Poco tiempo después, Alfonso llega una tarde a mi casa con unas fotocopias (así es, la revelación ocurrió en unas humildes fotocopias): “Tienes que leer esto”.
Se trata de “El inmortal” de Borges, originalmente incluido en El Aleph. No creo exagerar si digo que la lectura de ese texto es el punto de inflexión de mi vida, la que determinó definitivamente mi vocación de lector. Después de eso, nada volverá a ser igual. Nunca podré olvidar mi sensación de asombro ante las primeras líneas del relato del protagonista: “Que yo recuerde, mis trabajos empezaron en un jardín de Tebas Hekatómpylos, cuando Diocleciano era emperador. Yo había militado (sin gloria) en las recientes guerras egipcias, yo era tribuno de una legión que estuvo acuartelada en Berenice, frente al mar Rojo: la fiebre y la magia consumieron a muchos hombres que codiciaban magnánimos el acero”.
El deslumbramiento fue, ante todo, verbal. El uso insólito de los sustantivos y los verbos, la inesperada adjetivación, la grandilocuente metáfora. Nunca había leído ni escuchado un castellano así. ¿Era realmente mi lengua? Estaba, además, ese aire antiguo, épico, romano, que infundía reverencia por sí solo (tiempo después, leyendo a De Quincey por la obvia influencia borgeana, me conmovería ese pasaje donde cuenta cómo dos palabras latinas bastaban para emocionarlo: consul romanus). Luego, en el resto del cuento, aparecerían los grandes temas: la memoria, la identidad, el tiempo, la inmortalidad, el lenguaje, las letras… Como él mismo observó sobre Quevedo, Borges, más que un autor, es una literatura. Pocos autores modernos en español tienen la capacidad de ejercer una fascinación semejante. Al terminar el relato, yo soy, irremediablemente, borgeano, y durante no poco tiempo la literatura será para mí básicamente Borges y lo que tenga que ver con él.
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