última etapa de la trilogía amorosa del poeta, luego de María Nevares y Fuensanta– fue, ya se sabe, una mujer excepcional. Profesora de Literatura de la Escuela Normal, culta, refinada, ávida lectora de poesía, fue probablemente la primera y única mujer de la que López Velarde se enamoró con la que pudo sostener un verdadero diálogo sobre los asuntos que más le importaban. De pronto, y cuando quizá no lo esperaba, Ramón se encontró con un alma gemela, su contraparte femenina.

Lo que llama la atención, y el motivo de esta nota, son los medios a través de los cuales ocurre ese encuentro. Para empezar, López Velarde se enamora de ella mediante su escritura. Una amiga de ambos, la actriz Eugenia Torres, le muestra las cartas que había recibido de ella mientras se encontraba en Francia (Margarita, que quería ser actriz, había ganado una beca del gobierno mexicano para ir a estudiar actuación a París, pero sus padres no le permitieron ir, y en su lugar fue su amiga). Las cartas –a las que se refiere, admirado, en la prosa “Don de febrero”– dan cuenta de las tribulaciones espirituales de Margarita, y el poeta cae rendido frente al espectáculo de esa alma angustiada. Se enamora de ella en sus cartas, de sus cartas.

Siguiendo su típico ritual de cortejo, digno de un poeta cortés del siglo XIII, López Velarde comienza a acecharla. Suele esperarla para subir al mismo tranvía que los lleva de la colonia Roma a sus respectivos trabajos, en el centro, y procura regresar con ella. La observa discretamente, a la distancia, pero nunca le habla. A veces, en un mecanismo típico de la psicología amorosa lopezvelardeana, se impone el castigo de no verla en días para mejor embelesarse al volverla a ver (véase el extraordinario poema “La mancha de púrpura”). Tristán no lo habría hecho mejor: ¿no hay obstáculo?, yo mismo me lo pongo. Así pasan ¡tres años y medio! Un día, finalmente se anima a entregarle una nota (se enamoró de ella leyéndola, y ahora le escribe).

Después, la comunicación que habrá de marcar el resto de su relación, la aparición del nuevo medio: el teléfono (pensemos que estamos a principios del siglo XX, el teléfono es un aparato modernísimo que muy poca gente tiene; la familia de Margarita, sí, pues es rica; López Velarde, desde luego que no, pero tiene acceso a uno en su oficina). Ramón habla por teléfono a su casa y se la juega, pues no es seguro que ella conteste –podemos imaginar su nerviosismo–, pero contesta. Margarita pregunta quién habla y viene entonces la famosa replica: “¿Sabe usted quién soy yo?, ¿hay alguna persona que tenga más interés que yo en hablar con usted?”. Ella responde que no sabe –aunque, por supuesto, sabe– y cuelga.

Más tarde, son por fin presentados formalmente por un amigo común, el doctor Pedro de Alba, en el restaurante del hotel Del Jardín y comienzan su amistad, pero esta transcurre, principalmente, a través del aparato. Él le habla todas las noches, cuando ya todos en casa de ella se han acostado, y pasan conversando horas. Comenzó a enamorarse de ella en sus cartas y terminó de hacerlo por teléfono. Hay una distancia que se niega a romper. Se ven en persona de vez en cuando, claro, pero su punto de encuentro son, sobre todo, esas llamadas nocturnas.

Luego, lo inexplicable: tras seis semanas de relación (tres años y medio de cortejo, seis semanas de relación), terminan para siempre, “por el motivo que Dios, el poeta y yo sabemos”, según palabras de la propia Margarita. A los tres años muere él, en 1921 (ella, que siguió a la distancia, desconsolada, su rápida enfermedad y agonía, lo sobreviviría hasta 1975). Uno se pregunta, sin embargo, qué tanto López Velarde quería realmente la plena realización de ese amor. “Tú no sabes la dicha refinada / que hay en huirte…”.

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Piglia y Borges: el último homenaje

Leo ahora el último libro de Ricardo Piglia, Los casos del comisario Croce (el policía de pueblo que había aparecido en Blanco nocturno). Es bien conocida la afición de Piglia por el policial y esta, su última obra, es su más franca incursión en el género. Como era de esperarse, no es solo un libro policiaco: es su parodia, pastiche, homenaje, crítica, etc. Algunos de los mejores cuentos (“La música”, “El Astrólogo”) se habían adelantando en la Antología personal (2014). Sin embargo, mi preferido es ya oficialmente “La conferencia”. En él, Croce es arrastrado a una conferencia que un escritor ha venido a impartir a la biblioteca del pueblo y para la que casi no hay público. El escritor, naturalmente, es Borges y la charla trata sobre el género policial… “Bueno, caramba –dijo con voz titubeante–, nos hemos reunido esta noche para celebrar, más que para comprender, un arte menor. Quizás habría que decir una artesanía, pero sin amilanarnos y con coraje lo nombraré el arte de componer relatos policiales o, mejor, –titubeó y tartamudeó lento–, el arte de componer felices y/o asombrosos relatos o, más modestamente, cuentos policiales, lo que los ingleses llamaban detective fiction”.

Es, desde luego, el último homenaje de Piglia a Borges, el autor decisivo de su obra. Piglia, a fin de cuentas, hizo lo único que se puede hacer con una influencia como la borgeana: asumirla e imitarla con variantes, modificarla.

Croce y Borges, obviamente, simpatizan y hacia el final, tras entonar estrofas del Martín Fierro, sostienen este diálogo:

 

–Somos dos paisanos argentinos –dijo el escritor–, dos criollos.

–Dos baqueanos.

–Sí, dos rastreadores. Leemos pistas, rastros.

–Buscamos lo visible.

–En la superficie.

–No hay nada oculto.

–Buscamos lo que se ve.

 

Una vez más, el lector y el detective. Saber leer: descifrar las apariencias.

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Jaulario de Ricardo Piglia

Me topo con Jaulario (La Habana, 1967), el primer libro de Ricardo Piglia. El verdadero primer libro, no La invasión (Buenos Aires, 1967), al que Piglia solía atribuir ese privilegio. Salieron el mismo año, pero no son exactamente el mismo (el cubano tiene nueve cuentos; el argentino, diez; el orden de los relatos es otro y hay modificaciones en algunos textos). Casi cuarenta años después, La invasión se reeditaría en Anagrama, pero ese es prácticamente otro libro (lo primero que tendría que hacer alguien que quisiera leer a Piglia en serio sería examinar cuidadosamente el proceso de reedición y reelaboración de sus libros).

Jaulario recibió Mención en el Premio Casa de las Américas de 1967 (el concurso que querían ganar todos los jóvenes narradores latinoamericanos de aquel entonces); el ganador fue Antonio Benítez Rojo y, en la categoría de novela, David Viñas, íntimo amigo y a la postre un poco rival de Piglia. Lo primero que despierta la curiosidad es la intención de olvidar el título original y sustituirlo por La invasión. Naturalmente, remite a otros títulos famosos: Bestiario (1951) de Cortázar, Confabulario (1952) de Arreola. ¿Le habrá parecido a Piglia demasiado cortazariano y por eso decidió olvidarlo? Y es que no era solo cortazariano el título: el primer cuento, “Tierna es la noche” (tiernamente dedicado a Scott Fitzgerald, dedicatoria que desaparecería más adelante), con su magesca protagonista femenina, Luciana, denota la influencia del Cronopio, con el que Piglia mantuvo una relación ambigua (véase el duro ensayo “Sobre Cortázar” en Crítica y ficción). Ningún cuento se titula como el libro, pero varios de ellos transcurren en jaulas o cárceles, literales o metafóricas. La prisión sería a la larga una de las grandes metáforas de la obra de Piglia y toda ella no deja de ser un poco este renegado jaulario.

Aquí aparece por primera vez Emilio Renzi (solo Emilio en “Tierna es la noche” y ya Renzi en “En el calabozo”, posteriormente renombrado “La invasión”; en “Desde el terraplén” el protagonista todavía se llama Ricardo, pero en las siguientes ediciones ya es Emilio: Piglia no acababa de otrarse). La mayoría de los cuentos son los típicos relatos de un cuentista de veinte años o casi adolescente que narra la amistad, el sexo, la soledad, la desilusión. Se escapan “Mata-Hari 55” y el mejor relato, “Las actas del juicio”, que, sin embargo, no deja de ser una imitación de cierto Borges.

En el prólogo a la reedición de La invasión (2006), Piglia anota: “si me decido a publicarlo es porque no le veo demasiadas diferencias con los libros que he escrito desde entonces. No me parece que un escritor escriba mejor a medida que avanza o mejore con los años”. En realidad, de Jaulario a lo que vino luego hay una diferencia no pequeña y es un hecho que su escritura mejora, se profundiza y se vuelve más compleja.

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Breve revistero mexicano de Guillermo Sheridan

Hasta hace no mucho, todo grupo de jóvenes con inquietudes literarias que se respetara llegaba más temprano que tarde a la misma conclusión ineluctable: hay que hacer una revista. Luego –en los bares, en los cafés, en las universidades– se sucedían infinitos debates: cómo sería la publicación, a favor de qué y contra qué (porque una revista literaria, por supuesto, tiene que estar a favor de ciertas cosas y en contra de otras o es un folleto informativo), qué idea de la literatura enarbolaría, a quiénes se invitaría, cada cuándo saldría y, ya más prosaicamente y si el realismo alcanzaba hasta allí, cómo se financiaría, dónde se imprimiría, etc. Después, claro, la revista muchas veces no se hacía nunca (¿cuántos proyectos abortados habrá en ese revistero fantasma?), o salían dos números y todo el asunto pasaba rápidamente a mejor vida. ¿Te acuerdas de cuando quisimos hacer una revista?

Bien que mal, de ese generoso impulso juvenil solían nacer las revistas literarias, emblemas generacionales. Es precisamente de este espíritu del que Guillermo Sheridan traza la historia en este libro, que reúne sus estudios sobre publicaciones literarias del siglo XX en México y que bien puede leerse como una historia alternativa de las letras mexicanas modernas pues, en efecto, pocas cosas reflejan mejor la vida de una literatura que sus revistas. Aquí figuran, desde luego, Contemporáneos, Examen, Taller, Tierra Nueva, El Hijo Pródigo, Plural, Vuelta, pero también las menos conocidas y efímeras Gladios, La Nave, Pegaso, San-Ev-Ank, Revista Nueva, La Falange, Forma, etc. Sheridan las repasa críticamente, sin excluir la ironía ni el humor (de los poemas de Savia Moderna anota: “Hay más poesía en los anuncios: ‘Emulsión de Scott con hipofosfitos de cal y de sosa’ ”; de Frente a Frente, “tiene el encanto de las traducciones que convierten la chair est triste en ‘la silla está triste’ ”, etc.), pero con una simpatía esencial, pues Sheridan posee, qué duda cabe, un “alma revistera”, según la memorable fórmula de Alejandro Rossi.

Una misma idea se repite varias veces a lo largo del libro: estudiar revistas literarias y hacer su historia es un capítulo de historia de las ideas o las mentalidades, o sea, de historia intelectual. Estudiar a fondo una revista, indizarla, escribir su “biografía” debería ser una de las principales tareas de la academia literaria. Lo es, este libro es un buen ejemplo, pero, como el propio Sheridan observa, debería serlo más sistemáticamente, sobre todo en tesis de maestría o doctorado (sin embargo, los trabajos de historia literaria parecen infravalorados, son poco cultivados y predominan los trabajos de pseudocrítica en los que se pretende aplicar un variado coctel teórico a una determinada obra, dando lugar a textos con frecuencia ilegibles y más bien inútiles).

La publicación de Breve revistero mexicano da pie y casi obliga a reflexionar sobre el presente y el futuro de las revistas literarias. El tono del libro, en ese sentido, es francamente pesimista y elegíaco: “En México, como en todo el orbe hispánico, no había movimiento generacional literario de valía que no orbitase alrededor de una revista. (Ya no más: todo se ha disuelto en el perol bisbiseante de ‘las redes’ ”; “las revistas literarias son ‘la mejor respuesta a la declinación de la literatura’, escribió hace medio siglo Lewis Coser. (Bueno: fueron)”, etc. ¿Realmente es así? ¿Ya en ninguna parte del orbe hispánico se juntan cuatro jóvenes con la intención de renovar la literatura o la crítica? Naturalmente, el factor decisivo que ha modificado el panorama de las revistas literarias (y de toda la prensa) es el cambio tecnológico representado por el formato digital y la irrupción de las redes. No representa necesariamente su fin, sino su transformación (pese a los agoreros, el periodismo no ha desaparecido ni desaparecerá por el hecho de que la impresión de periódicos haya disminuido y eventualmente desaparezca). De hecho, la tecnología ha vuelto mucho más fácil la creación de revistas y otros medios literarios. Imprimir y distribuir una revista es caro; crear una revista electrónica es, en comparación, muy barato y con mucho mayor alcance potencial, evidentemente. Se argumentará que muchas de las revistas literarias que aparecen en línea a principios del siglo XXI poseen una calidad desigual, tienen una vida efímera y a veces desaparecen sin mayor pena ni gloria, pero ese fue exactamente el mismo caso de las revistas impresas de principios del siglo XX. Algunas de ellas combinan los formatos digitales e impresos, pero suelen tener en la red su principal medio de difusión (menciono solo algunos ejemplos hispanoamericanos y españoles: Avispero, Bacánika, Hermano Cerdo, Literariedad, Lucerna, Oculta Lit, Otra Parte, Revista de Letras, Siwa, Zopilote Rey). Es pronto para juzgar cuáles de las revistas que nacieron en la edad de internet perdurarán, se convertirán en referencia en el futuro o serán la semilla de publicaciones más maduras (en todo caso, estoy seguro que un Sheridan del porvenir escribirá su historia), pero declarar la defunción de la revista literaria parece un poco excesivo.

Para terminar y porque no está demás recordarlo: Sheridan –que a su tarea académica y literaria suma una puntual labor periodística– se ha convertido en uno de los críticos más lúcidos (y, al parecer, incómodos) del poder en México; a tal punto, que las delicadas reacciones de este a la crítica han desatado la previsible ola de descalificación e intolerancia de sus seguidores, que ya incluyó las amenazas a domicilio. Es curioso: los insultos, las descalificaciones, repiten en algunos casos literalmente los que en su momento recibieron, de otros fanatismos, los Contemporáneos (esa miserable banda de conservadores, reaccionarios, elitistas, etc.), que Sheridan ha estudiado a fondo. Han creído denostarlo; lo han honrado.

 

Publicado originalmente en https://www.letraslibres.com/mexico/revista/alma-revistera

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La melancolía de Herbert Quain

Mucho menos famoso que su pariente Pierre Menard, Herbert Quain languidece en la bibliografía crítica borgeana. Algunos trabajos hay, pero no muchos y su historia (“Examen de la obra de Herbert Quain”) debe ser de las menos atendidas de Ficciones. Destino lógico, por lo demás, para un personaje que desde su invención Borges quiso gris e incomprendido. Ya se sabe: “no se creyó nunca genial; ni siquiera en las noches peripatéticas de conversación literaria, en las que el hombre que ya ha fatigado las prensas, juega invariablemente a ser Monsieur Teste o el doctor Samuel Johnson… Soy como las odas de Cowley, me escribió desde Longford el 6 de marzo de 1939. No pertenezco al arte, sino a la mera historia del arte”.

Releyendo el “Examen”, reparo en la crítica de Quain a un fenómeno que no ha hecho sino agudizarse, la vulgarización de la escritura y el detrimento de la lectura: “Quain solía argumentar que los lectores eran una especie ya extinta. No hay europeo (razonaba) que no sea un escritor en potencia o en acto”. Basta reemplazar europeo por occidental (incluida, claro, esta parte excéntrica de occidente que es América Latina). En la actualidad, pululan los talleres de escritura o creación literaria (bastante menos, creo, los de lectura) y hasta programas académicos que prometen formar escritores. Casi no hay ama de casa, jubilado, adolescente que no sea autor o que no proyecte serlo. Apenas han leído algo, pero eso no los arredra. Ellos quieren ser –perdón, son– escritores.

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El Libro de los ritos de fray Diego Durán

En el siglo XIX, el historiador José Fernando Ramírez lamentaba la fortuna de fray Diego Durán: “la historia que conserva recuerdos harto triviales, suele dejar en el olvido, o envueltos en tinieblas impenetrables, hechos y nombres que la posteridad inútilmente le demanda. Injusta con fray Diego Durán, le deparó todas las desventuras que pueden perseguir, al que ha consumado una larga y laboriosa vida en útiles trabajos… Diligente investigador y conservador de antiguas tradiciones y monumentos históricos, trabajó para extraños, o para la polilla, no dejándonos recuerdo alguno, ni de su familia, ni de su persona”. Los siglos XIX y XX, empezando por el propio Ramírez, su primer editor, fueron reparando la fortuna del fraile dominico (en especial de su Historia de las Indias de Nueva España, su obra más editada), pero es apenas ahora, con la aparición de esta edición crítica, que uno de sus trabajos más importantes, el Libro de los ritos, nos ha sido plenamente restituido por Paloma Vargas Montes.

Fray Diego Durán, nacido en Sevilla en 1537 y emigrado niño a la Nueva España, vivió esos años cruciales posteriores a la Conquista en los que la cultura religiosa mexica, si bien obviamente reprimida, se encuentra muy viva y literalmente al alcance de la mano. Durán, por ejemplo, recuerda sus paseos juveniles con sus amigos por los alrededores del templo de Cihuacoatl, “la casa del diablo”, no lejos del actual Zócalo, en el que aún eran visibles los ídolos y las efigies de piedra. No se trata, naturalmente, de la experiencia moderna de visitar unas “ruinas”. La sombra de los antiguos dioses se extendía aún por la vieja Tenochtitlán, recién convertida en Ciudad de México.

Tras ingresar en la Orden de Predicadores, a mediados del siglo XVI, Durán fue aguzando su interés por los asuntos indígenas y comenzó su vasta tarea etnográfica, histórica y de estudios religiosos. Como otros cronistas, cumplió el peliagudo papel de mediador y traductor entre la cultura y la lengua nativas y las de los recién llegados. En el caso de los temas religiosos, la razón oficial era clara: la extirpación de idolatrías; conocer bien las creencias antiguas de los indios para mejor convertirlos al cristianismo. Así lo declara en el prólogo: “hame movido, cristiano lector, a tomar esta ocupación de poner y contar por escrito las idolatrías antiguas y religión falsa con que el demonio era servido antes que llegase a estas partes la predicación del sancto Evangelio, el haber entendido que los que nos ocupamos en la doctrina de los indios nunca acabaremos de enseñarles a conocer al verdadero Dios si primero no fueren raídas y totalmente borradas de su memoria las supesticiosas ceremonias y cultos falsos de los falsos dioses que adoraban”. Pero no hace falta saber leer entre líneas para de inmediato advertir en el resto de su obra un genuino interés, por amor al conocimiento y a los pueblos entre los que vivió, más allá de la finalidad práctica sancionada y reconocida (y es, de hecho, gracias a hombres como Durán que alcanzamos a conocer los antiguos ritos). Una y otra vez defiende y hace el elogio del pueblo nahua: “¿En qué tierra del mundo hubo tantas ordenanzas de república ni leyes tan justas ni tan bien ordenadas como los indios tuvieron es esta tierra? ¿Ni dónde fueron los reyes tan temidos ni tan obedecidos ni sus leyes y mandatos tan guardados como en esta tierra? ¿Dónde fueron los grandes y los caballeros y señores tan respetados ni tan temidos ni tan bien galardonados sus hechos y proezas como en esta tierra? ¿En qué tierra del mundo ha habido tanto número de caballeros e hijosdalgo ni tantos soldados valerosos que con tanta cudicia y deseo procurasen señalar sus personas en servicio de su rey y para ensalzar sus nombres en las guerras por solo interese de qu’el rey los honrase, como en esta tierra?”. Como apuntó Enrique Krauze en La presencia del pasado, el principal rasgo de Durán fue la empatía.

El Libro de los ritos es una de las principales fuentes para conocer la religión de los antiguos mexicanos: sus dioses, ceremonias, fiestas, costumbres, etc. De obvio interés para el historiador o el antropólogo, lo es para cualquiera interesado en la historia de México. Mucho le ayuda el estilo de Durán, dueño de una prosa castellana clásica del siglo XVI: sobria, directa y clara. Como Bernal, es un autor plenamente literario por la forma. Las dificultades léxicas, las voces en náhuatl, las referencias históricas o mitológicas, son pulcramente resueltas en el aparato de notas compuesto por la editora, que preparó el texto basándose en el Códice Durán, resguardado en la Biblioteca Nacional de España (dicho sea de paso, sería deseable una edición en formato grande que, aprovechando este nuevo texto, reprodujera las bellas ilustraciones del códice: una joya bibliográfica).

Entre las curiosidades que depara al lector el Libro de los ritos se encuentran algunas de las descripciones más precisas de los sacrificios humanos. Por ejemplo, este a Huitzilopochtli: “y subía al lugar donde estaban apercibidos los ministros satánicos, y tomándolos uno a uno, uno de un pie y otro de otro, y uno de una mano y otro de otra, lo echaban d’espaldas encima de aquella piedra puntiaguda donde el cuitado le asía el quinto ministro y le echaba la collera a la garganta y el sumo sacerdote le abría el pecho, y con una presteza estraña le sacaba el corazón, arracándoselo con las manos, y así, vaheando, se lo mostraba al sol, alzándolo con la mano, ofreciéndole aquel vaho, y luego se volvía al ídolo, y arrojábaselo al rostro”.

El melancólico dictamen de Ramírez sobre la figura de Durán citado al inicio ha quedado por fortuna invalidado por la serie de estudiosos y editores que poco a poco han ido recuperando su obra. No acabó trabajando para extraños –ni para la polilla– sino para todos nosotros, los descendientes de españoles como él y de los antiguos mexicas (y otros pueblos indígenas) a los que dedicó su vida: los mexicanos de hoy.

 

Publicado originalmente en https://www.letraslibres.com/mexico/libros/el-libro-los-ritos-restituido

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De la vida académica

Leyendo sobre fray Luis de León y el Cantar de los cantares –cuya traducción y comentario fue el pretexto para que sus enemigos o, como él decía, “unos no muy amadores míos”, lo denunciaran a la Inquisición–, encuentro una conferencia de José Manuel Blecua que contiene la declaración de uno de sus malquerientes a propósito de una junta académica. Desde entonces, los claustros, tras su pacífica fachada, escondían odios jurados y violencias inusitadas (y ya se sabe, por lo demás, que el temperamento del Maestro León, poeta de la vida retirada y contemplativa, no era precisamente beatífico). Es una joya. El declarante en cuestión es el dominico León de Castro: “Este declarante y el dicho fray Luis vinieron a malas palabras porque le había sufrido este declarante una o dos veces que le había dicho ‘no tenéis aquí autoridad más de la que aquí os quisiéramos dar’ y enojado de la porfía el dicho fray Luis después le dijo a este declarante que le había de hacer quemar un libro que imprimía sobre Exahías, y este declarante le respondió que con la gracia de Dios que ni él ni su libro no prendería fuego, ni podía; que primero prendería en sus orejas y linaje, que este declarante no quería ir más a las juntas”.

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Contra críticos

“Perros murmuradores que, cuando sale algún libro a luz, están la boca abierta esperando si se cae en el suelo algún hueso –que no puede ser menos de caerse por ignorancia o descuido, pues no somos ángeles– para tener en qué roer”.

Jerónimo Gracián, Conceptos del divino amor (1612)

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«Se trata de escribir. Nada más». La narrativa breve de Salvador Elizondo

En plena composición de Madame Bovary, a principios de febrero de 1852, Flaubert escribe a Louise Colet:

 

¡Oh, qué cosa difícil es el estilo! Creo que no te figuras el género de este libro. Así como soy desaliñado en mis otros libros, en este trato de ir abrochado y de seguir una línea recta geométrica. Ningún lirismo, nada de comentarios, la personalidad del autor está ausente. Será triste de leer… Me dices que empiezas a comprender mi vida. Habría que conocer sus orígenes. Algún día, me escribiré a mis anchas. Pero entonces ya no tendré la fuerza necesaria. No poseo otro horizonte que el que me rodea inmediatamente. Me considero como si tuviese cuarenta años, cincuenta, sesenta. Mi vida es un engranaje montado, que gira regularmente. Lo que hago hoy, lo haré mañana y lo hice ayer. He sido el mismo hombre hace diez años… Soy un hombre-pluma. Siento por ella, a causa de ella, con relación a ella y mucho más con ella.

 

Más de una vez, Salvador Elizondo rindió tributo a los manes flaubertianos (notablemente en «Mi deuda con Flaubert», recogido en Camera lucida). Nada más lógico, si consideramos que el novelista francés fue el pionero de la «escritura pura» a la que denodadamente tendieron los esfuerzos del autor mexicano, creador de una de las obras más originales de la narrativa en lengua española del siglo xx, más una literatura en sí misma que sólo una obra.

De la carta, me interesa resaltar el concepto de «hombre-pluma», que tan bien ajusta al autor de El grafógrafo, vecino de los de «hombre-escritura» u «hombre-libro». Enrique Vila-Matas ha escrito una obra maestra sobre este último, El mal de Montano, y Elias Canetti hizo su memorable caricatura en el Peter Kien de Auto de fe, que finalmente opta por arder con su biblioteca antes que enfrentarse a las fuerzas salvajes de la vida. Sin embargo, más radical que ser un «hombre-libro» parece ser un «hombre-pluma» o un «hombre-escritura»; transformarse en la cosa que escribe o en la escritura misma. Esa fue, en última instancia, la intención de Salvador Elizondo: convertirse en un sistema de signos e, idealmente, en una escritura pura.

 

El resto, aquí: https://cuadernoshispanoamericanos.com/se-trata-de-escribir-nada-mas-la-narrativa-breve-de-salvador-elizondo/

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Esta bruma insensata de Enrique Vila-Matas

Infatigable, Vila-Matas ha publicado recientemente dos libros: su última entrega narrativa –no sé si llamarla novela, el propio libro previene contra el término–, Esta bruma insensata, y una de sus ya clásicas recopilaciones de artículos, Impón tu suerte. El título proviene de un desafiante poema de Los madrugadores de René Char –“impón tu suerte, abraza tu felicidad y ve hacia tu riesgo. Al mirarte, se acostumbrarán”– y resulta especialmente afortunado porque es como una cifra de la trayectoria artística de Vila-Matas, pues nadie como él, en la literatura hispánica reciente, ha construido su destino literario, creado una obra, persistido en sus obsesiones, formado a sus lectores: impuesto su suerte.

El itinerario editorial vilamatiano es paradójico: comenzó con una serie de libros de aprendizaje publicados en las décadas de los setenta y ochenta –Mujer en el espejo contemplando el paisaje, La asesina ilustrada, Al sur de los párpados y Nunca voy al cine– en editoriales independientes, algunas de ellas desaparecidas, que circularon escasamente y tuvieron poquísimos lectores; entró en una nueva etapa, más sólida, con su debut en Anagrama, Impostura (1984), y la mítica Historia abreviada de la literatura portátil (1985), que continuó con títulos que iban apareciendo con disciplina y constancia ––Una casa para siempre, Suicidios ejemplares, Hijos sin hijos, Lejos de Veracruz, Extraña forma de vida, El viaje vertical–, pero sin causar ningún terremoto editorial (eran, sin embargo, libros decisivos, en los que iba creando una obra y, más importante, un lector), y explotó ya en el siglo XXI con Bartleby y compañía (2000) y El mal de Montano (2002), que acarrearon el reconocimiento masivo e internacional. El resto es historia más conocida, incluida la mudanza en 2010 a Seix-Barral, parte de Planeta, a partir de Dublinesca. Lo que me interesa resaltar es que actualmente cuesta trabajo imaginar un autor más consagrado en el ámbito hispánico y que, no obstante, encaje menos en los criterios literario-comerciales que la industria editorial dominante suele preferir e imponer. Es significativo, y dice mucho de la perversión editorial actual, que justamente al mismo tiempo que se publica una obra ambiciosa y desafiante de la convenciones de “lo que debe ser una novela”, como Esta bruma insensata, la misma editorial, en la misma colección, publique un libro como el recién ganador del premio Biblioteca Breve, Días sin ti de Elvira Sastre, cuyo concepto de literatura –es un decir, claro– está en las antípodas del que encarna Vila-Matas. Al incluirlos en la misma editorial y colección, se entiende que los editores responsables los juzgan de una semejante calidad literaria y pretenden vendérselos así al lector. Algún incauto, me temo, podría caer en el engaño (y no sería culpa suya, claro, sino de la empresa que le da gato por liebre). Pero no, amigos mercaderes, no son ni remotamente semejantes y todavía hay lectores capaces de hacer la diferencia. El mismo fenómeno se repite en muchos sellos editoriales antaño independientes y notables, hoy parte de grandes conglomerados, en donde verdaderos autores son puestos a convivir sin pudor con la basura light y comercial más deleznable. Funcionará, supongo, en términos económicos, pero en literarios y críticos de largo plazo, no, y lo que cosecharán eventualmente será la degradación y el desprestigio de sus catálogos.

Ya desde Kassel no invita a la lógica (2014) Vila-Matas había aflojado las costuras de la trama y su prosa narrativa buscaba otros caminos, no tan sujetos a lo convencionalmente novelesco. El resultado es variado –afortunado en Kassel, no tanto en Mac y su contratiempo, más interesante en Esta bruma insensata– y presiento que no todos los lectores, incluidos algunos vilamatianos, lo seguirán. Al autor, naturalmente, no le quitará el sueño porque hace mucho tiempo que decidió que emprendería un camino absolutamente personal y que lo seguiría el que pudiera seguirlo y punto. La historia de la obra vilamatiana es la historia de la educación de sus lectores. Puede discutirse si ciertos libros o una etapa son mejores que otros –yo creo que se alcanzó un clímax que abarca Bartleby y compañía, El mal de Montano, París no se acaba nunca y llega hasta Exploradores del abismo, pero textos como “Chet Baker piensa en su arte” y “Bastian Schneider” me hacen pensar que todavía puede venir otro–, pero lo que no puede discutirse es que Vila-Matas está en una evolución permanente y se niega a repetirse fácilmente. La autenticidad de su trayectoria artística es ejemplar.

Esta bruma insensata es la historia de dos hermanos: Rainer Schneider Reus, alias Gran Bros, y Simon Schneider Reus (anteriormente conocido como Bastian Schneider, antes de que Vila-Matas se enterara de que efectivamente existe un joven escritor alemán de ese nombre y decidiera cambiar el de su personaje: la realidad imita anticipadamente a Vila-Matas). El primero es un escritor radicado en Nueva York, autor de una pentalogía novelística, “las cinco novelas veloces”, que lo ha convertido en una elusiva celebridad, pues, como Thomas Pynchon, elige ocultarse; el segundo vive anónimamente en Cadaqués y es el oscuro hokusai, o sea, proveedor de citas literarias, de su famoso hermano. Ya se ve: Vila-Matas being Vila-Matas. En realidad, apenas hace falta decirlo, los hermanos son uno solo, un Jano de la literatura, y representan dos grandes pulsiones vilamatianas: celebridad y anonimato, mostrarse y ocultarse, figurar y desaparecer.

La obra de Gran Bros está atravesada por una duda fundamental de ecos bartlebyanos: “en realidad el tema de fondo de sus libros es si seguir o no seguir, esa es su that is the question, una oscilación entre dos conciencias: la que desea tener fe en la escritura y la que preferiría inclinarse por el desprecio y la radical renuncia”. Además, a Rainer lo aflige de vez en cuando la mala conciencia del escritor de éxito que sabe que, mientras él triunfa, los autores verdaderamente grandes muchas veces escriben y mueren en la oscuridad, ajenos –ellos sí en serio y no por la vanidad de hacerse los escondidos– a toda frivolidad literaria.

Tengo la impresión de que Vila-Matas ha reunido en Gran Bros una serie de impulsos y tendencias negativas que lo han rondado a él mismo –la renuncia a la escritura, el hartazgo de lo literario, la sensación de fracaso, el resentimiento– y ha llevado a cabo un exorcismo. Probablemente todo gran escritor, todo gran artista, experimenta en algún punto la exasperación de su arte. Practicante consumado, en las antípodas de la ingenuidad del amateur, no puede dejar de advertir las costuras del artificio detrás de cualquier obra. Este es el conflicto de Gran Bros: “como cuando vino a decir que amaba la literatura, los libros, los autores, y que ese era su mundo, pero que tenía que proclamar, profundizando en la cuestión, que de todos esos autores, tanto de los que le gustaban como de los que apreciaba, tanto de los que idolatraba como de los que no le gustaban nada, tanto de los que se creían muy listos como de los que iban de tartufos, tanto de los avispados como de los crédulos, tanto de los chantajistas como de los mendigos, profundizando en la cuestión tenía que decir que de todos se reía. Porque había en todo lector, añadió Rainer, una vocecita que por lo bajo le decía acerca de todo lo que leía, por extraordinario que fuera: ¡anda ya!”.

El arte literario concreto de Gran Bros es el de la novela y a este también lo atiza, claro: “como cuando dijo que odiaba ya para siempre ese embuste de como mínimo cien páginas que agradaba tanto al mercado y que llevaba el nombre de novela y que siempre era algo artificial, planeado e inevitablemente trucado que exigía acontecimientos, acción al menos de vez en cuando, hechos generalmente arbitrarios, todo tipo de señoras saliendo de casa con banderas españolas a las doce de la mañana y mil obstáculos más que hacían que la novela tuviera que saltarse muchos momentos de reflexión y fuera perdiendo, por el camino, el potencial de la prosa sin aditivos”. A esto aludía más arriba cuando señalaba como paradójico el hecho de, por un lado, la indiscutible consagración editorial de Vila-Matas y, por otro, su resistencia y firme independencia frente a las preferencias del mercado literario. La astucia editorial consiste también en que la industria consiente esto en un autor de la talla y el prestigio ya ganado de Vila-Matas, pues se beneficia en términos de reputación publicándolo, aunque su criterio en el caso de otros escritores y obras sea completamente distinto y de hecho enfrentado al del autor.

En sus últimas obras narrativas (Kassel no invita a la lógica, Mac y su contratiempo, Esta bruma insensata), Vila-Matas parece efectivamente buscar esa “prosa sin aditivos”: la trama se adelgaza, los acontecimientos se diluyen, no pasa nada o muy poco, pero la prosa es lo que pasa, y la acción es reemplazada por una especie de continuum de reflexión narrativa en el que el autor da una y otra vez vuelta a sus obsesiones (la escritura, la lectura, la cita, el arte, la identidad…). Como desde el principio, Vila-Matas tantea, explora (sigue siendo un explorador del abismo), va en buscar de algo que él mismo no sabe exactamente qué es. Por ello la bruma –esa niebla que oculta las cosas y difumina las fronteras de lo aparente y lo real– es el símbolo idóneo de esa búsqueda.

El final de Esta bruma insensata es una furibunda diatriba contra la literatura por parte de un Gran Bros desquiciado que concluye en la renuncia final: “Desprecio y renuncia, esa era su decisión. Dejar atrás la maldita impostura de escribir”. Eso, sobra decirlo, es precisamente lo que Vila-Matas no ha hecho ni creo que vaya a hacer (“en literatura, callarme no me callaré nunca nada”, declaró hace poco en una entrevista). A Gran Bros, además, le falta lo más específica y felizmente vilamatiano: la apuesta por la alegría, el sentido del humor, la (auto) ironía. Vila-Matas, presiento, seguirá avanzado, imperturbable y sonriendo, hacia el corazón de la bruma.

 

Publicado originalmente en http://www.criticismo.com/esta-bruma-insensata/

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Alone, crítico literario

Leo, en las ediciones de la chilena Universidad Diego Portales, al crítico literario Hernán Díaz Arrieta, alias Alone (¡qué buen pseudónimo para un crítico!), del que nada sabía. Aparte de la siempre lamentada ignorancia en que las literaturas hispanoamericanas viven unas de otras, el hecho dice algo del oscuro destino que suele aguardar a los críticos. Alone, al parecer, fue el crítico más destacado del siglo XX en Chile y me temo que no sea muy leído fuera de sus fronteras. Debería serlo porque es uno de esos pocos críticos que escribió literatura sobre literatura

El libro en cuestión es Crónica literaria francesa –espero algún día poder conseguir sus memorias, Pretérito imperfecto, y los ensayos La tentación de morir y Aprender a escribir–, sus reseñas francófilas. Porque Alone era, previsiblemente, un afrancesado hasta la médula (como Christopher Domínguez Michael entre nosotros más recientemente, con quien tiene muchas afinidades). Su Crónica abarca los años cincuenta y sesenta: Maurois, Gide, Mauriac, Montherlant, Arland, Green, Anouilh, Peyrefitte, Sartre, Camus, Sagan, etc. Más de uno de esos autores, celebérrimos en su momento, entraron pronto en un purgatorio del que aún no han salido. En el centro de ese universo se encuentra Proust, al que Alone obviamente no reseñó por razones cronológicas, pero al que siempre remite.

Como suele suceder con la obra de críticos de otra época a los que vale la pena leer, en ocasiones los libros o autores de los que hablan no nos dicen nada, pero no importa: los leemos por la prosa del crítico. Alone era un crítico tradicional en sus formas, quizá anticuado en algunas de sus preferencias, pero clásico en lo esencial, que es lo que le da una sobria posteridad. Sabía la verdad fundamental de la crítica literaria: su naturaleza autobiográfica. Antes que Piglia, observó lo evidente: quien escribe sobre sus lecturas, cuenta su vida; escribes crítica y haces autobiografía.

Como en todo conjunto de reseñas, hay en este una poética de la lectura. Transcribo algunas de sus frases más felices:

 

“En ese dominio [la lectura] yo estaba solo. Ni maestro ni condiscípulos, ni lecciones ni aprendizaje. Tampoco el propósito de ‘formarme una cultura’ con fines utilitarios. Jamás se me ocurrió que me dedicaría a escribir. El placer, nada más, un placer desinteresado”.

 

“Sainte-Beuve dejó la poesía y la novela y, aunque a regañadientes, resignose a ser un mirador de las letras antiguas y contemporáneas, un lector que habla y escribe”.

 

“Conviene, de cuando en cuando, releer las obras inmortales que no están ‘de moda’, porque son superiores a la moda y su actualidad de un día se ha convertido en la actualidad de siempre. ¿Toda la atención pública ha de ser para el libro que pasa, escrito ayer, lanzado hoy, puesto mañana en el olvido?”.

 

“La crítica literaria ha sido, es y, hasta nueva orden, será un género poético, un arte, una manera que tienen los críticos de manifestar su personalidad y decir sus sentimientos a propósito de los autores, en vez de hacer como los poetas o los novelistas que se confiesan con el público a propósito de las personas o de los paisajes que han visto o imaginado. Nada más”.

 

“La gente se siente como honrada cuando admira cosas oscuras y que llaman complejas, aunque no les gusten y preferirían, en el fondo, algo claro”.

 

“El buen catador, como el buen crítico, es el que excluye menos, el que se embriaga mejor con toda clase de vinos”.

 

“Sabía [Proust] que la lectura se vuelve peligrosa cuando, en vez de despertarnos a la vida personal del espíritu, tiende a sustituirse a esta, cuando la verdad no se nos presenta como un ideal realizable mediante el progreso íntimo de nuestro pensamiento y el esfuerzo de nuestro corazón, sino como una cosa material depositada entre las hojas de un libro, miel preparada por manos ajenas”.

 

“Para un hombre como él [Mauriac], embebido de lecturas, traspasado por las bellas letras, la lista cronológica de las obras que sobre él influyeron equivale a una autobiografía”.

 

“La Providencia no ha querido, visiblemente, permitir que en los corazones literarios prospere la humildad”.

 

“En hacer, deshacer, puede irse la vida dándole al mismo asunto, eternamente empezado y vuelto a empezar. Cuidado con los escrúpulos de estilo. Son una trampa. Lo importante es la visión, la alucinación, el misterio”.

 

“La señora Verdurin, símbolo de la burguesía arribista, enriquecida recientemente, preguntó al más aristocrático de sus visitantes si no conocería a algún noble arruinado que pudiera servirle de portero. Su huésped repuso que sí, pero que había un peligro: si la señora Verdurin recibía personas de calidad, muchos, los más exigentes, acaso no pasarán de la puerta. Los autores que consideran la crítica como un género subordinado a la ‘obra de creación’ deberían meditar esta pequeña fábula”.

 

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Serotonina de Michel Houellebecq, novela de amor

Leo, cómo no, lo último de Houellebecq, Serotonina. No me escandaliza que un escritor se repita –todo verdadero autor, el que verdaderamente tiene algo que decir, lo hace–, el problema es que se repita de mala manera, degradando sus temas y formas, autocomplaciente e indulgentemente. Ya en Sumisión había indicios de esto, pero en Serotonina se agrava. Todo lo que hay en ella está mejor hecho antes, en alguna de las novelas previas. De hecho, Houellebecq creó su obra maestra irrefutable en su primera novela, Ampliación del campo de batalla, breve y contundente, y luego, conforme fue publicando más y aumentando la extensión, ha ido más bien decayendo. Las partículas elementales es buena, pero no tanto como Ampliación; Plataforma es buena, pero no tanto como Las partículas…Y, sin embargo, es uno de esos autores con los que uno establece un pacto: buenos, malos o regulares, seguiremos leyendo sus libros. Houllebecq ha sabido captar verdaderamente cierto espíritu de nuestro tiempo –lo que no habla muy bien de nuestro tiempo– y expresar parte de la angustia moderna.

Pese a su mala fama y su imagen provocadora y decadente, Houllebecq es en el fondo un conservador escandalizado, un moralista. Pocas cosas ha deplorado más que la pérdida de valores que según él hacen imposible el amor en el mundo contemporáneo. Si aisláramos algunos fragmentos sobre el amor en sus libros y nos dijeran que fueron escritos por un sacerdote católico, lo admitiríamos sin problema. Por ejemplo, este, en Ampliación: “Fenómeno raro, artificial y tardío, el amor solo puede desarrollarse en condiciones mentales especiales, difícilmente reunidas, y desde todo punto de vista opuestas a la libertad de costumbres que caracteriza a la época moderna. Veronique había conocido demasiadas discotecas y demasiados amantes; tal modo de vida empobrece al ser humano, infligiéndole daños a veces graves y siempre irreversibles. El amor como inocencia y como capacidad de ilusión, como capacidad de resumir el conjunto del otro sexo en un solo ser amado, raramente resiste a un año de vagabundeo sexual, jamás a dos”.

En Serotonina, novela fundamentalmente de amor, vuelve a la carga. El protagonista, Florent-Claude, ha perdido a Camille, el amor de su vida, por una infidelidad insignificante. Recordándola, dice: “He conocido la felicidad, sé lo que es, estoy capacitado para describirla, conozco también su final, lo que sigue habitualmente. Nos falta una sola persona y todo está despoblado, como se suele decir, hasta el término ‘despoblado’ es muy débil, suena un poco a estúpido siglo XVIII, no hay en él todavía esa sana violencia del Romanticismo naciente, lo cierto es que te falta una persona y todo está muerto, el mundo está muerto y tú mismo estás muerto”. Tristán no lo habría dicho mejor.

 

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