¿Qué sentido tiene hablar de humanismo hoy en día? Más aún, ¿tiene sentido hablar de humanismo hoy en día? Las palabras humanismo, humanista y humanidades siguen siendo usadas en la actualidad, pero la mayoría de las veces vacías de su sentido original, deformadas por la confusión. El problema no es nuevo. Ya a principios del siglo XVII, Baltasar de Céspedes, en su discurso El Humanista –recientemente reeditado, por cierto, por la Real Academia Española– se quejaba: “todos nombran las letras humanas y todos llaman humanistas a muchos, pero si preguntamos qué son las letras de humanidad y qué es lo que profesa aquel a quien llamamos humanista, qué partes tiene su facultad, qué contiene cada una de ellas, quizás hallaremos pocos que nos lo sepan decir”. Sin embargo, con el paso de tiempo la confusión se ahondado. Si no me engaño, actualmente suele entenderse por humanismo algo más bien parecido al humanitarismo, una cierta sensibilidad o compasión por las desdichas ajenas que nos mueve a acciones benéficas o caritativas, y, por humanista, la persona o acción que manifiesta esa cualidad. Políticos de toda índole, por ejemplo, se declaran humanistas y califican sus acciones de gobierno como tales. ¿Era esto el humanismo, en realidad? Naturalmente, las humanidades, los humanistas y el humanismo tienen un componente ético central, al que no pueden renunciar sin dejar de ser ellos mismos, pero este va indisolublemente ligado a una cultura, o sea, a un aprendizaje, que se lleva a cabo fundamentalmente a través de la lectura de ciertos autores y obras. La bondad humana natural no es sinónimo de humanismo ni basta a hacer humanistas.
Conviene, quizá, remitirse al origen de las palabras. Los estudiosos del humanismo histórico –Eugenio Garin, P. O. Kristeller, Joseph Perez, Francisco Rico, Jacques Lafaye, entre otros– nos ayudan a recordar. En primer lugar, habría que decir que la palabra humanismo es reciente; apareció apenas en el siglo XIX, en Alemania, en el contexto de una polémica sobre la educación. El teólogo y pedagogo Friedrich Immanuel Niethammer, en su obra La disputa entre el filantropinismo y el humanismo en la teoría educativa de nuestro tiempo (1808), la utilizó para designar una educación basada en los clásicos griegos y latinos; más tarde, el historiador Georg Voigt la usó para referirse a la época y cultura de los humanistas italianos del siglo XV en su libro El resurgimiento de la Antigüedad clásica o el primer siglo del humanismo (1859). En cambio, la palabra humanista es más antigua; se originó en Italia en el siglo XV, en el vocabulario universitario, y se utilizaba sencillamente para referirse al profesor o estudiante de los studia humanitatis, estudios de humanidad, o litterae humanae, o sea, letras humanas, los antecedentes de las modernas humanidades, que consistían en gramática, retórica, historia, filosofía, poesía, etc. ¿Por qué letras humanas? Porque no eran divinas, o sea, teología, el conocimiento más importante de la época, pero de cualquier manera se les reconocía un papel preponderante en la educación. ¿En qué consistía la cultura de un humanista? Ante todo, en las letras clásicas, latinas, sobre todo, y, si se podía, griegas. Es el principio básico del humanismo: la base de la educación son los clásicos. No es la menor paradoja de las humanidades actuales que nos las hemos arreglado para cursar e impartir carreras completas en el área sin prácticamente leer autores clásicos, no digamos a humanistas del Renacimiento.
¿Qué hacía un humanista? Fundamentalmente, enseñar a leer. Había muchos niveles de docencia humanista: desde el que enseñaba la gramática a los niños hasta el que comentaba los grandes autores con los estudiantes y colegas universitarios. No menos importante que la enseñanza (y, de hecho, parte de ella), era la edición y el comentario de los clásicos: la búsqueda de los textos antiguos, su cuidadosa transcripción y corrección, su anotación y explicación. Joseph Perez, en “El humanismo: ensayo de definición”, ha resumido así la meta del gremio: “los humanistas de los siglos XV y XVI consideraban que los grandes autores de la Antigüedad clásica ofrecían un interés irremplazable; es por esto que los honraban y estudiaban de manera privilegiada, utilizando las técnicas de la ciencia filológica. Pero hay que advertir que estas técnicas no son sino un medio de acceso al mundo de la cultura auténtica, no son un fin en sí mismas. La meta es llegar a un conocimiento tan completo como sea posible de lo que es útil saber al hombre para ser plenamente hombre”. Lo había dicho Erasmo, el humanista por excelencia: “homines non nascuntur sed finguntur”, o sea, no se nace hombre, se llega a serlo. La plena humanitas es el resultado de la educación.
La cultura del humanismo alcanzó su esplendor en los siglos XV y XVI. Nunca le disputó la primacía a la teología, pero ocupó un lugar central en el campo del saber. Los grandes clásicos modernos –Cervantes, Montaigne, Shakespeare, más tarde Goethe– están empapados de cultura humanista y no habrían sido posibles sin ella. Esto comenzó a modificarse a partir del siglo XVII, con el advenimiento de la Revolución Científica, que gradual, pero inexorablemente, fue desplazando a las humanidades del lugar de privilegio que habían tenido hasta entonces. Los siglos XIX y XX lo acabaron de dejar claro: el paradigma del sabio no era ya el humanista, sino el científico. De su crisis, las humanidades no fueron del todo inocentes: una excesiva confianza en la auctoritas clásica, resistencia al cambio, ideas y formas anquilosadas, nostalgia de un mundo que era imposible restaurar, microespecialización, entre otros factores, contribuyeron a la marginación de su orgulloso saber. En los peores casos, se volvieron ignorantes y desconfiadas de sí mismas, olvidaron su fundamento en el logos, en los clásicos, y pretendieron vestirse de ropajes ajenos –los de la ciencia, claro– para probar su seriedad y vigencia. El resultado fue con frecuencia lo contrario. Para ver el resultado de la crisis, me temo, basta echar un vistazo a las áreas de humanidades en las universidades –su cuna– a finales del siglo XX y ahora mismo en el XXI. No me refiero solo a las matrículas reducidas y a los presupuestos exiguos, aunque también, sino a la confusión y, algunas veces, al charlatanismo reinantes en los departamentos de humanidades. ¿Y qué futuro pueden tener unas disciplinas que olvidan y traicionan sus orígenes? Sin una elemental cultura clásica y genuinamente humanista, ¿son posibles las humanides y el humanismo hoy? Volvemos a la pregunta inicial.
Si por algún lado va a empezar la recuperación de la cultura humanista, esta tiene que ser, por un lado, a través de la lectura de los clásicos y, por otro, de los humanistas históricos, los maestros de los siglos XV y XVI. Este último es precisamente el objetivo de una colección como la The I Tatti Renaissance Library, publicada por la Universidad de Harvard y dirigida por James Hankins, una de las más meritorias y hermosas colecciones de libros de la actualidad, a la que pertenecen el par de títulos que motivan esta nota, Humanism and the Latin Classics de Aldo Manucio, editado por John N. Grant, y On Human Worth and Excellence de Giannozzo Manetti, editado por Brian P. Copenhaver, a quien ya debíamos ediciones de Virgilio Polidoro, Lorenzo Valla y el Corpus hermeticum. Siguiendo el modelo de la benemérita Loeb, la colección harvardiana de clásicos griegos y latinos, esta ofrece textos bilingües, latín-inglés, de clásicos del humanismo. Aquí el lector podrá encontrar las obras de Marsilio Ficino (la edición de Michael J. B Allen y James Hankins de la Teología platónica, en seis volúmenes, es un acontecimiento en la historia de la filosofía), de Leonardo Bruni, Leon Battista Alberti, Angelo Poliziano, Giovanni Pontano, Lorenzo Valla, Pietro Bembo, Coluccio Salutati, Boccaccio, Petrarca, etc.
Es muy justo que The I Tatti haya incluido a Aldo Manucio (c. 1451-1515), el célebre editor veneciano, en su catálogo (este es el segundo volumen, antecedido por The Greek Classics, que consta de los prefacios a las obras griegas, así como este a las latinas). La cultura humanista del Renacimiento habría sido imposible sin el papel desempeñado por los editores que la difundieron a través de la imprenta, de los cuales Manucio es el ejemplo más ilustre. En un periodo de veinte años (1495-1515), ninguna otra editorial como la Aldina publicó más títulos de letras clásicas.
Antes de convertirse en uno de los principales editores europeos, Manucio fue profesor –tutor, para ser más preciso– y en realidad nunca dejó de serlo. Tuvo a su cargo la educación de Alberto y Leonello Pio, príncipes de Carpi (y sobrinos de Pico de la Mirándola, que lo recomendó para el puesto). Una y otra vez, en los textos aquí recopilados, que servían a la vez de prólogos y dedicatorias y que cumplían una función comercial semejante a la de la moderna nota de contraportada, recuerda el valor de la educación y el compromiso humanista entre letras y ética, como en el prefacio a sus propios Fundamentos de gramática latina.
Aquí podemos apreciar también la afanosa búsqueda de manuscritos antiguos para hacer nuevas ediciones, el escrúpulo filológico de Manucio a la hora de prepararlas, la ajetreada vida cotidiana del editor (Aldo se queja de que medio mundo va a verlo y le quita el tiempo, al punto de que llega a poner un letrero en su cubículo que, más o menos, decía: “Quienquiera que seas, Aldo te ruega que digas qué quieres rápidamente y luego te vayas, salvo que, como Hércules cuando Atlas estaba cansado, vengas a ayudar”) y las relaciones entre el poder económico y político y la cultura (sin las cuales no hubiera sido posible el Renacimiento), pues los destinatarios de las dedicatorias suelen ser nobles que lo apoyan.
Manucio comenzó editando, sobre todo, obras griegas (son famosas sus ediciones in folio de Aristóteles), pero pronto comenzó a editar obras latinas, de clásicos y de autores contemporáneos, que se leían y vendían más. No solo fue un editor con olfato, sino un empresario innovador: fue él quien inventó el libro de bolsillo al poner a circular los clásicos en un formato pequeño (en 8º., denominado enchiridion), que se podía llevar a cualquier parte y que fue un éxito comercial. Buena parte de los libros modernos son aldinos en ese sentido.
Si fueron hombres como Aldo Manucio los que contribuyeron a difundir el pensamiento humanista, fueron hombres como Giannozzo Manetti (1396-1459) los que contribuyeron a forjarlo. Quizá el nombre diga poco al lector, en comparación, digamos, a los de Ficino o Pico, pero fue con obras como la suya que comenzó a propagarse el ideario humanista. Entre los pocos textos del humanismo histórico que siguen siendo más o menos leídos, quizá ninguno tan famoso como el Discurso sobre la dignidad del hombre de Pico de la Mirándola. Sin embargo, este título –invento de un editor, ajeno a Pico y que solo tiene que ver con el inicio de la obra– convendría mucho más a De dignitate et excellentia hominis de Manetti.
En el siglo XII se popularizaron los tratados sobre la miseria del hombre (miseria hominis), que alcanzaron su cúspide con el opúsculo de Inocencio III, Sobre la miseria humana. Eran textos religiosos, de carácter penitencial, que tenían como propósito recordar al hombre su condición miserable al margen del auxilio divino. No era tanto que sus autores fueran realmente pesimistas respecto a la condición humana (cristianos todos ellos, creían en la creación a imagen y semejanza divinas y en la encarnación y no podían permitirse un pesimismo radical), sino que buscaban remarcar al hombre su necesidad de Dios. Sin embargo, con este propósito se cargaron un poco las tintas y para finales de la Edad Media el tópico de la miseria del hombre parecía haber arrinconado al de la dignidad, fundamental en la antropología cristiana. En el siglo XIV, tocó a Petrarca, padre del humanismo, comenzar a criticar a Inocencio III e intentar restaurar el equilibrio perdido entre miseria y dignidad. Correspondió a Manetti llevar a cabo una refutación en forma (una versión más amplia de la historia de la miseria y la dignitas hominis puede verse en la primera parte de mi libro Miseria y dignidad del hombre en los Siglos de Oro).
Giannozzo Manetti era hijo de un acaudalado comerciante florentino y, aunque al principio tuvo que dedicarse a los negocios familiares, luego se consagró al estudio y al servicio público, especialmente diplomático, de su ciudad. Es un extraordinario ejemplo del humanismo cívico florentino estudiado por Hans Baron y de la mezcla –representada por Cicerón, modelo de todos los humanistas– de interés en la res publica y en las letras. Aprendió griego y hebreo, y no fue ajeno a la filología. Tradujo las obras morales de Aristóteles y, al modo de Plutarco, escribió biografías de Sócrates y Séneca, Dante y Petrarca (ya publicadas, por cierto, en The I Tatti). Tras desacuerdos con la oligarquía florentina, se exilió primero en Roma, donde fue secretario del papa humanista, Nicolás V, y luego en Napolés, en la corte de Alfonso de Aragón, hasta su muerte.
Antecedido por los trabajos del monje Antonio da Barga y el humanista Bartolomeo Facio (antes de díficil consulta y ahora oportunamente incluidos como apéndices por Copenhaver en esta edición), Manetti llevó a cabo una sistemática defensa de la dignidad del hombre en los cuatro libros que componen De dignitate et excellentia hominis. Sin embargo, su objetivo no era solo hacer un elogio del hombre, sino expresamente refutar lo expuesto por Inocencio III en su opúsculo. Corregirle la plana a un papa no era un asunto menor.
El primer libro, basado en Cicerón y Lactancio, trata sobre el cuerpo humano, del que Manetti, muy en términos clásicos, o sea, renacentistas, resalta la armonía y la belleza; el segundo, sobre el alma, cuyo principal atributo es la inmortalidad (y esta sería, para Ficino, la base de la dignitas hominis en la Teología platónica); el tercero, del compuesto entre ambos, y el cuarto es el directamente enderezado contra Inocencio III. A lo largo de todos ellos, contra el “pesimismo” de la tradición de la miseria hominis, Manetti opta por una versión particularmente optimista de la dignitas (en el fondo, no se trataba de escoger entre una y otra, pues ambas eran necesarias para un verdadero conocimiento de lo humano: el hombre tenía que ser consciente tanto de su miseria, al margen de Dios, como de su dignidad, que se originaba en Él). Muy a contracorriente de ciertas tendencias del pensamiento cristiano que se regodeaban en la degradación del cuerpo y la sensualidad, Manetti reivindica lo físico y los placeres sensuales, incluido el sexo; creyente al fin y al cabo, su obra termina con la exaltación de la resurrección y los cuerpos gloriosos.
El perfil de Giannozzo Manetti era el ideal para refutar la sombría obra del sombrío Inocencio III: cristiano como todos los humanistas, era, sin embargo, ajeno al ascetismo y a la mortificación, y tenía incluso lo suyo de hedonista; era un firme partidario de la vida activa, no de la soledad monacal, y eligió defender y celebrar los aspectos positivos de la condición humana en lugar de regodearse denigrando los negativos. En la historia de la idea de la dignidad del hombre, la posteridad ha sido un poco injusta con él, relegándolo a un segundo plano. Es de esperarse que una edición como On Human Worth and Excellence contribuya a devolverle el lugar de primer orden que merece.
El “sueño del humanismo”, como lo ha llamado Francisco Rico, se fue extinguiendo poco a poco, y ya en el siglo XVII estaba claro que sus disciplinas perdían rápidamente el protagonismo que habían tenido hasta entonces. Nuevas formas de conocimiento –más empíricas y científicas, menos librescas y eruditas–, nuevos temas y nuevos intereses fueron desplazando a los humanistas. Los clásicos no eran la respuesta para todo y más de una vez se habían equivocado, el latín fue cediendo paso a las lenguas vulgares y los ideales morales y religiosos del humanismo –entre ellos, el cardinal de la dignidad del hombre– comenzaban a agrietarse. Y, sin embargo, de manera indirecta, la cultura humanista estaba dando sus mejores frutos. Un Montaigne, un Cervantes, son inconcebibles sin ella. Sin ser humanistas en un sentido profesional y sin escribir en latín, sus obras, precursoras de la modernidad, están empapadas de humanismo. Por otro lado, sus antiguas disciplinas, cultivadas sobre todo en las universidades, se empezaron a transformar y eventualmente darían origen a las modernas humanidades. Todo profesor y estudiante actual de humanidades en cualquier parte del mundo es deudor de los humanistas del Renacimiento, de autores como Manucio o Manetti, aunque ignore sus nombres y sus obras. Sin nostalgia absurda ni la pretensión imposible de restaurar el humanismo renacentista, es crucial que las humanidades recobren la memoria y sean conscientes de sus orígenes: el legado vivo de las letras clásicas –“lo antiguo no es clásico por antiguo, sino por vigoroso, fresco, alegre y sano”, dijo Goethe– y su reivindicación por parte de los humanistas. Solo a partir de la recuperación de su pasado es que las humanidades pueden aspirar a tener un futuro.
Reseña de Aldus Manutius, Humanism and the Latin Classics, Harvard University Press, Cambridge, 2017, 414 pp. y Giannozzo Manetti, On Human Worth and Excellence, Harvard University Press, Cambridge, 2019, 362 pp. Publicada originalmente en http://www.criticismo.com/humanism-and-the-latin-classics-on-human-worth-and-excellence/