Tomar clases con Martha Elena Venier fue durante décadas una especie de rito de paso en El Colegio de México. Los estudiantes, tanto los de doctorado como los de licenciatura, se la topaban en el primer semestre, en un curso que supuestamente era de Técnicas de Investigación o Redacción, pero que en realidad era mucho más que eso. No todos sobrevivían. Venier –nunca me referí a ella como Martha Elena y siempre nos hablamos rigurosamente de usted, a pesar de que con el tiempo nuestro trato se volviera mucho más cercano– no tenía una personalidad, digamos, suave, y le gustaba, además, jugar a ser el terror del aula. Era un papel, por supuesto, pues realmente, cuando se le llegaba a conocer a mejor, era de una extremada benevolencia y –usaré la palabra, aunque seguramente a ella no le gustaría– dulzura. Era una maestra de otro tiempo: en el salón trataba a sus alumnos con rigor y severidad, sin concesiones ni blandenguerías, y estaba absolutamente resuelta a hacerlos leer y escribir mejor (la época actual, de espíritus quebradizos y fácilmente ofendibles, y que a veces pareciera que están buscando ofenderse, ciertamente no la favorecía). Primero, claro, convenía bajarles los humos. Recuerdo perfectamente una de mis primeras –iba a escribir “interacciones”, pero seguro me hubiera tachado la palabra– conversaciones con ella en clase. A un comentario mío, seguramente insulso, ella contestó, a gritos: “¡Porque no me da la gana pensar eso!”. Tragué saliva y, afectando soltura, repliqué: “Bueno, y le daría a usted la gana pensar que…” (ni siquiera recuerdo qué discutíamos, por supuesto). Varios compañeros creyeron que ese sería mi fin. Sobra decirlo, no se lo tomó a mal, quizá hasta le hizo gracia mi insolencia y a partir de ahí empezamos a llevarnos bien. Otro día nos encargó una comparación entre un soneto original de Petrarca (no lo olvidaré nunca: “Benedetto sia’l giorno, e’l mese e l’anno…”) y una imitación de un poeta español. Según yo, hice un comentario muy decoroso; naturalmente, lo hizo trizas. Cuando se me pasó la indignación, lo reescribí y ya le pareció algo menos malo. Eran famosos sus “resúmenes”. Nos pedía, por ejemplo, resumir algunos libros de la Poética de Aristóteles. Pedantes como suelen ser los estudiantes del Colmex, nosotros pensábamos: “¿un resumen, en serio?, ¿qué dificultad puede haber en un resumen?”. Pues bastante, porque nos lo devolvía una y otra vez hasta que eran verdaderamente legibles. Pronto aprendimos que lo que más valoraba en la escritura era la sencillez, la claridad y la concisión, virtudes arduas de lograr. Venier tenía que remar contra años de supuesta redacción académica, que en realidad no era más que un blablabla insustancial. Por otro lado, por su culpa yo soy incapaz de utilizar la palabra “abordar” en casi cualquier contexto, incluidos los correctos, de tantas veces que la escuché corregirla. El alumno, tembloroso, empezaba a leer: “Me propongo abordar el tema…”. “¿Abordar? –atajaba ella–, ¿es barco?”. Detestaba, también, el uso de la primera persona del plural: “Nosotros pensamos que…”. “¿Usted y Dios Padre?”, interrumpía.
Sus alumnos fácilmente podríamos armar un anecdotario, como aquella ocasión en que Venier quedó atrapada en el elevador del Colmex con un niño de siete años, hijo de un empleado, y ella, para tranquilizar sus nervios (los del niño), le ofreció un cigarrillo (era buena fumadora y buena bebedora). Al salir del El Colegio, nos encontrábamos puntualmente en los congresos de la Asociación Internacional de Hispanistas o la Asociación Internacional Siglo de Oro y recorríamos las ciudades sede de arriba abajo, con estratégicas paradas en bares y restaurantes. Una de las últimas veces que la vi fue en Venecia, marco apenas justo para su persona renacentista. Paseando por La Serenissima, nos topamos con un busto de un tal Veniero, dux veneciano. Lo contempló brevemente y sentenció: “Seguro desciendo de una línea bastarda”. Así era Venier.
Su verdadera enseñanza no tenía tanto que ver con “técnicas de investigación” o mera “redacción”, sino con una forma de acercarse a la literatura y al lenguaje, con una actitud. A todos sus alumnos nos consta su emoción al recitar unos versos de Garcilaso o Góngora, o al enmendar una frase coja y encontrar la expresión justa. Más allá de eso, su magisterio fue siempre un ejemplo moral, no de corrección política o tonterías al uso, sino de genuina nobleza, generosidad y absoluta entrega a sus estudiantes. No creo exagerar al afirmar que ningún profesor en la historia reciente de El Colegio de México (pues ella trataba a todos, desde los más jóvenes, que entraban a la licenciatura, hasta los de posgrado) influyó en más vidas que Martha Elena Venier. Durante años, animó discretamente la Nueva Revista de Filología Hispánica y el Centro de Estudios Lingüístico-Literarios, que son inconcebibles sin su presencia, y que seguramente sabrán rendirle el debido homenaje. Su legado más visible es la edición de Sitio, naturaleza y propiedades de la Ciudad de México (2009) de Diego de Cisneros y el volumen Crónica parcial: cartas de Alfonso Reyes y Amado Alonso, 1927-1952 (2008), aparte de numerosos artículos especializados. Su legado invisible es más difícil de cuantificar: la gratitud y el afecto de miles de estudiantes que aprendimos con ella a leer y a escribir.
Publicado originalmente en https://www.letraslibres.com/mexico/cultura/recuerdo-una-maestra-martha-elena-venier-1938-2018