El descubrimiento de esta novela es uno de los acontecimientos capitales de mi vida como lector, sobre todo porque representó la franca y consciente irrupción del humor en mi idea de la literatura y, sobre todo, de la novela. En medio de la metafísica gravedad de Dostoyevski o la melancolía chejoviana, la ironía y la comicidad de Svevo fueron como el descubrimiento de otro continente (y el que, en definitiva, es el mío). Entre mis más gratas memorias de lectura estará siempre la de tener diecisiete años, leer La consciencia de Zeno en la cama, en la madrugada, a la luz de una minúscula lámpara –la misma con la que leía a Sherlock Holmes– y reírme a carcajadas con las modestas peripecias de Zeno.
El libro (Seix Barral, Barcelona, 1956) estaba hacía mucho tiempo en mi casa. Era un volumen grueso, alguna vez color naranja, muy decolorado por el sol, y en el viejo formato de la colección Biblioteca Breve (esta, al igual que todo Seix-Barral y tantas otras editoriales antes exigentes y prestigiosas, se degradaron de manera lamentable cuando pasaron a formar parte de los grandes consorcios editoriales; vaya desde aquí una elegía por aquellos catálogos). Siempre me llamó la atención la “consciencia” del título y me intrigaba la nota de la contraportada, que comparaba a Svevo con Joyce, quien fue su profesor de inglés y amigo, y Proust. Finalmente empecé a leerlo y fue uno de esos libros con los que te identificas de inmediato. A las pocas páginas sabía que había encontrado mi tipo de novela.
La consciencia de Zeno es la supuesta autobiografía que un paciente escribe a petición de su psicoanalista. Narra la vida de Zeno Cosini, un burgués de Trieste de principios del siglo XX (desde entonces, por cierto, sentí una gran curiosidad y afecto por esa pequeña ciudad, encrucijada de lenguas y culturas, que luego aumentarían con otras lecturas triestinas –Claudio Magris, Umberto Saba, Fulvio Tomizza– y que finalmente conocería años después, en un viaje en que me dediqué sistemáticamente a seguir los pasos de Svevo y Zeno). El protagonista es, básicamente, un bueno para nada, uno de los antihéroes de la novela moderna, como el Leopold Bloom de Joyce o el Ulrich de Musil. Ha heredado una pequeña fortuna, de la que un administrador se encarga, pues él, por supuesto, carece de habilidades financieras, y no necesita de trabajar. Tiene todo el tiempo –demasiado tiempo– para cavilar y examinarse, porque, eso sí, es sumamente introspectivo y está resuelto a conocerse a sí mismo. En ese camino cuenta con un gran recurso: la enfermedad o, mejor dicho, la imaginación de la enfermedad, pues Zeno es un hipocondriaco rematado y todo el tiempo cree estar contrayendo un nuevo mal (comienza a estudiar medicina, pero la abandona pronto, pues, cada vez que conoce un padecimiento nuevo, al poco tiempo cree presentar sus síntomas). Su vida carece de grandes acontecimientos y transcurre de forma completamente ordinaria: su padre muere, contrae matrimonio –no con la mujer que hubiera querido, ni siquiera con la segunda, sino con la tercera, todas hermanas, a quienes se declara sucesivamente en el transcurso de una noche en uno de los episodios más hilarantes de la novela–, tiene un amante, monta un negocio, se psicoanaliza… Nuevo Ulises, como Bloom, la suya es la épica de la vida burguesa ordinaria, la antiépica, la única a la que modernamente podemos aspirar. No obstante, Zeno posee grandes cualidades de observación y, sobre todo, un redentor sentido del humor y la ironía, que aplica, no solo a los demás, sino a sí mismo, volviéndose así un personaje entrañable. Sostiene que la vida no es buena ni mala, sino sencillamente original, y posee, como observó Bruno Maier, un tipo de sabiduría única. Zeno intuye que la vida no es un drama o una tragedia, como la creían los protagonistas de Una vida o Senectud, sino más bien una comedia o, en todo caso, una tragicomedia, “donde todo es posible, casual, absurdo, imprevisible, ‘original’ ”.
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