¡Ah, el Tonio Kröger! Si tuviera que escoger una sola obra que definiera mi educación sentimental y artística, seguramente sería esta. Creo que lo primero que leí de Thomas Mann (y lo que más he releído) fue La muerte en Venecia, que perfectamente podía haber incluido aquí, pero la obra que marcó mi adolescencia fue el Tonio Kröger, que el crítico alemán Marcel Reich-Ranicki consideraba “el relato del siglo XX”.
El libro, en rigor, se titula Mario y el mago y otros relatos (Origen/OMGSA, México, 1983). Pertenece a una colección de libros de bolsillo, Historia Universal de la Literatura, de no muy esmerada presentación (pasta dura color vino con letras doradas en el lomo y la portada), grandes tirajes (17,000 ejemplares) y que hasta hace no mucho todavía inundaba los saldos y las librerías de segunda mano. Pero allí leí por primera vez, además de este, el Retrato del artista adolescente de Joyce, que también debí haber incluido en estas memorias, y Madame Bovary de Flaubert. Para terminar de afear el volumen, lo firmé toscamente con una pluma negra que, al parecer, chorreaba tinta. La fecha es mayo de 1993, casi cien años después de su publicación original en alemán (la obra apareció en 1903).
Thomas Mann ha sido una admiración sostenida desde entonces hasta hoy. Lo he ido leyendo poco a poco y la ventaja de una obra tan amplia como la suya es que siempre queda un gran libro por descubrir. Muy poco después de leer por primera vez La muerte en Venecia y Tonio Kröger, leí Los Buddenbrook, que a los dieciocho años me dejó anonadado. Años más tarde me aventuré con La montaña mágica, una de esas novelas en las que te gustaría quedarte a vivir (quizá por la extraordinaria descripción que hace del paso del tiempo en el sanatorio donde transcurre la acción, tiempo que pasa insensiblemente entre curas de reposo, opíparas comidas, crisis metafísicas, breves paseos y no hacer nada) y, cuando pensaba que Mann no me podía sorprender más, leí el Doctor Faustus, la que con razón consideraba su obra más salvaje. Una sola de esas tres obras justificaría la vida entera de un novelista. ¡Y todavía me falta la tetralogía de José y sus hermanos!
Como La muerte en Venecia, Tonio Kröger es una novela sobre el artista, el escritor, y casi podrían formar un díptico (Aschenbach bien podría ser un Kröger mayor). Ambas son también una especie de tratado novelado de estética. Sin embargo, no son tratados, sino novelas, pues Mann –al que en algunas ocasiones las ideas abstractas le nublan momentáneamente los personajes o las tramas– era un novelista de raza, o sea, alguien que piensa y se expresa novelescamente. Durante años, el Tonio Kröger fue mi credo estético. Ser un artista, un escritor, era lo que ahí se decía que era. Como en el caso de Kafka, más adelante tuve que admitir que hay otras formas de serlo y que esa era la propia de Thomas Mann, “burgués descarriado”, por utilizar la famosa fórmula.
El conflicto central en Tonio Kröger es la incompatibilidad de la vida burguesa tradicional y las exigencias del arte. El protagonista es hijo de una gran familia de comerciantes, como Mann, pero que muy pronto intuye que su camino irá por un lado completamente distinto. Le gusta leer a Schiller y escribir versos. Tiene un gran amigo, Hans Hansen, que es todo lo que él no es –sociable, desenvuelto, espontáneo, popular– y al que adora. Hay, por supuesto, una chica, la rubia Ingeborg, de la que Tonio está enamorado perdidamente y sin esperanza, pues ella pertenece a mundo despreocupado y feliz en donde ni Schiller ni la poesía importan. Desde que es un adolescente, Tonio tiene la íntima consciencia de que él está llamado a hacer grandes cosas que lo apartarán, cada vez más, del mundo de Hans e Inge, pero que siempre habrá en él un fondo de nostalgia por ese mundo, al que al mismo tiempo ama, envidia y desdeña.
Tonio sigue su camino y se hace escritor: “se entregó de lleno al poder que le parecía el más sublime de la tierra, a cuyo servicio se sentía llamado y que le prometía grandeza y honores: el poder del espíritu y de la palabra, que se sienta sonriente en su trono, por encima de la vida inconsciente y fútil. Se entregó a él con todo su ardor juvenil, y el poder le recompensó con todo cuanto podía darle, exigiéndole inexorablemente todo aquello que suele pedir a cambio… Y entonces, con el tormento y el orgullo del entendimiento, vino la soledad”. El tema del pacto fáustico recorre toda la obra de Mann: arte y conocimiento, sí, pero a qué precio. Ningún don artístico será gratis.
El núcleo intelectual de la breve novela es la conversación de Tonio con su amiga, la pintora Lisaveta Ivanovna. Cuando ella intenta defender la profesión de Tonio, este pierde los estribos y declara su convicción más profunda: “la literatura lo es todo menos una profesión; para que lo sepa, le diré que es una maldición. ¿Cuándo empieza a hacerse sentir esta maldición? Pronto, terriblemente pronto. En una época en que uno debería vivir todavía en paz y armonía con Dios y con el mundo. Uno empieza a sentirse marcado, a encontrarse en enigmática oposición con los demás hombres, los normales, los bien ordenados; un abismo de ironía, incredulidad y oposición, de ideas y sentimientos, se abre a tus pies, separándote cada vez más del resto de los mortales”. El párrafo está salvajemente subrayado en mi edición, como lo haría quien está convencido de haber hallado una verdad absoluta. Al final de la conversación, Lisaveta, irónica, hace su diagnóstico: “Es usted un burgués descarriado. Tonio Kröger, un burgués que ha errado el camino”.
El episodio final de la novela, como el de La muerte en Venecia, es casi mágico, epifánico. Tonio se ha ido a un balnerario en Dinamarca y allí, de pronto, en una noche de fiesta, ve o cree ver a Hans y a Inge. Apenas han cambiado. Son los mismos: bellos, frívolos, despreocupados, felices. Tonio casi colapsa ante su vista. Piensa por un momento en acercarse a ellos, pero no lo hace. Luego, retirado en su habitación, recapitula su vida: “¿qué es lo que había sucedido durante todo aquel tiempo en que él se había convertido en lo que ahora era?… Aniquilamiento; soledad; hielo; ¡y espíritu! ¡Y arte!… Se vio a sí mismo corroído por la ironía y el espíritu, desolado y entumecido por el entendimiento, consumido casi por las fiebres y los escalofríos de la creación artística, sin apoyo y sumido en escrúpulos de conciencia, en medio de dos extremos opuestos, lanzado de un lado a otro entre la santidad y la pasión, refinado, empobrecido, agotado por frías exaltaciones buscadas artificiosamente, perdido, desolado, destrozado, enfermo… Y sollozó de arrepentimiento y nostalgia”.
No sé cuántas veces habré leído, entre los diecisiete y veinte años, este libro. Sé que sus palabras eran la Biblia para mí y que sus dictámenes resonaban largamente en mi cabeza: “porque se menosprecia como ser viviente, desea ser considerado únicamente como creador”, “quien vive no trabaja y es preciso morir para llegar a ser un auténtico creador”, “el error de suponer que es lícito coger una hojita, una sola hojita del laurel del arte sin pagarlo con la vida”, etc. El adolescente, y no se diga el “artista adolescente”, es un individuo particularmente grave y dramático, y palabras como estas se dirigen directamente al centro de su ser. Estaba convencido de que, en efecto, para dedicarse al arte, era preciso renunciar a la vida, o sea, a lo que Mann entiende aquí por vida, una existencia burguesa convencional, y que no había conciliación posible. Con la vehemente certeza y el ardiente ímpetu –y la ingenuidad, claro está– que solo se puede tener a esa edad, el adolescente no tenía dudas.
Pasados los veinte, dejé de leer un poco el Tonio Kröger, aunque si alguien me hubiera interrogado por los libros que más hubieran influido en mi vida, lo habría mencionado sin vacilar. Gradualmente, y casi sin darme cuenta, se fueron operando algunos cambios que harían variar mi postura respecto a él: el primero, alas!, la progresiva y casi indolora consciencia de que yo no era Thomas Mann ni Tonio Kröger, y que tanto los grandes sacrificios como las grandes recompensas por ellos descritos estaban más bien fuera de mi alcance; el segundo, el advenimiento del humor y la ligereza, la desdramatización de una concepción demasiado grave del arte y la literatura (quizá algunas cosas no eran para tanto; mi vocación artística entre ellas, ciertamente); el tercero, el descubrimiento de que existían otras concepciones de los mismos.
Detestaría dar la impresión de que ahora, en la cuarentena, creo haber superado el Tonio Kröger y que a la distancia lo veo, no sin condescendencia, como una especie de exceso adolescente. Lo que no puedo dejar de ver con benévola ironía es al adolescente que fui identificándose plenamente con el protagonista. Recuerdo muy bien esas noches –las noches en que los Hans Hansen y las Inges salían a divertirse– encerrado en mi habitación, leyendo fervorosamente el libro y, para rematar mi borrachera romántica, escuchando una y otra vez el trío para piano no. 1, op. 8, de Brahms.
Es curioso y paradójico: varias de las cosas que la obra oponía a la vocación literaria (el núcleo de la vida burguesa tradicional: asentarse, contraer matrimonio, tener hijos, formar una familia), las he ido, de hecho, eludiendo hasta la fecha y, de una forma u otra, he dado prioridad absoluta a la literatura, pero sin grandilocuentes renuncias ni dramas, y tal vez más por hedonismo y comodidad que por salvaguardar una supuesta vocación.
No creo ser capaz nunca de leer Tonio Kröger sin conmoverme. Parafraseando las últimas palabras de la carta de Tonio a Lisaveta con la que termina la obra, esperaría que este amor tampoco se me echara en cara: “encierra nostalgia, envidia, melancolía… y una felicidad enteramente casta”.
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