Criticar a la crítica

Poeta de siempre, a raíz, sobre todo, de la publicación de Estrella de dos puntas. Octavio Paz y Carlos Fuentes: crónica de una amistad, Malva Flores se ha convertido en nuestra crítica literaria –sí, con “a”– más visible. A esto también ha contribuido su activa presencia en redes, sobre todo en ese territorio sin ley hoy llamado X, donde todos los días se bate y hace corajes por sus causas literarias y políticas (y adonde no se ha cansado de decirme que debería incorporarme, invitación tan tentadora como la de unos caníbales que te dijeran que a ver qué día vas a comer a la casa). Hablando de esta visibilidad, uno de los momentos culminantes del proceso fue, paradójicamente, la portada y una entrevista en un suplemento literario, Confabulario, titulada con la declaración: “No necesito que me visibilicen por mi color ni por mi sexo”.

Si Malva Flores quisiera jugar en la crítica literaria o la academia la carta de la identidad, tendría todas las de ganar: mujer, mexicana y de raíces africanas e indígenas, sería prácticamente intocable, pues a la más mínima objeción se podría acusar, a quien se atreviera, de misógino y racista, para empezar. Malva Flores, sin embargo, tiene la peregrina idea de que el género, la nacionalidad, la preferencia sexual o el color de la piel no son la cosa más importante que le puede ocurrir a un individuo y que, en la apreciación de la literatura y el arte, definitivamente importan poco. Así lo hace saber, entre exasperada y esperanzada, en uno de los mejores textos de este Manual para el crítico literario en emergencias, “Contra la condescendencia de cubículo”, a propósito de Aimé Césaire: “No es, la de Césaire, una poesía victimizante, todo lo contrario. No necesitamos los negros o sus descendientes que nos digan ‘negro bueno’, el ‘buen negro de su buen amo’. No necesitamos esa condescendencia de cubículo y sí, hacer posible una fraternidad universal, esa condición que implica que no nos dividan o nos segreguen incluso con buenas intenciones o términos que evitan la palabra prohibida: negro, negra. Lo que necesitamos los hombre y mujeres de esta tierra –no importan su color, sus preferencias o su lugar de origen– es estar, recordando aquella primera cita de Césaire, ‘codo a codo con los otros’ ”.

Este rechazo a lo identitario es solo una de las convicciones críticas fundamentales de Malva Flores que se dejan ver en este Manual. Tiene otras, no menos extrañas: que el texto literario (el poema, la novela, el cuento, el drama) importa más que el texto crítico o el teórico; que la crítica literaria debería dirigirse al “lector común” woolfiano, no solo al claustro; que, siendo parte de la literatura, la crítica debe esmerarse en su forma y estar escrita lo mejor posible, con un estilo personal, no como un producto periodístico o académico estándar; que ni la literatura ni la crítica son ramas de la ética, la religión o la inquisición; que las letras tienen un compromiso moral, pero que este no consiste en autoproclamarse supremo tribunal y decretar condenas; que ofenderse y victimizarse no es, necesariamente, una virtud.

El Manual para el crítico literario en emergencias –cuyo título remite al Manual del distraído de Alejandro Rossi, uno de sus modelos prosísticos, cuyo Diario Malva Flores ha editado recientemente,– no es, por supuesto, un manual al uso, esquemático y estrictamente didáctico, sino una serie de textos que tienen como denominador común indagar la naturaleza de la crítica literaria (es, así, más un libro sobre crítica que de crítica). Como suele ocurrir en esta clase de volúmenes, hay ensayos propiamente, pequeñas notas y textos más bien circunstanciales (y, haciendo honor a la crítica que enarbola el libro, se podría haber prescindido de algunos). La sección que sienta el tono del libro es la primera, “No hay pedagogía más eficiente, aunque brutal y dolorosa, que una mudanza intempestiva…”, en el que Malva cuenta cómo precisamente una mudanza –que recuerda la de Mientras embalo mi biblioteca de Alberto Manguel– la obligó un violento ejercicio crítico que todo el que se haya mudado conoce: decidir qué libros conservar y de cuáles deshacerse. Aquí la crítica no solo habla en primera persona, sino en términos francamente íntimos y haciéndonos partícipes de su vida doméstica. Al lector de una crítica literaria más aséptica esto podrá sorprenderle o incomodarle, pero es el pacto de lectura que propone el libro y creo que funciona en la mayor parte (salvo cuando la trivialidad de la anécdota es excesiva o se intenta encadenar un chiste tras otro, pero entiendo que estas impresiones subjetivas dependen de cada lector).

Mi crítica –porque mal lector de un manual de crítica sería yo si no lo criticara– va por otros lados. Una es que el Manual y su autora, que critican con justicia la muy en boga cultura de la queja y la victimización, a ratos se quejan y victimizan un poco demasiado (me atacan en Twitter, la academia me maltrata, el sistema político me oprime, se ignora a mi generación poética…), no siendo, al parecer, conscientes de la paradoja. En contra de esta tendencia va un rasgo de la personalidad de Malva Flores que considero su característica más luminosa: una alegría innata a prueba de balas, una franca y festiva disposición para disfrutar la vida. No importa qué tanto las sombras de la amargura o la frustración se ciernan sobre ella, la Malva alegre se las arregla para sacar la cabeza, pero no hay que confiarse del todo: hay que activamente combatir las que Spinoza llamaba las “pasiones tristes” y cultivar la alegría, esa “pasión por la que el alma pasa a una mayor perfección”.

Otra es la conflictiva relación que Malva Flores tiene con la academia, específicamente con la crítica literaria académica, agravada por un detalle: ella es una académica. Entiendo perfectamente, porque los comparto, el rechazo o la exasperación que puede provocar cierto tipo de crítica literaria producida –“creada” sería excesivo– en las universidades: discursos huecos y rimbombantes que dejan la comprensión de la obra intacta; aparatos pseudoteóricos que, escudándose en una jerga queriendo pasar por sofisticados, no dicen nada o puras obviedades; ideologías político-sociales a las que lo que menos importa es la literatura; endogamia en la que el mundo exterior (donde, por cierto, se crea la literatura) no existe; burocracia en lugar de obra y escritura… Esto es innegable y cualquier académico sincero lo reconoce (sigue siendo útil, al respecto, la lectura de Ensayos de crítica literaria de Antonio Alatorre). Sin embargo, Malva Flores a veces confunde y descalifica en bloque, sobre todo lo que le es ajeno, como a veces la retórica o la filología. Es verdad, ningún poeta piensa “ahora voy a meter una hipálage” o “aquí vendría bien un hipérbaton”, pero estos son conceptos y términos que significan algo concreto y que –no siendo el corazón de la experiencia poética, claro está– ayudan a comprender mejor el lenguaje poético, su uso y su historia. Sería lamentable una lectura de poesía que solo buscara detectar tropos; no daña y, de hecho, enriquece conocer algunos. Lo mismo para las puntillosidades de la filología (leer “verso por verso”, las minucias de un aparato crítico o una bibliografía).

A diferencia de muchos impersonales y convencionales libros de crítica, que da pereza hasta hojear, el Manual para el crítico literario en emergencias es un libro muy legible, lúdico, divertido e inteligente. Trata, en última instancia, de la gran interrogante de la crítica literaria: ¿para qué leer?, ¿para qué hacer crítica? Su respuesta no deja lugar a dudas y es la profesión de fe de una auténtica crítica, personal y comprometida: para salvar lo que te salva.

Publicado en https://criticismo.com/criticar-a-la-critica/

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Eugenia, novela erótica

Cayó en mis manos la primera edición de Eugenia (Mérida, 1919), la insólita novela yucateca de ciencia-ficción que tanto ha llamado la atención de los albores del siglo XXI (lo atestiguan dos reediciones en español, en la UNAM y en la UADY, y una traducción al inglés en la Universidad de Wisconsin). Su autor, don Eduardo Urzaiz –nacido en 1876 en Cuba de evidentes orígenes vascos, pero radicado desde niño en Mérida– fue un profesor y médico, psiquiatra y ginecólogo, de muy amplios intereses, entre ellos la historia, la religión, la literatura, la pedagogía, el arte y evidentemente la medicina. Una especie de homo universalis renacentista en el Yucatán de principios del siglo XX. Wikipedia informa, además, que fue miembro del Partido Socialista del Sureste, hecho que no pasa desapercibido en su única novela.

Eugenia ha despertado el interés, en primer lugar, por ser una obra pionera, si no la primera, de la ciencia-ficción en México y supongo que en español en general. La trama está situada a principios del siglo XXIII en Villautopía, una Mérida del futuro en la que sigue haciendo calor. Los siglos anteriores han transcurrido entre guerras y confrontaciones, pero finalmente la humanidad ha alcanzado la paz y una cierta armonía, únicamente alteradas por conflictos comerciales. El cambio más notable en la sociedad es la forma de reproducirse (y esta es la razón por la que ha fascinado al siglo queer y trans): el Estado designa, por su excelencia física, a unos Reproductores Oficiales de la Especie (hombres y mujeres), pero, gracias a los avances médicos, el óvulo fecundado es retirado de la mujer y el desarrollo del feto tiene lugar en cuerpos masculinos, previamente sujetos a un proceso de feminización, llamados Gestadores. El protagonista aparente de la novela es Ernesto, ejemplar de perfecta condición física y mental que ha sido seleccionado como Reproductor; la verdadera protagonista es Celiana, mayor que él, primero su maestra y luego su amante, que lo ha iniciado intelectual y sexualmente; la Eugenia del título, joven y hermosa Reproductora, es la previsible tercera punta del triángulo y aparece apenas en las últimas páginas.

La ciencia-ficción que confía todo al elemento científico o tecnológico suele envejecer mal, viéndose rápidamente superada o contradicha por el avance real; la que perdura, más allá de los indispensables dispositivos, suele tener un contenido filosófico o social que dice algo más sobre la condición humana. En Eugenia hay el esperable futurismo tecnológico, con sus aerocicletas, aerocanastillas y aceras eléctricas, pero en realidad este es solo el decorado; la apuesta fuerte en ese plano es la de la eugenesia y la idea del embarazo masculino (llama la atención, desde el invítrico punto de vista del 2024, que Urzaiz haya decidido conservar en su fantasía la actividad sexual y solo modificar, radicalmente, eso sí, la gestación). El escritor cubano-yucateco obvia el error en que tan fácilmente cae mucha ciencia-ficción contemporánea, la de detallar demasiado el funcionamiento de las supuestas tecnologías futuras. Para bien de la novela, en ese sentido es bastante escueto.

Sin embargo, el aspecto que más me ha interesado de Eugenia, y de ahí el título de esta nota, es que, tanto o más que una novela de mera ciencia-ficción, es una novela erótica. Entiéndase: una novela sobre el eros y la naturaleza del deseo (no hay escenas sexuales en la obra, ya hubiera sido mucho pedirle a don Eduardo, para eso la literatura de la Península y mexicana iba a tener que esperar a otro yucateco, Juan García Ponce). Una novela sobre el impulso erótico en un ámbito de ciencia-ficción.

El dilema central es tan antiguo como los de Safo o Catulo: desear, dejar de desear, cambiar de objeto del deseo. El conflicto se agudiza porque Celiana es, de hecho, mayor que Ernesto –Urzaiz menciona el inevitable y edípico modelo: Madame de Warens y Jean-Jacques– y este, que la ha amado genuina y sinceramente, es más susceptible de sentirse atraído por nuevos y más jóvenes intereses. Por un lado, el rápido olvido y el encuentro de una nueva ilusión; por otro, el abismo del abandono y el desamparo. No precisamente una novedad. Y encima es que, mal que les pese a estos futuristas personajes, especialmente a Celiana, no dejan de tener un matiz romántico.

Urzaiz, por otro lado, tenía ideas amorosas de avanzada: sus criaturas tienen una libertad sexual que no podría ser más contrastante con la realidad erótica de la Mérida de principios del siglo XX. Comentando un baile en el Instituto de Eugenética, mero preámbulo para el encuentro sexual entre los Reproductores, el narrador apunta: “en pleno reinado del amor libre, en plena igualdad de derechos para la mujer y para el hombre, el baile ostentaba su carácter de aperitivo sexual, con franqueza tan cruda, que hubiese hecho ruborizarse al rojo blanco a nuestros hipócritas y formulistas bisabuelos”. Estos últimos, claro está, son los contemporáneos de don Eduardo.

El final es problemático: si bien Miguel, testigo del drama y el personaje más lúcido de la novela, parece concluir que el amor humano no puede excluir el dolor y el sufrimiento, la pasión o los celos, las últimas líneas son de un realismo erótico y biológico evolutivo descarnado (para la historia de la sexualidad desde el punto de vista de la biología evolutiva, sin mascaradas ideológicas o románticas, léase el ya clásico La evolución del deseo de David Buss): Celiana “era uno de aquellos despojos que, en su marcha triunfal, el amor y la vida van arrojando a los lados del camino”.

Dejo de lado los aspectos políticos de Eugenia, fundamentales en toda utopía y distopía, que reflejan las convicciones del autor y que hoy tienen mucho eco: nacionalismo vs globalismo, la intervención del Estado en el comercio, una suerte de socialismo básico como solución a la desigualdad económica, etc. Del aspecto material del libro no quiero dejar de mencionar los dibujos de Leopoldo F. Quijano, especialmente el de la magnífica portada, tipo art nouveau, con una enigmática figura andrógina.

Don Eduardo Urzaiz murió en Mérida en 1955. Casi setenta años después, le habría alegrado ver cómo el siglo XXI se reconoce en su Eugenia (esbozo novelesco de costumbres futuras).

Publicado en https://letraslibres.com/literatura/sol-mora-eugenia-novela-erotica/

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