Publicado hace ya más de veinte años (1994), en el auge de la llamada “guerra cultural” en Estados Unidos, El canon occidental fue desde entonces un libro más polemizado, execrado o alabado, que verdaderamente leído. Todos repasaron y criticaron las listas finales de obras y autores “que había que leer” (la parte más débil del libro, imposición de los editores, y de la que el propio Bloom no tardó en retractarse), menos leyeron las más de quinientas páginas en las que el autor discute los textos.
El lector de libros de crítica literaria es ave rarísima, y con razón. A fin de cuentas, ¿no es casi siempre preferible leer la novela, el libro de cuentos o poemas que no hemos leído, a un libro que trata sobre ellos, libro sobre otros libros? ¿Es realmente necesario leer crítica? ¿No es, más bien, un complemento prescindible? El crítico no puede dejar de hacerse estas preguntas cuando se mira melancólicamente frente a un espejo.
El canon occidental es probablemente el libro de crítica literaria más famoso de los últimos cincuenta años. Por sus elementos polémicos, es una obra muy fechable, pero las lecturas que hace de algunos autores van más allá y lo hacen un libro perdurable. Bloom, además, construyó un personaje memorable, el crítico falstaffiano, exuberante y vital, enfrentado a muerte con los enemigos de la literatura, o sea, la Escuela del Resentimiento (la crítica literaria académica deconstruccionista, feminista, marxista, etc.). Una de las principales profecías del libro se ha cumplido: en efecto, en la academia norteamericana, dicha Escuela ha triunfado ampliamente y el estudio de la literatura estrictamente estético o literario está casi desaparecido o se hace a escondidas. Prácticamente todo está subordinado a una ideología o a una teoría. El golpe a la crítica académica ha sido demoledor, pero el futuro de la crítica literaria, en general, no depende de lo que sucede en los campi norteamericanos.
Aunque varios de sus juicios sean cuestionables, temerarios, exagerados o, de plano, ignorantes o erróneos, no puedo dejar de simpatizar con Bloom porque es, a fin de cuentas, mi tipo de lector, el tipo de lector que considero ideal: alguien que lee, en primer lugar, por placer; que busca conocimiento y sabiduría en la literatura, y que la estudia a partir de sí misma, no de un marco teórico o ideológico. Un individuo, solo, enfrentado a los grandes libros, preguntándose qué es lo que dicen y cómo lo hacen; convencido de que tienen algo que decirle a él, de manera personal, íntima; consciente de que deberá hacer un gran esfuerzo (dedicar muchas horas, tener paciencia, constancia y humildad) para que estos abran sus puertas.
Comentando las primeras tres frases del último párrafo del ensayo “Cómo se debe leer un libro” de Virginia Woolf (“¿Quién lee para llegar al final, por deseable que este sea? ¿Acaso no hay ocupaciones que practicamos porque son buenas en sí mismas, y placeres que son absolutos? ¿Y no está este entre ellos?”), Bloom escribe:
“Las primeras tres frases han sido mi credo desde que las leí en mi infancia, y me exhorto a seguirlas, y a todos aquellos que aún sean capaces de adherirse a ellas. No excluyen la lectura para obtener poder, sobre uno mismo o los demás, aunque solo mediante un placer que es absoluto, un placer auténtico y difícil. La inocencia de Woolf, al igual que la de Blake, es una inocencia organizada, y su idea de la lectura no es el inocente mito de leer, sino el desinterés que Shakespeare enseña a sus lectores más profundos, Woolf incluida. El cielo, en las parábolas de Woolf, no ofrece recompensa que iguale la felicidad del lector corriente, o lo que el Dr. Johnson denominaba el sentido común de los lectores”.