Es bien sabido que José Luis Rivas es un poeta acuático: poeta del mar, del río y del estuario, ese lugar donde mar y río se juntan. Repasando su trayectoria poética en la antología Paraíso para todos, uno tiene la impresión de que Rivas nunca ha dejado de ser el niño frente al mar y al río cuya infancia es evocada memorablemente en Tierra nativa (1982), que con justicia pudo haberse llamado Agua nativa. ¿No es, en el fondo, realmente así? Toda vida surge del agua –el nacimiento de Venus es su mejor expresión mitológica– y es ella el elemento primordial. No pretendo adentrarme en los profundos misterios del agua en la poesía de Rivas. Mi propósito es mucho más modesto. Releyendo su obra, me llamaron la atención las imágenes y las metáforas relativas al nado y al nadador que aparecen aquí y allá, desde Tierra nativa (1982) hasta Pájaros (2005).
Natación y poesía tienen, de hecho, una larga historia que podríamos remontar hasta la Odisea. ¿Cómo no recordar el canto V, cuando Ulises abandona la isla de Calipso y llega a la isla de los feacios? Todos recordarán que Poseidón hace naufragar la modesta almadía del héroe y entonces se aparece Leucótea, divinidad marina, que le ordena: “Quítate esas ropas y abandona la balsa a que se la lleven los vientos, y nadando con tus brazos esfuérzate en regresar a la tierra de los feacios, donde es tu destino que consigas salvarte. Toma este velo divino para que lo extiendas bajo tu pecho, y no temas sufrir nada ni morir”. Odiseo, como de costumbre, desconfía, pero cuando el dios termina de destruir su barca, no le queda sino seguir las instrucciones de Leucótea. Homero, entonces, dice: “En seguida extendió el velo bajo su pecho, y se zambulló de cabeza al mar poniendo delante sus manos, dispuesto a nadar”. Dos días y dos noches pasa Odiseo en el mar hasta que finalmente divisa la tierra, pero está se encuentra rodeada de riscos y acantilados, donde teme morir estrellado. Logra asirse a una roca y luego, gracias a la perseverancia infundida por Atenea, conquista nadando la desembocadura de un río y se pone a salvo. El nado es para Ulises sinónimo del esfuerzo y medio de salvación.
Se podría hacer –se ha hecho, en realidad, véase el libro Splash! Great Writing about Swimming de Laurel Blossom– toda una antología de grandes pasajes sobre nadar o natación en la literatura. Sin embargo, las conexiones entre nadar y específicamente la poesía van más allá de fragmentos que hablan de esta actividad. Nadar, como escribir poemas, es, ante todo, una cuestión de ritmo. Hay que saber controlar la respiración, inhalar y exhalar, medir las pausas y los latidos, las sílabas o las brazadas; son ejercicios de precisión. Al buen nadador se le identifica por la exactitud y la gracia de sus movimientos: se hace uno con el agua, se desliza en ella, no se le nota el esfuerzo; los poemas del buen poeta parecen, a su vez, naturales, fluyen como el líquido, no denotan el trabajo que hay detrás.
F. S. Fitzgerald decía que “toda buena escritura es como nadar bajo el agua aguantando la respiración”. No exageraba: ambas actividades requieren concentración, control, lucidez, y ambas implican riesgos. Ricardo Piglia tiene un relato titulado “El nadador”, recogido ahora en Los diarios de Emilio Renzi. Es, aparentemente, un cuento muy sencillo: en él, el nadador en cuestión, que es también quien cuenta la historia, se sumerge en un barco hundido en busca de algún tesoro. Al comienzo, reflexiona: “al entrar al océano perdemos el lenguaje. Solo el cuerpo existe, el ritmo de las brazadas y el resplandor del día en la superficie del agua. Al nadar no pensamos en nada, salvo en la luminosidad del sol contra la transparencia del agua”. Al final, encuentra un modesto premio: una antigua moneda de plata, una moneda griega. El escritor, si persiste y tiene suerte, tras sus inmersiones en el océano del lenguaje, podrá volver también con un pequeño tesoro: una moneda verbal, un poema, por ejemplo.
Me parece que uno de los primeros poemas de Rivas en los que el acto de nadar adquiere cierta trascendencia es “Una canción de polizón”, incluido en Tierra nativa. Allí, el polizón, en un episodio de naufragio que recuerda al de Odiseo, dice:
¡Me acerco al canto, Capitán, con los brazos suplicantes
del náufrago que nada ansiosamente
hacia aquel espejismo que finge una boya
a mitad del espanto!
Pero sigo nadando, tesonero,
y por la desesperación más honda
voy trasponiendo poco a poco los diferentes espejismos
hasta que acabo medio muerto,
boqueando junto a los pargos reventados de la marisma…!
¡Solo para entender, entonces, que se trata de una nueva ilusión!
El polizón, pues, también es poeta, y entiende que la palabra no le entregará sus frutos así nada más, que deberá nadar sin descanso y que incluso lo que parece un premio puede resultar un espejismo. Sin embargo, no desistirá: seguirá esforzándose, nadando, hasta hacerse uno con el agua, aunque al final todo se revele un nuevo sueño.
En Asunción de las islas (1992) hay un poema en el que nadar es el medio que hace posible el descubrimiento o la revelación. Se trata de “La señal”:
La primera señal
la descubrimos una tarde
en los recios rompientes del ancón.
Dejamos de bañarnos a la orilla
de nuestro campamento
para ganar a nado, cala adentro,
el más remoto risco del barranco,
aquel que sobrevuela limpiamente
el águila marina.
Lo que los nadadores parecen descubrir es una luz, una luz inédita, “que debía venir de un ámbito distinto, / del lado esclarecido de la tierra”. Vuelven a la gruta al día siguiente: “nadamos a brazo partido todo el tiempo / hasta cruzar la extraña luz azul / que en un principio hería nuestro ojos”. En la tercera sección, la naturaleza de la luz se revela en uno de los versos más memorables del poema: “era la sola luz en soledad surgiendo”. Imposible no recordar aquí aquella otra luz, esa “luz no usada” de la “Oda a Salinas” de fray Luis. Los espacios, incluso, son afines: en el caso del poeta áureo la revelación de la luz ocurre en una catedral, al son de la música, y, en el caso de Rivas, en una catedral natural –una gruta–, bajo el sonido del mar.
De vuelta en su campamento, el nadador concluye:
Volvimos por la noche,
con los brazos exhaustos y los ojos quemados
por una nueva luz.
Nos dirigimos en silencio a nuestro lecho.
El nado, aquí, ha sido el esfuerzo que ha permitido la revelación. Hay epifanías, en la vida y en el arte, pero estas no se entregarán gratuitamente. Habrá que ir a buscarlas, nadando a brazo partido. Nadar, como escribir, no es, en realidad, algo natural. Es producto del ingenio; es algo que se aprende y se cultiva, un arte y una técnica. Nadar y escribir, medios de salvación.
El año pasado, de vuelta en Xalapa, me topé con José Luis, dónde más, en el restaurante La Cava Catalana. Si a alguno de ustedes, alguna vez, le urge encontrarlo, es solo cuestión de ir ahí y esperar. Tarde o temprano va a aparecer. Bromeando le dije que a él, eventualmente, tendrán que hacerle una estatua en La Cava, como la hay de Pessoa en el café A Brasileira, en Lisboa, luego de tanto tiempo pasado ahí. Me preguntó qué estaba escribiendo y le contesté que un ensayo sobre Alejandro Rossi; charlamos brevemente sobre Rossi y Edén, su último libro, una crónica novelada de su infancia.
La anécdota viene al caso porque en esta obra está una de las mejores imágenes de la natación en toda la literatura hispánica, que no resisto citar aquí. Recordemos que Alex, el protagonista de la novela, ha pasado todo el verano en un hotel en Argentina, enamorado de una niña italiana sin decirle nada y sin atreverse a meterse en la piscina enfrente de ella. Al final, sin embargo, le habla y se anima a meterse a nadar. Entonces leemos:
Eran las nueve de la mañana y el agua todavía estaba fría. Comenzó a nadar con lentitud, estilo rana, el agua abriéndose a brazadas en suaves ondas laterales. Ahora no era necesario inventar nada, ni imaginarse en otros sitios. No, estaba allí, en la piscina del Hotel Edén, en La Falda, en la provincia de Córdoba, en Argentina. Sí, en la piscina del Hotel Edén y era la primera vez que nadaba allí porque nunca se había atrevido a nadar delante de ella, la divina Adriana. Ahí estaba, sí señor, en la piscina del Hotel Edén, metiendo la cabeza en el agua y también mirando a la izquierda y a la derecha, a los árboles que sombrean las gradas en las que se sentó durante semanas y a los tubos cromados de las escalerillas. A los ladrillos rojos de los vestidores, a la banderola en el techo, al salvavidas colgado en el muro –él, nadador luminoso, incansable, redimido.
Porque nadar, en efecto, redime: reconcilia con el cuerpo, con el sol y el agua, con la sensualidad, con el mundo. Rossi lo sabía y Rivas, qué duda cabe, lo sabe también.
He querido dejar para el final de este texto los versos relativos al nado que me parecen más felices de toda la obra de Rivas. Se encuentran al final de Río (1998), una de sus obras mayores, en la que el poeta rememora su infancia en Tuxpan. A lo largo del poema, el río se ha ido cargando de significados: es literalmente un río, pero es también el tiempo, la niñez, la sangre, la felicidad, el sueño, el paraíso, etc. Hacia el final, dice:
Y aquel río no acaba porque es afluente de tu dicha
y va contigo a todas partes
sin que te enteres
que es él quien vuelve del revés
tus párpados
para que veas como lo hacías de niño
oh, maravilla
con los ojos enormes
arrobados
El poema podría concluir ahí, pero el poeta-nadador agrega una estrofa más, que no voy a enturbiar con un comentario y con la que me gustaría terminar:
Y así quedamos
amantes de por vida
mi madre el río
y yo en su medio
nadando porque sí…