Para terminar el año, leo Moby-Dick. Leo, no releo, como suele decirse de un clásico de esta naturaleza. Novela única, en el sentido en que son únicas el Quijote, el Tristram Shandy o el Ulises, o sea, novelas de una naturaleza insólita, que no se parecen a ninguna otra. En este caso, novela del mar y de aventuras, tratado de cetología, reportaje, alegoría, narración realista, etc. El verdadero maniaco del libro no es, desde luego, Ahab, pobre hombre obsesionado con la venganza, sino el narrador, Ismael, obsesionado con la representación del Leviatán y que compone un libro tan monstruoso como él (entre mis capítulos favoritos, el 57: “Sobre las ballenas en la pintura, en dientes, en madera, en láminas, en piedra, en las montañas, en las estrellas”).
Pero lo que me interesa anotar aquí son las extraordinarias metáforas de la lectura, pues Moby-Dick es, entre otras cosas, una monumental alegoría del acto de leer. Ya es de llamar la atención que Ismael clasifique las ballenas, por su tamaño, como si fueran libros (la ballena-folio, la ballena-octavo, la ballena-duodécimo), y estos, a vez, se dividan en capítulos. Después, en virtud de sus marcas, las ballenas son postuladas como textos que deben ser leídos, pero, naturalmente, la lectura de la ballena-libro no es sencilla: está en un lenguaje oculto, jeroglífico, que es preciso aprender a descifrar. Las ballenas, como las grandes obras, son insondables y no inteligibles para cualquiera: hay que saber leerlas. La frase final del capítulo 79 es un abierto desafío: “read it if you can”.