Dorian Gray no sería, seguramente, un gran lector. Dedicado como estaba a hacer de su propia vida una obra de arte, pasar demasiado tiempo leyendo le habría parecido, con razón, una pérdida de tiempo. Leería un poco de vez en cuando, muy selectamente, como el gentleman que era. Sin embargo, hay un libro decisivo en su vida, uno de esos libros destinados, que cambia su vida y lo hace lo que es, y que nos autoriza a considerarlo un leedor. El libro –manzana envenenada– es el obsequio de Lord Henry Wotton y, aunque Wilde nunca menciona su título, es claro que es un trasunto de À rebours de J. K. Huysmans (a quien Houellebecq resucitó hace poco en Sumisión): “Era el libro más extraño que había leído nunca… Era una novela, sin intriga, con un solo personaje, realmente un simple estudio psicológico de un joven parisiense que se pasaba la vida intentando realizar en el siglo XIX todas las pasiones y las maneras de pensar de otros siglos, excepto el suyo, y resumir en él mismo los estados de ánimo porque pasó, amando, por su mera artificiosidad, aquellas renunciaciones que los hombres llamaron neciamente virtud, así como esas rebeliones naturales que los hombre llaman todavía pecados”.
La relación que Dorian establece con él es la del auténtico leedor, vital y obsesiva, más allá del mero entretenimiento, lo que queda claro cuando dialoga con Lord Henry que, lector superficial, le dice que sabía que iba a gustarle y Dorian responde: “No digo que me haya gustado, Harry. Digo que me ha fascinado. Hay una gran diferencia”. En lo sucesivo, lo lee y lo relee, compra varios ejemplares, los manda empastar de diversos colores para que concuerden con sus estados de ánimo, etc. Como todo verdadero lector, ya no está leyendo a alguien más, sino a sí mismo: “Y, en verdad, el libro entero parecíale contener la historia de su propia vida escrita antes que él viviese”.