Me animo a leer finalmente Freedom de Jonathan Franzen, la novela sensación de la literatura norteamericana hace algunos años que supuso la entronización de su autor (portada del Time incluida). Confirmo un par de cosas: primera, la obsesión de nuestros vecinos por la great american novel, la magna obra narrativa que los sintetice y los retrate, como si a la grandeza novelística solamente se pudiera acceder a través del gran fresco social e histórico (la novela que han leído en Fitzgerald, Sinclair Lewis, Bellow, Roth, Updike, Franzen…); segunda, muchas veces observada, su ensimismamiento histórico, literario y novelesco. Descubro otra: Franzen es, en efecto, un gran novelista (algo anacrónico, quizá, pero extraordinario narrador). Freedom es una gran novela al estilo de las grandes novelas del siglo XIX, realistas y psicológicas. La cuestión que uno no puede dejar de preguntarse es si los albores del siglo XXI son el momento para escribir otra gran novela decimonónica. ¿Cuánto tiempo durará ese modelo? ¿Se puede ir más lejos en esa dirección de lo que ya se fue? No puedo dejar de hacer esos reparos, igual que no puedo dejar de admirar la destreza narrativa realista y psicológica de Franzen, que se ha ganado el derecho a afirmar que Rojo y negro es su libro favorito (el buen stendhaliano reconocerá en el personaje de Jenna la huella de Mathilde de La Mole). Franzen es, sobre todo, un prodigioso constructor de personajes. Walter, Patty, Joey, acaban siendo de esos contados personajes literarios que al lector parecen más reales que sus semejantes de carne y hueso. El autor, por su parte, desaparece en su obra como Dios en su creación, a lo Flaubert. Pero está ahí, por ejemplo, en la demoledora crítica al mito norteamericano por excelencia, el de la libertad. No es libertad, nos dice: muchas veces es ambición, es egoísmo, es resentimiento, es irresponsabilidad. Si cada uno de nosotros va a hacer enteramente lo que le dé la gana, siempre habrá otro que pague las consecuencias.