El otro Cervantes



Cervantes –“el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre”, según reza el prólogo al Persiles– poseía ciertamente un temperamento y una imaginación jubilosos, cómicos, fundamentalmente optimistas. Casi todo en Cervantes está permeado de sentido del humor, una suave ironía y una profunda benevolencia por lo humano. Casi, digo, porque hay otro Cervantes: oscuro, escabroso, fatalista. No figura demasiado, le gana por mucho el autor alegre y risueño, pero asoma la cabeza aquí y allá, como una siniestra posibilidad, haciendo más complejo y rico su genio. Con frecuencia lo hace en el marco de lo erótico, en los espinosos terrenos del deseo. Así ocurre, desde luego, en El curioso impertinente, la breve novela inserta en la Primera parte del Quijote. El núcleo de la trama (un hombre casado pide a su mejor amigo que seduzca a su esposa para probar su fidelidad) no desmerecería en una novela libertina francesa del siglo XVIII o, digamos, de Juan García Ponce. Todo, previsiblemente, termina en tragedia. Así ocurre también en El celoso estremeño, la más compleja y moderna psicológicamente de todas las Novelas ejemplares y, junto a Rinconete y CortadilloEl licenciado VidrieraEl casamiento engañoso y el Coloquio de los perros, una de las mejores piezas de la colección.

            El tema fundamental, desde luego, es los celos, que tanto obsesionaron a Cervantes y a sus contemporáneos de los Siglos de Oro (podría hacerse toda una teoría de esta pasión con base solo en la comedia áurea, y ahí está también esa temprana obra maestra de análisis psicológico de los celos, muy anterior a Proust, La Dorotea de Lope de Vega). Este se une y se potencia con otro tema antiguo, de ricas posibilidades tanto cómicas como trágicas: la relación de un viejo con una joven. Recordemos, por poner solo ejemplos modernos, La historia del buen viejo y la bella muchacha de Italo Svevo, Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín de García Lorca, La casa de las bellas durmientes de Yasunari Kawabata, Memoria de mis putas tristes de García Márquez y El animal moribundo de Philip Roth. La historia, sobra decirlo, no suele acabar felizmente. Unos versos de Rubén Bonifaz Nuño resumen el peligro: “yo, vestido y viejo, carcomido / y ciego, me arriesgo a tus veinte años; / la imprudencia ejerzo del que, a tientas, / ensangrienta espinas, pretendiendo / gozar la flor de la biznaga” (Del templo de su cuerpo). Y Leonora, la protagonista de Cervantes, ni siquiera tiene veinte, y Carrizales, el viejo, setenta. La cosa no pinta bien y, como reconoce el personaje del entremés El viejo celoso, otro asedio cervantino al mismo tema: “el setentón que se casa con quince, o carece de entendimiento, o tiene gana de visitar el otro mundo lo más presto que le sea posible”.

            Ahora bien, El celoso estremeño posee una peculiaridad frente a la mayoría de las novelas ejemplares: existen dos versiones de ella, con notables diferencias al final. El argumento básico es el mismo: el extremeño Felipo Carrizales, tras una juventud disipada, ha hecho fortuna en las Indias y ahora regresa a Sevilla con la intención de establecerse y pasar descansadamente sus últimos años. En mala hora concibe la idea de que quizá no es tan tarde para someterse al suave yugo del matrimonio y tener hijos, y sus dudas desaparecen cuando descubre a la bella Leonora –en la primera versión se llama Isabela– asomada a una ventana. Se propone casarse con ella y, tras averiguar que su familia es noble, pero pobre, la dota generosamente. Sin embargo, Carrizales tiene celos hasta de su sombra y encierra a su esposa en su nueva casa, la cual ha mandado acondicionar y que es proyección de su inseguridad: muros altos, ventanas tapiadas, puertas clausuradas; en suma, una fortaleza doméstica, pero, como sabemos desde La Celestina, no existe fuerte inexpugnable para el deseo. En ella únicamente viven mujeres: la chica, una dueña (mujer mayor que servía en las casas principales), criadas y esclavas. Solo hay un hombre aparte de Carrizales, Luis, un negro eunuco. Sin embargo, la fama de la hermosura de la muchacha y la locura de su marido despiertan la curiosidad de un joven y desocupado soltero, Loaysa, que se propone entrar a como de lugar. Se disfraza de músico pobre y, valiéndose de la afición del negro y las mujeres, logra introducirse mientras Carrizales duerme profundamente en virtud de un ungüento que le han puesto. Tras confabularse con la dueña, a la que promete sus favores siempre y cuando goce primero a su señora, Loaysa consigue quedarse encerrado con ella en una habitación. En la primera versión, conocida como del manuscrito Porras de la Cámara (desafortunadamente perdido en el siglo XIX), Isabela cede a Loaysa y consuma el adulterio; en la más pudorosa de la primera edición de las Novelas ejemplares (la que tradicionalmente se sigue, la única que puede editarse con alguna certeza y, por lo tanto, la que reproduzco aquí), Leonora resiste y castamente se quedan dormidos. En ambas son descubiertos en la cama por Carrizales, que prácticamente muere a causa de la impresión, no sin antes arrepentirse y reprocharse a sí mismo lo insensato de su proyecto de encierro y disponer en su testamento que se doble la dote de su mujer para que, una vez muerto, pueda casarse con Loaysa, cosa que no ocurre pues en las dos versiones ella entra a un monasterio poco después.

            La crítica no ha ahorrado tinta especulando por qué Cervantes habría decidido cambiar el final, ya sea censurándolo o justificándolo. Al lector moderno puede parecerle, no sin razón, que la coherencia interna de la trama exigía que Leonora consumara la infidelidad y la desgracia de Carrizales fuera total y, sobre todo, que el virtuoso final de la versión definitiva es un poco inverosímil. Es probable, como sostuvo en su momento Américo Castro, que Cervantes se haya dejado ganar por el decoro y la cautela contrarreformistas y optado, a la hora de imprimir su historia, por hacerla menos atrevida. En cualquier caso, la conclusión trágica y moral se mantiene intacta: Carrizales muere y reconoce –como el Anselmo de El curioso impertinente– que él fue el principal responsable de su desgracia, y se redime parcialmente vengándose con su última voluntad, no de su mujer o Loaysa, sino de sí mismo.

        Fiel a su profundo y realista sentido de lo humano, aquí desde una perspectiva más bien sombría, Cervantes advierte así de las trampas del deseo en la vejez y, sobre todo, de los peligros de esa sombra del amor que son los celos. La fidelidad, a fin de cuentas, solo puede confiarse a la voluntad libre del otro y cualquier tipo de prevención o coerción para asegurarla es inútil.

(Del «Prólogo» a Cervantes, El celoso estremeño, edición de Pablo Sol Mora, UNAM, México, 2016).

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