Paseos por Roma III

Mi principal objetivo bibliográfico en Roma era encontrar la edición de Eugenio Garin de las obras de Pico de la Mirándola (reeditada por Nino Aragno hace poco años). Fatigué, dirían los clásicos, las librerías romanas. Ni siquiera en la magnífica y minúscula ASEQ (via de Sediari, cerca de Piazza Navona), especializada en cuestiones renacentistas, apareció. He encontrado, sin embargo, una nueva edición crítica de la Consolación de filosofía de Boecio (Einaudi), el Dante de Enrico Malato (Salerno) y el Diario Notturno de Ennio Flaiano (Adelphi), entre otras cosas.

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Paseos por Roma II

El que sí encontró a Roma en Roma, a diferencia del peregrino quevediano, fue Stendhal, acaso el primer turista moderno, especie hoy degenerada por completo. Como guía de viaje, uso sus Promenades dans Rome (1829). No lo había leído hasta ahora y a cada página compruebo que es uno de sus mejores libros. Todo Beyle está ahí: su ironía, su libertad, su ligereza, su bonheur. El principal consejo stendhaliano: dejarse llevar por el gusto, no imponerse el «tengo que ver…». En el Hotel Minerva, dicho sea de paso, me conmuevo leyendo la placa que conmemora la estancia stendhaliana («Leggere è viaggiare», dice el poco imaginativo slogan de la librería Borri, en Termini; en realidad, como todo buen leedor sabe, la verdad es más bien la opuesta).

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Paseos por Roma I

Buscas en Roma a Roma, ¡oh, peregrino!,
y en Roma misma a Roma no la hallas;
cadáver son las que ostentó murallas,
y tumba de sí proprio el Aventino.

Yace donde reinaba el Palatino;
y limadas del tiempo, las medallas
más se muestran destrozo a las batallas
de las edades que blasón latino.

Sólo el Tibre quedó, cuya corriente,
si ciudad la regó, ya, sepoltura,
la llora con funesto son doliente.

¡Oh, Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura,
huyó lo que era firme, y solamente
lo fugitivo permanece y dura.

Quevedo

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The infinities de John Banville

Si de las lecturas del verano tuviera que recomendar sólo una, seguramente sería ésta. Sólo un autor como Banville puede darse el lujo de resucitar a los dioses griegos y hacerlos personajes de novela sin que se le salgan de las manos. La acción transcurre en un solo día: Adam Godley, matemático eminente, agoniza en su casa en el campo. Lo rodea su familia: su inminente viuda, Ursula, que se ha refugiado en el alcohol; su frágil hija, Petra, que no encuentra su lugar en un mundo que ya ha intentado abandonar; su hijo, también Adam, abrumado por la sombra paterna y casado con una bella actriz llamada Helena a la que duda poder retener y en la que el propio padre llegó a posar miradas equívocas. Hasta ahí, una novela de ricas implicaciones psicológicas. Y, entonces, los dioses. Cosas extrañas comienzan a suceder en la casa, llegan invitados inesperados. Son Zeus, Hermes, Pan, que han vuelto disfrazados para mezclarse en los asuntos humanos. Son irónicos, sutiles, inalcanzables: infinitos, pero también mezquinos, voluptuosos y humanos como sólo los dioses homéricos sabían serlo. Zeus se enamora de la esposa del joven Adam; Pan llega a terminar de desquiciar la atmósfera familiar; Hermes es el distante y soberbio narrador. El tema de fondo: las condiciones humana y divina, qué significa ser hombre y mortal en comparación con la eternidad divina. ¿No acabarán los dioses envidiando un poco a los hombres? ¿No será la inmortalidad, en el fondo, un poco aburrida? Reproduzco uno de los párrafos finales, donde brilla toda la majestad de la prosa banvilliana: «This is the mortal world. It is a world where nothing is lost, where all is accounted for while yet the mystery of things is preserved; a world where they may live, however briefly, however tenuously, in the failing evening of the self, solitary and at the same time together somehow here in this place, dying as they may be and yet fixed forever in a luminous, unending instant».

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¿Qué es un leedor?

Según el Diccionario de la Real Academia, «leedor» es voz desusada que significa lo mismo que «lector». Ya era, de hecho, considerada un arcaísmo por el Diccionario de autoridadesen el siglo XVIII. Sin embargo, algunos diccionarios del XIX agregan: «Tiene uso en estas expresiones: es muy leedor, es gran leedor». El «leedor», pues, parecería un tipo especial de lector, un lector fuera de lo común. Es esto lo que se entiende en francés por «liseur»: una persona que lee mucho, que ama leer. El crítico Albert Thibaudet oponía «lector» a «leedor», el que lee de vez en cuando al que lee de manera profesional. Albert Béguin, más modesta y hermosamente, define al «leedor» como aquel que lee por vocación, aquel para el que la lectura constituye un acontecimiento trascendental en su vida. «La lectura de un leedor verdadero -escribe- no es una lectura de diversión, no es algo aparte de la existencia, no está al margen de las experiencias de la vida, algo que pertenecería a la superficie; no, para nada: la lectura del leedor se ubica entre los sucesos de su vida, contribuye a crear su persona verdadera, hace de esa persona lo que antes no era» («El encuentro con los libros», Creación y destino). Los que siguen no son más que los apuntes tomados al paso, las notas de lectura, de un leedor.

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