Piglia, un ensayo biográfico

Mauro Libertella, Ricardo Piglia a la intemperie, Ediciones Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2024, 231 pp.

La desconfianza de Borges –en definitiva, el clásico de Piglia, malgré Artl– hacia la biografía era proverbial: “que un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que no pertenecieron más que a un tercero, es una paradoja evidente. Ejecutar con despreocupación esa paradoja, es la inocente voluntad de toda biografía”, sentenció en su Evaristo Carriego (1932), obra relativamente temprana que fue lo más cerca que estuvo del género (sin contar las magistrales “biografías sintéticas” de escritores, recogidas en Textos cautivos, y, claro, las de criminales en Historia universal de la infamia).

Publicar el primer acercamiento biográfico a un escritor fallecido hace poco –en 2017, en este caso– implica méritos y riesgos evidentes. Entre los primeros, ser la referencia inicial e inevitable, el primer eslabón de la cadena; entre los segundos, vérselas con un camino sin desbrozar, no tener antecedentes y, en algunos casos, cierto apresuramiento que inexorablemente se reflejará en la calidad final de la obra.

Lo primero que habría que decir de Ricardo Piglia a la intemperie de Mauro Libertella es que no es una biografía propiamente dicha. Curándose en salud, el mismo autor lo reconoce en una entrevista: “yo no digo que este libro es una biografía, porque siento que las biografías tienen que ser más completas, más rigurosas” (en efecto, tienen que ser así). La cuestión es que la editorial –la admirable de la Universidad Diego Portales, ejemplo de lo que una editorial universitaria puede ser, sobre todo en su área literaria– la anuncia un poco de este modo y sale en una colección llamada Vidas Ajenas, lo que de entrada hace pensar en una biografía hecha y derecha. Más bien, la obra es un ensayo o reportaje biográfico. Aceptado así, su lectura puede ser provechosa.

Dicho sea de paso: parece haber una tendencia en cierta biografía hispanoamericana a alejarse o rehuir el sin duda laborioso trabajo de investigación y escritura que una obra clásica del género implica, buscando nuevas formas, más breves y rápidas (por ejemplo, La reina de espadas de Jazmina Barrera, sobre Elena Garro, magistralmente reseñado por Malva Flores en Letras Libres, o El largo instante del incendio, sobre José Vasconcelos, de Rafael Mondragón Velázquez, reseñado por Diana Hernández Suárez aquí mismo). Es loable experimentar con el género y buscar renovarlo, siempre y cuando no sea solo porque a lo que en realidad no se está dispuesto es a dedicar el tiempo, el esfuerzo y el rigor que una biografía seria exige.

Famosa, entre muchas otras del repertorio pigliano, es aquella anécdota sobre uno de sus profesores en La Plata que sentenciaba que libro de historia que no tuviera cinco notas al pie por página era una novela. Bueno, lo mismo aplica para la biografía, híbrido de historia y literatura. Las notas, en las biografías, van mejor al final, pero son indispensables para saber cuáles son las fuentes de información y dar así fundamento a lo que se afirma. Allí se encuentra, en buena medida, la solidez de la investigación biográfica. El lector ordinario puede perfectamente ignorar ese aparato de notas y solo leer el texto principal, pero tendrá así la garantía de que lo se dice tiene una base y el más escrupuloso podrá, si quiere, cotejar la información. Si de plano se tiene aversión a los números que constituyen los llamados a notas, se puede proceder como hicieron Blake Bailey y sus editores en Philip Roth. The Biography, poniendo en las notas finales el número de página y la frase a la que corresponde la referencia, conservando el texto principal limpio. En todo caso, lo irrenunciable en una biografía rigurosa es indicar de una forma u otra todas las fuentes de información y referencias bibliográficas. En Ricardo Piglia a la intemperie, esta también aplica al lector en materia de notas, lo que si se tratara de una biografía formal sería cuestionable.

Libertella –no en balde novelista– es un buen narrador, cualidad imprescindible en el biógrafo (hay algunos que, siendo buenos investigadores, no son muy buenos prosistas ni narradores y la biografía es, en rigor, la narración de una vida). Más que hacer un recorrido cronológico minucioso –lo que habría exigido mucho más de doscientas treinta páginas y, por descontado, más investigación–, elige una serie de episodios o temas y los dispone en veintiocho breves capítulos. La lectura es ágil, más periodística que literaria. Así, vemos brevemente al Piglia niño en Adrogué, al adolescente en Mar del Plata (adonde el padre peronista muda a la familia huyendo de la persecución), al joven en La Plata estudiando Historia e involucrándose en política (el itinerario político del escritor argentino, que pasó del trotskismo al maoísmo y que nunca dejó de ser marxista, daría para un libro entero y la reciente Introducción general a la crítica de mí mismo. Conversaciones con Horacio Tarcus arroja luz al respecto). Luego, instalándose en Buenos Aires y persiguiendo la que, en definitiva, es su máxima meta, la que determina su vida entera: escribir (y también ser escritor, con esa sutil diferencia que Piglia establecía entre una cosa y otra). Están también aquí los amores (Josefina Ludmer y Beba Eguía, principalmente), el famoso pleito con César Aira, el tristemente célebre caso del Premio Planeta, la decisión de irse a Princeton, la consagración final, la grave enfermedad y finalmente, esa cosa distinguida, al decir de Henry James, la muerte.

Uno de los aspectos más difíciles con los que tiene que lidiar quien intente biografiar a Piglia es cómo va a leer Los diarios de Emilio Renzi, la obra que el escritor terminó armando con sus míticos diarios (véase una reseña en paralelo con el no menos monumental Inventario de José Emilio Pacheco en esta misma revista). Esos tres volúmenes no son propiamente el diario, sino una obra construida a partir de él en la que este fue alterado y editado. Obviamente son una fuente biográfica ineludible, pero habría que tomar con pinzas lo dicho ahí, igual que las muchas declaraciones autobiográficas, escritas u orales, que Piglia hizo a lo largo de los años. Libertella es muy consciente de que se las ve con un mistificador de su propia vida, aunque a ratos parezca no poder resistirse a su embrujo (por ejemplo, en lo relativo a Steve Ratliff, el “inglés” que supuestamente descubrió al joven Ricardo la literatura norteamericana y que lo hizo escritor, personaje que se antoja demasiado novelesco). En concreto sobre los diarios, lo que eventualmente alguien tendrá que hacer es leer y transcribir todos los cuadernos, actualmente resguardados en Princeton, y cotejar con Los diarios de Emilio Renzi para examinar los cambios y ver hasta dónde llegó la labor de edición (idealmente, algún día se deberían publicar esos diarios tal y como están, lo que, desde luego, no invalidaría Los diarios de Emilio Renzi como obra autónoma). Piglia fue un gran escritor de su propia vida, pero, no menos, su maniático editor.

Uno de los mayores aciertos de Ricardo Piglia a la intemperie son las entrevistas a las personas que lo conocieron y que constituyen testimonios directos (es una obviedad, claro, pero una de las cosas más valiosas que puede hacer un biógrafo temprano es hablar con gente que trató personalmente al biografiado, oportunidad que sucesivas generaciones de biógrafos ya no tendrán). Aquí, por ejemplo, los testimonios de Néstor García Canclini, Roberto Jacoby, Luis Gusmán, Martín Kohan, Alan Pauls, Beba Eguía, Andrés Di Tella, Luisa Fernández, etc. Previsiblemente, son los escritores-críticos, como Piglia, los que hacen algunas de las declaraciones más lúcidas acerca de su obra. Sobre como modificó Piglia el canon argentino, Kohan dice: “Lo que define esa construcción es la forma de leer. Porque si fuera tan fácil como mencionar gente, todos armaríamos una lista con veinte nombres. La lista se sostiene con un modo de leer: eso le da estabilidad y consistencia. En ese sentido, Piglia es el más borgeano de los que salieron de Borges”. Claro, Piglia aprendió de Borges a escribir, pero, sobre todo, a leer, a leer al sesgo, en los términos que le convenía.

Hechas todas las cuentas, la obra entera de Piglia puede leerse como un intento, generalmente afortunado, de salir del laberinto borgeano, esto es, de asumir a fondo la influencia del autor de Ficciones, verlo cara a cara, y luego crear una obra que, sin ignorar su impronta, es otra cosa. A distanciarse lo ayudaron escritores norteamericanos como Hemingway y Fitzgerald, el italiano Cesare Pavese y, desde luego, Roberto Artl. Acertadamente, Kohan remata: “Piglia es un clásico, sí, en un sentido borgeano. Es un horizonte de clasicidad”. Creo que en el último Piglia es evidente (léanse los magistrales relatos que suelen abrir y cerrar los diarios) y que él mismo lo habría admitido: el escritor que en su juventud aspiraba a ser un “tipo duro” terminó siendo un clásico.

En una entrada de Los diarios de Emilio Renzi correspondiente a 1965, se lee: “tengo que comprender que solo mi literatura interesa y que aquello que se le opone (en mi cabeza o en mi imaginación) debe ser dejado de lado y abandonado, como he hecho siempre desde el principio. Esa es mi única lección moral. Lo demás pertenece a un mundo que no es el mío. Soy alguien que se ha jugado la vida a una sola baraja”. La dramática frase final ilustra bien la tesis de la intemperie de Libertella (a propósito de la llegada a La Plata en 1960, anota: “rápidamente su sensación fue la de siempre, la de estar a la intemperie, un estado que le provoca, al mismo tiempo, raptos de nostalgia por la infancia en Adrogué –su último anclaje– y un efecto euforizante de libertad”). A Piglia la metáfora le habría gustado porque corresponde precisamente a uno de los mitos personales que construyó con más cuidado y que mucho debe al noir que tanto admiraba: el escritor como outsider, poco menos que detective o delincuente perseguido, sin ataduras, siempre listo a escapar (pero ese, más que escritor, que suele ser un tipo sedentario, parece Jean-Paul Belmondo en Sin aliento o Alain Delon en El samurái). Acaso Ricardo Piglia a la intemperie le conceda demasiado crédito a ese mito que no es, a fin de cuentas, sino una construcción ficticia sobre sí mismo. La realidad suele ser, al mismo tiempo, más prosaica y más compleja. En todo caso, lo que está fuera de toda duda es la victoria final de Piglia, es decir, la creación de una obra (y un autor-personaje) como la había querido, en la medida que esto es posible. Quedate tranquilo, tahúr: la baraja salió as.

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La espuma de la vida: los Diarios de Alejandro Rossi

Como en su momento la publicación de los diarios de Bioy Casares o Ricardo Piglia, la de Alejandro Rossi (Florencia, 1932-Ciudad de México, 2009) supone un acontecimiento literario. Se sabía tiempo atrás de la existencia de estos diarios y en 2015, en estas mismas páginas, apareció un adelanto de los últimos cuadernos que daba una idea de la magnitud de la obra. Hoy, luego de meses de trabajo monacal de los editores (hasta en los horarios: las labores de transcripción de los arduos manuscritos rossianos comenzaban a las cinco de la mañana, como copistas medievales), ven la luz Los diarios de Rossi, que abarcan de 1973 a 1989 (y que espero se completen pronto con los que van de 1993 a por lo menos 2003).

Alejandro Rossi ha sido y seguirá siendo un bicho raro, inclasificable, dentro de la literatura escrita en lengua española a finales del siglo XX y aún principios del XXI. Ya se sabe: nacido en Florencia, de padre italiano y madre venezolana, bilingüe, filósofo vuelto escritor, se instaló en México y adoptó el español como lengua literaria. Es autor de un libro misceláneo (hecho de ensayos, cuentos, memorias, fragmentos) que ha devenido clásico, el Manual del distraído; de una sátira en cuentos de la vida literaria, Un café con Gorrondona; de un inmaculado libro de relatos, La fábula de las regiones, reverso del realismo mágico y muestra de una de las mejores prosas narrativas del idioma, y de Edén. Vida imaginada, novela en la que finalmente logró su anhelo de fundir la propia vida con la ficción.

En un alarde de concisión, Gérard Genette resumió los siete volúmenes de En búsqueda del tiempo perdido de Proust en tres palabras (cuatro en español): “Marcel se vuelve escritor”. Los tres volúmenes de los diarios de Rossi podrían sintetizarse igual cambiando “Marcel” por “Alejandro”. Tiene razón Malva Flores en el prólogo: “me atrevo a pensar que su Diario es, sobre todo, la bitácora del angustioso proceso de un escritor y un hombre en búsqueda de la belleza, una belleza que cobró forma en cada uno de sus intentos por hallar el tono de escritura adecuado”.

Los diarios comienzan en 1973, cuando el autor tiene cuarenta años. Es una situación inicial paradójica porque, por un lado, como diarista es más bien tardío (los diarios suelen iniciarse, y abandonarse, en la adolescencia), pero, por otro, es justo la época en que Rossi decide que ya no quiere ser un filósofo o un académico, sino un escritor: “en un momento en que me siento muy solo y también muy desconcertado. Estoy tratando de iniciar otras actividades intelectuales, literatura, por un lado y por el otro todavía no lo sé. No tengo ganas de dar clases de filosofía y menos aún redactar artículos solitarios. Quiero convencerme de que se ha cerrado un periodo de mi vida”. A partir de entonces, digámoslo de una vez, la presencia de una constante: la de escribir contrarreloj, que queda poco tiempo (peor aún, que se ha desperdiciado), que se debió empezar antes. Por lo demás, las crisis, las mudanzas y los grandes cambios suelen ser el momento ideal para empezar un diario.

Junto con el ensayo en la tradición de Montaigne, el diario es el género del yo por excelencia, pero de un yo en movimiento, de la evolución del yo. A diferencia de la autobiografía o las memorias, otros géneros de la intimidad, no rinde cuenta retrospectiva de algo ya transcurrido, sino del transcurrir mismo. Quien lee un diario asiste al despliegue paulatino de una personalidad. Si se trata de un verdadero ejercicio de introspección y no de una mera bitácora social, que también puede serlo, el diarista estará continuamente examinándose y cuestionándose: el diario es ante todo el diálogo con uno mismo. Si su autor es, además, un escritor, se convierte en la otra obra y en ocasiones el revés de la más visible, el taller en el que podemos apreciar su elaboración, además de que con frecuencia servirá como el espacio de una crítica literaria informal. Todo eso está presente en los diarios de Rossi: examen de sí mismo, crónica social y laboratorio literario y crítico. Diario de escritor, entonces, en donde todo está puesto al servicio de la literatura; diario de madurez, donde para bien o para mal ya se es el que se es, y que no oculta las dudas, las vacilaciones y los temores de la edad.

Rossi era un agudo observador de personas y un gran retratista. Una de las cosas más memorables de esta obra son precisamente los retratos que hace, la manera en que en unas cuantas frases delinea una personalidad, como este, muy al principio, de Tomás Segovia:

No es que me queje, sino que es una manera de indicar esa pereza gatuna de Tomás, que en él se convierte en coquetería. Muy guapo, Tomás, con su bigote y pelo entrecano, su suéter alto, cuello de tortuga, saco sport, todo contribuyendo a esa mezcla de efebo maduro o, mejor dicho, de hombre maduro con una sensualidad adolescente, es decir, ambigua, algo pasivo, ofrecida. Me agradó verlo así, consciente de su cuerpo, de buen aspecto

No crea el benévolo lector que todos los retratos son así de amables. Rossi tenía una capacidad diabólica para hacer retratos inmisericordes, utilizando con precisión quirúrgica el recurso de la animalización: “una perrita pequinesa a quien hicieron creer que era escritora”, “mezcla de buey y foca”, “la viborita acostumbrada”, “la trucha sensual”, etc. Comentando el no más piadoso Borges de Bioy Casares, Rossi apuntó que debía subtitularse “sálvese quien pueda”. No pudo no haber pensado que algo parecido iba a decirse de sus diarios. No debería hacer falta aclararlo, pero en esta época de almas pías quién sabe: diario que sea todo discreción y corrección es el peor diario del mundo, o al menos el más aburrido. Rossi lo sabía: “la gente quiere chismes, descripciones maliciosas de personas conocidas”.

Malicia aparte, dos grandes afectos recorren los diarios de principio a fin: la amistad y la familia. El primero se muestra más complejo y con claroscuros, el segundo más sencillo y luminoso (no porque carezca de complicaciones, claro está, como dejan ver algunos comentarios sobre los padres, sino porque está centrado en la parte evidentemente más feliz de la vida íntima del autor, el matrimonio e hijos con Olbeth Hansberg). Rossi ejerció a fondo la amistad, con sus cálidos momentos de dicha y sus tristes e inevitables enfriamientos o decepciones. El 30 de junio de 1985, apunta: “Ha llovido sin cesar. Anoche eran tormentas de agua. A las diez llegamos a la casa de Fernando y allí cenamos los cuatro. Espléndido. Tono amistoso e inteligente. Tenía Fernando un vinito joven y agradable. Bebí muchísimo y estuve muy contento. La amistad, qué cosa formidable”. En su trivialidad, esta estampa define bien el valor de la amistad para Rossi: la importancia de la conversación, la buena compañía, el vino y la comida. Esta escena se repite una y otra vez. Ahora bien, no todos eran días de vino y rosas, y hasta la flor de la amistad tiene espinas. No es raro que, sobre todo en el caso de las amistades prolongadas, un día se queje de ellas o las critique y tiempo después se exprese afectuosamente de ellas. No faltará el virtuoso que se escandalice, pero no hay por qué desgarrarse las vestiduras: queremos a nuestros amigos y somos queridos por ellos, y a ratos nos exasperan o los exasperamos, nos critican y los criticamos, pero la amistad genuina sabe superar esos sinsabores y conservar el afecto.

Uno de los lugares comunes entre quienes conocieron a Rossi es subrayar su don para la conversación, inseparable de su devoción por la amistad. Rasgo típicamente italiano y latinoamericano, Rossi fue un gran conversador. Un día, anota: “Ayer almorcé y comí con Rafael. Iba a venir Jorge [López Páez] en la noche, pero hubo un equívoco con la fecha. Estuvimos hablando desde la 1:45 p. m. hasta las 3 a. m. del día siguiente. Mis borracheras verbales que a veces me hacen mucho bien”. Leyendo estos diarios, da la impresión de que buena parte de la vida de Rossi fue una efusiva y animada conversación, una larga “borrachera verbal”. Como su admirado Gómez de la Serna, perteneció a esa raza de escritores que se prodigaron oralmente, no quizá sin algún perjuicio de la escritura. Asombra en el diario la intensa vida social del autor (cenas, comidas, brindis, viajes, etc.,); luego escribía frases como: “Debo escribir. Hace días que no lo hago. ¡Mañana iremos a Londres!”.

Y ya que ha salido el tema de la escritura, aprovecho para hacer una puntualización que estos diarios exigen: la justa fama de Rossi como escritor descansa en una prosa cincelada, más esculpida que meramente escrita, la que encontramos en La fábula de las regiones y los mejores textos del Manual del distraído. En el diario, el lector encontrará fragmentos así, párrafos deslumbrantes y frases lapidarias, pero evidentemente no la totalidad. Se puede esculpir el lenguaje hasta el mínimo detalle en un texto de diez cuartillas, difícilmente en uno de más de mil. Rossi tenía la diferencia clarísima. Más de una vez, cuando acaba de anotar una entrada en el diario y se dispone a trabajar en un cuento, apunta: “ahora, ¡a escribir!”.

Rossi previó la incomodidad genérica que podría causar la lectura del diario: “Como de todo lo mío, algún día dirán: este es un diario y no es un diario, un cuaderno de apuntes y también una crónica saltarina de cierta vida social. ¿Qué es, pues? Sentirán de nuevo la incomodidad de no poder clasificar”. Sin embargo, él mismo dejó instrucciones generales para su edición. En 1987, al pasar por una grave crisis de salud, hizo una lista de posibles publicaciones y allí anotó: “Un libro con extractos de estos cuadernos. De ninguna manera todo lo que está aquí […] Supongo que el libro alcanzará –fácil– las 400 páginas”. En este sentido, quizá habría convenido una mayor selección del material, limitando, por ejemplo, tanta “crónica saltarina de cierta vida social”, repetitiva; la vida burocrático-universitaria, de restringido interés, o las entradas más apresuradas o circunstanciales, y centrándose en las partes mejor escritas de las reflexiones, la literatura y la vida personal.

Los diarios de Rossi pintan un cuadro de la vida cultural y literaria mexicana de los años setenta y ochenta del siglo pasado, en especial, claro, la que giró alrededor de Octavio Paz y las revistas Plural y Vuelta. En otro ensayo aparecido aquí mismo (“Alejandro Rossi: el nacimiento de un escritor”) he sostenido que la primera “hizo” escritor a Rossi, en el sentido de que al verse obligado a mantener una columna, “Manual del distraído”, fue soltando la pluma. Mucho debió Rossi a esas publicaciones y mucho debieron ellas a él, donde fue siempre una presencia inteligente y alerta. La relación intelectual y literaria más importante de aquellos años fue seguramente la que tuvo con Paz, una relación compleja, hecha de genuino y mutuo aprecio, no exenta de desavenencias. No era una relación de subordinación o de admiración incondicional, como las que podía fácilmente suscitar el poeta, sino de dos personalidades fuertes e independientes. Paz reconocía una inteligencia singular en Rossi, daba a su opinión un valor que no concedía con facilidad y fue uno de los principales impulsores de su conversión a escritor, lo que este admitía sin reparos (“yo pienso que a la larga lo mejor que me ha dado Octavio ha sido el estímulo literario”); Rossi evidentemente sabía que trataba con un escritor excepcional, una figura histórica, pero no dejó de resentir a ratos lo que juzgaba su autoritarismo o desconsideración, en episodios en los que también es perceptible cierto orgullo herido de su parte. De allí que en el diario haya reiteradas expresiones de afecto y gratitud mezcladas con quejas y reproches. Me quedaría, sin embargo, con una de las entradas finales:

El jueves pasado Octavio nos invitó a comer. Era el cumpleaños de Marie Jo. Fuimos —sabrán que me gustaba— al Champs Elysées… Pasamos unas horas maravillosas: reconciliados y hablando de cosas que nos agrada hablar. Como hace años. Yo estaba realmente muy contento. No quisimos entrar en temas de política y ambos pensamos que la política mata las amistades y que no vale la pena que esas miserias se interpongan entre nosotros. Ni tampoco tanto miserable que nos rodea y nos envenena mutuamente. Fue una comida de reconciliación. De reencuentro muy profundo, creo yo. Si Octavio supiera cuánto lo celebro. El placer, el placer, Dios mío, de poder conversar con una persona probadamente inteligente y fuera de las categorías convencionales.

Literariamente, el mundo de Rossi estaba mucho más cercano a Borges que a Paz. Como suele ocurrir, el descubrimiento de Borges en la adolescencia –en su caso, además, en Buenos Aires, donde cursaba el bachillerato– fue decisivo. Fue principalmente su ejemplo el que despertó su vocación literaria y se convirtió en su modelo definitivo. Rossi, a diferencia de tantos aspirantes a escritores que no supieron qué hacer con el influjo borgeano, no intentó imitar su imaginación o su universo narrativo, tentativa condenada al fracaso paródico: emuló su rigor formal, su lección de estilo, su orfebrería verbal. Por si quedan dudas:

Hoy murió Borges. Supe la noticia cuando llegué a la casa de Octavio. Me pareció espantoso no poder estar solo. Estaban Hilda y Lizalde. ¿Qué puedo decir? Casi dos meses después de la muerte de Pepe. ¿Qué puedo decir? Murió el mejor […] Sueños continuos sobre la muerte de Borges. Siento, físicamente, que el mundo se ha empobrecido, que es menos valioso. La máxima admiración literaria que he tenido. El mejor ejemplo de comportamiento literario. Un mundo sin el comentario de Borges me parece inconcebible […] Lo poco que sé de literatura lo aprendí de Borges. Una nota del libro, un comentario, el ritmo de una frase, un verbo, nadie como él me enseñó la trama de la escritura.

Los diarios revelan aspectos íntimos del taller literario de Rossi y de sus afanes como escritor. Por ahora destacaría tres cosas: una, que habiendo leído y releído su obra no me había quedado bien clara, es hasta qué punto su vocación literaria, narrativa, era ante todo la de un cuentista, un cuentista de raza (la minuciosa planeación de unas cuantas páginas, su laboriosa ejecución, su casi infinita corrección); dos, la multiplicidad y volubilidad de sus proyectos (claro, todo escritor proyecta muchas cosas y realiza solo algunas, y no poseemos diarios de todos para ver qué se llevó a cabo y qué no, pero sí llama la atención aquí la variedad de planes y cómo dedicó mucho tiempo y esfuerzo a proyectos que luego por una razón u otra se truncaban: una lección de humildad literaria); tres, las dudas y la inseguridad sobre su obra y su posteridad literarias. En un momento de enfermedad y evidente desaliento, escribió:

En un par de años, ni quien se acuerde de mí ni de las poquísimas cosas que he escrito. A ese olvido ayudará mi nacionalidad ambigua. Un escritor de filiación nacional indecisa, sin puerto propio. Y, sobre todo, con una obra tan escasa. Cuando lo pienso, me doy cuenta de que es un escándalo, un terrible escándalo. Personaje, ¡y era fuerte!, que a nadie le importa. Cuántas facultades no empleadas, cuánto tiempo abandonado.

Esa entrada data de 1987 y Rossi vivió aún veintidós años más, que vieron la publicación de La fábula de las regiones, Un café con Gorrondona y Edén. Vida imaginada. Junto con el Manual del distraído y ahora estos diarios, Los diarios de Rossi, son cinco libros únicos que integran una de las obras más originales y mejor escritas de la literatura hispánica moderna. Un gran escritor no necesita más. Un personaje de La fábula de las regiones, diría: “Descanse tranquilo, Don Alejandro, no se preocupe de nada”.

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Jesús Silva-Herzog Márquez sobre Nada hago sin alegría. Un paseo con Montaigne

«Montaigne destruye el prestigio de la tristeza y la severidad. Enemigo de toda pedantería y todo dogmatismo, defendió la sabiduría como un júbilo. Por alguna razón se piensa que el melancólico es más hondo que el risueño y que el malhumorado reconoce lo desagradable mientras el divertido decide ignorarlo. La alegría que enaltece Montaigne no es ingenuidad frívola. Es sabiduría y, tal vez, bravura. No es fácil ser alegre porque no es común estar a gusto en nuestra piel, solos. No es fácil porque nos ahogamos en actividades y distracciones, porque estamos en fuga permanente».

https://www.reforma.com/nada-hago-sin-alegria-2024-02-07/op265263

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