¿Hacia dónde va el Quijote?

Mi primera lectura del Quijote, lo confieso, fue una lectura mercenaria. Tendría diez u once años y una noche mi padre me llamó al estudio. “Te voy a dar a leer un libro –me dijo–. Tiene dos partes. Cuando acabes cada una, te regalo lo que quieras”. Me entusiasmé con la promesa del obsequio y acepté sin vacilar; el libro era lo de menos. Sin embargo, no era tan sencillo: yo debía leer un capítulo cada noche y, al terminar, ir al estudio a hacer un resumen oral de lo que había tratado. Así pasé varias semanas: leía, resumía, me iba a dormir. El libro me iba gustando, era chistoso (a funny-book como, sin sospecharlo yo entonces, repetía la crítica inglesa del Quijote, que combatía la interpretación romántica), pero lo que me impulsaba era, sobre todo, la recompensa final. Sin embargo, una vez sucedió algo extraordinario: me desperté a media noche y no pude volver a dormir. Me levanté de la cama y fui a echarme a un sillón con el libro. Pensaba avanzar un capítulo más, pero la lectura me atrapó y leí varios de corrido. Creo que fue la primera vez que ocurrió: que un libro me fascinara así, que no quisiera dejar de leer (había ocurrido antes, en mis primeros años, con Alicia en el país de las maravillas para ser exactos, pero entonces yo no leía: escuchaba). Sobra decirlo, ya no importaban el regalo ni el resumen, solo el texto que tenía ante mis ojos. Recuerdo muy bien el sillón, mi cuerpo encogido en él, la manta en la que estaba envuelto, el libro voluminoso entre las manos. Sin saberlo, estaba descubriendo la dicha de leer y, sabiéndolo aún menos, todo un género de la misma: la dicha de leer el Quijote (cómo fue que esa felicidad temprana se vio empañada cuando leí la muerte del protagonista es asunto que sí viene al caso, pero con el que ya no pienso demorar al quizá no tan desocupado lector).

El cuarto centenario de la segunda parte del Quijote en 2015 (con frecuencia el lector moderno olvida que la obra apareció en dos partes separadas por diez años y tiende a verla como un solo libro, compuesto de conjunto) fue motivo de celebraciones y homenajes alrededor del mundo. Probablemente ninguno mejor que este: una renovada edición de la obra, patrocinada por el Instituto Cervantes y dirigida por Francisco Rico, que ahora aparece en la bella Biblioteca Clásica de la Real Academia Española. En verdad, el mejor homenaje que se le puede hacer a una obra clásica es leerla, editarla y comentarla minuciosa y amorosamente (eso es la filología, “amor a la palabra”, en acción). Naturalmente, los grandes fastos cervantinos, quijotescos, ocurrieron cuando se cumplió el cuarto centenario de la primera parte, pero, a decir verdad, el Quijote es lo que es y ha tenido la trascendencia que ha tenido, sobre todo, por la segunda, la más innovadora y proyectada a futuro. Esos diez años no pasaron en vano: Cervantes refinó su arte, profundizó su concepción original de la obra y amplió sus posibilidades. Allí se enfatiza el protagonismo de la pareja de Don Quijote y Sancho; allí se convierten en personajes de libros y se abren los caminos de la metaficción; allí el humor se refina, se vuelve más irónico y ya no es el fácil de las primeras aventuras; allí Don Quijote adquiere otros matices, que harán posible la lectura romántica; allí se ahonda la humanitas –la noción de humanidad– cervantina, quizá el mejor rasgo de la obra.

Recordemos que el Quijote, para sus contemporáneos españoles, fue ante todo un libro cómico, de entretenimiento. A nadie se le hubiera ocurrido pensar que esta iba a ser considerada la mayor obra de la literatura hispánica (en el otro mundo, Góngora, Quevedo, Calderón, Lope, sobre todo Lope, deben estarse preguntando: “¿Cervantes? ¿En serio? ¿Cervantes?”). Pero el Quijote se fue de gira y, primero en Inglaterra y Francia, fue leído de otras formas, más fervorosamente incluso que en su propia patria, y esta admiración rebotada, junto con las condiciones propias del siglo XVIII español, lo comenzaron a convertir en un clásico. Sin embargo, sería el XIX el que le tenía reservada al Quijote la mayor aventura de todas las que le han ocurrido hasta la fecha: toparse con el Romanticismo alemán. Fueron los románticos alemanes quienes lo leyeron desde una óptica nueva y le dieron un sentido cuyas consecuencias perduran hasta la fecha. El Quijote ya no era más, o no solo, el libro cómico de un loco que se cree caballero andante: era la representación novelesca, en palabras de Schelling, de la lucha de lo Real con lo Ideal. El libro adquirió dimensiones insospechadas, incluso trágicas, que ni Cervantes ni sus contemporáneos entrevieron. Nietzsche lo resumió en La genealogía de la moral: “Hoy leemos todo el Quijote con un regusto amargo en la boca, casi como un tormento, y por eso a su autor y a sus contemporáneos les resultaríamos muy extraños, muy oscuros; ellos lo leyeron con la conciencia completamente tranquila, como el libro más divertido de todos, un libro que casi les hizo morir de risa”. Esta interpretación romántica –que va desde lo sublime hasta lo cursi– fue la dominante durante los siglos XIX y XX, y fue ella la que moldeó la imagen popular del héroe. A finales del siglo XX, y más que nada entre la crítica especializada (particularmente inglesa, con críticos como Anthony Close), volvió a hacerse la pregunta: ¿que no era este básicamente un libro cómico? En la lectura del Quijote, como en tantos otros planos, seguimos viviendo un lento reflujo del Romanticismo y, a principios del siglo XXI, entramos en tierra desconocida. Llego así a la cuestión que me interesa plantear (sería demasiado pretender contestar). Es evidente que la lectura romántica del Quijote se ha agotado y que fue esta la que lo impulsó en los últimos doscientos años, entonces: ¿hacia dónde va el Quijote ahora?, ¿cuál será el Quijote del mañana?

Engañosamente, tendemos a pensar que una obra clásica o canónica lo ha sido y lo será siempre, como si no fuera resultado, precisamente, de un proceso histórico. Ni el Quijote, ni ningún otro clásico, lo fueron siempre y bien pueden dejar de serlo (en el sentido de que dejen de ser libros vivos, o sea, leídos efectivamente por un gran número de lectores). Ha ocurrido antes en la historia literaria: una obra, que en su momento o durante mucho tiempo, dijo algo importante a generaciones de hombres, comienza a retroceder, a perder relevancia, los lectores dejan de verse reflejados en ella y se convierte –melancólico destino– en patrimonio de eruditos y especialistas. Incluso dentro del parámetro relativo de los clásicos hay diferencias: Homero, digamos, lleva más de dos mil quinientos años hablándole a los hombres (no sin paréntesis y lagunas); Cervantes, Shakespeare, Montaigne, por mencionar tres eminentes modernos, apenas unos cuatrocientos. ¿Sobrevivirán mil, mil quinientos, dos mil? ¿Por qué estamos tan seguros?

Y, sin embargo, creo que el Quijote nos seguirá acompañando mucho tiempo. Presiento que la apoteosis de su lectura, marcada por el Romanticismo, ha pasado y que el Quijote que vendrá será un Quijote más humilde, más sereno, más humano: más cervantino. Seguirá siendo un libro fundamentalmente cómico, no el de las carcajadas que las burlas y palizas que padece su protagonista provocaban a sus contemporáneos, pero si el de la risa y, sobre todo, el de la sonrisa. En tanto lo propio del hombre sea reír –como quería ese otro padre de la novela moderna, tan afín a Cervantes, Rabelais–, el Quijote perdurará. Creo, además, que la característica que define la obra y mejor asegura su posteridad no es el idealismo quijotesco con el que de diversos modos se encandiló el Romanticismo, sino el humanismo cervantino: esa humanitas que atraviesa toda la obra, que irradian prácticamente todos sus personajes, y que está hecha de una mezcla de benevolencia, alegría, sentido del humor, ironía, compasión y, en general, una magnánima comprensión de todo lo humano.

¿Hacia dónde va, pues, el Quijote? ¿Su camino es de regreso? ¿O apenas salió? Como todo verdadero clásico, no pertenece solo al pasado, sino al futuro: está por venir.

Publicado originalmente en http://www.letraslibres.com/revista/libros/hacia-donde-va-el-quijote

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La muerte de mi hermano Abel de Gregor von Rezzori

Aristócrata, dandy, sibarita, apátrida, cosmopolita, casanova, guionista, actor, novelista, Gregor von Rezzori (1914-1998), fue un excepcional compañero de viaje y testigo del siglo XX europeo. Proveniente de la periferia del continente, Chernivtsi –ex Austria-Hungría, ex Rumania, ex Unión Soviética, hoy Ucrania, mañana quién sabe–, de orígenes italianos, de lengua alemana, radicado largamente en París, Rezzori fue un hijo legítimo, no de una mera nación, sino de Europa, especialmente de Mitteleuropa. La publicación en español, cuarenta años después de su aparición en alemán, de su obra más ambiciosa, La muerte de mi hermano Abel, admirablemente traducida por José Aníbal Campos, es un acontecimiento editorial que nos obliga a replantear el panorama de grandes narradores del siglo: hay que irle haciendo hueco a Rezzori.

En la tradición de Joseph Roth, Arthur Schnitzler, Robert Musil, Franz Kafka o Italo Svevo, Rezzori pertenece a la gran literatura centroeuropea que floreció alrededor del imperio Austro-Húngaro. En La gran trilogía –compuesta por Un armiño en ChernopolMemorias de un antisemita y Flores en la nieve– da un vívido testimonio de los restos de ese mundo variopinto, fértil mezcla de naciones, lenguas y culturas. En particular en las Memorias, quizá su obra más lograda (traducida, por cierto, por Juan Villoro, uno de los principales divulgadores de Rezzori en el ámbito hispánico), se encuentran dos de las virtudes más notables del autor: una prodigiosa capacidad de narrar acciones, a lo Stendhal, y un proustiano poder de evocación. La memoria es el eje central de la obra de Rezzori, cronista de un mundo perdido. Sin embargo, este no es solamente el del viejo imperio o el de Europa Central, sino el de Europa, a secas.

La muerte de mi hermano Abel es, entre muchas cosas, una elegía: la elegía de un continente y una cultura. Rezzori ve con comprensible horror la progresiva americanizaciónde Europa a costa de su diversidad: “el mismo hotel Hilton desde Madrid hasta Oslo, las mismas áreas de servicio en las gasolineras de las autovías, el mismo aeropuerto, las mismas juke-boxes desde Bückeburg hasta Calabria, los mismos supermercados, las mismas camisetas sobre las tetitas de las jóvenes, la misma cruda luz de neón en las noches en las que el cielo se petrifica sobre las ciudades fálicas” (p. 314). El fenómeno aparece encarnado en el editor-mercader Jacob G. Brodny, a quien el narrador dirige una larguísima carta que constituye la primera parte del libro y que en un típico desplante de estupidez editorial le ha pedido que resuma su novela en tres frases: “usted, mister Brodny, el americano modelo… usted no solo devoraba allí su paté de tordo, sino un plato llamado Yiúrop. Lo que untaba usted allí… no era ya, simplemente, paté de tordo, sino paté de Europa: su espíritu, su alma, su ilusión; su antigua maestría artística, su inagotable variedad de formas, la manera en que su espíritu ha impregnado esa riqueza de formas, la esencia de su ser. Y usted la estaba devorando, ahora, sin embargo, perfeccionada por las técnicas de Walt Disney, congelada y empaquetada en plástico, con los colores de confeti de Time & Life. ¡Aquello sí que era un banquete!” (p. 314).

La muerte de mi hermano Abel es también una novela sobre una novela; más precisamente, sobre la imposibilidad de escribir una novela. El narrador, Aristides Subicz, alter ego de Rezzori, ha ido juntando materiales durante toda su vida: capítulos, borradores, fragmentos, frases sueltas, etc., pero ha fracasado cada vez que ha intentando armar algo coherente con todo eso. El resultado final sigue siendo el testimonio de ese fracaso, pero, al mismo tiempo, su refutación. A diferencia de las Memorias de un antisemita, donde Rezzori sometió por completo a la forma, en esta obra –mucho más ambiciosa y compleja, claro– se ve desbordado por ella, pero uno acaba preguntándose si podía ser de otro modo, si intrínsecamente la novela no exigía ser este colosal amasijo narrativo.

Hay una razón de fondo para este caos. En última instancia, Subicz-Rezzori está buscando representarse a sí mismo: “porque escriba lo que escriba, siempre, a la larga, me escribo a mí. Cualquier cosa que narro, siemprea la largame narro a mí. En otras palabras: no soy yo quien vive mi vida, mi libro me vive” (p. 339). Montaigne, autor del primer gran autorretrato literario de la Modernidad, habría sonreído: en efecto, cuando el libro que escribes no es un accesorio tuyo, sino que eres tú, ¿qué forma puedes darle?, ¿cómo fijarlo?, ¿cuándo termina? A fin de cuentas, el drama de Rezzori es el de todo gran escritor moderno, desde el Señor de la Montaña hasta Fernando Pessoa, o sea, la fragmentación del yo, la múltiple otredad del uno: “¿Qué soy en realidad?… Claro que soy a veces lo uno y a veces lo otro, o todo al mismo tiempo… Pero sea lo que fuere ese yo, es algo que puede decirse, expresarse, que coagula en algo que luego cobra forma: excepto ese resto inefable que en realidad soy YO. Y ahora pregunto: ¿cuánto texto es necesario para, dentro de las posibilidades del hombre, expresar una sola con absoluta claridad, de un modo inconfundible?” (pp. 511-512).

En medio del desasosiego de la disolución del yo y la desesperada tarea de escribirlo, hay algo que redime a Subicz-Rezzori y que me parece su mejor rasgo: su exuberante vitalidad (insuperablemente expresada en su erotismo: Rezzori es, ya lo observó Claudio Magris, un gran poeta del eros), su sensualidad; su alegre, franca e irónica afirmación de la vida, aun en las condiciones más adversas, como explica a su “hermano Abel”, Schwab: “YO ACEPTO ESTA EXISTENCIA EN CONDICIONES RIDÍCULAS CON HUMILDAD Y GRATITUD. Eso es lo que yo TENGO y por lo que SE ME OTORGA. Sigo siendo, como antes, aquel lobo de Besarabia: lanzo mordiscos rabiosos a mi alrededor, me muerdo los costados… y me arrastro en tres patas, cojeando de un lado a otro, agradecido por ESTAR VIVO” (p. 605).

Frente a la inocencia y la ingenuidad más bien bobas del Abel bíblico, Caín representa la complejidad y la conciencia del hombre. Es el héroe problemático, contradictorio, desesperado, lúcido: nuestro verdadero hermano.

Publicado originalmente en Letras Libres (http://www.letraslibres.com/revista/libros/vida-de-cain).

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Nietzsche: advertencia a leedores

De todo lo escrito yo solo amo aquello que alguien escribe con su sangre. Escribe tú con sangre: y te darás cuenta de que la sangre es espíritu.

            No es cosa fácil el comprender la sangre ajena: yo odio a los ociosos que leen.

“Del leer y el escribir”, Así habló Zaratustra

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Nietzsche: Hay que aprender a amar

Hay un admirable fragmento en La gaya ciencia (334, “Hay que aprender a amar”) que habla de la música, pero que podría aplicarse al acto de leer un gran texto y, en general, a todo verdadero acto de lectura (de un libro, un cuadro, una sinfonía) y, más allá, de amor. Describe puntualmente las etapas que atravesamos cuando nos confrontamos con una gran obra: el esfuerzo necesario, la paciencia, la familiaridad y la recompensa final. Toda genuina lectura es, desde luego, un acto de amor y hospitalidad:

Lo mismo nos pasa con la música: primero se tiene que aprender a oír una figura, una melodía en general, a saber detectarla, a distinguirla, a aislarla y a delimitarla como si tuviera una vida aparte; luego, a pesar de su extrañeza, se requiere de algún esfuerzo y buena voluntad para soportarla, paciencia frente a su mirada y expresión, practicar la generosidad frente al aspecto sorprendente que hay en ella: –finalmente, llega el momento en el que nos hemos familiarizado con ella, en que la esperamos, intuimos que, si nos faltase, la echaríamos de menos; sigue ejerciendo más y más su presión y encanto y no termina hasta que nos hemos convertido en su humilde y seducido amante, quien no quiere nada más del mundo que a ella y solo a ella. Pero esto no solo nos pasa con la música: así es precisamente como hemos aprendido a amar todas las cosas que ahora amamos. Siempre acabaremos siendo recompensados por nuestra buena voluntad, por nuestra paciencia, justicia, dulzura, frente a lo extraño, cuando lo extraño se quita lentamente su velo y se revela con toda su nueva e indecible belleza: no es sino su agradecimiento por nuestra hospitalidad. Pero quien también se ama a sí mismo lo habrá aprendido haciendo este camino: porque no hay ningún otro. También hay que aprender a amar.

Pocos fragmentos revelan mejor la humanidad de Nietzsche (y su mejor humanidad) que este. Amar, en efecto, amar genuinamente cualquier cosa, es un proceso. La hospitalidad final es recíproca: hemos recibido al objeto amado en nosotros, pero este, a su vez, acepta recibirnos a nosotros. Aplica para los grandes textos –las obras de arte, en general– y más aún, quizá, para las personas. Amar es leer al otro.

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Nietzsche: advertencia a posmodernos

Ser profundo y parecerlo.–Quien se sabe profundo, se esfuerza por alcanzar la claridad; quien pretende parecer profundo a la multitud, se esfuerza por alcanzar la oscuridad. Pues la multitud considera profundo todo aquello cuyo fondo no alcanza a ver. De ahí que sea tan miedosa y deteste zambullirse en el agua.

La gaya ciencia, 173

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Nietzsche: advertencia a filólogos

Nietzsche, ya se sabe, fue filólogo antes que filósofo (en el prefacio a Aurora dio una memorable definición de filología: “el arte de la lectura lenta”). Nunca dejó de apreciar la filología, pero siempre tuvo claro su carácter auxiliar, subordinado, lo que a veces suele olvidarse en su práctica más especializada, erudita y quisquillosa. El filólogo no es otra cosa –no debe aspirar a ser otra cosa– que el siervo del texto, y no debe olvidar nunca la distancia que lo separa del autor. Esto es lo que le recuerda al gremio en La gaya ciencia (102):

La filología existe para afianzar continuamente esta creencia: hay libros tan valiosos y reales que requieren el empleo necesario de generaciones enteras de eruditos, siempre y cuando mediante su esfuerzo conserven estos libros en un estado limpio e inteligible. Ello presupone la existencia de esos escasos hombres (aunque no se los vea de inmediato), que verdaderamente saben utilizar libros tan valiosos: –los mismos, de hecho, que escriben esos mismos libros o podrían escribirlos. ¿Qué quiero decir con esto? Que la filología presupone una noble creencia: que a favor de unos pocos, que siempre “han de llegar” y no están allí, necesita hacerse previamente una gran cantidad de trabajo desagradable e incluso sucio: es todo un trabajo in usum Delphinorum.

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Spinoza, Ética. Notas de un ignorante

Con reserva, con cautela, con humildad, sin la pretensión de entender por completo, leí hace poco la Ética de Spinoza y, para acompañarla, el Spinoza de Alain. Goethe, se dice, se encerró seis meses para leerla y regresó con una frase: “todo hombre es eterno en su lugar”, sentencia que solo cobra su pleno y profundo sentido al terminar la quinta parte, “De la potencia del entendimiento o de la libertad humana”. No poseo, desde luego, ninguna frase como la de Goethe; solo algunas impresiones que consigno aquí sin pretensión alguna. Primera, y la que me vuelve más simpático a Spinoza, es que pueda ser considerado, en sentido estricto, un filósofo de la alegría, acaso como todo verdadero filósofo, empezando por Sócrates:

Pues nada, fuera de una torva y triste superstición, prohíbe deleitarse. ¿Por qué, en efecto, va a ser más honesto apagar el hambre y la sed que expulsar la melancolía? Esta es mi norma y así he orientado mi ánimo. Ni un numen ni otro que no sea un envidioso, se deleita con mi impotencia y con mi desgracia, ni atribuye a nuestra virtud las lágrimas, los sollozos, el miedo y otras cosas por el estilo, que son signos de un ánimo impotente; sino que, por el contrario, cuanto mayor es la alegría de que somos afectados, mayor es la perfección a la que pasamos, es decir, más necesario es que participemos de la naturaleza divina (4, 45, esc. 2).

Como Montaigne, aunque por distintas vías, Spinoza nos exhorta a “gozar lealmente nuestro ser” (Ensayos III, XIII). En el mismo sentido va 4, 67: “El hombre libre en ninguna cosa piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es meditación de la muerte, sino de la vida”. En efecto, filosofar no es aprender a morir, como pensó en un principio el Señor de la Montaña siguiendo dócilmente a Séneca, sino, como afirmaría más tarde, aprender a vivir.

Segunda, la convicción, perpleja y no exenta de melancolía, de que Spinoza escribió su obra para seres extremadamente más racionales y bondadosos que nosotros. Y de aquí nace un segundo asombro: ¿cómo habrá sido este hombre?, ¿cómo vive alguien que realmente piensa y actúa de este modo, que rechaza toda forma de odio y busca, incluso, transformarlo en amor?

Tercera, el afán, tan judío y tan bien percibido por Borges en los poemas que le dedicó (“alguien construye a Dios en la penumbra”), de salvar la idea de Dios, de seguir creyendo en Él de algún modo (y si alguna idea de divinidad tiene sentido es, por supuesto la expuesta admirablemente en la primera parte).

Cuarta, la persistencia en la idea de la inmortalidad, quizá la ilusión más cara de la filosofía (también desde Sócrates): “el alma humana no puede ser totalmente destruida con el cuerpo, sino que permanece algo de ella que es eterno” (5, 23). No se trata, claro, de la inmortalidad personal concebida anteriormente, pero sigue siendo una forma de la inmortalidad.

La segunda, desde luego, ya había sido prevista y refutada por Spinoza en el último escolio:

Pues el ignorante, aparte de ser zarandeado de múltiples maneras por causas exteriores y no gozar nunca de la verdadera tranquilidad del ánimo, vive además como inconsciente de sí mismo y de Dios y de las cosas; y tan pronto deja de padecer, deja también de existir… Y si el camino que he demostrado que conduce aquí, parece sumamente difícil, puede, no obstante, ser hallado. Difícil sin duda tiene que ser lo que tan rara vez se halla. Pues, ¿cómo podría suceder que, si la salvación estuviera al alcance de la mano y pudiera ser encontrada sin gran esfuerzo, fuera casi por todos despreciada? Pero todo lo excelso es tan difícil como raro.

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Plutarco: elogio de la educación

Leo la Moralia de Plutarco, el libro clásico más cercano al moderno ensayo y uno de los más gratos de la Antigüedad. El primer volumen de la edición que manejo (Gredos) es buen ejemplo de su diversidad: “Sobre la educación de los hijos”, “Cómo debe escuchar el joven la poesía”, “Cómo distinguir a un adulador de un amigo”, “Sobre la abundancia de amigos”, etc. No en balde era una de las obras favoritas de Montaigne (en la célebre traducción francesa de Jacques Amyot). En el primer texto encuentro este, uno de los mayores elogios de la educación y sus bases, la razón y la palabra:

Resumiendo, pues, digo (y podría parecer con razón que estoy pronunciando oráculos más que dando consejos) que en estas cosas el único punto capital, primero, medio y último, es una buena educación y una instrucción apropiada, y afirmo que estas cosas son las que conducen y cooperan a la virtud y a la felicidad. El resto de los bienes son humanos y pequeños y no son dignos de ser buscados con gran trabajo. Un linaje bueno es una cosa bella, pero es un bien de nuestros antepasados; la riqueza es preciosa, pero es un don de la fortuna… la gloria sí es una cosa magnífica, pero insegura; la belleza es disputada, pero dura poco tiempo; la salud es una cosa valiosa, pero mudable; la fuerza del cuerpo es algo envidiable, pero es presa fácil de la enfermedad y la vejez… Mas la instrucción es lo único que en nosotros es inmortal y divino. Y dos son los bienes en la naturaleza humana superiores a todos: la razón y la palabra. Y la razón domina la palabra y la palabra obedece a la razón que no se somete a la fortuna ni puede ser arrebata por la calumnia ni se destruye con la enfermedad y es indemne a la vejez.

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Leer como un profesor de Thomas C. Foster

Todavía el año pasado me topé con un libro que, apenas visto el título, me sentí casi obligado a comprar, aunque no conociera al autor: Leer como un profesor de Thomas C. Foster. Siendo básicamente uno, me preguntaba qué querría decir con eso. En principio (y solo en principio), un profesor de literatura, más si es aparte un crítico, es un lector más avezado que el lector común: más profundo, más amplio, más escrupuloso, más perspicaz. Pensé, de entrada, que sería la típica colección de ensayos sobre una serie de autores y obras, pero es algo distinto a eso. Es una suerte de muy diversa y didáctica “gramática de la literatura”: “una serie de convenciones y modelos, códigos y reglas que aprendemos para encarar un texto escrito”. Foster –ahora sé que es profesor de literatura en la Universidad de Michigan y tiene su propio sitio de internet: http://thomascfoster.com/index.htm – expone un conjunto de tópicos literarios, sobre todo narrativos (el viaje, el vampiro, la nieve, la ceguera, etc.), y analiza su significado. Su técnica de lectura, en este sentido, es fundamentalmente retórica y simbólica, aunque tenga también algunos capítulos dedicados a cuestiones de historia literaria (Shakespeare, la Biblia). El libro está escrito en un tono llano y coloquial, pero que no deja de ser profesoral, no del profesor que dicta cátedra, sino del que quiere ser accesible y didáctico. A veces se le va la mano, como cuando recurre al formato de preguntas y respuestas o de plano pone en negritas la lección del capítulo. Sin embargo, que el libro de un profesor parezca de un profesor no es un defecto mayor. Yo destacaría el sentido común de Foster, su genuino amor por las letras y amplia vocación de lectura (Dios sabe que eso no se puede decir  de todos los profesores que escriben un libro), su amabilidad con el lector común. A pesar de sus intenciones, el libro de Foster más bien me ha hecho reafirmar que, si bien pueden encontrarse consejos útiles aquí o allá, desde luego no hay recetas para convertirse en un gran lector, que la lectura es una experiencia individual y acumulativa (con aspectos que pueden ser compartidos y enseñados, pero intransferible en su esencia y su totalidad) y que para “leer como un profesor” –no se diga para ser un lector maestro, al que pondría por encima del mero profesor– no hay atajos posibles. Solo el tiempo hace maestros de lectura.

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Montaigne, filósofo

Empecé el año leyendo de un tirón en un vuelo un librito de André Comte-Sponville, al que desconocía, cuyo título me atrajo de inmediato: Montaigne y la filosofía. Con el Señor de la Montaña aplica la máxima de que sus amigos son mis amigos; si alguien siente simpatía por él, ya tiene la mía. Comte-Sponville comienza reivindicando para Montaigne el título de filósofo, que con frecuencia se le escamotea. Se le considera solo un escritor, un ensayista. Él mismo, claro, negaba serlo: “no soy filósofo” (III, 9). Pero lo era, “si entendemos por filosofía, como se debe, no la picota de los sistemas o el polvo de la erudición, sino el movimiento del pensamiento vivo, cuando se enfrenta a lo esencial y a sí mismo… filosofamos para vivir, o para aprender a vivir, y solo esto es filosofar de verdad”. Montaigne, claro está, no era un filósofo a la manera de un Kant o un Aristóteles, hombres de sistema, sino de Sócrates o Séneca, y quiero pensar que aún estamos dispuestos a conceder que éstos lo eran.

Montaigne, dice Comte-Sponville, “filosofa como ya nadie, parece, se atreve a filosofar: a la antigua, en primer grado y en primera persona, expuesto a todos los riesgos”. Enfatiza, acertadamente, que en Montaigne la sabiduría está fundida con la vida, es su vida (como la de los ilustres ejemplos citados arriba), pero quizá se le pasa un poco la mano remarcando el carácter personal de esa filosofía (“la sabiduría de Montaigne solo vale para Montaigne”), cuando precisamente su gran virtud es haber mostrado lo que puede haber de general y compartido en una experiencia particular. Montaigne salió a buscarse a sí mismo, pero en cierta forma nos encontró a todos. Por otro lado, ve muy bien el núcleo de la sabiduría montañesca: la acción y el placer. Los Ensayos no son más que una exhortación al movimiento y al gozo. No esperes, no te quedes quieto, nos dicen todo el tiempo: actúa, muévete y disfruta. “Montaigne, a su vez, se entrega por entero a lo que hace, acción o paseo, y  no deja que sus sueños de felicidad arruinen su felicidad… La sabiduría solo comienza para el que deja de imaginarla”.

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Diario nocturno de Ennio Flaiano

Leo a salto de mata el Diario notturno de Ennio Flaiano, cronista romano y célebre guionista de Fellini (La dolce vita) y Antonioni (La notte). Pesimista e irónico, Flaiano era ante todo un moralista, o sea, un observador y crítico de las costumbres. Traduzco tres fragmentos mínimos para dar el tono de la obra y despedir el 2015:

Una señora, de visita en casa de un ilustre crítico, al irse olvida el paraguas sobre la mesa. “Lo reseñará”, dice F., a quien se le cuenta el pequeño incidente.

“Querida, cuando estemos en la cama, es inútil que me llames comendador. Sí, entiendo, la costumbre, el respeto, todo lo que quieras, pero ¿a dónde va a parar la intimidad? Mejor hagamos esto: llámame, simplemente, doctor.”

Se levantó de la cama: estaba feísima. Pasó una hora frente al espejo para hacerse fea.

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Moby-Dick o Las ballenas son como libros

Para terminar el año, leo Moby-Dick. Leo, no releo, como suele decirse de un clásico de esta naturaleza. Novela única, en el sentido en que son únicas el Quijote, el Tristram Shandy o el Ulises, o sea, novelas de una naturaleza insólita, que no se parecen a ninguna otra. En este caso, novela del mar y de aventuras, tratado de cetología, reportaje, alegoría, narración realista, etc. El verdadero maniaco del libro no es, desde luego, Ahab, pobre hombre obsesionado con la venganza, sino el narrador, Ismael, obsesionado con la representación del Leviatán y que compone un libro tan monstruoso como él (entre mis capítulos favoritos, el 57: “Sobre las ballenas en la pintura, en dientes, en madera, en láminas, en piedra, en las montañas, en las estrellas”).

Pero lo que me interesa anotar aquí son las extraordinarias metáforas de la lectura, pues Moby-Dick es, entre otras cosas, una monumental alegoría del acto de leer. Ya es de llamar la atención que Ismael clasifique las ballenas, por su tamaño, como si fueran libros (la ballena-folio, la ballena-octavo, la ballena-duodécimo), y estos, a vez, se dividan en capítulos. Después, en virtud de sus marcas, las ballenas son postuladas como textos que deben ser leídos, pero, naturalmente, la lectura de la ballena-libro no es sencilla: está en un lenguaje oculto, jeroglífico, que es preciso aprender a descifrar. Las ballenas, como las grandes obras, son insondables y no inteligibles para cualquiera: hay que saber leerlas. La frase final del capítulo 79 es un abierto desafío: “read it if you can”.

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Más perlas del Oráculo manual

No vivir a prisa. El saber repartir las cosas es saberlas gozar. A muchos les sobra la vida y se les acaba la felicidad; malogran los contentos, que no los gozan, y querrían volver después atrás, cuando se hallan tan adelante. Postillones del vivir que, a más del común correr del tiempo, añaden ellos su atropellamiento genial. Querrían devorar en un día lo que apenas podrán digerir en toda la vida. Viven adelantados en las felicidades, cómense los años por venir y, como van con tanta priesa, acaban presto con todo. Aun en el querer saber ha de haber modo, para no saber las cosas mal sabidas. Son más los días que las dichas. En el gozar, a espacio; en el obrar, aprisa. Las hazañas bien están, hechas; los contentos, mal, acabados.

Tener que desear. Para no ser felizmente desdichado. Respira el cuerpo y anhela el espíritu. Si todo fuere posesión, todo será desengaño y descontento. Aun en el entendimiento siempre ha de quedar qué saber en que se cebe la curiosidad. La esperanza alienta; los hartazgos de felicidad son mortales. En el premiar es destreza nunca satisfacer. Si nada hay que desear, todo es de temer. Dicha desdichada: donde acaba el deseo, comienza el temor.

Saber repartir su vida a lo discreto. No como se vienen las ocasiones, sino por providencia y delecto. Es penosa sin descansos, como jornada larga sin mesones. Hácela dichosa la variedad erudita. Gástese la primera estancia del bello vivir en hablar con los muertos: nacemos para saber y sabernos, y los libros con fidelidad nos hacen personas. La segunda jornada se emplee con los vivos: ver y registrar todo lo bueno del mundo; no todas las cosas se hallan en una tierra; repartió los dotes el padre universal y, a veces, enriqueció más la fea. La última jornada sea toda para sí: última felicidad el filosofar.

No se le lleve el último. Hay hombres de última información, que va por extremos la impertinencia. Tienen el sentir y el querer de cera. El último sella y borra los demás. Estos nunca están ganados porque con la misma facilidad se pierden. Cada uno los tiñe de su color. Son malos para confidentes, niños de toda la vida, y así, con variedad en los juicios y afectos, andan fluctuando, siempre cojos de voluntad y de juicio, inclinándose a una y otra parte.

De la madurez. Resplandece en el exterior, pero más en las costumbres. La gravedad material hace precioso al oro y la moral a las personas. Es el decoro de las prendas, causando veneración. La compostura del hombre es la fachata del alma. No es necedad con poco meneo, como quiere la ligereza, sino una autoridad muy sosegada: habla por sentencias, obra con aciertos. Supone un hombre muy hecho, porque tanto tiene de persona cuanto de madurez; en dejando de ser niño comienza a ser grave y autorizado.

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Perlas del Oráculo manual

La sabiduría del Oráculo manual y arte de prudencia es una sabiduría práctica, social, mundana. Para Gracián, el mundo barroco del siglo XVII era un lugar lleno de trampas e ilusiones en el que el hombre advertido debía redoblar la atención para no ser engañado. Su ideal humano era el de una persona que a los talentos innatos sumaba la cultura y la disciplina. Como decían los humanistas (Erasmo, Vives), no se nace plenamente hombre: se llega a serlo. Aquí, algunas perlas del Oráculo:

Hombre en su punto. No se nace hecho: vase de cada día perficionando en la persona, en el empleo, hasta llegar al punto del consumado ser, al complemento de prendas, de eminencias. Conocerse ha en lo realzado del gusto, purificado del ingenio, en lo maduro del juicio, en lo defecado de la voluntad. Algunos nunca llegan a ser cabales, fáltales siempre un algo; tardan otros en hacerse. El varón consumado, sabio en dichos, cuerdo en hechos, es admitido y aun deseado del singular comercio de los discretos.

Hombre inapasionable. Prenda de la mayor alteza de ánimo. Su misma superioridad le redime de la sujeción a peregrinas vulgares impresiones. No hay mayor señorío que el de sí mismo, de sus afectos, que llega ser triunfo del albedrío. Y cuando la pasión ocupare lo personal, no se atreva al oficio, y menos cuanto fuere más. Culto modo de ahorrar disgustos y aun de atajar para la reputación.

Nunca perderse el respeto a sí mismo. Ni se roze consigo a solas. Sea su misma entereza norma propria de su rectitud, y deba más a la severidad de su dictamen que a todos los extrínsecos preceptos. Deje de hacer lo indecente más por el temor de su cordura que por el rigor de la ajena autoridad. Llegue a temerse y no necesitará del ayo imaginario de Séneca.

Bástese a sí mismo el sabio. Él se era todas sus cosas y, llevándose a sí, lo llevaba todo. Si un amigo universal basta hacer Roma y todo lo restante del universo, séase uno ese amigo de sí proprio y podrá vivirse a solas. ¿Quién le podrá hacer falta si no hay ni mayor concepto ni mayor gusto que el suyo? Dependerá de sí solo, que es felicidad suma semejar a la entidad suma. El que pueda pasar así a solas, nada tendrá de bruto, sino mucho de sabio, y todo de dios.

Saber sufrir necios. Los sabios siempre fueron mal sufridos, que quien añade ciencia añade impaciencia. El mucho conocer es dificultoso de satisfacer. La mayor regla del vivir, según Epicteto, es el sufrir, y a esto redujo la metad de la sabiduría. Si todas las necedades se han de tolerar, mucha paciencia será menester. A veces sufrimos más de quien más dependemos, que importa para el ejercicio del vencerse. Nace del sufrimiento la inestimable paz, que es la felicidad de la tierra, y el que no se hallare con ánimo de sufrir apele al retiro de sí mismo, si es que aun a sí mismo se ha de poder tolerar.

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Vuelta a Gracián

Últimamente releo a Gracián, a propósito de una pequeña antología del Oráculo manual y arte de prudencia. Gracián es autor de una de las mayores obras de la literatura de los Siglos de Oro y, de hecho, de toda la literatura escrita en lengua española: El Criticón, una monumental alegoría que narra la vida del hombre a través de los personajes de Critilo y Andrenio, y que en su concepción y ejecución solo sería comparable a, digamos, la Comedia. Me temo que hoy sea patrimonio casi exclusivo de especialistas y eruditos. Aparte de la dificultad de la prosa graciana, barroca hasta la caricatura, la causa principal parece clara y encierra una melancólica lección sobre la posteridad literaria: Gracián puso todo su empeño en componer una obra maestra en un género, la alegoría en este caso, que a mediados del siglo XVII ya iba más bien de salida. El futuro pertenecía a otras formas, las de la novela moderna, que poco tiempo antes habían sido señaladas por Cervantes. Así, la principal apuesta literaria de Gracián se reveló anacrónica rápidamente. Sería fácil, y erróneo, censurarlo a la ligera. ¿Cuántos escritores (grandes escritores, incluso) no emprenden una obra en un género ya caduco o que está a punto de caducar, creyendo que están llevando a cabo su obra maestra? Le pasó a Petrarca con el poema épico África, al propio Cervantes con el bizantino Persiles. Y estas son grandes obras de grandes autores, ¿cuántas obras menores de escritores de segunda no son ya anacrónicas al momento de nacer? ¿Cuántos no aspiraron, cuando ya no era el momento, a escribir una tragedia clásica, una epopeya u, hoy, una novela realista? Pero yo no quería escribir sobre El Criticón, sino sobre el Oráculo

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Ricardo Emilio Piglia Renzi

Leo el primer volumen (de tres proyectados) de los diarios de Piglia, Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación, y estos me remiten a La invasión y El último lector. En este último, Piglia ofrece la clave para interpretar sus propios diarios a propósito de los de Kafka: “Por eso Kafka escribe un diario, para volver a leer las conexiones que no ha visto al vivir. Podríamos decir que escribe su Diario para leer desplazado el sentido en otro lugar. Solo entiende lo que ha vivido, o lo que está por vivir, cuando está escrito. No se narra para recordar, sino para hacer ver. Para hacer visibles las conexiones, los gestos, los lugares, la disposición de los cuerpos”. Que Piglia haya decidido atribuir sus diarios a su alter ego es una forma más de otrarse, diría Pessoa. Emilio Renzi se enseñorea y ya no es solo en la ficción tradicional (cuentos y novelas) en la que domina, sino que ahora se apodera de la escritura más personal: el diario íntimo. Escribir y leer el propio diario como si fuera de otro es una manera radical de “desplazar el sentido”.

Lo que más me ha gustado de este primer volumen son los textos que lo abren y cierran, escritos recientemente, “En el umbral” y “Canto rodado”, textos en los que un narrador anónimo cuenta sus encuentros con un Renzi viejo y algo enfermo. El primero, sobre todo, es extraordinario, fruto de ese magistral “estilo tardío” que pocos escritores alcanzan. Es el Piglia de la madurez y es algo más. Como era de esperarse, vuelve ahí al tema central de su obra: la lectura (porque Piglia es un lector que escribe). Imagina una posible autobiografía: Cómo he leído algunos de mis libros, pues, ¿qué otra autobiografía va a escribir alguien que ha hecho de leer la actividad fundamental de su vida, si no la historia de sus lecturas?

Entre otras anécdotas y observaciones memorables, rescato aquella en la que en cierta forma está cifrado todo acto de comentario de texto y de enseñanza de la literatura (no en balde Piglia ha sido profesor toda su vida) en que un Renzi adolescente y más bien analfabeta intenta ligarse a una chica que le gusta. Esta le pregunta un día qué está leyendo; él no sabe qué decir, pero recuerda un libro nuevo visto hace poco en el aparador de una librería, La peste de Camus. “La peste de Camus”, contesta con aplomo. Ella se lo pide prestado. Renzi corre luego a comprar el libro, lo arruga un poco y lo lee en la noche de un tirón, pensando qué cosa va a decirle a la muchacha, qué va a comentar: “Había descubierto la literatura no por el libro sino por esa forma afiebrada de leerlo ávidamente con la intención de decir algo a alguien sobre lo que había leído: pero ¿qué?… Eterna cuestión”.

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Sobre Marienbad eléctrico

Leo el último Vila-Matas, Marienbad eléctrico. Aunque distinguir géneros en su obra no tiene mucho sentido, éste es básicamente un ensayo fragmentario en forma de diario sobre la obra de Dominique Gonzalez-Foerster, artista contemporánea (instaladora) con la que ha colaborado en diversas ocasiones. En cierto modo es una prolongación de su última obra narrativa, Kassel no invita a la lógica, en la que reflexiona sobre el arte moderno a partir de su participación en la documenta de 2012.

A pesar de su más bien reciente popularidad (durante décadas fue casi un autor secreto), la verdad es que Vila-Matas es un autor minoritario, de no fácil apreciación. Es uno de esos escritores que para entenderlos realmente no basta leer dos o tres libros, sino que es necesario conocer prácticamente su obra completa, pues ésta forma un conjunto muy articulado. La ausencia de una de las piezas no nos permitirá armar el rompecabezas completo. Además, es un autor que ha experimentado una evolución muy marcada, lenta, con varias etapas, que no puede valorarse sino desde una lectura íntegra. Su relación con la idea de vanguardia y de arte moderno da suficiente cuenta de esto. Están ahí, desde los primeros libros (más tentativas que otra cosa) hasta los últimos, pero vistas desde diversos ángulos. Hay en algún momento un entusiasmo genuino y una voluntad casi desesperada de ser vanguardista y “absolutamente moderno”, como exigía Rimbaud, sobre todo por desmarcarse de la prosaica realidad de la literatura y el arte dominantes en su juventud, y en otro la decepción y la sospecha de que se han transformado en ilusiones o, peor aún, caricaturas (“la vanguardia con rulos” que menciona en Kassel). ¿Qué entiende, qué ha entendido Vila-Matas por “vanguardia” a lo largo de su obra? La respuesta evidentemente trasciende esta nota.

Resultado de la complejidad creciente de su obra es que, sospecho, son pocos los lectores que le pueden seguir el paso. Leer, por ejemplo, Marienbad eléctrico de buenas a primeras, sin ningún o pocos antecedentes vilamatianos, equivale a asegurarse no entender nada o, peor aún, entenderlo mal. Solo desde las obras anteriores, particularmente aquellas que ya han tratado los temas de la vanguardia y el arte contemporáneo, es que se puede entender ésta. Un lector primerizo no sabría quién ni de qué le están hablando. Los vilamatianos, sin embargo, la agradecerán: otra pieza del rompecabezas.

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Del Diccionario Vila-Matas: Cervantes

Más allá de que toda novela moderna remite, en mayor o menor medida, al Quijote, la verdad es que no son muchos los novelistas modernos a los que pueda considerarse genuinamente cervantinos, es decir, que hayan seguido o profundizado en las sendas abiertas por Cervantes. La mayoría obedece a la tradición que Carlos Fuentes denominó –en un ensayo sobre el novelista brasileño Joaquim Machado de Assís, Machado de la Mancha– de Waterloo, o sea, la de la novela realista, y no a la de la Mancha, que se distingue por su conciencia de ser ficción, su sentido de lo cómico, su naturaleza deliberadamente literaria y por llevar a cabo una suerte de apoteosis de la lectura. Pocos, en realidad –incluso en español, sobre todo en español–, son los que han reclamado esa herencia. En la actualidad, Vila-Matas ha sido uno de ellos.

La huella cervantina es ya visible en Una casa para siempre, suprema exaltación de la ficción y el acto de narrar, particularmente en los relatos “La fuga en camisa” y el que da título al libro. En el primero, el narrador, en Túnez (y bien podría haber sido Argelia), decide que se apropiará de todos los relatos escuchados durante sus viajes y que con ellos inventará su vida. Más adelante, a la inversa de Don Quijote, dirá: “yo soy uno y muchos y tampoco sé quién soy” (p. 131). El Quijote, famosamente, sabe quién es, pero también afirma su multiplicidad: “y sé que puedo ser, no solo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama” (I, V). Esta diversidad, sin embargo, no se origina en la futura grandeza de sus hazañas, como cree, sino, al igual que en el personaje vilamatiano, su prodigiosa capacidad de inventar. Esta virtud de la ficción (y de la ficción dentro de la ficción, de la conciencia de la ficción, como en los capítulos cervantinos en los que el Quijote y Sancho hablan del Quijote original, el de Cide Hamete Benengeli, y el apócrifo, el de Avellaneda, y de sí mismos como personajes literarios) es lo que se destaca en “Una casa para siempre”, donde se articula la profesión de fe de todo verdadero narrador: “creer en una ficción que se sabe como ficción, saber que no existe nada más y que la exquisita verdad consiste en ser consciente de que se trata de una ficción y, sabiéndolo, creer en ella” (p. 141).

Lejos de Veracruz es un homenaje a Cervantes. El protagonista, Enrique Tenorio (manco tras un accidente en la India), luego de una vida azarosa y vagabunda, decide recluirse en una habitación y hacerse escritor. Primero, saliendo en busca de aventuras, ha imitado a Don Quijote –al que parafrasea cuando explica a un taxista que hace las veces de Sancho Panza: “Debes saber… que la vida de los hombres aventureros y nómadas como yo… está sujeta a mil peligros y desventuras, pues siempre estamos arriesgando ante los continuos lances que se presentan en nuestro camino de caballeros andantes o viajeros errantes” (p. 140)–, pero acaba pareciéndose más bien a Cervantes. Aquí, el destino de todo escritor es fundamentalmente melancólico: escribir aparta de la vida, pero es la única manera de dotarla de algún sentido y, en definitiva, se es escritor porque no queda más remedio que serlo. “Ni Cervantes –afirma el narrador– se salva de la pena que me dan los escritores” (p. 206).

La entrada 58 de Bartleby y compañía está dedicada al autor del Quijote. Aunque en principio resultaría difícil asimilar a Cervantes a la tropa de los bartlebys, aquellos agentes del No que han renunciado a la escritura, la inclusión se justifica a partir de la dedicatoria y el prólogo del Persiles, compuestos apenas unos días antes de morir y ciertamente la despedida más conmovedora de la literatura. Y, sin embargo, en estos preliminares de lectura inevitablemente melancólica, Cervantes –más cervantino que nunca– se muestra alegre, agradecido, conforme con la muerte y con la vida, como quien la ha sabido vivir humanamente y aceptar su fin en tanto parte de ella.

Una parecida sabiduría humanista se observa también en París no se acaba nunca –pasando por El mal de Montano, donde el protagonista se asume como el Quijote que habrá de defender la literatura y cuya contraparte, Tongoy, remite a Sancho Panza–, una obra teñida de un humor y una felicidad para los que no cabe mejor calificativo que cervantinos. Tal vez la clave resida en cierto uso de la ironía, una ironía cuya piedra de toque es aplicarla a uno mismo (un ironista que solo lo es con los demás no es, en realidad, un ironista), y que el narrador identifica directamente con Cervantes: “me gusta un tipo de ironía que yo llamo benévola, compasiva, como la que encontramos, por ejemplo, en el mejor Cervantes. No me gusta la ironía feroz sino la que se mueve entre la desilusión y la esperanza” (p. 11). Esa ironía, esa compasión –bases del humanismo cervantino–, van de la mano con el culto de la alegría, cosa rarísima en la literatura, que Vila-Matas contrasta con el afán desesperado y pesimista de su juventud: “creí que era muy elegante vivir en la desesperación. Lo creí a lo largo de esos dos años que pasé en París, y en realidad lo he creído casi toda mi vida, he vivido en ese error hasta agosto de este año, que es cuando se tambaleó y derrumbó definitivamente esa íntima creencia en la elegancia de la desesperación” (p. 70). Más allá de las afinidades en la concepción de la ficción y el uso de ciertos recursos, es en esta disposición donde Vila-Matas se revela mejor como genuino heredero de Cervantes.

http://diccionariovilamatas.pablosolmora.com/

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Ortega o de la crítica

Culpo a Borges de haberme alejado de Ortega. Bastó un par de ironías leídas a los dieciséis años para que lo evitara o leyera con prejuicios. Es cierto, no es un artista de la prosa (“debió contratar como amanuense a un buen hombre de letras, un negro, para que escribiera sus libros”) y, en su afán de exactitud, sacrificó con frecuencia el estilo, pero hoy, leyendo esta definición de crítica en las Meditaciones del Quijote, me dieron ganas de estrecharle la mano:

“Son, en efecto, estudios de crítica; pero yo creo que no es la misión importante de esta tasar las obras literarias, distribuyéndolas en buenas y malas. Cada día me interesa menos sentenciar; a ser juez de las cosas, voy prefiriendo ser su amante.

Veo en la crítica un fervoroso esfuerzo para potenciar la obra elegida. Todo lo contrario, pues, de lo que hace Sainte-Beuve cuando nos lleva de la obra al autor, y luego pulveriza a este en una llovizna de anécdotas. La crítica no es biografía ni se justifica como labor independiente, si no se propone completar la obra. Esto quiere decir, por lo pronto, que el crítico ha de introducir en su trabajo todos aquellos utensilios sentimentales e ideológicos pertrechado con los cuales puede el lector medio recibir la impresión más intensa y clara de la obra que sea posible. Procede orientar la crítica en un sentido afirmativo y dirigirla, más que corregir al autor, a dotar al lector de un órgano visual más perfecto. La obra se completa completando su lectura”.

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Otra antología de Reyes

Bueno, lo que necesitaba la literatura mexicana: otra antología de Alfonso Reyes. En 2008, en una útil “Guía de navegación” de las antologías regias, Adolfo Castañón registraba más de sesenta. Hay de todo, generales (como ésta) y particulares: Reyes ensayista, Reyes poeta,  Reyes cuentista, Reyes periodista, Reyes educador, Reyes crítico de cine, Reyes y América (y México, y España), Reyes y la teoría literaria, Reyes y la cocina, y –cómo no–  Alfonso Reyes para niños… El escritor regiomontano es, seguramente, el autor más antologado de las letras mexicanas. Una de las razones principales es ya un lugar común: al no tener un libro representativo (un Pedro Páramo, un Ulises criollo) y siendo autor de una obra colosal (más de treinta volúmenes, incluyendo el Diario), es el objeto ideal de las antologías. No está mal: a Reyes se llega generalmente a través de una selección para después, si la cosa va en serio, pasar a los tomos de las obras completas (y no a todos necesariamente, claro está), que de entrada pueden resultar intimidantes. En este sentido, cualquier antología que haga que un lector descubra la galaxia Reyes y luego se adentre por su cuenta en ella se justifica, aunque después haya que juzgarla con otros criterios, naturalmente. Más interesante, entonces, que preguntarse por qué tantas antologías sería cuestionarse por qué ninguna logra convertirse del todo en la antología (para mí, la mejor, la más legible, la más manejable, la que realmente es tal y no una mera acumulación de textos, sigue siendo la de José Luis Martínez, con varias ediciones); por qué se tiene la impresión de que Reyes nunca está del todo ahí, que su esencia escapa a todo intento de fijarla en una compilación. Y más interesante aún es una serie de interrogantes ineludible a la hora de publicarse una nueva: ¿qué lugar ocupa Reyes, hoy, en la literatura mexicana?, ¿es una presencia viva?, ¿qué futuro le aguarda?

El resto, aquí: http://www.criticismo.com/alfonso-reyes-un-hijo-menor-de-la-palabra/

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