Diccionario Vila-Matas: Veracruz

Con la novela Lejos de Veracruz, Vila-Matas se ganó a pulso la ciudadanía veracruzana. Estrambótica, arrebatada, delirante, jarocha a más no poder, en ella el narrador y protagonista, Enrique Tenorio, el menor de los hermanos Tenorio, prematuramente envejecido y derrotado a los veintisiete años, viajero retirado, manco, amante de la Vida y enemigo acérrimo del Arte (“yo no quiero ser para nada un artista. Yo aspiro únicamente a vivir. Mi obra maestra será mi vida”, p. 37), deviene finalmente escritor al componer el relato “Es que soy de Veracruz”, que culmina con una epifanía ocurrida en medio de la algarabía de Los Portales: que no importa no ser original, que nadie puede ser original, que lo que pensamos y sentimos lo han pensado y sentido miles de personas antes de nosotros, pero que nosotros debemos expresarlo igualmente (y además que, en definitiva, si ya eres de Veracruz, para qué quieres ser original), que entre el silencio de Beckett y la verborrea de la Bamba, hay que escoger la Bamba: “Al diablo con Beckett. Bamba, la bamba, la bamba” (p. 17). Veracruz, pues, como un símbolo de la fiesta, la felicidad y la palabra, pero también como el espacio que representa el descenso del protagonista a los infiernos, el lugar en el que en una pesadilla alcohólica asesina a Dios, personificado por un chulo de Badajoz. En las últimas páginas del libro, cuando el héroe, asumiendo ya plenamente su condición de artista, decide que escribirá una obra basada en lo que acaba de contar, pero falseando y transfigurándolo todo, o sea, una novela, Veracruz y su luna reaparecen como símbolo de la invención, de la ficción, en suma, de la literatura: “escribiré, mentiré a la luz de la luna de la antigua Villa Rica de la Vera Cruz, que me hará señas de plata sobre el muro blanco” (p. 254).

Cuando alguien me pregunta quién es el mejor escritor veracruzano, contesto sin vacilar: “¿Veracruzano? Enrique Vila-Matas”.

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Alejandro Rossi o la página perfecta

Como escritor, el nombre de Alejandro Rossi ha estado asociado fundamentalmente a un libro que por sí solo hubiera bastado para garantizarle un lugar aparte en las letras hispánicas de los últimos años. Un lugar pequeño en cuanto al espacio, medio oculto, de no fácil acceso, felizmente minoritario. El Manual del distraído, en efecto, es una de esas breves y singulares obras maestras de la literatura. Libro inclasificable hecho de pequeños ensayos, narraciones breves, textos de circunstancias y fragmentos cuya unidad reside antes que nada en un tono literario: claridad, fluidez, amenidad y una precisión verbal para la que no se me ocurre calificativo más adecuado que borgeana (pocos autores han asimilado mejor la lección de Borges que Rossi, una lección que es, ante todo, estilística). Haber ido leyendo poco a poco los textos que integran el Manual en la revista Plural durante la década de los setenta, descubrir gradualmente una prosa como la de Rossi, debió ser una experiencia de lectura que a los que llegamos a ellos ya en forma de libro no nos queda sino imaginar con cierta envidia. Una de las peculiaridades de la trayectoria literaria de Rossi es que en su caso no hubo un proceso de aprendizaje visible, una serie de obras en las que paulatinamente fuera madurando su estilo. A la hora de publicar las entregas del Manual era ya perfectamente dueño de él. Hubo, como se verá, una evolución, pero sus facultades estilísticas básicas ya estaban desarrolladas. Aparte del criterio cronológico, es justo que el volumen que reúne la obra literaria del autor publicada hasta la fecha se abra con el Manual, pues éste sigue siendo la mejor introducción a su universo literario.

En el primer libro de Rossi destaca, antes que nada, una insólita exactitud verbal, pero también la capacidad de observación, la fascinación por el detalle y por esa épica cotidiana que Eugenio Montale e Italo Svevo conocieron a fondo (siempre es un gusto descubrir que algunos de nuestros autores predilectos lo son también de un escritor admirado; en lo personal, el caso de Svevo me resultó particularmente grato, al igual que cuando me enteré que éste era también uno de los escritores favoritos de Bioy Casares que, por cierto, es otro de los preferidos de Rossi; ¿puede un lector estar en mejor compañía?). Los ensayos del Manual (ensayos en el mejor y más auténtico sentido de la palabra, textos como “Confiar”, “Calles y casas” o “Enseñar”) son verdaderos modelos del género y las narraciones, en apariencia sencillas, con frecuencia ocultan algo más, pues el relato, en Rossi, es casi siempre un metarrelato y una reflexión sobre el acto de narrar, rasgo que se agudiza en sus obras posteriores.

Ya en los últimos textos del Manual aparecen los personajes emblemáticos del mundo narrativo de Rossi: el memorable Gorrondona –el Crítico carnicero, el Búfalo, una enorme masa hecha de bilis, resentimiento y sarcasmo– y el cándido Leñada, el eterno aspirante a escritor, sin olvidar al anónimo narrador de sus historias. La vena paródica de Rossi encontró en el mundo del café literario y sus parroquianos un refugio ideal. Ésta es la línea que prosigue en su siguiente obra, ya más puramente narrativa, Un café con Gorrondona. Si hubiera que destacar un texto, elegiría el magnífico “El botón de oro”, la venganza de Leñada, uno de los cuentos más divertidos que haya leído. Más de una afinidad guardan estas narraciones con las de H. Bustos Domecq, otra de las referencias clásicas del autor.

Hasta este momento de su obra literaria, todo se desarrollaba con cierta normalidad. Rossi había escrito una serie de ensayos memorables, personalísimos, y creado con un puñado de cuentos un mundo narrativo propio. Faltaba, sin embargo, algo más. Sospecho que no pocos de sus lectores se habrán desconcertado al leer por primera vez los relatos que a la postre integrarían La fábula de las regiones. ¿Qué se le había perdido a Rossi en el trópico, en ese “vasto reino de pesadumbre” que, por otro lado, mostrara conocer tan bien al reseñar El otoño del patriarca en las páginas del Manual? Estos cuentos constituyen un parteaguas (ya empiezo a sonar como Gorrondona) en su obra. Es posible, claro, apuntar indicios y ensayar explicaciones, pero era difícil prever un giro de esta naturaleza. Una vez superada la sorpresa inicial, al lector no le queda sino admitir la evidencia: Rossi, si cabe, es un escritor aún mejor de lo que creía. El mismo rigor literario, la misma prosa afilada puestos al servicio de la tragicómica historia de nuestros países: “Tierras difíciles, mi estimado Doctor, aquí no se va escribir La crítica de la Razón Pura, quíteselo de la cabeza”, advierte el narrador de “Luces del puerto”, una de las mejores piezas de la colección. Como ya había adelantado, aquí la estructura narrativa se complica. Relatos de relatos, historias dentro de historias. En medio de ellos, la crítica constante a la Historia, el desenmascaramiento de toda verdad oficial. En La fábula de las regiones, Rossi ha recreado un ambiente preciso, un ambiente hecho de hamacas, casas húmedas, vegetación lujuriosa, ríos desbordados, sudor pegajoso, mosquitos, tiranos, políticos corruptos, revueltas, guerras interminables y mentiras por todos lados.

El volumen se cierra con Cartas credenciales, libro que recoge textos escritos para diversas ocasiones (el discurso de ingreso en El Colegio Nacional, recuerdos de autores y amigos, semblanzas, etc.), miscelánea que aun en los textos más circunstanciales no hace sino poner de manifiesto una vez más la eficacia prosística del autor.

En un famoso ensayo del Manual, “La página perfecta”, Rossi se interroga sobre “lo que podríamos llamar el destino de la obra literaria”. Piensa específicamente en Borges, pero la publicación de las Obras reunidas nos ofrece (nos exige, casi) la posibilidad de plantearnos la cuestión respecto a su propia obra. ¿Qué porvenir le espera a los textos de Rossi? Pasado algún tiempo, circunstancias que nos sorprendían a nosotros (que un filósofo se haya transformado en un excelente escritor, que su obra abarcara registros tan diversos) carecerán de mayor interés. En ese sentido, no habrá sorpresa y sus escritos se leerán con la serena convicción de estar tratando con un autor clásico que, como tendemos a pensar de esa rara especie, lo ha sido siempre. La aparición de estas Obras reunidas, creo, representa justamente eso: el inicio de la vida del clásico.

(Publicada originalmente en http://www.jornada.unam.mx/2005/05/29/sem-hojea.html).

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Recuerdo de Rossi

Leo en el número de agosto de Letras Libres fragmentos del diario inédito de Alejandro Rossi. Confirmo mi admiración por su inteligencia, por su exactitud y, sobre todo, por esa “prosa de precisión” que caracteriza su obra. Recuerdo el descubrimiento, deslumbrante, del Manual del distraído, que en mi juventud leí y releí con fervor (diría Borges, uno de sus modelos). Al parecer, Rossi cultivó esmeradamente un diario a lo largo de diez años, de 1993 al 2003, o sea, que se trata de un diario más bien de vejez (nació en 1932). Llama la atención, en sus entradas, un cierto desaliento, una sensación de fracaso por no haber compuesto la Gran Obra, la pesadumbre del que sabe que ha tenido el talento, pero que, por diversas circunstancias, ya es, quizá, demasiado tarde.

Una de las primeras reseñas que escribí fue precisamente la de sus Obras reunidas (http://www.jornada.unam.mx/2005/05/29/sem-hojea.html). Cosa rara, me buscó para darme las gracias y, aunque le costó trabajo, finalmente me localizó (en Cambridge, E. U.) y, cuando apareció, me envió Eden. Vida imaginada, su única novela, “esperando no distraerlo de cosas más sesudas”, frase acorde a la exquisita cortesía que se respira en sus textos.

Hace un par de años, tuve otra sorpresa rossiana. Preparando un programa de radio sobre su obra (https://itunes.apple.com/mx/podcast/resto-es-literatura-alejandro/id484598917?i=168403139&mt=2), y como acostumbrábamos con cada autor, hicimos una búsqueda en Google y naturalmente no tardamos en caer en la entrada de Wikipedia (https://es.wikipedia.org/wiki/Alejandro_Rossi). Comencé a leer el apartado titulado “Escritor”: “como escritor, el nombre de Alejandro Rossi ha estado asociado fundamentalmente a un libro que por sí solo hubiera bastado para garantizarle un lugar aparte en las letras hispánicas de los últimos años…”. Seguí leyendo y pensé: “ah, caray, esto se me hace conocido”. Claro: el texto es, casi completo, el de mi reseña (sin comillas, naturalmente, y que en la nota solo remite a una página de El Colegio Nacional en la que, allí sí, se da el crédito correspondiente, pero que los usuarios de Wikipedia ignoran; en fin, una tontería sin importancia, desde luego, pero cuyo descubrimiento no dejó de ser divertido).

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Memorias del Quijote

Releo en el verano el Quijote y recuerdo las veces que lo he leído. La primera tendría diez u once años. Mi padre me llamó un día al estudio y me propuso leer un libro. “Tiene dos partes –explicó–. Cuando acabes cada parte, te regalo lo que quieras”. Recuerdo haberme entusiasmado con la promesa del obsequio; el libro era lo de menos. Acepté, claro. Pero no era tan sencillo: yo debía leer un capítulo cada noche y, al terminar, ir al estudio y hacer un resumen oral de lo que había tratado. Eso hice durante varios meses: leía, resumía, me iba a dormir. El libro me iba gustando, pero pensaba, sobre todo, en la recompensa final. Sin embargo, una noche pasó algo raro. No recuerdo por qué, me desperté a media noche y no pude volver a dormirme. Me levanté de la cama y fui a echarme a un sillón con el libro. Pensaba solo avanzar un capítulo más, pero la lectura me atrapó y leí varios de corrido. Creo que fue la primera vez que ocurrió: que un libro me fascinara así, que perdiera conciencia del tiempo. Sobra decirlo, ya no importaban el regalo ni el resumen, solo existía lo que estaba leyendo. Recuerdo muy bien el sillón, mi cuerpo encogido en él, la sábana en la que estaba envuelto, el libro voluminoso entre las manos, la dicha de leer.

Más adelante, un previsible incidente empañó esa temprana felicidad leedora. Yo sabía que Don Quijote se moría al final, pero al principio no le di mucha importancia. Conforme leía me encariñé con el personaje y, ya bien entrada la segunda parte, me salté algunos capítulos y leí el último. Tuve una crisis lectora: su muerte me pareció inaceptable, lloré y maldije a Cervantes. Después volví al punto en donde me había quedado y seguí leyendo, pero aquella primera vez ya no volví a leer el capítulo final.

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Diccionario Vila-Matas: Fiesta

La noción de fiesta articula y da sentido al mundo vilamatiano. Su primer libro, ese temprano “ejercicio de estilo” que es En un lugar solitario, es de hecho la crónica de una fiesta. Hay un elemento fundamentalmente festivo, celebratorio, en su obra, rasgo poco común en la literatura moderna. En Impostura, la vida gris y anodina de Barnaola se anima un poco cuando una noche sale a beber y recorrer bares con el Desconocido, experimentando una vitalidad y una alegría inéditas hasta entonces. El clímax de la Historia abreviada de la literatura portátil ocurre cuando los portátiles –espíritus festivos donde los haya– organizan un espectacular jolgorio en Viena y, más tarde, se reúnen en el submarino Bahnhof Zoo. No obstante, ya desde entonces hay algo extraño en la idea vilamatiana de fiesta. El organizador, el joven escritor Werner Littbarski, suele hacer otro tipo de fiestas, fiestas a las que nadie asiste, sin invitados, y en las que él imita a una multitud, simulando una gran concurrencia. Son, por utilizar un término que Vila-Matas usará más tarde, “fiestas de hombre solo”, y es que ésa es la verdadera, la íntima fiesta vilamatiana: una fiesta individual, interior. El narrador de Bartleby y compañía, en efecto, afirma, a propósito de Felisberto Hernández: “me gustan mis fiestas de hombre solo. Son como la vida misma, como cualquier cuento de Felisberto: una fiesta incompleta, pero una fiesta de verdad” (p. 80).

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Houllebecquianas

Sobre la literatura:

«Pero solo la literatura puede proporcionar esa sensación de contacto con otra mente humana, con la integralidad de esa mente, con sus debilidades y sus grandezas, sus limitaciones, sus miserias, sus obsesiones, sus creencias: con todo cuanto la emociona, interesa, excita o repugna. Solo la literatura permite entrar en contacto con el espíritu de un muerto, de manera más directa, más completa y más profunda que lo haría la conversación con un amigo, pues por profunda, por duradera que sea una amistad, uno nunca se entrega en una conversación tan completamente como lo hace frente a una hoja en blanco, dirigiéndose a un destinatario desconocido».

Sobre estudiar Letras:

«Como es sabido, los estudios universitarios de letras no ofrecen casi ninguna salida, salvo a los estudiantes más capacitados para hacer carrera en la enseñanza universitaria en el campo de las letras: se trata en resumidas cuentas de una situación bastante chusca en la que el único objetivo del sistema es su propia reproducción y que genera una tasa de deshechos superior al 95%».

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Sumisión

Leo vorazmente Sumisión. Houllebecq no será, ciertamente, un gran novelista (en el sentido en que, digamos, su admirado Thomas Mann lo fue, aunque sigo pensando que Ampliación del campo de batalla es una obra maestra), pero es imposible ignorarlo y cuesta trabajo imaginar un novelista más actual y que mejor exprese algunas de las inquietudes de su tiempo que él. En Sumisión volvemos encontrar al típico antihéroe houllebecquiano, un observador lúcido, distante y cínico de la realidad, como los narradores de Ampliación o Plataforma. François es un profesor de literatura de La Sorbona, especialista en Huysmans (que imagino despertará ahora un renovado interés), cuarentón, soltero, ateo y desencantado que contempla la ascensión al poder del Islam en Francia, al que final y cínicamente se convertirá. Porque la creciente presencia musulmana es, declaradamente o no, una de las mayores inquietudes francesas (el primer ministro, Manuel Valls, se apresuró a declarar tras la aparición de la novela, que coincidió con los atentados a Charlie Hebdo: “Francia no es la sumisión, no es Huellebecq; no es la intolerancia, el odio, el miedo”), la trama política es el aspecto más destacado en Francia, pero no concretamente el mejor de la obra. Lo mejor es nuevamente el retrato, personalizado en sus protagonistas (como en AmpliaciónLas partículas elementalesPlataforma y el resto de su obra), del desencanto y la fatiga existenciales de occidente. Houllebecq es un escritor profundamente moralista, conservador y reaccionario. Utilizo los tres adjetivos en sentido estricto, no peyorativo: un escritor esencialmente preocupado por cuestiones éticas (o sea, de costumbres) y que sanciona o reprueba conductas; que se opone, en general, a los cambios y las innovaciones en materia política y social, y que preferiría volver atrás, en lugar de avanzar hacia adelante, o sea, ser un progresista (naturalmente, solo desde la irracionalidad política puede pensarse que todo lo que está en el futuro o adelante es necesariamente mejor que el pasado o lo que quedó atrás). Sin embargo, pertenece al tipo más desesperado de conservador o reaccionario: el que ya no cree que haya nada qué conservar ni a dónde dar marcha atrás. En Sumisión abundan ejemplos, de diversa índole: religiosa, cuando François visita la abadía donde se hospedó Huysmans y, frente al altar a la virgen, intenta desesperadamente sentir una emoción religiosa, cristiana, y no puede; familiar, cuando visita la casa de Myriam, su joven amante, y presencia la cariñosa interacción entre padres, hijos y hermanos, y se sabe completamente al margen de esos afectos; amorosa, cuando ve que Myriam, su última posibilidad de amor real, se le escapa. En pocas palabras, para el hombre moderno, retroceder es imposible y adelante está el abismo.

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Ulises

Releo (es un decir, porque la primera lectura no contó, y no estoy seguro que esta sí) el Ulises. La obra de Joyce puede ser la desesperación de cualquier crítico, de cualquier lector. Sobra decirlo, es mucho más que una novela (menos y más): un experimento literario, un torrente lingüístico, un monstruo verbal y narrativo. Exasperante y genial. A ratos quieres tirarlo al bote de la basura (muchos en el capítulo 15, “Circe”); otros, enmarcarlo (en el 9, “Escila y Caribdis”; obviamente en el 18, “Penélope”). Está claro que es el gran mito de la literatura moderna: un libro generalmente reverenciado y sobrevalorado desde la ignorancia y el privilegio que da no haberlo leído nunca. Más allá de la pirotecnia verbal (pero digo mal, pues no está más allá, sino absolutamente imbricado con ella), quizá lo que me quede del Ulises sea aquello que lo emparienta con Gargantúa y Pantagruel, con el Quijote, con el Tristram Shandy: su afirmación de la vida y el cuerpo (del sexo, la comida, la bebida), resumida en ese maravilloso “Sí” final de Molly; su profunda humanidad (en ese sentido, Bloom, más que al astuto Odiseo, se asemeja al caballeroso don Quijote: “pero no vale de nada dice él. La fuerza, el odio, la historia, todo eso. Eso no es vida para los hombres y las mujeres, insultos y odio. Y todo mundo sabe que es precisamente lo contrario lo que es la vida de verdad”); su alegría teñida de melancolía. Thank you. How grand we are this morning!

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Diccionario Vila-Matas: Dandi

“Elige tu mejor aspecto”. La frase que abre En un lugar solitario, primera novela del autor, es ya una declaración inequívoca de dandismo. Éste se profundizará en el resto de su obra (el shandy es, de hecho, un dandi, por supuesto). Pero el dandismo, para Vila-Matas, no ha sido un mero concepto literario, sino una actitud vital, una disposición del espíritu. Las fotos del joven escritor (y algunas posteriores, como la de Jordi Steva, de 1993, que aparece en la solapa de Lejos de Veracruz, o la más reciente de Fuera de aquí) no dejan lugar a dudas: estamos frente a una encarnación conciente del mito del dandi. En el texto dedicado a Patricia Highsmith en Para acabar con los números redondos se narra su mítica entrevista con la autora que, a una pregunta acerca de su héroe, el exquisito Tom Ripley, habría contestado: “Me recuerda a usted. No es exactamente un criminal. Trata de ser un dandi” (p. 414). Pero, ¿quién es el dandi?, ¿qué es el dandismo?
En el principio, está la figura de George Brummell, el Beau, que brilló en el periodo de la Regencia en Inglaterra, árbitro de la elegancia que se jactaba de tardarse cinco horas en vestir y que elevó el nudo de la corbata a obra de arte. Pero el dandismo pronto rebasó la elegancia exterior del Beau, de quien Byron –dandi él mismo, pero ya de una clase superior– afirmaba con malicia no exenta de envidia que sus corbatas habían tenido más ideas que él. El dandismo, que parte de la apariencia y no la olvida nunca, se interiorizó, profundizándose. El aspecto exterior será ahora fundamentalmente la expresión del refinamiento y la singularidad del espíritu, consecuencia y no esencia del dandismo. Así lo entendieron los nuevos dandis, con Baudelaire a la cabeza, máximo teórico del moderno credo. En la ficción, quizá nadie encarnó mejor su figura que el stendhaliano Julien Sorel que, de humilde cuna y a cuya distinción bastaba el negro riguroso, sobresalía sin esfuerzo entre los aspirantes a dandies en Londres (“tiene un no sé qué de imprevisible”, explica su benefactor, el marqués de La Mole). Su nobleza, su superioridad, provenía de su fuero interno y encontraba una expresión natural en su austera elegancia.

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Alberto Manguel, el lector que escribe

Muchos escritores se definen como lectores que escriben (y en el fondo, claro, todo escritor es un lector que escribe), pero Alberto Manguel lo es de una manera más profunda y genuina: un escritor que escribe fundamentalmente sobre la lectura. Centrada en su monumental Una historia de la lectura y a lo largo de una ya larga lista de títulos (Diario de lecturasLecturas sobre la lecturaLeer imágenesLa biblioteca de noche…), ha construido una obra alrededor del acto de leer. Lo ha hecho con la subjetividad, la libertad, la soltura y el hedonismo propios del ensayista, no como un académico que dicta cátedra o un crítico que pontifica. Éste es uno de los rasgos más amables de su escritura: en ella uno percibe inmediatamente al lector personal, comprometido, aquel que –para repetir una fórmula flaubertiana que le es cara– lee para vivir (y no es para nada casual que ésta haya sido escrita a propósito de los Ensayos de Montaigne, libro que enseña a vivir). Manguel es un lector voraz, alguien definido por el hábito de leer, pero que no subordina la vida a la lectura, que tiene claro que la lectura adquiere pleno sentido en la medida en que ilumina y aclara la vida, y nos devuelve a ella con una comprensión más amplia y más lúcida. Se antoja fácil y, a veces, tentador, invertir la fórmula de Flaubert y afirmar que se vive para leer, pero, en última instancia, el buen lector –aquel que precisamente no está encerrado en una torre ni es una larva– sabe que no es posible.

http://www.letraslibres.com/revista/libros/el-lector-que-escribe

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Sara de Restif de la Bretonne

Para sacudirme la pesadez de Bouvard y Pécuchet, leo la Sara de Restif de la Bretonne, copioso autor libertino del siglo XVIII, abominado por Sade (“sobre todo, no compren nada del señor Restif”, aconsejaba a la marquesa desde su prisión en Vincennes). La leo en una humilde edición argentina de escandalosa portada (Rodolfo Alonso Editor, 1969), comprada hace años en una librería de viejo. Buscando nuevas ediciones, descubro en internet que la editorial española Octaedro la editó en 2001 y presume de ser la primera en español. Amateur de la literatura libertina, pensaba que sería sencillamente una novela ligera, divertida, como las que tan bien supo componer esa feliz época (pensaba en Andréa de Nerciat, Crebillon fils, Vivant Denon, etc.). Es más que eso. Para empezar no se cuenta, aquí, una aventura placentera, intrascendente, hedonista, como suele ser el caso; se trata de una pasión en toda forma, fuente mucho más de dolor que de gozo para el protagonista. La historia, al parecer, está inspirada en un amor real de Restif y en eso y en otras cosas me recordó a La Dorotea de Lope (el Fénix, francés y en el siglo XVIII, habría sido un excelente libertino). El héroe es un viejo de cuarenta y cinco años, libertino cansado que cree ya estar más allá de las pasiones hasta que conoce a Sara, joven de diecinueve a la que su madre ha iniciado en el sutil arte de la cortesanía y que pronto revela una genuina vocación y talento. Tras un brevísimo idilio, el hombre descubre la verdad y no puede propiamente llamarse engañado, pero no por eso deja de buscarla. La novela es la crónica de la peor de las pasiones: la lúcida, la que se da perfecta cuenta de lo que ocurre y, a pesar de todo, no puede deshacerse. Una y otra vez el protagonista decide dejar a Sara, no verla más, no sufrir otra humillación, y una y otra vez vuelve. Al final, escribe: “Lector amigo, has visto que he adorado a Sara; que la he odiado, la detestado, la he despreciado. Hoy solo siento ternura y dolor. ¿Dónde encontrarás tan bien, tan verdaderamente descrito al corazón humano como en esta historia?”.

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Bouvard y Pécuchet: el Fausto idiota

Animado por una relectura de Madame Bovary, leo –leo, no releo: por primera vez– Bouvard et Pécuchet, la novela salvaje de Flaubert. Sería fácil despotricar contra ella (es lo que se ha hecho, prácticamente y no sin razón, desde que apareció, póstumamente, en 1881); remarcar su carácter tedioso, exasperante, progresivamente ilegible. Flaubert la concibió como la gran venganza contra su época: “Vomitaré sobre mis contemporáneos el asco que me inspiran, así me reviente el estómago: será algo grande y violento”. La planeó como una denuncia de la estupidez humana, personificada en esos dos pobres diablos, Bouvard y Pécuchet, copistas que, retirados en el campo gracias a una herencia, pretenden acometer todas las ramas del saber (la botánica, la arqueología, la literatura, la filosofía, la pedagogía, la química, la medicina, la gimnasia, la política…), fracasando estrepitosamente en cada una, descartándola y pasando a otra. En efecto, ya lo observaba Emile Faguet, son como Fausto, pero un Fausto imbécil. El método empleado por Flaubert es básicamente el mismo: embarca a sus dos idiotas en el estudio de la disciplina X, lleva a cabo un repaso de las ideas comunes, polémicas y autoridades de la misma, los hace hartarse y fracasar, y los cambia de disciplina. Así, a lo largo de más de cuatrocientas páginas, o casi, pues hacia el final hay efectivamente una metamorfosis significativa (piadosamente, la muerte impidió que Flaubert terminara la obra; no concluyó ni siquiera la primera parte, y privó a la posteridad por completo de la segunda, que debía ser el catálogo de las mayores estupideces y lugares comunes de todas las ciencias copiadas por sus héroes). En carta a Georges Sand, había declarado que esta novela “tendrá la pretensión de ser cómica”. Esa es, quizá, toda la cuestión: no logra serlo. La locura y la tontería, sobra decirlo, pueden ser increíblemente cómicas (el Quijote, el Tristram Shandy), pero Flaubert no poseía ese genio y Bouvard et Pécuchet acaba siendo como uno de esos chistes largos, laboriosos y malcontados en los que uno está esperando reírse y al final no se ríe nunca.

Entre los contados abogados de Bouvard et Pécuchet, sobresale Borges (¡Borges, que abominaba de Madame Bovary!). En “Vindicación de Bouvard y Pécuchet” (Discusión) argumenta la gradual transformación de Flaubert en sus personajes (la metamorfosis mencionada arriba) y el procedimiento de convertir una locura o tontería iniciales en lucidez y hasta sabiduría (piénsese en el Quijote o El licenciado Vidriera o, mejor aún, en el Elogio de la locura de Erasmo); alega también que, si el universo es fundamentalmente incognoscible, Bouvard y Pécuchet devienen símbolos y ya no son solo dos idiotas, son cualquier hombre, el hombre, intentando descifrarlo vanamente. La cuestión es si eso justifica realmente la obra, las cientos de páginas en las que Flaubert detalla las ideas, las prácticas, los aparatos, etc., de cada una de las disciplinas que ensayan (por ejemplo, cuando tratan de hacerse agricultores, el lector debe resignarse a un catálogo de semillas, flores, técnicas de sembrar y cosechar, etc.; cuando toca turno a la gimnasia, a la descripción minuciosa de cada uno de los aparatos que emplean…). El objetivo cómico y filosófico se ahoga en esas minucias. En el siglo XVIII, Bouvard et Pécuchet habría podido ser un buen “cuento filosófico”, a lo Cándido de Voltaire; en el XX (porque hay en su intención algo innegablemente moderno), una parábola de Kafka (Borges dixit); en el XIX, se convirtió en una novela indigesta.

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Vida de Henry Brulard V

Stendhal, crítico:

«Despreciaba sincera y soberanamente el talento de Voltaire: me parecía pueril. Estimaba sinceramente a Pierre Corneille, a Ariosto, Shakespeare, Cervantes… Mi problema era ponerlos de acuerdo… Mi ideal literario tiene que ver más bien con disfrutar las obras de otros y apreciarlas, con rumiar sobre su mérito, que con escribir yo mismo».

¿No es éste –no debería ser, al menos– el ideal de la crítica y la modesta aspiración de sus practicantes?

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Vida de Henry Brulard IV

El amor (a punto estoy de decir: el enamoramiento) es el gran acontecimiento de la vida de Stendhal. Sufrirá por amor, sin duda, pero éste será, sobre todo, fuente de bonheur. El amor será siempre para él una pasión positiva. El primero, previsiblemente, fue una actriz, Mlle. Kubly: “pronto estuve perdidamente enamorado; nunca le hablé… todo fue nuevo para mí en la extraña locura que de repente fue la dueña de mis pensamientos. Todo otro interés se desvaneció para mí”. El amor por las actrices de teatro era el amor perfecto para los románticos (véase Sylvie de Gérard de Nerval): aseguraba distancia, frecuente inaccesibilidad, idealidad. Ya luego Beyle será menos tímido: se acercará, les hablará. Como él mismo observó, era descendiente del insufrible Saint-Preux de Rousseau, pero también del Valmont de Choderlos de Laclos.

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Stendhal por Claude Roy

Antes de comentar en clase Rojo y negro y para ponerme a tono, leo el Stendhal por él mismo de Claude Roy. Es notable la forma en que, en algunas frases, llega al corazón mismo de lo stendhaliano (lástima de la antología propiamente dicha, que dedica demasiado espacio a la política y que, de una obra que abunda en frases y dichos memorables, incluye demasiadas circunstanciales y, a veces, casi ininteligibles) . Algunos ejemplos:

Stendhal experimente el más vivo interés por sí mismo. Pero ninguna complacencia.

La vida de Stendhal es un perfecto adiestramiento. ¿En qué? El ambicioso se adiestra en triunfar, el avaro en enriquecerse, el don Juan en seducir: Stendhal se adiestra en existir.

La persecución de la dicha no se separa, para Stendhal, de la ambición de lo razonable. Ser dichoso es razonar con justeza sobre un mundo que se ve con claridad.

Toda bella prosa es superiormente moral, y la de Stendhal entre todas… Detesta lo superfluo de la forma porque es siempre signo de una debilidad de espíritu.

La broma es esencial al procedimiento literario de Stendhal. Este hombre absolutamente grave no cree necesario (al contrario) ser serio.

Cierta intensidad, una especie de densidad de la creación novelesca parecen ser la característica de esos novelistas (entre ellos Stendhal) a quienes –oponiéndolos a los novelistas profesionales– me gustaría llamar los puros: los novelistas que no fuerzan a la novela a que salga de ellos, sino que la dejan madurar, y caer gota a gota en el pequeño recipiente, la lágrima de resina… hacen sus novelas no como el manzano las manzanas, estación tras estación, sino cuando toda una vida ha dejado germinar, crecer, alimentarse en ellos una materia a la que solo les queda dar forma.

El arte de Stendhal no es un arte de copia, es un arte de interpretación.

Cuando Stendhal se desliza entre la Sanseverina y Fabricio, y comenta mezzo vocesus sentimientos o sus actos, jamás he tenido la sensación de una disonancia, porque está a su diapasón, porque es de la misma raza que ellos. Stendhal es el primero y más admirable de los personajes stendhalianos.

Stendhal es casi el único escritor que se ha fijado por objeto la pintura de la felicidad. Y es que la felicidad es lo más difícil de comunicar, en la medida en que la felicidad es precisamente una especie de silencio, de ausencia de ilusión, de ligereza inmaterial; en la medida en que ser feliz es el único estado injustificable del hombre. 

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Diccionario Vila-Matas

Quizá el indicio más claro de un gran escritor –de un gran artista, en general– sea la creación de un mundo propio. Leemos una línea suya y de inmediato sabemos que estamos entrando en ese mundo: su mundo. Es, desde luego, una forma, un estilo, pero también un contenido –es, naturalmente, la mezcla indisociable de ambos–, o sea, una serie de ideas, términos, temas, personajes, imágenes, símbolos, referencias, obsesiones…

La obra de Enrique Vila-Matas, una de las más originales de la literatura contemporánea, ha construido un mundo así. Abrir cualquiera de sus libros es entrar a un universo único: un universo portátil de shandys, bartlebys, suicidas, solteros, espías y femmes fatales; de capitales lo mismo en París y Barcelona que en Praga y Veracruz; de máscaras y ventrílocuos; de viajes y viajeros lentos; de citas y conferencias; de ficción y crítica; de fiesta y tedio; de vida y literatura. El Diccionario Vila-Matas pretende ser, ante todo, un homenaje a una obra, un tributo que nace de la admiración y el entusiasmo razonados de la crítica…

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Retrato de Paolina

En su Leopardi, Pietro Citati traza este brutal retrato de la hermana del poeta, Paolina, por cierto traductora de Xavier de Maistre y autora de una Vida de Mozart:

Paolina no era guapa. No era alta, no tenía la elegante blancura de piel que admiraban los hombres de la época… Era tímida. Hablaba poco. No tenía confianza en sí misma… Tenía una agudísima sensibilidad, que exacerbaba una inteligencia sospechosa y maníaca. Tenía un inmenso deseo de ser feliz, y esperaba que, al menos una vez, le tocara alguna pequeña felicidad real. Soñaba con el amor… No podía tener amigas ni recibir cartas de amigas. No podía asomarse a la ventana, porque inmediatamente la veían los ojos omnipresentes de su madre… Nada aliviaba el tedio. Sabía que no se realizaría ni uno solo de sus deseos. Vivía sin vida, sin alma, sin cuerpo. Le parecía que estaba muerta desde hacía mucho tiempo; que su cuerpo era un cadáver, que su alma carecía de sensaciones. Lo único que le quedaba era la lectura…

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Vida de Henry Brulard (III)

Sujeto de una educación conservadora, con pretensiones aristocráticas, Stendhal reaccionará desde niño cultivando opiniones liberales y republicanas. Sin embargo, era demasiado aristocrático por naturaleza, demasiado individualista, demasiado elitista (¿y qué otra cosa se podía esperar de quien concientemente solo se dirigía a una minoría, los happy few?). Se convirtió pues, en esa paradoja política moderna: un defensor de las mayorías que no soporta mezclarse con ellas, un aristócrata de la democracia (posición a años luz del populismo contemporáneo que solo busca adular a las masas): “Detesto a la canalla (tratar con ella), al mismo tiempo que bajo el nombre de pueblo deseo apasionadamente su felicidad y que creo que no puede procurársele sino haciéndole preguntas sobre un tema importante, es decir, exhortándola a nombrarse diputados… Amo al pueblo, detesto a sus opresores, pero sería para mí un suplicio vivir todo el tiempo con el pueblo”.

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En sus inicios como escritor, Stendhal espera la inspiración (le génie). Retrospectivamente, razona: “Si yo hubiera hablado, en 1795, de mi proyecto de escribir, cualquier hombre con sentido común me habría dicho: ‘Escriba todos los días durante dos horas, inspiración o no’. Este consejo me habría ahorrado diez años de mi vida perdidos esperando la inspiración”.

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Solar de Ian McEwan

En la playa, Solar de Ian McEwan, del que había leído con admiración Chesil beach, pequeña obra maestra, y con desencanto The comfort of strangers. Es una novela cómica en la mejor tradición inglesa, la de Kingsley Amis o Tom Sharpe (con pocos libros me he reído tanto, por cierto, como con la serie de Wilt). No es propiamente una campus novel, pero su trasfondo es la vida académica. El protagonista, Michael Beard, es un eminente físico cincuentón (premio Nobel y todo) cuyos mejores años han pasado y que, gracias a una serie de coincidencias que McEwan hace verosímiles, busca reinventarse profesional y personalmente proponiendo una solución para el calentamiento global. Gordo y calvo, está lejos de ser un Adonis, pero se las arregla para estar siempre rodeado de mujeres, a las que engaña compulsivamente. No es un mujeriego exigente y es feliz con mujeres no necesariamente jóvenes, no necesariamente guapas, pero amables y que le sepan cocinar (residuo de un complejo edípico, pues su madre se dedicó a sobrealimentarlo). Pertenece, además, a esa clase de mujeriegos que no solo salen con muchas mujeres: se casan con ellas, y cuando el libro empieza lo encontramos en su quinto matrimonio. La novela es fundamentalmente el personaje, claro, pero la trama no desmerece. Beard se las ingenia para exitosamente inculpar a un hombre inocente de un asesinato y aprovecharse de un descubrimiento científico ajeno, pero cae en desgracia cuando hace un comentario políticamente incorrecto a propósito de las mujeres y las ciencias, en las que son sin duda las páginas más desternillantes del libro. McEwan hace una sátira feroz del Posmodernismo y todos los ismos que han plagado los departamentos de literatura y humanidades alrededor del mundo hasta reducir su seriedad y rigor a cenizas y volverlos, no sin razón, el hazmerreír de las ciencias duras. La novela tropieza al final cuando McEwan, increíblemente, decide castigar a Beard, cuando todo pedía a gritos su triunfo, enfatizando la ambigüedad de la moral y la ausencia de justicia, como de hecho ocurre en el caso de otros antihéroes (por ejemplo, el Tom Ripley de Patricia Highsmith). Pero no: McEwan decidió dar una lección moral. A pesar de ello, la novela –ligera, entretenida, divertida– es una estupenda lectura de playa.

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