A veces parece
que estamos en el centro de la fiesta.
Sin embargo,
en el centro de la fiesta no hay nadie.
En el centro de la fiesta está el vacío.
Pero en el centro del vacío hay otra fiesta.
Roberto Juarroz, Poesía Vertical, XII, 21
A veces parece
que estamos en el centro de la fiesta.
Sin embargo,
en el centro de la fiesta no hay nadie.
En el centro de la fiesta está el vacío.
Pero en el centro del vacío hay otra fiesta.
Roberto Juarroz, Poesía Vertical, XII, 21
Criticismo, como se desprende de su nombre, pretende ser ante todo una revista de crítica (literaria y cinematográfica, fundamentalmente). No hace falta repetir aquí los consabidos y justificados lamentos sobre la histórica ausencia de crítica en la cultura hispánica. Pródiga en otros géneros, no lo ha sido en la crítica, que palidece frente a nuestra poesía o nuestra narrativa. Ésta es una de las razones por las que Criticismo quiere dedicarse exclusivamente a ella.
Criticismo entiende la crítica como el ejercicio lúcido y apasionado de la inteligencia frente a la obra de arte; comprender, aclarar, juzgar y orientar son las tareas básicas del oficio. Cree que, aunque subsidiario (pues requerirá siempre de la obra para existir), es un género literario en sí mismo y como tal no debe ser menos exigente en cuanto a la forma que otros. En la edad del imperio de la imagen, la información atropellada y la opinión fácil y desechable –fenómenos que se agudizan en la red, cuyas ventajas, por lo demás, sería absurdo ignorar, y es por esto que se presenta en formato electrónico–, Criticismo reivindica el poder de la palabra escrita, la lectura lenta y la reflexión detenida y fundamentada. Solo exigiéndose más a sí misma y distinguiéndose por sus ideas y su prosa de la avalancha de opiniones publicadas por doquier, podrá la crítica seguir teniendo un lugar en nuestra cultura.
Criticismo, publicación trimestral, constará principalmente de reseñas y ensayos. Sus colaboradores son jóvenes que, de gustos e intereses diversos, tienen en común la pasión por la lectura y la crítica. Como toda empresa de este tipo, Criticismo está en busca de cómplices, hombres y mujeres que compartan con quienes lo integran esa misma pasión. Ojalá sean ustedes, lectores, parte de ellos; ojalá Criticismo sea parte de ustedes.
Leo A single man (1964) de Christopher Isherwood. La novela narra un día en la vida de George, alter ego del autor: cincuenta y ocho años, inglés, homosexual, profesor de Literatura en una universidad de Los Ángeles. George acaba de sufrir la pérdida en un accidente de su pareja, Jim, y ahora debe enfrentar la vida solo: se levanta, va a dar clase, convive con los estudiantes y sus colegas, visita a una compañera y antigua rival que agoniza en el hospital, va al súper y al gimnasio, cena y se emborracha con una vieja amiga que vive atrapada en el pasado y finalmente intenta –infructuosamente– ligarse a un equívoco estudiante encontrado en un bar. No una gran novela, seguramente, pero sí una pequeña obra maestra en tono menor. Isherwood tenía buenas dotes introspectivas y narrativas. Es notable, por ejemplo, la conciencia del cuerpo del protagonista, su lúcida percepción del inexorable paso del tiempo:
Here’s what it has done to itself, here’s the mess it has somehow managed to get itself into, during its fifty-eight years; expressed in terms of a dull harassed stare, a coarsened nose, a mouth dragged down by the corners into a grimace as if at the sourness of its own toxins, cheeks sagging from their anchors of muscle, a throat hanging limp in tiny wrinkled folds. The harassed look is that of a desperately tired swimmer or runner; yet there is no question of stopping. The creature we are watching will struggle on and on until it drops. Not because it is heroic. It can imagine no alternative.
Más notable aún, su descripción de la vida académica, de la enseñanza y la relación profesor-alumnos, de la que George extrae su fuerza. Sabe, como todo verdadero maestro, que el salón es un teatro y el maestro una suerte de actor:
Meanwhile, he stands there. Slowly, deliberately, like a magician, he takes a single book out of his briefcase and places it on the reading-desk. As he does this, his eyes move over the faces of the class. His lips curve in a faint but bold smile. Some of them smile at him. George finds this frank confrontation extraordinarily exhilarating. He draws strength from these smiles, these bright young eyes. For him, this is one of the peak moments of the day. He feels brilliant, vital, challenging, slightly mysterious and, above all, foreign.
El final, en el que este modesto Sócrates se enfrenta a un provocador Alcibíades, deja al descubierto, conjuntamente, la fragilidad y la sabiduría del maestro:
Let me tell you something, Kenny. For other people, I can’t speak – but, personally, I haven’t gotten wise on anything. Certainly, I’ve been through this and that; and when it happens again, I say to myself, here it is again. But that doesn’t seem to help me. In my opinion, I personally have gotten steadily sillier and sillier and sillier – and that’s a fact. […] You asked about experience. So I told you. Experience isn’t any use. And yet, in quite another way, it might be. If only we weren’t all such miserable fools and prudes and cowards.
Interesado, como de costumbre, en Montaigne, me cae en las manos y leo Gato encerrado. Montaigne y la alegoría de Antoine Compagnon. Académico, profesor en La Sorbona y Columbia, miembro del Collège de France, Compagnon tiene las virtudes (y los defectos) de una de las mejores críticas literarias académicas (nada que ver, claro está, con esa crítica ideológica e indigesta de teoría que es prácticamente ilegible y que no interesa a nadie fuera de los claustros): ingeniosa, extremadamente sofisticada, peca a veces, precisamente, dedemasiado ingeniosa, enredando brillante e innecesariamente el texto. Él mismo, a ratos, parece tener la conciencia de estarse pasando de sutil. Más que un gato encerrado son los tres pies del gato.
Me encuentro de casualidad con F. de Justo Navarro, libro que traza la vida de Gabriel Ferrater. Poeta, traductor, crítico y editor catalán, Ferrater había prometido a los treinta y cinco años no pasar de los cincuenta y lo cumplió suicidándose el 27 de septiembre de 1972. La novela pinta el retrato de un personaje memorable: hombre de letras, gran conversador, encantador, políglota, brillante, irónico, depresivo, neurótico, juerguista infatigable, eterno bebedor de gin, aparente donjuán, pero en el fondo romántico incurable. Es el modelo del hombre inteligente sin obra, o cuya obra (exigua) no le hace justicia: el profesor cuya brillantez se desparrama en el salón de clase, en el bar o en el café. Así lo describe Navarro en sus últimos años:
No cambió la necesidad de no volver a casa, la necesidad de un encuentro callejero más y otro bar siempre antes de llegar a la puerta de la casa, la necesidad de una palabra más y otra palabra que naturalmente exige una respuesta (un ping-pong feliz)… Ferrater prefería una zona intermedia, la terraza del bar o el bar abierto, zona neutral para hablar socráticamente de esas cosas que en el momento parecen inolvidables y esenciales y en seguida no se recuerda que parecieron inolvidables: ni se recuerda que fueron pronunciadas. Había alcanzado una extraordinaria perfección en el arte de interpretarse a sí mismo en los cafés: el instinto de sorprender se había convertido en pura técnica verbal, aunque representarse a sí mismo en solitario le parecía insoportable… Ferrater seducía a los jóvenes, que lo aplaudían en las asambleas estudiantiles y en el café, mientras sus coetáneos empezaban a mirarlo con mortífera benevolencia, condescendencia o desprecio clínico que lo desmaterializaba o lo transformaba en caricatura: el Fenómeno bebedor de gin que se lleva a las mujeres más jóvenes y en un momento te da el nombre inútil del verdugo que no llegó a ejecutar a François Villon…
Un brindis, pues, a la memoria de Gabriel Ferrater.
http://itunes.apple.com/mx/itunes-u/pasion-por-la-lectura/id484598917
Leo el Winter journal de Paul Auster. Recuerdo la viva impresión que me causó, hace años, la lectura de La invención de la soledad, mezcla afortunada, como este último libro, de memoria y ensayo. Eso me hizo leer alguna de sus novelas propiamente dichas, que me decepcionaron (notablemente, El palacio de la luna). El mejor Auster es el autor intimista, el reflexivo que se mueve entre la autobiografía y el ensayo y que, en lugar de seguir la narración continua de la novela, favorece la forma del fragmento. En este Winter journal –las reflexiones de Auster a las puertas de la vejez– hay varios memorables, como los finales, que no pueden leerse sin estremecerse:
Your bare feet on the cold floor as you climb out of bed and walk to the window. You are sixty-four years old. Outside, the air is gray, almost white, with no sun visible. You ask yourself: How many mornings are left?
* * *
A door has closed. Another door has opened.
* * *
You have entered the winter of your life.
Hace exactamente cien años, el 23 de septiembre de 1912, Kafka escribió en su diario:
Esta historia, La condena, la he escrito de un tirón durante la noche del 22 al 23, entre las diez de la noche y las seis de la mañana. Casi no podía sacar de debajo del escritorio mis piernas, que se me habían quedado dormidas de estar tanto tiempo sentado. La terrible tensión y la alegría a medida que la historia iba desarrollándose delante de mí, a medida que me iba abriendo paso por sus aguas. Varias veces durante esta noche he soportado mi propio peso sobre mis espaldas. Cómo puede uno atreverse a todo, como está preparado para todas, para las más extrañas ocurrencias, un gran fuego en el que mueren y resucitan. Cómo empezó a azulear delante de la ventana. Pasó un carro. Dos hombres cruzaron el puente. La última vez que miré el reloj eran las dos. En el momento en que la criada atravesó por vez primera la entrada escribí la última frase. Apagar la lámpara, claridad del día. Ligeros dolores cardiacos. El cansancio que desaparece a mitad de la noche… El corroborado convencimiento de que cuando trabajo en mi novela me encuentro en vergonzosos abismos de la escritura. Solo así es posible escribir, solo con esa cohesión, con total tensión del cuerpo y el alma.
Una reverencia casi religiosa impide cualquier tipo de comentario a un texto y un testimonio como éste. Solo una palabra tendría sentido: amén.
Leo el fin de semana Deception de Philip Roth, que no había leído. El engaño es, en primer lugar, conyugal (si algún día esa benemérita institución, el matrimonio, es llamada a cuentas, la obra de Roth suministrará más de un alegato en contra, solo Tolstoi, quizá, habrá descrito mejor sus miserias), pero, en un segundo plano, más interesante, tiene que ver con la ficción y sus trampas, el particular engaño de la invención novelesca. En la mezcla de autobiografía y ficción, de vida y literatura, nadie engaña mejor que Roth: “I write fiction and I’m told it´s autobiography, I write autobiography and I’m told it’s fiction, so since I’m so dim and they are so smart, let them decide what it is or it isn’t”, reta el narrador (llamado Philip, naturalmente).
Leo Trésor d’amour de Philippe Sollers, comprado el año pasado en una lluviosa tarde en Burdeos (y apenas me entero, por cierto, que Sollers es bordelés). Lo compré porque, al hojearlo, vi que era una novela stendhaliana, y estoy bien predispuesto a cualquier cosa que tenga que tenga que ver con Beyle. Me atrajo, también, que estuviera escrita en fragmentos, forma a la que evidentemente tiendo de manera natural. El libro, ambientado en Venecia, gira alrededor de la relación del narrador con Minna Viscontini, supuesta descendiente de Matilde Dembowski, el gran y desdichado amor de Stendhal (frente a mí, a propósito, tengo los dos volúmenes de Le coeur de Stendhal de Henri Martineau, conseguidos hace poco, cuya lectura demoro gustosamente, anticipando el placer que en su momento me darán). En realidad, es mucho más ensayo que novela y vale la pena, más que nada, por las citas de Stendhal que hay a cada paso. Léase, pues, como un florilegio stendhaliano. Me quedo también con el proverbio veneciano del que está tomado el título: douleur d’amour ne dure qu’un moment, / trésor d’amour dure plus que la vie.
Leí hace poco el Diary of a bad year de J. M. Coetzee, sobre el que he venido posponiendo anotar algo. El libro corre en tres direcciones que se reflejan gráficamente en la división de las páginas: la primera, las opiniones políticas y sociales del narrador escritas a petición de su editor alemán; la segunda, sus notas personales que giran básicamente alrededor de la joven y hermosa vecina a la que contrata para transcribir dichas opiniones, un último saludo de Eros; la tercera, las impresiones de la muchacha y su pareja sobre el excéntrico autor. Mezcla, pues, de diversos géneros (periodismo, ensayo, autobiografía y ficción), como toda novela moderna que se respete. La primera parte es interesante a ratos, aunque acabe por decepcionar y aburrir: las opiniones políticas de un novelista (sobran ejemplos para demostrarlo) no son necesariamente lúcidas ni originales. El mismo narrador lo sospecha cuando afirma sobre Tolstoi y Whitman convertidos en iluminados: “They were poets above all; otherwise they were ordinary men with ordinary, fallible opinions. The disciples who swarmed to them in quest of enlightment look sadly foolish in retrospect”. Y Coetzee es también, ante todo, un poeta. En cambio, está en su elemento en las otras dos partes, las que realmente pertenecen al novelista. La primera, a fin de cuentas, la hace cualquiera con un poco de sentido común, información y una prosa legible; las otras requieren algo mucho más valioso y raro: el genio creador.
Sergio Galindo (Xalapa, 1926-Veracruz, 1993) no fue un favorito de la fama. Escritor de provincia, funcionario cultural y universitario, hombre de perfil discreto y ajeno a las modas literarias, no poseía ciertamente los atributos que esta suele favorecer. Fue autor, sin embargo, de una amplia obra narrativa en la que lo mismo hay textos magistrales que otros poco afortunados; fue, ante todo, fiel a su vocación de escritor (creía firmemente que el escritor nace como tal, pero que debe, frente a los obstáculos y distracciones que plantea la vida, luchar por hacer prevalecer su vocación).
http://letraslibres.com/revista/libros/vuelta-al-reino-de-los-hongos
Leo el recién reeditado El arte de conocerse a sí mismo de Schopenhauer. Me parece confirmar lo que siempre he pensado: su pesimismo (el pesimismo de cualquier pesimista, así como el optimismo de los optimistas) se debe, fundamentalmente, a una cuestión de temperamento, no al pensamiento racional. Hay un fragmento revelador:
Heredé de mi padre un miedo que yo mismo aborrezco y… que combato con toda la fuerza de mi voluntad, el cual me sobreviene con motivo de las más nimias ocasiones con una intensidad tal que puedo representarme vívidamente las peores desgracias, aunque sean meras posibilidades, incluso posibilidades muy remotas. Cuando solo tenía seis años de edad, mis padres, que regresaban a casa después de un paseo, me hallaron en la más completa desolación, porque yo creía que me habían abandonado para siempre. En mi juventud me atormentaron enfermedades y peleas imaginarias. Mientras cursaba en Berlín mis estudios me consideré durante un tiempo anímicamente extenuado. Al declararse la guerra en 1813 me aterrorizaba la idea de ser llamado a filas. De Nápoles me ahuyentó el miedo a las paperas, de Berlín el miedo al cólera. En Verona me asaltó la obsesión de haber inhalado tabaco envenenado. Cuando estaba a punto de abandonar Manheim, me invadió sin motivo aparente un indescriptible sentimiento de angustia. […] Incluso cuando no estoy especialmente alterado, me acompaña siempre una preocupación interior que me hace descubrir y buscar peligros donde no los hay, y que intensifica la más mínima molestia hasta el paroxismo y dificulta enormemente mi trato con los demás.
Este rasgo de carácter es lo que está detrás de El mundo como voluntad y representación; es este miedo el que proyecta al mundo transformándolo en un lugar desolado. El pesimista no es una persona que observa objetivamente al mundo y luego saca conclusiones negativas: es una persona que, predispuesta por su carácter al pesimismo, no puede sino explicárselo en términos negativos. El pesimismo no se deriva del análisis racional, lo antecede (y lo mismo sucede con el optimismo).
Hace un par de días, en medio de una sólida noche de insomnio, leí de un tirón (ninguna hazaña, son ciento veinte páginas) el reciente Leo a Biorges de Álvaro Uribe, innecesaria y confusamente subtitulado (supongo que por cortesía de los editores): Ensayo personal, crónica y crítica literaria sobre el trabajo del escritor. “Ensayo personal”, válgame, ¿hay otros? Y, por lo demás, la mitad de los textos no trata del “trabajo del escritor”. En fin, esto no demerita el libro, que se lee ágil y gratamente. Uribe tiene una buena prosa: pulcra, tersa, meditada. Quizá su esmero estilístico le venga de Borges, del cual es evidente devoto (sus mejores discípulos no son los que vanamente intentan imitar su imaginación y su mundo, sino su precisión formal, en sus propios términos). Entre todos los ensayos, me quedo con “Un peatón converso (el otro día)” en el que Uribe cuenta sus peripecias cuando decidió renunciar al automóvil y ser, simplemente, un peatón, decisión heroica donde las haya. Me sentí identificado de inmediato: siempre he preferido andar a pie que en auto y muchas veces me he jactado de ello. Las ciudades que prefiero son aquellas que pueden recorrerse a pie y en las que el coche es casi un estorbo. Hoy que vivo en una que no solo no es peatonal, sino que podría calificarse incluso de antipeatonal, no pude dejar de leer el texto de Uribe con una simpatía nostálgica.
Leo el soberbio Doktor Faustus, obra que le da verdadero sentido a la expresión «novela de ideas» y frente a la cual la mayoría de las novelas no pasa de ser un divertimento. Me impresionan especialmente las reflexiones acerca de la enseñanza de Wendell Kretzschmar, el maestro de música del protagonista, y de Serenus Zeitblom, el narrador, también profesor. Son opiniones que van a contracorriente de los lugares comunes de la pedagogía (pensada, por lo demás, por pedagogos, no por verdaderos maestros), pero que encierran, para quien ha meditado un poco en el acto de enseñar y dar clases, una verdad innegable:
Wendell Kretzschmar proclamaba como principio que lo que importa no es lo que interesa a los demás sino lo que le interesa a uno, y de lo que se trata, por lo tanto, es de despertarinterés, lo que solo puede ocurrir, pero entonces ocurre con seguridad, cuando uno se interesa fundamentalmente por un tema y de este modo, al tratarlo, necesariamente comunica su interés a los demás o, si se quiere, crea un interés insospechado, cosa preferible al trabajo que consiste en procurar nuevas satisfacciones a un interés ya existente.
Muchos se resistirán a creerlo, pero ésta es la forma más intensa, la forma superior, y quizá la más fructífera, de la enseñanza. La enseñanza anticipativa, pasando por encima de vastas zonas de ignorancia. Mi experiencia pedagógica me dice que éste es el método que la juventud prefiere y, por otra parte, el espacio que deja uno vacío tras de sí, se llena por sí mismo con el tiempo.
Para qué sirven los intelectuales según George Scialabba:
http://www.georgescialabba.net/mtgs/2012/05/generalists-specialists-and-ot/print/
Leo hace poco Blanco nocturno de Ricardo Piglia. La ordinaria trama policiaca que sirve de fondo a la novela poco a poco va dando lugar (como es habitual en Piglia) a una reflexión sobre la lectura. Es entonces cuando empieza a ser realmente interesante (y, sin embargo, toda la novela bien podría leerse como una prolija nota a pie de página a la obra de Borges, pero quien en una medida u otra no sea parte de ese vasto aparato de notas que de un paso al frente). Entresaco un par de citas sobre ese fenómeno bien conocido por los leedores que podríamos llamar el libro destinado:
Por qué estaba ahí, quién lo había dejado, no nos interesa, pero al leerlo descubrimos lo que ya sabíamos y en ese libro encontramos un mensaje que nos estaba personalmente dirigido.
Mi madre dice que leer es pensar… No es que leemos y luego pensamos, sino que pensamos algo y lo leemos en un libro que parece escrito por nosotros pero que no ha sido escrito por nosotros, sino que alguien en otro país, en otro lugar, en el pasado, lo ha escrito como un pensamiento todavía no pensado, hasta que por azar, siempre por azar, descubrimos el libro donde está claramente expresado lo que había estado, confusamente, no-pensado aún por nosotros. No todos los libros, desde luego, sino ciertos libros que parecen objetos de nuestros pensamientos y nos están destinados. Un libro para cada uno de nosotros…
Apenas ayer recordaba a Pavese. Hoy me encuentro con esta noticia insólita en La Reppublica:
Releo a salto de mata El oficio de vivir, que junto a los diarios de Kafka y Amiel fue lectura obsesiva de mi adolescencia. Pavese, en cierta forma, fue siempre un adolescente (quien lo ha leído sabe lo que quiero decir). Escojo casi al azar:
El amor es la más barata de las religiones.
Para expresar la vida, no solo hay que renunciar a muchas cosas, sino tener también el valor de callarse esa renuncia.
Antes del Romanticismo no existía el intelectual porque no existía la contraposición entre vida y conocimiento… Darse cuenta que la vida es más importante que el pensamiento significa ser un literato, un intelectual; significa que el pensamiento propio no se ha hecho vida.
Todas estas quejas no son estoicas.
¿Y qué más da?
Ricardo Reis
http://www.repubblica.it/spettacoli-e-cultura/2012/03/25/news/morte_tabucchi-32176965/?ref=HRER1-1
http://cultura.elpais.com/cultura/2012/03/25/actualidad/1332681908_033472.html