Lo que fue presente de Héctor Abad Faciolince

Leo Lo que fue presente, los diarios del colombiano Héctor Abad Faciolince. No es usual que los escritores hispanoamericanos lleven un diario y menos que lo publiquen en vida. Hay que decir que hace falta valor, sobre todo tratándose de uno tan íntimo como este. Abad Faciolince es autor de varias novelas que no he leído (y que, por las descripciones, no creo leer) y de una memoria que es, al parecer, su mejor obra, El olvido que seremos, sobre su padre, Héctor Abad Gómez, médico y activista asesinado por los paramilitares en 1987, hecho evidentemente decisivo en la vida del hijo. Tenía la impresión –algo injusta, pero que la lectura no desmiente del todo– de que era un autor típicamente alfaguaresco: exitoso, comercial, fácil, más bien light (el sello editorial, que mezcla autores consagrados con basura que intenta hacer pasar por literatura seria, se ha ganado la desconfianza a pulso). Lo que fue presente tal vez no pase a la historia de los grandes diarios –nada qué ver, digamos, con Los diarios de Emilio Renzi de Piglia, publicados también hace poco–, pero es un diario interesante, chismoso, bien escrito, que muestra realmente la intimidad de un hombre y que acaso sea mejor que esas novelas que no leeré.

A propósito de un libro del venezolano Antonio López Ortega, Abad anota hacia el final del diario: “toda lectura es un pretexto, uno en el libro se lee a sí mismo, se refleja”. Si eso es cierto de todos los libros, lo es aún más en el caso de los diarios. Es imposible leer un diario y no confrontar la experiencia leída con la propia: leernos a contraluz. Esto es lo que ocurre con Lo que fue presente, que abarca de 1985 al 2006, o sea, entre los veintisiete y los cuarenta y siete años del autor. No es un mérito literario menor, por cierto, llevar un diario durante veinte años (y doy por hecho que Abad nos ahorró prudentemente los diarios de adolescencia y primera juventud, pero que seguramente existen).

Por un lado, Lo que fue presente da cuenta parcial de cómo el autor se hizo escritor, pese a no pocos obstáculos (la violencia, el exilio, la vida familiar, las penurias económicas, etc.); más frívolamente, cómo se hizo un escritor reconocido y exitoso. Incomoda un poco, a ratos, esa ambición. En alguna ocasión, una amante furibunda le espeta a Abad (y hay que reconocerle la valentía de contarlo) que lo que él realmente busca es la fama y el éxito; tal vez no andaba tan desencaminada. Por otro lado, narra la vida amorosa y familiar del escritor y este es, creo, el mejor aspecto del diario porque se lee como una novela tragicómica de amores y desamores que da una idea clara de los dilemas eróticos del hombre latinoamericano de finales del siglo XX o, más precisamente, del hombre latinoamericano de clase media aspirante a escritor de finales del siglo XX. Esta nota se centra en ese aspecto.

Al principio encontramos a Abad prácticamente casado (a los veintisiete, la cosa no pinta bien) y con una hija pequeña. Literalmente en la segunda y tercera páginas del diario sale a relucir ya el que será uno de sus grandes motivos: la tentación, la infidelidad, el engaño. A los cinco años, y con otro hijo en camino, Abad escribe esta demoledora estampa de la vida doméstica:

 

Al entrar a la casa se me salieron las lágrimas. Como si toda mi vida real, la vida que llevo, fuera un completo error. Daniela e Irene (la cárcel del amor conyugal), la incipiente barriguita de Irene, los tapetes persas de la abuela Tecla, la trucha cultivada, el puré de papas en polvo, la obsesiva persecución del noticiero, los albañiles que trabajan en el piso de arriba y martillan sobre mi conciencia.

 

Comienza entonces un círculo vicioso en el que el hartazgo, el ansia de fuga y una que otra infidelidad alternan con los remordimientos y la culpa. El diarista se denigra a sí mismo, pero no es difícil ver en esa denigración una suerte de autoexpiación complaciente no exenta de melodrama: “no me siento mal, me siento peor, me siento un monstruo que no es capaz de no serlo… Vivir con un tipo como yo es la peor tortura. Vivir con verdugo. Con tu verdugo”. Al final de ese mismo año, apunta: “Hoy me voy para Colombia. Enamorado de Irene otra vez. Totalmente enamorado de mis hijos. Esposo y padre sereno, otra vez”. Pero la serenidad no dura mucho… (antes de ponerse demasiado irónico, debo decir que da la impresión de que Abad ha sido un excelente padre, uno de esos progenitores amorosos, cálidos, hasta bonachones).

Tras algunos affaires irrelevantes, Abad conoce al segundo (¿o sería tercero?) amor de su vida. Comienza entonces una relación gratificante y tormentosa que, previsiblemente, se convertirá en una segunda cárcel. Antes de eso, otra vez la culpa: “El virus terrible de estar enamorado de otra. Un monógamo se ha enamorado de otra, y no es capaz de no sentir ese amor, no es capaz de no renunciar a la monogamia que había decidido, así sepa que al hacerlo le rompe, más que el corazón, la vida a otra persona. Me convenzo de lo peor que puede sentir una persona ética: me convenzo de que soy un asesino y que no bastará treinta años de cárcel para sanar mi culpa”. Sobra decir que el protagonista de Lo que fue presente no es un frívolo casanova que seduce una mujer tras otra: él se enamora sinceramente y se apasiona (y la respuesta a cuál de los dos puede hacer más daño es menos obvia de lo que parece).

Uno de los grandes dilemas de Abad que recorre el diario es: ¿cómo dedicarse a escribir en medio de las responsabilidades de la vida familiar, con esposa e hijos, pañales, tareas y juguetes regados en el piso? Tras haberse sacudido, no sin dolor propio y ajeno, los obstáculos de la escritura, reflexiona:

 

Mi mayor suerte como escritor son mis largas horas de ocio despreocupado. Es ahí donde puedo ver algo distinto. Lo otro, la vida real, es mero ajetreo. Para empezar a escribir me bastan pocos estímulos: soledad, silencio, no música, cero interrupciones, nada de distracciones: ni TV, ni periódicos, ni amigos, ni hijos, ni esposa… La escritura exige una especie de monogamia absoluta: conmigo y nadie más. Por eso Irene me ha acusado siempre de que me interesa más la escritura que mis hijos. No, me interesan más mis hijos; pero con mis hijos no puedo escribir.

 

Hacia el final, y con el protagonista en una nueva etapa erótica (ya sin compromisos y de un libertinaje inocente), se va abriendo paso una sabiduría desencantada para la que acaso no era necesario pasar y hacer pasar tantas miserias. Tres muestras, a manera de conclusión:

 

Es la tragedia de la humanidad domesticada: el cansancio de hacer siempre el amor con la misma persona, la tragedia de que lo familiar se nos vaya volviendo asexual.

 

Los matrimonios, como las cajas de las medicinas, deberían venir con una fecha de caducidad: “No consumar después del 15.01.2009”.

 

El matrimonio está sometido a la tragedia biológica de la costumbre. Detrás del agobio de la convivencia está esa nube negra. Cuando veo a las parejas pelear de cierta forma, siempre pienso lo mismo: han perdido la atracción entre ellos; uno de los dos, o los dos, ya no tienen ganas de hacer el amor, y tampoco se ha resignado a que no lo harán más.

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Sombras en el campus de Malva Flores

A Sombras en el campus lo preside un epígrafe del recientemente desaparecido George Steiner: “si es honrado consigo mismo, el crítico literario sabe que sus juicios no poseen validez duradera, que pueden almacenarse mañana. Solo una cosa puede dar a su obra la medida de la permanencia: la fuerza o la belleza de su estilo. En virtud del estilo, la crítica puede convertirse en literatura”. El hecho es significativo porque el libro postula una idea –mejor, una poética– de la crítica y la enseñanza que mucho tiene en común con la del autor de Tolstoi o Dostoievski.

Precisamente Steiner, en un ensayo escrito a mediados de los turbulentos sesenta, cuestionaba el estado de la enseñanza y el aprendizaje de las letras en la universidad, comparándolo desfavorablemente con el de las ciencias o la economía: “Hay que ser un optimista incorregible o poseer el don de engañarse a sí mismo para sostener que todo está bien en el estudio y enseñanza de la literatura… Hay un visible malestar en ese campo, el sentimiento de que algo no va bien o de que algo hace falta”. El ensayo en cuestión, titulado “La formación de nuestros caballeros” (incluido en Lenguaje y silencio) no era particularmente optimista y concluía categóricamente: “Enseñar literatura como si se tratara de un oficio superficial, un programa profesional, es peor que enseñarla mal. Enseñarla como si el texto crítico fuera más importante, más provechoso que el poema, como si el examen final fuera más importante que la aventura del descubrimiento privado, la digresión apasionada, es lo peor de todo”.

A Steiner no le faltaban entonces motivos de preocupación, pero quizá apenas habría podido barruntar lo que se vendría porque, de hecho, las cosas para la enseñanza de las letras en la universidad iban a ponerse peor, mucho peor. Se extendía ya por entonces, sobre todo en la academia norteamericana, la ola de hiperteorización de los estudios literarios que volvería al poema o la novela apenas un pretexto para usar tal o cual teoría y, no menos importante, se sembraban las semillas de las llamadas “guerras culturales” que cuestionarían los fundamentos mismos de lo que Steiner entendía por literatura y crítica. Hoy nos seguimos debatiendo en los lodos de aquellos polvos.

Fundamentalmente poeta, diversas circunstancias han llevado a Malva Flores al mundo académico, pero nunca ha perdido su esencia literaria, razón por la que se sigue sorprendiendo e indignando por cuestiones a las que otros académicos se resignan sin mayor problema o, peor aún, no pueden concebir de otra forma. Entre ellas, por ejemplo, la despersonalización del ensayo de crítica literaria, la ausencia del yo crítico. Por eso escribe en “Atila o las fronteras del ensayo”: “no podemos, yo no puedo, escribir sobre un asunto que no nos competa de manera personal. En cada una de las palabras que ensayamos existe ese elemento íntimo que nos conecta con lo que hacemos, así nuestro ensayo hable de las moscas, de la literatura, del futbol, la política o de las variadas formas de escribir un soneto. Hacer lo contrario es simular. Solo si en el tubo de ensayo incluimos la sal y la pimienta de nuestras aversiones, deseos o admiraciones, podremos de allí obtener un elemento nuevo cuyo único propósito será compartir una charla por escrito y hacernos pensar”.

En el fondo se encuentra la convicción –que debería ser obvia, pero que la prosaica realidad escolar se empeña en desmentir una y otra vez– de que dedicarse a la crítica y la enseñanza de la literatura no es una carrera entre otras, no es una mera opción profesional o laboral, sino una cuestión vital. Un verdadero crítico o profesor de literatura no tiene una simple “área de interés”, una “línea de investigación” o un “marco teórico”: tiene una forma de vida y una visión del mundo o debería dedicarse a otra cosa. Steiner, por cierto, consagró a este tema –el de la enseñanza– uno de sus libros más punzantes, Lecciones de los maestros, donde escribió: “Despertar en otros seres humanos poderes, sueños que están más allá de los nuestros; inducir en otros el amor por lo que nosotros amamos; hacer de nuestro presente interior el futuro de ellos: esta es una triple aventura que no se parece a ninguna otra… Es una satisfacción incomparable ser el servidor, el correo de lo esencial, sabiendo perfectamente que muy pocos pueden ser creadores o descubridores de primera categoría”.

A Malva Flores preocupan e irritan dos aspectos de esta malaise que recorre los estudios literarios: uno tiene que ver con el lenguaje y otro con el juicio. El primero salta a la vista. Basta abrir casi al azar una tesis de doctorado o de maestría, hojear el trabajo final de un curso o un artículo en una revista académica de literatura: ¿así enseñamos a escribir, en serio?, ¿así queremos que escriban nuestros estudiantes?, ¿esa prosa hinchada, pretenciosa y hueca va a pasar por crítica literaria? Las primeras cosas que debería respetar alguien que se dedica a la literatura son el lenguaje, la forma y el estilo Si no vamos a cuidar las palabras, ¿qué vamos a cuidar? El segundo, tratado en “Apuntes sobre el juicio literario”, presenta hoy una situación paradójica. Por un lado, cierta academia promueve una asepsia crítica, una casi extinción del juicio intelectual, en aras de una malentendida noción de respeto (esto puede llegar a extremos delirantes en el aula en los que un profesor debe tener mucho cuidado con señalar un error porque la clase parte de la premisa de que “todas las opiniones son válidas” y, claro, cuando todo puede ser verdadero, nada es verdadero). Malva Flores advierte: “desde la academia hemos ocultado la verdad con ‘palabras’ feas, insípidas, quirúrgicas. Todo sea por el bien común. Pero hay allí una simulación que debería aterrorizarnos como individuos, como sociedad y como especie”. Por otro lado, y este es el núcleo de la paradoja, se promueve activamente el juicio –no intelectual, estético o literario– de la obra de un autor, sino el moral de su persona (¿fue un buen padre?, ¿cómo trataba a sus novias?, ¿le pegaba a su gato?) y se procede a juzgarlo sumariamente a partir de esto. Malva se pregunta: “¿Así leemos? ¿La literatura se ha convertido en documento, materia sociológica o presentación de cargos judiciales solamente?”.

Una de las inquietudes centrales de Sombras en el campus tiene que ver con el lugar que ocupa –o, me temo, ocupaba– la crítica literaria en la vida pública. Malva Flores tiene claro que una crítica confinada al campus, sin contacto con el exterior, prácticamente ha perdido su razón de ser. Es lógico y hasta encomiable que la crítica literaria académica se ocupe de autores y obras que no son del interés mayoritario y que produzca obras especializadas y eruditas que necesariamente habrán de interesar a muy pocos. El problema empieza cuando pierde todo contacto con la vida pública y renuncia a tener algo qué decir al lector común y al ciudadano de a pie. Ya lo advertía, a fines del siglo pasado, un crítico tan agudo como Ricardo Piglia: “la crítica literaria es la más afectada por la situación actual de la literatura. Ha desaparecido del mapa. En sus mejores momentos –en Yuri Tiniánov, en Franco Fortini o en Edmund Wilson– fue una referencia en la discusión pública sobre la construcción de sentido en una comunidad. No queda nada de esa tradición. La lectura de los textos pasó a ser asunto del pasado o del estudio del pasado”.

Este retraimiento de la crítica representa un auténtico suicidio y una traición a su vocación. Los críticos literarios –los humanistas, en general– no deberíamos sorprendernos e indignarnos de que se cuestione nuestro papel y aportación en la universidad si despreocupadamente renunciamos a nuestra presencia social. Malva Flores lo había señalado en otro de sus libros, Viaje de Vuelta: “¿para quién se escribe? o ¿para quién se habla? La simpleza de la respuesta no invalida su veracidad: el profesor habla para sus pupilos, el teórico para sus colegas. El crítico, el hombre de letras, el intelectual, habla para nosotros: los ciudadanos”.

La crítica literaria que defiende Malva Flores asume plenamente su subjetividad y hasta su –palabra maldita hasta hace no mucho en la jerga académica– impresionismo. Toda crítica, en realidad, está hecha de impresiones (siempre y cuando no se entienda por ellas ocurrencias o juicios superficiales). El lector que lee un texto va formándose una serie de impresiones sobre el mismo que están determinadas por su inteligencia y su atención, su horizonte intelectual, sus lecturas previas, el conocimiento que pueda tener del autor y su contexto, su capacidad de establecer relaciones, etc. Cuando nosotros leemos el Primero sueño o el Ulises tenemos una serie de impresiones; cuando Antonio Alatorre o Richard Ellmann leen esos mismos textos tienen otra serie de impresiones. Lo más probable, sin embargo, es que por su capacidad y experiencia lectoras, sus impresiones sean infinitamente más inteligentes, más profundas, más completas que las nuestras, pero no dejan de ser impresiones. La autora aboga por lo que denomina, con una metáfora que se puede malinterpretar fácilmente, la crítica selfie, o sea, aquella que se afirma personal y hasta autobiográfica, y no teme hacer de la crítica literaria un ejercicio de entusiasmo o admiración, a contracorriente del que piensa que la crítica debe ser esencialmente negativa o un análisis frío y aséptico. Por eso previene al lector: “seguiré escribiendo elogios, admiraciones críticas, confiando ilusamente en que aún existe una rara comunidad, conocida antiguamente como ‘los lectores’ ”.

Nosotros confiamos –estamos seguros– de que lo seguirá haciendo.

 

Publicado en http://www.criticismo.com/sombras-en-el-campus-notas-sobre-literatura-critica-y-academia/

 

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Perseguir la noche de Rafael Pérez Gay

Leo de un tirón Perseguir la noche de Rafael Pérez Gay. Cuando apareció en las mesas de novedades en 2018 me llamó la atención porque la contraportada anunciaba que trataba de Julio Ruelas, pero entonces no me animé a comprarlo; ahora, apenas dos años después, aparece en las de saldos (este es, me temo, el ciclo de vida estándar de un libro de una editorial comercial en la actualidad: unas cuantas semanas en la mesa de novedades, algunos meses en los estantes, última oportunidad en saldos y trituración).

En realidad, Ruelas figura poco en el libro –junto con otros modernistas: Tablada, Couto, Ceballos–, en el esbozo de una novela que planea el narrador, y este trata más bien de la experiencia de Pérez Gay con la enfermedad y el dolor. Por esto, sobre todo, es que vale la lectura. Es la crónica del calvario del cáncer; del infierno de los hospitales, los análisis, las esperas, los diagnósticos, las sondas, las operaciones, etc. Las descripciones de ciertos procedimientos hacen que el lector se remueva en su asiento con un escalofrío.

El autor, afortunadamente, logró salir de ese infierno (léase otra experiencia similar en Morir más de una vez de Álvaro Uribe, escritor de la misma generación de Pérez Gay), aunque uno tiene la impresión de que quien se recupera de una enfermedad grave nunca se recupera del todo, nunca vuelve a ser el mismo, vive prevenido y como a la espera. Lo dice el narrador: “no sé que quedó de mí después del cáncer. Para empezar, un sobreviviente, un coleccionista de dudas a la espera de una cita, un rendez-vous, dirían los decadentes”.

La noche del título es la que perseguían los modernistas en sus correrías por bares y burdeles a fines del siglo XIX, es la que persigue el narrador emulándolos y la de su insomnio durante la enfermedad, pero quizá sea más exacto su revés: la noche lo persigue a uno, a todos.

 

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Victorianos eminentes de Lytton Strachey

Hace años tenía la costumbre de anotar la fecha en que compraba un libro en la parte superior de la página legal. Por eso sé que Victorianos eminentes de Lytton Strachey lo compré en abril de 1996. Lo leo ahora, veinticuatro años después. Que pase tanto tiempo entre la adquisición de un libro y su lectura no escandaliza al que lee y compra libros regularmente. Todos son una lectura en potencia. Diría que a cada libro adquirido le llega su momento, pero sé que hay muchos a los que no les llegará nunca. Lo dijo mejor Borges: “y del alto de libros que una trunca / sombra dilata por la vaga mesa, / alguno habrá que no leeremos nunca”.

En fin, que Victorianos eminentes sí lo he leído. Por Strachey sentía simpatía desde que vi la película Carrington de Christopher Hampton –que debió haberse llamado Strachey– donde tiene un papel preponderante y es magistralmente interpretado por Jonathan Pryce. Aunque autor de varios libros, Strachey es fundamentalmente el de Victorianos eminentes, con el que reformó el género biográfico. En el prefacio, critica el estado de la biografía en su tiempo: “Aquellos dos gruesos volúmenes, con los que es nuestra costumbre recordar a los muertos. ¿Quién no conoce su masa de información mal digerida, su estilo descuidado, su tono panegírico tedioso, su lamentable falta de selección, de independencia de criterio, de construcción?”. Strachey reconoce haber aprendido mucho de ellos por vía negativa, o sea, haciendo lo contrario. En primer lugar, compactando, reduciendo los dos volúmenes a cincuenta cuartillas; esto lo lograba seleccionando, eligiendo lo significativo y haciendo a un lado lo trivial. En segundo lugar, criticando, negándose a componer hagiografías.

Al lector que se acercara a Victorianos eminentes sin mayor idea del tono o la intención del libro, le aguardaría una sorpresa. Comenzaría esperando leer la vida más o menos ilustre de cuatro personajes distinguidos (el cardenal Manning, Florence Nightingale, Thomas Arnold y el general Gordon) de uno de los periodos más brillantes de la historia inglesa. Poco a poco se iría dando cuenta de que los eminentes victorianos no eran tan eminentes o, mejor dicho, que su eminencia no excluía la eminente ambición, la eminente hipocresía, la eminente neurosis, el eminente fanatismo y el eminente ridículo, y que el verdadero propósito del biógrafo es desmitificarlos y desnudar a la sociedad que los encumbró. Para esto se vale principalmente de la ironía y el humor. En el trasfondo de la biografía, se deja ver una concepción de la historia como un amasijo caótico de contradicciones, malentendidos, disparates, equivocaciones y casualidades.

Strachey concibe el género como una pieza literaria –que lo es– y parece importarle más la consecución de una narración y un personaje redondos que el rigor histórico. Actualmente pensaríamos que se toma demasiadas libertades. El gran reto de la biografía moderna, mezcla indisoluble de historia y literatura, es conjugar la fidelidad histórica con la construcción literaria.

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Virginia a los 44

Leo Virginia Woolf. Vida de una escritora de Lyndall Gordon. Coherente con la crítica al género hecha por Woolf, no es una biografía convencional, saturada de fechas y cambios de domicilio. Más bien trata de desentrañar la vida interior de la escritora y encontrar ahí las claves de la obra (dicho sea de paso, escribir la biografía de un escritor solo tiene sentido si nos permite comprender mejor la obra, que es la razón por la que se hizo biografiable en primer lugar).

El género biográfico estuvo ligado a Woolf desde su infancia, cuando fue testigo de cómo su padre componía las decenas de pequeñas biografías del Dictionary of National Biography. Ella misma escribiría después la biografía del pintor Roger Fry, que no la dejó satisfecha, y varias de sus novelas adoptan la forma de la biografía ficticia (Orlando y hasta Flush, donde el biografiado es un cocker spaniel). Aunque nunca emprendió una gran biografía y era ante todo una novelista, Woolf pensó muy agudamente sobre el género. Por eso escribió: “el arte de la biografía se encuentra en su infancia”.

Sin embargo, el motivo de esta nota no es su crítica al arte biográfico ni la obra de Gordon, sino algo más trivial y personal: sus reflexiones a los cuarenta y cuatro años, que no pudieron sino llamarme la atención. El 23 de noviembre de 1926, escribió en su Diario:

 

La vida, como llevo diciendo desde que tenía diez años, es increíblemente interesante –y si en algún sentido cambia, es para hacerse más vivaz, más intensa, a los cuarenta y cuatro años que a los veinticuatro– más desesperada, supongo, a medida que el río se acerca al Niágara –esa es mi nueva visión de la muerte. «La única experiencia que jamás describiré», le dije ayer a Vita.

 

Amén, Virginia.

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«Franco ha muerto, trabajo normal»

Leo la columna de hoy de Ignacio Martínez de Pisón en La Vanguardia (que tiene un estupendo equipo de columnistas, dicho sea de paso, que concibe el género como una pieza literaria más que solo periodística: Joaquín Luna, Sergi Pàmies, Quim Monzó, Martínez de Pisón, etc.). Se titula “La Barcelona de anteayer” y trata de los diarios que un barcelonés de a pie de nombre Hilari, empleado de Telefónica, llevó toda su vida y que fueron descubiertos en un mercado por Albert Forns. Hilari era un hombre ordinario, pero que se dedicó a registrar minuciosamente durante años sus días laborales, comidas, salidas al cine, compras, amores y consignar de vez en cuando los acontecimientos históricos: el diario de una persona normal.

Lo traigo a colación aquí porque, sin saberlo, Hilari repite un gesto, comentado en la entrada anterior, que lo emparienta con Kafka y Joyce. El día que murió Franco (20 de noviembre de 1975), anotó: “Franco ha muerto, trabajo normal”. Kafka y, sobre todo, Joyce, que tanto amor sentía por el hombre común y corriente, lo habrían aprobado. Más allá de la coincidencia, llama la atención ese cotejo entre los grandes acontecimientos, la Historia, y la vida personal, con claro saldo a favor de esta última. ¿No es siempre así?, ¿no, en el fondo, lo que importa son los pequeños acontecimientos de las vidas personales y no el ruido de los Hechos Históricos?

La columna, aquí: https://www.lavanguardia.com/opinion/20201009/483947782566/la-barcelona-de-anteayer.html

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Kafka, Joyce y la Gran Guerra

Archicitada por Vila-Matas, es bien conocida la entrada del diario de Kafka del 2 de agosto de 1914 sobre lo que después se conocería como la I Guerra Mundial: “Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, fui a nadar” (en realidad, la cita original dice: “por la tarde, Escuela de Natación”). Suele leerse como una muestra del desdén de Kafka por la guerra –en realidad sí le preocupaba– y, más ampliamente, de la suprema indiferencia del artista hacia la historia.

Pensaba que era insuperable hasta que, leyendo el James Joyce de Richard Ellmann, me encuentro la siguiente anécdota: Joyce –a quien la historia contemporánea nunca importó demasiado– acababa de regresar a Trieste tras el conflicto, en 1919, y se topó con un ex alumno suyo de inglés, un tal Oscar Schwarz. Este le preguntó: “¿Cómo pasó usted los años de la guerra, profesor?”. Joyce contestó: “Ah, sí, me dijeron que había una guerra en Europa”.

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Lectura de la empresa 84 de las Empresas políticas de Diego Saavedra Fajardo

No es novedad observar que el pensamiento y la obra de Diego Saavedra Fajardo (1584-1648) son profundamente representativos de la crisis social, ética e intelectual del Barroco y de aquello que José Antonio Maravall, en un artículo clásico de la bibliografía saavedriana, denominó la “moral de acomodación”. Dividido entre las exigencias reales de la política y los ideales morales del cristianismo, entre el pesimismo antropológico –“y si bien se hallan en el hombre, como en sujeto suyo, todas las semillas de las virtudes y las de los vicios, es con tal diferencia, que aquellas ni pueden producirse ni nacer sin el rocío de la gracia sobrenatural, y estas por sí mismas brotan y se estienden, efecto y castigo del primer error del hombre”– y la convicción de que es posible actuar sobre los hombres y sus circunstancias, entre la conciencia de la adversidad del mundo y la naturaleza y la capacidad humana para modificarlos, Saavedra Fajardo da cuenta de una inteligencia escindida, eminentemente moderna, entre extremos a veces irreconciliables, pero en permanente búsqueda de adaptación. El propósito de este artículo es llevar a cabo una lectura detenida de la empresa 84 de las Empresas políticas (1642), articulada alrededor de los binomios dignitas hominis-técnica y prudentia politica-diplomacia, que examine esta tensión que caracteriza la obra de don Diego.

 

https://www.ehumanista.ucsb.edu/sites/default/files/sitefiles/ehumanista/volume45/ehum45.sol.pdf

 

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El triunfo de Novo

Casualmente, en fechas recientes leí un par de libros sobre Novo: el ensayo-poema dramático Escribir con caca de Luis Felipe Fabre y la crónica biográfica de Monsiváis, Salvador Novo. Lo marginal en el centro. A diferencia de otros Contemporáneos, fijos en el canon de la literatura mexicana y un poco fosilizados por la crítica, Novo no deja de sorprender, no se deja encasillar, sigue escapando a cualquier intento de definición total.

Fabre insiste en el Novo escéptico de la poesía, el poeta moderno y hasta posmoderno, irónico, que se niega a la Gran Obra y a la Posteridad, pero que igual se cuela a esta en virtud precisamente de esa negación: “El mundo ya está lleno de grandes poemas, Novo lo sabe y mejor arriesga otra cosa que aún ahora, tantos años después, es difícil precisar porque ahora sigue estando después: una escritura que, a falta de un nombre mejor, seguimos llamando poema pero que se sitúa después de la poesía”. Por su parte, Monsiváis –genuino admirador de Novo, pero insobornable testigo de su decadencia e “institucionalización”– narra el increíble proceso que lo llevó de joven heterodoxo e irreverente a inverosímil monumento de la buena sociedad y el establishment político. Aunque esta última etapa fuera más bien ignominiosa, no deja de ser una suerte de triunfo de Novo el hecho de haberse logrado imponer –sin esconderse ni disimular, sino, al contrario, exagerando los rasgos que lo hacían marginal– a una sociedad que reunía todos los elementos para abominarlo. Novo fue, a la par, nuestro Wilde y nuestro antiWilde. Aunque sea en el Mictlán imaginado por Fabre, no debe dejar de reírse.

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Camino de Montaigne

Conforme el tren se aleja de Burdeos, un gris y monótono paisaje suburbano va dando lugar a uno más amable de bosques y viñedos. Como el devoto que por lo menos una vez en la vida visita el santuario, he aprovechado un viaje a Poitiers para descender un poco más, pasar el fin de semana en Burdeos y cumplir la cita largamente planeada y postergada: conocer Montaigne, el lugar donde nacieron los Ensayos, y rendir tributo a su Señor. En el trayecto a Castillon-la-Bataille, donde, según me informé, debo bajar para ir al chateau, apenas hay nombre o lugar que no tenga gusto a vino: Libourne, St. Emilion, Montravel… No es un mérito menor, para una pequeña porción de tierra como esta, haber engendrado el vino y el ensayo.

A juzgar por el asombro de una de las empleadas de la oficina de Turismo de Burdeos, a la que pregunté cuál era la forma más fácil de llegar y que apenas pudo informarme algo,  la torre de Montaigne no es uno de los destinos favoritos de los viajeros. Sin embargo, tomé como buen augurio el hecho de que en mi primer paseo por la ciudad el Señor de la Montaña me saliera literalmente al paso en una placa colocada en el piso de la plaza de la mairie con la cita del ensayo en el que cuenta cómo fue llamado a ocupar el cargo: Los regentes de Burdeos me eligieron alcalde de su ciudad cuando me hallaba lejos de Francia, y todavía más lejos de tal pensamiento. Me excusé. Pero me comunicaron que cometía un error; además, se interponía la orden del rey. Es un cargo que debe parecer mucho más hermoso porque no comporta otro salario ni ganancia que el honor de su desempeño… A mi llegada me descubrí, fiel y escrupulosamente, tal como siento que soy –sin memoria, sin atención, sin experiencia y sin vigor; también sin odio, sin ambición, sin avaricia y sin violencia–, para que estuvieran informados e instruidos de lo que podían esperar de mi servicio (X, III). Montaigne, ya se sabe, encareció siempre su amor a la privacidad y a la libertad; con tanto éxito que luego la posteridad crearía una imagen, falsa, de hombre recluido en su torre, desapegado, casi indiferente a los asuntos públicos. Pero ni uno ni otra pueden engañarnos ya: Montaigne, el hombre que mejor supo vivir para sí, supo también en su momento vivir para los demás.

Estuve en Burdeos por primera vez en el 2000, a los veinticuatro años, y en aquella ocasión, cuando la verdad apenas había leído algunos ensayos sin entender demasiado, me topé en la plaza Quinconces con la estatua de mármol de Montaigne de Domenico Maggesi, esculpida a mediados del siglo XIX, y en un impulso más turístico que literario me tomé una foto con ella que aún conservo (fue antes de las cámaras digitales, en realidad no hace tanto, aunque hoy parezca la prehistoria). Ahora quiero pensar que aquella fue una pequeña señal de la importancia que Montaigne iba a tener en el futuro y el preludio de este, el verdadero encuentro.

 

El resto, aquí https://www.letraslibres.com/mexico/revista/camino-montaigne

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Por la tangente de Jesús Silva-Herzog Márquez

Jesús Silva-Herzog Márquez escribe, desde hace tiempo, una de nuestras mejores prosas. Esto no suele reconocerse del todo porque tiene la etiqueta, ante todo, de “analista político” y este no suele ser el gremio donde se espere encontrar el cultivo artístico de la prosa o el estilo personal consumado. Eso se esperaría de los escritores literarios –críticos, ensayistas, narradores– en donde, por cierto, con frecuencia tampoco se encuentra. La mayoría de los comentaristas políticos redacta y, si hay suerte, expone clara y concisamente sus ideas (la virtud básica del periodismo). Las mejores columnas de Silva-Herzog Márquez –publicadas desde hace años en Reforma– son pequeñas piezas literarias, textos retóricamente redondos. La columna periodística, sobra decirlo, puede ser un género literario –exigente, condicionante, cruel, lleno de trampas, como aparecen agudamente señaladas en un texto sobre Camus incluido en Por la tangente: “los editorialistas pueden parecer los más insípidos integrantes de la clase escribidora. Dedicados a compactar los lugares comunes de su tiempo trabajan con lo inmediato para denunciar sin pizca de imaginación. Asalariados del lugar común”– y es allí donde ha encontrado su mejor expresión. Hoy, Silva-Herzog Márquez ocupa un lugar destacado y definido en el no siempre admirable paisaje del análisis político nacional y los medios de comunicación –no solo en la prensa, sino la radio y la televisión– y es parte fundamental de lo que podríamos llamar nuestra consciencia liberal (de liberalismo en serio, culto y reflexionado, no de esa caricatura que parece extraída del más elemental libro de texto de historia de primaria y que actualmente, desde el poder, pretende hacerse pasar por liberalismo cuando, de hecho, es francamente antiliberal en muchos aspectos).

El Silva-Herzog Márquez político es inseparable del Silva-Herzog Márquez literario y, más concretamente, ensayista. Su liberalismo lo ha conducido de manera natural al género, que es casi intrínsecamente liberal desde sus orígenes; Montaigne, su fundador, es pionero de muchas actitudes que hoy consideramos liberales: la importancia atribuida al individuo, la tolerancia, la duda, el pluralismo, etc. La libertad, formal y temática, es la esencia del ensayo y, por supuesto, el corazón de la doctrina política. Todo verdadero ensayista tiene una pizca de liberal, lo sepa o no. No que no haya ensayistas conservadores, y extraordinarios (desde Burke a Gómez Dávila, que por cierto aparece en las páginas de Por la tangente), o que el ensayo no pueda exponer ideas conservadoras, pero desde el momento en que un autor recurre al género está asumiendo algunos presupuestos liberales: un individuo, el autor, se dirige a otro, el lector, al que busca convencer de sus puntos de vista mediante una argumentación razonada. El dogmático o el fanático –lo verdaderamente contrario al liberal, en este caso, más que el conservador– no siente la necesidad de ensayar nunca, no tiene por qué y, además, está impedido para hacerlo: él es el dueño absoluto de la verdad y la verdad no se negocia, los demás deben rendirse ante ella y punto. No le interesa persuadir racionalmente a nadie; el que no piensa como él está radicalmente errado y se acabó. El corolario es evidente: hay dos clases de personas, las que piensan como yo y poseen la verdad, y las que no piensan como yo y están equivocadas. El siguiente paso de esta lógica, sobre todo en la política, conduce naturalmente al enfrentamiento: ¿estás con la verdad y el bien, o sea, conmigo, o estás con el error y el mal, o sea, contra mí? Defínete. Sobra abundar, en estos tiempos, en los peligros que entraña para la vida pública una mentalidad que solo puede concebir el mundo en términos maniqueos.

El temple del ensayista, del genuino heredero de Montaigne, es exactamente lo opuesto a este maximalismo: esto es lo que yo pienso sobre tal o cual cosa, no pretendo que los demás piensen lo mismo ni busco imponerle nada a nadie, no estoy seguro de tener la razón (es más, muchas veces yo estoy en desacuerdo conmigo mismo), es probable que me esté equivocando, puede ser así y puede no ser así; en todo caso, ¿qué piensas tú? El ensayo es en principio un monólogo, pero aspira siempre al diálogo.

Hay una conexión lógica, entonces, entre el liberalismo de Silva-Herzog Márquez y su vocación literaria por el ensayo, pero hay algo más, claro, porque no basta una cierta orientación política para dominar un género y es, en definitiva, aquello que lo convierte en un verdadero escritor: el cuidado de la forma, la lenta y paciente construcción de un estilo que es el reflejo de una personalidad. Porque lo que define al ensayo y lo separa de una opinión escrita cualquiera es precisamente una cuestión formal, de pulcritud y destreza en la composición de la prosa, de seducción por la escritura que tiene como propósito el placer del lector, como observa el autor a propósito de Virginia Woolf, independientemente del tema que trate. Por esto, el verdadero ensayista se hace un artista, igual que el novelista, el dramaturgo o el poeta.

Dos volúmenes recientes dan cuenta de la inteligencia y la sensibilidad ensayísticas de Silva-Herzog Márquez, uno como autor y otro como editor: el primero, Por la tangente. De ensayos y ensayistas, reúne textos breves sobre diversos practicantes del género; el segundo, La cosa boba. Prosa incidental, es una antología de Alfonso Reyes, patriarca del ensayo en México. La lectura de ambos resulta complementaria para acercarse a su concepción del género.

Los textos que componen Por la tangente –publicados anteriormente en las páginas de Nexos– son pequeños ensayos de crítica literaria (subgénero del ensayo que a veces se confunde con el género entero). Por aquí desfilan autores tan diversos como George Steiner, William Hazlitt, Simone Weil, Czeslaw Milosz, W. H Auden, Unamuno, Rousseau, H. L. Mencken, Julio Torri, Charles Lamb, Pascal, Diderot, María Zambrano, Ortega, Swift, Orwell, Jorge Cuesta, Alfonso Reyes y, por supuesto, Montaigne, la sombra que cobija todo el libro. Una biblioteca portátil de ensayistas. El gusto ensayístico de Silva Herzog-Márquez es amplio: lo mismo frecuenta a los ensayistas más personales, lo que siguen de cerca las huellas de Montaigne, que a los que conciben el género más bien como una exposición de ideas, sin entrar demasiado en intimidades. La brevedad requerida de los textos obliga al autor a ser conciso y condensar –no hay espacio ni tiempo que perder–, lo que deriva en un estilo casi aforístico, y bien podría hacerse una pequeña antología: “Toda idea, cuando es nueva, duele”, “Ahorrarse el dolor es esquivar la lección”, “Quien piensa es siempre más valioso que lo pensado”, “No hay sátira constructiva”, “Las ideas son, en el aforista, plantas de aire. Cápsulas de luz”, “Si el lector no entiende la sentencia, peor para el lector”, etc. En la antigua disyuntiva retórica entre la copia verborum, abundancia de palabras, y la brevitas, el partido de Silva-Herzog Márquez está claro.

A la par que el autor va exponiendo y comentando los ensayos de los otros, va creando unos nuevos, los propios, que no desmerecen de sus referentes en cuanto a la forma (fenómeno rarísimo en la crítica literaria), y delineando una poética del género. Así, comentando a Virginia Woolf, observa que “la valentía del ensayo radica en la confrontación consigo mismo”, pero igual advierte sus peligros: “nutriéndose de perspectiva y de forma, el ensayo puede sucumbir ante ese doble embrujo: el espejo de Narciso y la elegancia vacía”; a propósito de George Steiner, subraya la esencia del ensayo de crítica literaria: “el ensayo es entendido como el servicio postal de la cultura: depositar el mensaje en el buzón correcto, llevar informes de la belleza y del saber a quien los necesite, poner en contacto texto y lector”; repasando a Montaigne, advierte: “de ahí que el género sea, ante todo, escritura antiprofesoral. Montaigne habrá escrito desde una torre pero no nos mira desde arriba. No es el profesor que dicta la lección. No aspira a la autoridad de un venerable, no pretende orden ni coherencia en lo que expone, jamás se imagina poseedor de una verdad que ha de ser memorizada”.

En el libro se cuece aparte el ensayo final, más largo y ambicioso que el resto, “El conversador y el polemista”, sobre Alfonso Reyes y Octavio Paz, uno de los mejores ensayos que he leído sobre cualquiera de los dos y un ejemplo de comparativismo del que mucho podrían aprender los críticos literarios profesionales. Alrededor de su relación con las palabras y el lenguaje, Silva-Herzog Márquez traza el perfil de los dos escritores que definieron el siglo XX mexicano: “la palabra de Reyes levanta la ciudad conversada: no busca la verdad, aspira a la convivencia; no destruye ideas, las enlaza, las concilia. Supone una diversidad de voces, una multiplicidad de tonos y acentos, pero un código común de concordia”, mientras que “el lenguaje paciano tiene otra textura y cumple otra función en la ciudad. Las palabras se hacen y se habitan, pero son, en Paz, residencia en estallido permanente. Su escritura no apacigua: corta; no conforta: carcome”. Quizá no hayamos reflexionado lo suficiente en esto: la prosa ensayística mexicana, después del siglo XX de Reyes y Paz, dejó dos normas de excelencia muy altas, y todo ensayista posterior debe ser consciente de esa tradición –más le vale serlo– y hacer un enorme esfuerzo para no desmerecer de ella, asimilando sus mejores lecciones. Esto es precisamente lo que ha hecho Silva-Herzog Márquez: por temperamento, está más cerca de la polémica y la combatividad de Paz, pero no ha ignorado la cordialidad formal de Reyes. Por esto, es natural que le haya rendido homenaje antologándolo.

Las antologías de Alfonso Reyes son terreno espinoso (véase, en estas mismas páginas, la reseña de la preparada por Javier Garciadiego, http://www.criticismo.com/alfonso-reyes-un-hijo-menor-de-la-palabra/). Lo normal es repetirse, elegir los mismos textos que elige todo el mundo, no hacer una búsqueda original; no armar un libro orgánico sino hacer una mera acumulación de textos. Es todo lo contrario de La cosa boba. Prosa incidental (no sé si el título haya sido muy afortunado, eso sí, a pesar de su prosapia teresiana), una de las mejores antologías que conozco del autor regiomontano. Silva-Herzog Márquez ha frecuentado en serio la obra de Reyes y construido un libro redondo que nos muestra al mejor Reyes ensayista, o sea, el mejor Reyes. Ya recordamos arriba el sitio de  patriarca que ocupa en la tradición del ensayo mexicano (hoy, que cualquier cosa que suene a “patriarcado” se ha cargado de connotaciones negativas y vuelto casi un insulto, no está por demás señalar lo que de genuinamente benévolo y protector puede tener la figura de un patriarca, como sin duda fue Reyes). Diríamos, para repetir un lugar común, que fue “nuestro Montaigne”, salvo que no lo fue propiamente, aunque ningún escritor ha reunido mejor las condiciones para serlo. En la reseña ya mencionada observé que a Reyes le sobró pudor y, como él señaló en su diario, “respeto humano”, para desnudarse y mostrarse entero, que es lo que hay que hacer si se quieren seguir de veras los pasos del Señor de la Montaña. Y, sin embargo, fue un extraordinario ensayista, señero entre nosotros, de ensayos que no son exactamente de los que van al fondo de la condición humana, como sin duda son los de Montaigne, pero que, en su género, son perfectos, verdaderas obras maestras.

Es precisamente esa zona la que ha detectado y sabido aprovechar Silva-Herzog Márquez en su antología. Defendiendo a Reyes de la crítica de Hugo Hiriart, escribe: “Mi impresión es que precisamente la cordialidad de su conversación, la mesura de su gusto es su marca de agua. Y que en ninguna otra región de su vastísimo continente literario puede mostrarse ese genio que en aquellas piezas que podríamos llamar su literatura incidental, su ‘obra menor’… Quiero sugerir que la escritura cotidiana, la prosa doméstica, las letras de solaz sean, tal vez, la expresión más acabada del genio literario de Alfonso Reyes”. No podría estar más de acuerdo. Solo agregaría que la otra cara del genio de Reyes está en el extremo opuesto, las obras que nacen de un verdadero desgarro y en las que logra transfigurar su drama personal en arte, como la Ifigenia cruel, o cuando excepcionalmente muestra su verdadera intimidad, como en la Oración del 9 de febrero.

Sin embargo, qué duda cabe que el Reyes más amable está en esos ensayos breves que tratan temas menores, pero en los que la prosa está pulida hasta la perfección y que constituyen pequeñas joyas verbales. Textos como “La técnica y la imitación”, “Los libros de notas”, “Temperamentos de escritor”, “De las citas”, “La sonrisa”, “Los objetos mosca”, etc. El propio Reyes esbozó muy pronto la poética de este tipo de ensayo. En “Horas áticas de la ciudad (prólogo de un libro)”, texto que justamente encabeza la antología, escribió: “Distínguese la obra menor no por ser menor en calidad propia, pues que puede, en su género, ser tan perfecta como las principales, sino porque supone la elección de fáciles asuntos, de temas sin trascendencia, y el estilo llano y despejado, por oposición a las obras en que los autores claramente dejan registrados sus más altos y ambiciosos esfuerzos”. ¿“Prosa incidental”? Sí, porque nace de cosas menudas, pero prosa mayor, prosa capital, por su perfección formal.

En el citado ensayo sobre Reyes y Paz, y haciéndose eco de Gabriel Zaid, Silva-Herzog Márquez comenta el alto sentido de responsabilidad nacional, política en su sentido original, de estos escritores, y la convicción de que “lo que se escriba puede hacer de México un país más habitable”. Sobra decir que esos son el sentido y la convicción –a los que sin estridencia quiero calificar de patrióticos– que han movido su propia obra. La crítica y la prosa de Jesús Silva Herzog-Márquez han hecho ya, y siguen haciendo, una contribución perdurable a la búsqueda de ese país más habitable.

 

Publicado originalmente en http://www.criticismo.com/por-la-tangente-la-cosa-boba-prosa-incidental/

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Besos quevedianos

El beso no es un tema muy frecuente en la poesía amorosa de Quevedo, sobre todo si la comparamos con algunos de sus modelos italianos. Cuando aparece, se trata casi siempre de un beso aparente o imaginario, que solo tiene lugar en la mente del amante. Este artículo clasifica y comenta filológicamente los poemas en torno al beso en la Musa Erato, cuarta de El Parnaso español, que reúne la mayor parte de la poesía amorosa de Quevedo.

http://www.revistavalenciana.ugto.mx/index.php/valenciana/article/view/507

 

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El crítico de segundo orden

Otra afinidad, por cierto, entre Pessoa y Borges es que los dos, durante varios años, ejercieron fundamentalmente de críticos literarios, es decir, que su actividad visible era la crítica y se presentaban frente al mundo literario en tanto críticos (ambos podían haber suscrito la frase de un personaje de Vila-Matas: “soy alguien que se hace pasar por crítico literario”). Borges había debutado como poeta, pero después, en las décadas de los veinte y los treinta, fue principalmente un crítico; publicaba sus reseñas y ensayos en revistas y luego solía reunirlos en libros (Inquisiciones, El tamaño de mi esperanza, El idioma de los argentinos, Discusión, Historia de la eternidad). Pessoa se prodigó en revistas y nunca recopiló su crítica en libro (ni ninguna otra cosa, prácticamente, aunque se la pasaba haciendo planes editoriales).

Una de esas revistas fue Teatro, en donde el joven Pessoa publicó algunas reseñas despiadadas. Entre ellas, una dedicada a una novela del brasileño Manuel de Sousa Pinto, principalmente crítico, que le sirve para disertar sobre el “crítico de segundo orden”. Lógico, esquemático, irónico, el joven reseñista explica:

 

El crítico de segundo orden une la capacidad de apreciación a la incapacidad de comprensión y análisis. Se encuentra razonablemente seguro en la crítica de cosas que no impliquen cambio o novedad. Y, en materia de opiniones por escrito, dispone de un estilo que, cuando es normal, es simple, vivo e interesante, pero las ideas y la formas solo las tiene adaptadas a una especie casi subliteraria, la crónica. De aquí se concluye que el crítico de segundo orden es un buen crítico que es un mal crítico. Hay tres clases de malos críticos: estos, de segundo orden, porque no son de primera; los sectarios (como Brunetière) porque son sectarios, y los que no son críticos porque no son críticos (como gran número de poetas y artistas, e incluso de pensadores por otros caminos)… Hay tres cosas en las que el crítico de segundo orden no debe caer nunca: tener opinión propia, criticar las obras que tengan novedad o complejidad y hacer arte… No debe querer tener opinión propia porque la opinión propia, en la crítica, implica el preestablecimiento razonado o meditado de principios o teorías propias y un crítico de segundo orden tiene, por naturaleza, tanta capacidad de teorizar como un pez o un caracol. No debe criticar novedades y complejidades porque no tiene suficiente individualidad para deshacerse naturalmente de lo ordinario y lo simple, ni inteligencia que le baste para arrancárselo a la fuerza. En el primero de esto errores el señor Sousa Pinto ha caído un poco; en el segundo, algo más que un poco. Pero lo que nos importa es que, llevado por lo que debe ser vanidad, por su imperfecto sentido crítico y, sin duda, por elogios que gente inferior le ha hecho sinceramente, el señor Sousa Pinto se metió, intelectualmente, en el lecho de Procusto de escribir novelas, de donde ha salido sin pies ni cabeza…

 

Y luego empieza la crítica propiamente dicha… Si, como observa João Gaspar Simões, de lo que el crítico de segundo orden no debe hacer se deduce lo que el crítico de primera debería, este debe tener opinión propia, criticar obras innovadoras y complejas y, eventualmente, hacer arte, o sea, ser más que un crítico (o bien, dejar de hacerse pasar solo por uno).

La reseña original, aquí: http://www.pessoadigital.pt/en/pub/Pessoa_Coisas_Estilisticas

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Pessoa y Borges en la burocracia de Babel

Más de una afinidad guardan las vidas y las personalidades de Pessoa y Borges, que nacieron con poco más de diez años de diferencia (1888 y 1899, respectivamente). Ambos nacieron a las orillas, digamos, de las grandes culturas literarias, en dos ciudades, Lisboa y Buenos Aires, que no se contaban entre sus capitales; ambos participaron brevemente en la aventura vanguardista (Borges en el ultraísmo mientras que Pessoa fue prácticamente todas las vanguardias portuguesas) y luego evolucionaron hacia el clasicismo; ambos eran extremadamente tímidos; en la vida de ambos la figura de la madre, en uno por ausencia y en otro por excesiva presencia, tuvo un papel fundamental; ambos eran miopes; ambos desempeñaron empleos humildes y pasaron algunas estrecheces económicas. Notable diferencia: Borges vivió para ver su obra reconocida y experimentar lo que sin exageración podría llamarse la gloria; Pessoa, melancólicamente, no.

Borges, como todo el mundo sabe, fue bibliotecario. Antes, claro, de ser nombrado director de la Biblioteca Nacional, fue un modesto empleado en una modesta biblioteca municipal, la Miguel Cané, en Boedo, que hoy alberga un pequeño museo dedicado al escritor. Allí trabajó casi una década, de 1937 a 1946, años a los que después se referiría como de sólida infelicidad, pero años también en los que escribió sus obras maestras. En ese lugar, en una pequeña oficina, escribió varios de los cuentos de Ficciones. Menos sabido, quizá, es que Pessoa, que toda su vida trabajó como traductor en distintas casas de comercio en Lisboa, intentó ser bibliotecario, sin conseguirlo. En efecto, en 1932, tres años antes de morir, harto de su empleo y buscando tiempo para dedicarse a su obra y finalmente irla publicando (lo que no logró), Pessoa se presentó a un concurso para obtener el puesto de bibliotecario en el Museo Biblioteca Conde de Castro Guimarães, en Cascais. Lo perdió y tuvo que resignarse a seguir traduciendo cartas comerciales de oficina en oficina en Lisboa hasta su muerte.

Lo que me interesa, y el motivo del título de esta nota, es que las burocracias portuguesa y argentina conservan prueba del periplo bibliotecario de ambos escritores. Para concursar, Pessoa tuvo que presentar un curriculum vitae que João Gaspar Simões incluye como apéndice en su Vida y obra de Fernando Pessoa y que dice:

 

Fernando Nogueira Pessoa, soltero, adulto, escritor, residente en Lisboa, en la Rua Coelho de Rocha número dieciséis, primer piso, y provisionalmente en Cascais, en la Rua Oriental del Passeio, puerta dos, viene a presentarse ante V. Exca. por el puesto de Conservador del Museo-Biblioteca Conde de Castro Guimarães… El solicitante cuenta con una vasta obra dispersa entre diferentes revistas portuguesas, de donde le viene el ser hoy conocido en el país, sobre todo entre las nuevas generaciones, en una medida casi injustificable para quien se ha abstenido de reunir en libros dichas colaboraciones. Tal vez importe mencionar las revistas en las que esas colaboraciones fueron más asiduas o señaladas. A Águia (entre los años de 1912 a 1914), Orpheu, Centauro, Contemporánea, Presença, Athena y Descobrimento… En el texto del artículo 6 propiamente dicho del Reglamento, se dice que es necesario que el conservador-bibliotecario sea persona de “reconocida competencia e idoneidad”. Salvo que la competencia y la idoneidad estén implícitas en las aptitudes indicadas como motivos de preferencia en los parágrafos del artículo y por lo tanto se prueben documentalmente con los documentos referidos en las indicaciones de cada parágrafo, la competencia y la idoneidad no son susceptibles de prueba documental. Comprenden, incluso, elementos como el aspecto físico y la educación, que son indocumentables por naturaleza.

 

Borges, por su parte, llenó un formato titulado “Registro Personal de la Administración”. Mi apartado favorito es aquel donde se pregunta al solicitante si sabe leer y escribir. El solicitante contestó: “Sí”.

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El Leedor, décimo aniversario

En medio de la pandemia, el encierro y el trabajo en un libro en su etapa final, he abandonado El Leedor y me pasó de noche que hace poco llegó a su décimo aniversario. La primera entrada, “¿Qué es un leedor?” (http://pablosolmora.com/que-es-un-leedor/), data del 10 de julio de 2010. Desde el principio, El Leedor se propuso ser una especie de diario de lectura, el cuaderno de notas, o sea, el blog, de un lector. La condición indispensable –a la que me he apegado, más o menos– era la brevedad: textos críticos cortos, escritos un poco al vuelo, que no demandaran mucho tiempo de escritura ni de lectura (sigo pensando que el blog es un lugar ideal para brevedades y que no tiene sentido poner textos largos, de varias páginas, que exigen otros espacios). No sería un sitio de minuciosos análisis, sino de apuntes, impresiones rápidas: crítica ocasional, como la llamó Virginia Woolf. La intención era que el hipotético lector entrara y pudiera leer rápido un par de entradas y con suerte llevarse una recomendación o hasta una idea. Poco a poco fue haciendo espacio a las reseñas, normalmente publicadas en revistas y suplementos, y que no suelen exceder las tres o cuatro páginas (salvo aquella reseña de Ricardo Piglia y José Emilio Pacheco de veinte cuartillas…, el texto más insoportablemente largo de El Leedor).

Siempre representó para mí un modesto problema de crítica literaria el de qué hacer con las reseñas. Publicar, eventualmente, un libro compuesto únicamente de reseñas me parecía una salida algo aburrida. Son libros que, sospecho, solo leemos otros críticos, si es que se leen (y no que no haya libros memorables así: pocas lecturas he disfrutado más que los Textos cautivos de Borges, sus reseñas en El Hogar, o La utopía de la hospitalidad de Christopher Domínguez Michael, pero son excepciones). Había que buscarles colocación en otro lugar, junto a otro tipo de textos de crítica, y que con suerte integraran una obra sui generis. El Leedor ha sido ese lugar y algún día, espero, será un libro de reseñas y notas que se pueda leer a salto de mata, entrando y saliendo, sin orden ni concierto, una forma de lectura que siempre me ha sido grata. Nunca me he propuesto escribir aquí sobre todas mis lecturas, ni siquiera consignarlas (leo muchas cosas cuya huella no se ve aquí por ningún lado y que tienen otras salidas), pero, bien que mal, El Leedor da cuenta de mi vida de lector. Por lo pronto, diez años no parecen un mal principio.

 

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El humanismo de Aldo Manucio y Giannozzo Manetti

¿Qué sentido tiene hablar de humanismo hoy en día? Más aún, ¿tiene sentido hablar de humanismo hoy en día? Las palabras humanismo, humanista y humanidades siguen siendo usadas en la actualidad, pero la mayoría de las veces vacías de su sentido original, deformadas por la confusión. El problema no es nuevo. Ya a principios del siglo XVII, Baltasar de Céspedes, en su discurso El Humanista –recientemente reeditado, por cierto, por la Real Academia Española– se quejaba: “todos nombran las letras humanas y todos llaman humanistas a muchos, pero si preguntamos qué son las letras de humanidad y qué es lo que profesa aquel a quien llamamos humanista, qué partes tiene su facultad, qué contiene cada una de ellas, quizás hallaremos pocos que nos lo sepan decir”. Sin embargo, con el paso de tiempo la confusión se ahondado. Si no me engaño, actualmente suele entenderse por humanismo algo más bien parecido al humanitarismo, una cierta sensibilidad o compasión por las desdichas ajenas que nos mueve a acciones benéficas o caritativas, y, por humanista, la persona o acción que manifiesta esa cualidad. Políticos de toda índole, por ejemplo, se declaran humanistas y califican sus acciones de gobierno como tales. ¿Era esto el humanismo, en realidad? Naturalmente, las humanidades, los humanistas y el humanismo tienen un componente ético central, al que no pueden renunciar sin dejar de ser ellos mismos, pero este va indisolublemente ligado a una cultura, o sea, a un aprendizaje, que se lleva a cabo fundamentalmente a través de la lectura de ciertos autores y obras. La bondad humana natural no es sinónimo de humanismo ni basta a hacer humanistas.

Conviene, quizá, remitirse al origen de las palabras. Los estudiosos del humanismo histórico –Eugenio Garin, P. O. Kristeller, Joseph Perez, Francisco Rico, Jacques Lafaye, entre otros– nos ayudan a recordar. En primer lugar, habría que decir que la palabra humanismo es reciente; apareció apenas en el siglo XIX, en Alemania, en el contexto de una polémica sobre la educación. El teólogo y pedagogo Friedrich Immanuel Niethammer, en su obra La disputa entre el filantropinismo y el humanismo en la teoría educativa de nuestro tiempo (1808), la utilizó para designar una educación basada en los clásicos griegos y latinos; más tarde, el historiador Georg Voigt la usó para referirse a la época y cultura de los humanistas italianos del siglo XV en su libro El resurgimiento de la Antigüedad clásica o el primer siglo del humanismo (1859). En cambio, la palabra humanista es más antigua; se originó en Italia en el siglo XV, en el vocabulario universitario, y se utilizaba sencillamente para referirse al profesor o estudiante de los studia humanitatis, estudios de humanidad, o litterae humanae, o sea, letras humanas, los antecedentes de las modernas humanidades, que consistían en gramática, retórica, historia, filosofía, poesía, etc. ¿Por qué letras humanas? Porque no eran divinas, o sea, teología, el conocimiento más importante de la época, pero de cualquier manera se les reconocía un papel preponderante en la educación. ¿En qué consistía la cultura de un humanista? Ante todo, en las letras clásicas, latinas, sobre todo, y, si se podía, griegas. Es el principio básico del humanismo: la base de la educación son los clásicos. No es la menor paradoja de las humanidades actuales que nos las hemos arreglado para cursar e impartir carreras completas en el área sin prácticamente leer autores clásicos, no digamos a humanistas del Renacimiento.

¿Qué hacía un humanista? Fundamentalmente, enseñar a leer. Había muchos niveles de docencia humanista: desde el que enseñaba la gramática a los niños hasta el que comentaba los grandes autores con los estudiantes y colegas universitarios. No menos importante que la enseñanza (y, de hecho, parte de ella), era la edición y el comentario de los clásicos: la búsqueda de los textos antiguos, su cuidadosa transcripción y corrección, su anotación y explicación. Joseph Perez, en “El humanismo: ensayo de definición”, ha resumido así la meta del gremio: “los humanistas de los siglos XV y XVI consideraban que los grandes autores de la Antigüedad clásica ofrecían un interés irremplazable; es por esto que los honraban y estudiaban de manera privilegiada, utilizando las técnicas de la ciencia filológica. Pero hay que advertir que estas técnicas no son sino un medio de acceso al mundo de la cultura auténtica, no son un fin en sí mismas. La meta es llegar a un conocimiento tan completo como sea posible de lo que es útil saber al hombre para ser plenamente hombre”. Lo había dicho Erasmo, el humanista por excelencia: “homines non nascuntur sed finguntur”, o sea, no se nace hombre, se llega a serlo. La plena humanitas es el resultado de la educación.

La cultura del humanismo alcanzó su esplendor en los siglos XV y XVI. Nunca le disputó la primacía a la teología, pero ocupó un lugar central en el campo del saber. Los grandes clásicos modernos –Cervantes, Montaigne, Shakespeare, más tarde Goethe– están empapados de cultura humanista y no habrían sido posibles sin ella. Esto comenzó a modificarse a partir del siglo XVII, con el advenimiento de la Revolución Científica, que gradual, pero inexorablemente, fue desplazando a las humanidades del lugar de privilegio que habían tenido hasta entonces. Los siglos XIX y XX lo acabaron de dejar claro: el paradigma del sabio no era ya el humanista, sino el científico. De su crisis, las humanidades no fueron del todo inocentes: una excesiva confianza en la auctoritas clásica, resistencia al cambio, ideas y formas anquilosadas, nostalgia de un mundo que era imposible restaurar, microespecialización, entre otros factores, contribuyeron a la marginación de su orgulloso saber. En los peores casos, se volvieron ignorantes y desconfiadas de sí mismas, olvidaron su fundamento en el logos, en los clásicos, y pretendieron vestirse de ropajes ajenos –los de la ciencia, claro– para probar su seriedad y vigencia. El resultado fue con frecuencia lo contrario. Para ver el resultado de la crisis, me temo, basta echar un vistazo a las áreas de humanidades en las universidades –su cuna– a finales del siglo XX y ahora mismo en el XXI. No me refiero solo a las matrículas reducidas y a los presupuestos exiguos, aunque también, sino a la confusión y, algunas veces, al charlatanismo reinantes en los departamentos de humanidades. ¿Y qué futuro pueden tener unas disciplinas que olvidan y traicionan sus orígenes? Sin una elemental cultura clásica y genuinamente humanista, ¿son posibles las humanides y el humanismo hoy? Volvemos a la pregunta inicial.

Si por algún lado va a empezar la recuperación de la cultura humanista, esta tiene que ser, por un lado, a través de la lectura de los clásicos y, por otro, de los humanistas históricos, los maestros de los siglos XV y XVI. Este último es precisamente el objetivo de una colección como la The I Tatti Renaissance Library, publicada por la Universidad de Harvard y dirigida por James Hankins, una de las más meritorias y hermosas colecciones de libros de la actualidad, a la que pertenecen el par de títulos que motivan esta nota, Humanism and the Latin Classics de Aldo Manucio, editado por John N. Grant, y On Human Worth and Excellence de Giannozzo Manetti, editado por Brian P. Copenhaver, a quien ya debíamos ediciones de Virgilio Polidoro, Lorenzo Valla y el Corpus hermeticum. Siguiendo el modelo de la benemérita Loeb, la colección harvardiana de clásicos griegos y latinos, esta ofrece textos bilingües, latín-inglés, de clásicos del humanismo. Aquí el lector podrá encontrar las obras de Marsilio Ficino (la edición de Michael J. B Allen y James Hankins de la Teología platónica, en seis volúmenes, es un acontecimiento en la historia de la filosofía), de Leonardo Bruni, Leon Battista Alberti, Angelo Poliziano, Giovanni Pontano, Lorenzo Valla, Pietro Bembo, Coluccio Salutati, Boccaccio, Petrarca, etc.

Es muy justo que The I Tatti haya incluido a Aldo Manucio (c. 1451-1515), el célebre editor veneciano, en su catálogo (este es el segundo volumen, antecedido por The Greek Classics, que consta de los prefacios a las obras griegas, así como este a las latinas). La cultura humanista del Renacimiento habría sido imposible sin el papel desempeñado por los editores que la difundieron a través de la imprenta, de los cuales Manucio es el ejemplo más ilustre. En un periodo de veinte años (1495-1515), ninguna otra editorial como la Aldina publicó más títulos de letras clásicas.

Antes de convertirse en uno de los principales editores europeos, Manucio fue profesor –tutor, para ser más preciso– y en realidad nunca dejó de serlo. Tuvo a su cargo la educación de Alberto y Leonello Pio, príncipes de Carpi (y sobrinos de Pico de la Mirándola, que lo recomendó para el puesto). Una y otra vez, en los textos aquí recopilados, que servían a la vez de prólogos y dedicatorias y que cumplían una función comercial semejante a la de la moderna nota de contraportada, recuerda el valor de la educación y el compromiso humanista entre letras y ética, como en el prefacio a sus propios Fundamentos de gramática latina.

Aquí podemos apreciar también la afanosa búsqueda de manuscritos antiguos para hacer nuevas ediciones, el escrúpulo filológico de Manucio a la hora de prepararlas, la ajetreada vida cotidiana del editor (Aldo se queja de que medio mundo va a verlo y le quita el tiempo, al punto de que llega a poner un letrero en su cubículo que, más o menos, decía: “Quienquiera que seas, Aldo te ruega que digas qué quieres rápidamente y luego te vayas, salvo que, como Hércules cuando Atlas estaba cansado, vengas a ayudar”) y las relaciones entre el poder económico y político y la cultura (sin las cuales no hubiera sido posible el Renacimiento), pues los destinatarios de las dedicatorias suelen ser nobles que lo apoyan.

Manucio comenzó editando, sobre todo, obras griegas (son famosas sus ediciones in folio de Aristóteles), pero pronto comenzó a editar obras latinas, de clásicos y de autores contemporáneos, que se leían y vendían más. No solo fue un editor con olfato, sino un empresario innovador: fue él quien inventó el libro de bolsillo al poner a circular los clásicos en un formato pequeño (en 8º., denominado enchiridion), que se podía llevar a cualquier parte y que fue un éxito comercial. Buena parte de los libros modernos son aldinos en ese sentido.

Si fueron hombres como Aldo Manucio los que contribuyeron a difundir el pensamiento humanista, fueron hombres como Giannozzo Manetti (1396-1459) los que contribuyeron a forjarlo. Quizá el nombre diga poco al lector, en comparación, digamos, a los de Ficino o Pico, pero fue con obras como la suya que comenzó a propagarse el ideario humanista. Entre los pocos textos del humanismo histórico que siguen siendo más o menos leídos, quizá ninguno tan famoso como el Discurso sobre la dignidad del hombre de Pico de la Mirándola. Sin embargo, este título –invento de un editor, ajeno a Pico y que solo tiene que ver con el inicio de la obra– convendría mucho más a De dignitate et excellentia hominis de Manetti.

En el siglo XII se popularizaron los tratados sobre la miseria del hombre (miseria hominis), que alcanzaron su cúspide con el opúsculo de Inocencio III, Sobre la miseria humana. Eran textos religiosos, de carácter penitencial, que tenían como propósito recordar al hombre su condición miserable al margen del auxilio divino. No era tanto que sus autores fueran realmente pesimistas respecto a la condición humana (cristianos todos ellos, creían en la creación a imagen y semejanza divinas y en la encarnación y no podían permitirse un pesimismo radical), sino que buscaban remarcar al hombre su necesidad de Dios. Sin embargo, con este propósito se cargaron un poco las tintas y para finales de la Edad Media el tópico de la miseria del hombre parecía haber arrinconado al de la dignidad, fundamental en la antropología cristiana. En el siglo XIV, tocó a Petrarca, padre del humanismo, comenzar a criticar a Inocencio III e intentar restaurar el equilibrio perdido entre miseria y dignidad. Correspondió a Manetti llevar a cabo una refutación en forma (una versión más amplia de la historia de la miseria y la dignitas hominis puede verse en la primera parte de mi libro Miseria y dignidad del hombre en los Siglos de Oro).

Giannozzo Manetti era hijo de un acaudalado comerciante florentino y, aunque al principio tuvo que dedicarse a los negocios familiares, luego se consagró al estudio y al servicio público, especialmente diplomático, de su ciudad. Es un extraordinario ejemplo del humanismo cívico florentino estudiado por Hans Baron y de la mezcla –representada por Cicerón, modelo de todos los humanistas– de interés en la res publica y en las letras. Aprendió griego y hebreo, y no fue ajeno a la filología. Tradujo las obras morales de Aristóteles y, al modo de Plutarco, escribió biografías de Sócrates y Séneca, Dante y Petrarca (ya publicadas, por cierto, en The I Tatti). Tras desacuerdos con la oligarquía florentina, se exilió primero en Roma, donde fue secretario del papa humanista, Nicolás V, y luego en Napolés, en la corte de Alfonso de Aragón, hasta su muerte.

Antecedido por los trabajos del monje Antonio da Barga y el humanista Bartolomeo Facio (antes de díficil consulta y ahora oportunamente incluidos como apéndices por Copenhaver en esta edición), Manetti llevó a cabo una sistemática defensa de la dignidad del hombre en los cuatro libros que componen De dignitate et excellentia hominis. Sin embargo, su objetivo no era solo hacer un elogio del hombre, sino expresamente refutar lo expuesto por Inocencio III en su opúsculo. Corregirle la plana a un papa no era un asunto menor.

El primer libro, basado en Cicerón y Lactancio, trata sobre el cuerpo humano, del que Manetti, muy en términos clásicos, o sea, renacentistas, resalta la armonía y la belleza; el segundo, sobre el alma, cuyo principal atributo es la inmortalidad (y esta sería, para Ficino, la base de la dignitas hominis en la Teología platónica); el tercero, del compuesto entre ambos, y el cuarto es el directamente enderezado contra Inocencio III. A lo largo de todos ellos, contra el “pesimismo” de la tradición de la miseria hominis, Manetti opta por una versión particularmente optimista de la dignitas (en el fondo, no se trataba de escoger entre una y otra, pues ambas eran necesarias para un verdadero conocimiento de lo humano: el hombre tenía que ser consciente tanto de su miseria, al margen de Dios, como de su dignidad, que se originaba en Él). Muy a contracorriente de ciertas tendencias del pensamiento cristiano que se regodeaban en la degradación del cuerpo y la sensualidad, Manetti reivindica lo físico y los placeres sensuales, incluido el sexo; creyente al fin y al cabo, su obra termina con la exaltación de la resurrección y los cuerpos gloriosos.

El perfil de Giannozzo Manetti era el ideal para refutar la sombría obra del sombrío Inocencio III: cristiano como todos los humanistas, era, sin embargo, ajeno al ascetismo y a la mortificación, y tenía incluso lo suyo de hedonista; era un firme partidario de la vida activa, no de la soledad monacal, y eligió defender y celebrar los aspectos positivos de la condición humana en lugar de regodearse denigrando los negativos. En la historia de la idea de la dignidad del hombre, la posteridad ha sido un poco injusta con él, relegándolo a un segundo plano. Es de esperarse que una edición como On Human Worth and Excellence contribuya a devolverle el lugar de primer orden que merece.

El “sueño del humanismo”, como lo ha llamado Francisco Rico, se fue extinguiendo poco a poco, y ya en el siglo XVII estaba claro que sus disciplinas perdían rápidamente el protagonismo que habían tenido hasta entonces. Nuevas formas de conocimiento –más empíricas y científicas, menos librescas y eruditas–, nuevos temas y nuevos intereses fueron desplazando a los humanistas. Los clásicos no eran la respuesta para todo y más de una vez se habían equivocado, el latín fue cediendo paso a las lenguas vulgares y los ideales morales y religiosos del humanismo –entre ellos, el cardinal de la dignidad del hombre– comenzaban a agrietarse. Y, sin embargo, de manera indirecta, la cultura humanista estaba dando sus mejores frutos. Un Montaigne, un Cervantes, son inconcebibles sin ella. Sin ser humanistas en un sentido profesional y sin escribir en latín, sus obras, precursoras de la modernidad, están empapadas de humanismo. Por otro lado, sus antiguas disciplinas, cultivadas sobre todo en las universidades, se empezaron a transformar y eventualmente darían origen a las modernas humanidades. Todo profesor y estudiante actual de humanidades en cualquier parte del mundo es deudor de los humanistas del Renacimiento, de autores como Manucio o Manetti, aunque ignore sus nombres y sus obras. Sin nostalgia absurda ni la pretensión imposible de restaurar el humanismo renacentista, es crucial que las humanidades recobren la memoria y sean conscientes de sus orígenes: el legado vivo de las letras clásicas –“lo antiguo no es clásico por antiguo, sino por vigoroso, fresco, alegre y sano”, dijo Goethe– y su reivindicación por parte de los humanistas. Solo a partir de la recuperación de su pasado es que las humanidades pueden aspirar a tener un futuro.

 

Reseña de Aldus Manutius, Humanism and the Latin Classics, Harvard University Press, Cambridge, 2017, 414 pp. y Giannozzo Manetti, On Human Worth and Excellence, Harvard University Press, Cambridge, 2019, 362 pp. Publicada originalmente en http://www.criticismo.com/humanism-and-the-latin-classics-on-human-worth-and-excellence/

 

 

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Virus y filósofos

Frente al oportunismo pseudofilosófico y a la ingenuidad moralista desatados por el virus, reconforta la sensatez y el sentido común de Fernando Savater, que en entrevista reflexiona sobre el papel de la filosofía en medio de la pandemia y sobre la esperanza de un cambio radical de la humanidad:

 

—¿Cómo nos puede ayudar la filosofía a sobrellevar esta situación que padecemos a nivel global?

Mira: en estos momentos lo que la gente necesita son guantes, mascarillas (cubrebocas) y, sobre todo, los test que se deberían hacer a toda la población para ver quién está infectado sin saberlo y que no ande contagiando por ahí a los demás. Y la filosofía es cosa de unos cuantos. No creo que sea una prioridad en estos momentos, la verdad. No creo que ahora mismo haya que dedicarse a la filosofía. De momento, lo que hay que hacer es proporcionarle a la gente los medios para que conserve la salud y la vida. Por eso a mí lo que me preocupa es lo mismo que a la mayoría de los ciudadanos: la enfermedad, que yo no tomo como algo metafísico.

 

—¿Qué aprenderemos de la experiencia de estos días?

Pues yo creo que absolutamente nada. Estaremos encantados cuando esto acabe y simplemente querremos recuperar nuestra vida anterior. Pero pienso que hay algo que sí deberíamos aprender o tomar muy en cuenta: que nos quejábamos mucho en nuestra vida anterior y no sabíamos que, en realidad, éramos personas que gozábamos de cierta estabilidad en todos los ámbitos.

 

El resto, aquí: https://www.milenio.com/cultura/laberinto/fernando-savater-sirve-filosofia-tiempos-pandemia

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Sobre 2666

Aprovechando el encierro, decidí embarcarme en la lectura de algunos grandes libros largamente postergados y así, finalmente, tocó turno a 2666. Debo decir, para empezar, que me sumé tarde al reconocimiento y la admiración por Bolaño con Los detectives salvajes hace algunos años. No comparto la devoción fanática que el escritor chileno suscita en tantos de sus lectores –una cuestión fundamentalmente generacional, supongo, fenómeno muy parecido al de Cortázar en los años sesenta y del que se podrían sacar algunas lecciones sobre el futuro que probablemente le aguarda–, pero me pareció evidentemente un narrador excepcional. Una novela como Los detectives salvajes justifica plenamente la vida de un escritor (sin mencionar sus novelas breves, algunas también extraordinarias). Está claro que Bolaño fue un verdadero autor, un artista notable, pero no, sospecho, por su obra póstuma.

La sola dimensión de 2666 (más del mil páginas) intimida. ¿Se trata realmente de su obra maestra y una de las grandes novelas de la historia? En varias encuestas de las que favorecen los suplementos culturales, 2666 aparece como el libro más importante de lo que va del siglo XXI. Presiento que en algunos años, no muchos –como ha sucedido, por ejemplo, con Rayuela– disputará más bien otro premio: el de la novela más sobrevalorada del siglo XXI. Aclaremos que se trata, desde luego, de una obra monumental, ambiciosa y meritoria, a años luz de la basura comercial que se acumula en las mesas de novedades y que es sustituida semanalmente como comestibles de súper mercado, pero ni remotamente la obra maestra por la que se la quiere hacer pasar. ¿En serio alguien creerá que se le puede poner junto a, digamos, el Quijote, el Tristram Shandy, Moby-Dick, Rojo y negro, Los hermanos Karamazov, Ulises, El proceso o el Doctor Fausto?

Sospecho que en la veneración que despierta mucho tiene que ver la extensión, la masividad de la novela, como si llenar páginas fuera un merito en sí mismo (y a 2666 le sobran varios cientos), hecho que, por cierto, ha causado algunos estragos en la narrativa hispánica posterior entre escritores que claramente intentan seguir el modelo. En una de las partes más citadas de la novela, el narrador lamenta que los lectores prefieran las breves obras maestras a las obras extensas (como si la grandeza narrativa, por otra parte, se midiera por la extensión, criterio con el que habría que ir marginando a, digamos, Borges): Bartleby y no Moby-Dick, La metamorfosis y no El proceso, Un cuento de Navidad y no Pickwick:

 

Ya ni los farmacéuticos ilustrados se atreven con las grandes obras, imperfectas, torrenciales, las que abren caminos en lo desconocido. Escogen los ejercicios perfectos de los grandes maestros. O lo que es lo mismo: quieren ver a los grandes maestros en sesiones de esgrima de entrenamientos, pero no quiere saber nada de los combates de verdad, en donde los grandes maestros luchan contra aquello, ese aquello que nos atemoriza a todos, ese aquello que acoquina y encacha, y hay sangre y heridas mortales y fetidez.

 

Es verdad, claro, que el escritor que está descubriendo una nueva veta del arte tantea, se ensucia, se equivoca, etc., como prueban, por ejemplo, Montaigne o Cervantes, dos verdaderos descubridores, pero también que el verdadero maestro, como muestran ellos mismos, es el que sale airoso de esa prueba y emerge con una obra nueva y mayormente lograda. No es el caso de 2666. Quizá buena parte de la impresión de desarticulación y pesadez que causa se deba a la decisión editorial, no del autor, de empeñarse en hacer una sola gran novela, en lugar de las cinco por las que se inclinaba Bolaño en sus últimos tiempos. Cada lector puede jugar a armar su 2666. La parte de los críticos, una versión reducida de la parte de los crímenes y la parte de Archimboldi habrían hecho, creo, una notable novela.

Pero hay, quizá, algo más grave. Uno de los personajes de la historia, un escritor, dice:

 

El juego y la equivocación son la venda y son el impulso de los escritores menores. También: son la promesa de su felicidad futura. Un bosque que crece a una velocidad vertiginosa, un bosque al que nadie le pone freno, ni siquiera las Academias, al contrario, las Academias se encargan de que crezca sin problemas, y los empresarios y las universidades (criaderos de atorrantes), y las oficinas estatales y los mecenas y las asociaciones culturales y las declamadoras de poesía, todos contribuyen a que el bosque crezca y oculte lo que tiene que ocultar, todos contribuyen a que el bosque reproduzca lo que tiene que reproducir, puesto que es inevitable que así lo haga, pero sin revelar nunca qué es aquello que reproduce, aquello que mansamente refleja.

¿Un plagio, se dirá usted? Sí, un plagio, en el sentido de que toda obra menor, toda obra salida de la pluma de un escritor menor, no puede ser sino un plagio de cualquier obra maestra. La pequeña diferencia es que aquí hablamos de un plagio consentido. Un plagio que es un camuflaje que es una pieza en un escenario abigarrado que es una charada que probablemente nos conduzca al vacío.

 

Dejemos de lado la paradoja de que el proceso de reconocimiento y canonización que se describe es muy parecido al que ha experimentado la propia obra de Bolaño, la cuestión es que en 2666 hay mucho de ese juego, de esa equivocación, de esa apariencia –el juego noir de la parte de Fante, la estéril acumulación de párrafos de la parte de los crímenes, la apariencia de profundidad de algunos aspectos de la parte de Archimboldi– que aquí se censura. Naturalmente, Bolaño, que era demasiado buen escritor para no saberlo, era consciente de ello.

Monstruosa, desigual, brillante a ratos, exasperante en otros, 2666 no será, quizá, la obra maestra del futuro. La monumentalidad de su fracaso, sin embargo, dará cuenta sobrada de la ambición y la grandeza de su autor.

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Montaigne en cuarentena

Pocas circunstancias más propicias para releer a Montaigne que esta, en la que todos nos vemos obligados –quien más, quien menos– a aislarnos y retirarnos en nosotros mismos. El Señor de la Montaña era un maestro de la soledad constructiva, aquella que sabe aprovecharse y no consumirse en un tedio inútil. Aclaremos de una vez, para no perpetuar malentendidos, que la imagen de Montaigne como un solitario obcecado, aislado del mundo en su torre, es, por supuesto, falsa. Amaba y disfrutaba la compañía y la conversación, pero cultivaba su interioridad y sabía estar consigo mismo.

En su ensayo “De la soledad”, Montaigne inicia descartando el viejo debate, muy favorecido en las letras de su tiempo, entre vita activa y vita contemplativa (la entregada al mundo y la que buscaba la salvación del alma), que se había vuelto un tópico. No le interesa la retórica; quiere realmente discutir la esencia del tema de la soledad. No basta, dice, abstenerse de las ocupaciones inútiles de la vida pública, pues aun retirándose a la vida privada se es perfectamente capaz de perder el tiempo y languidecer entre el ocio y las pasiones. Hay que hacer algo más: “no basta con cambiar de sitio; debemos apartarnos de las disposiciones populares que están en nuestro interior; hay que separarse y retirarse de sí”.

La soledad de Montaigne no es solo una soledad constructiva, sino una soledad dichosa, algo muy difícil de entender para la sociedad moderna, obsesionada por la compañía y el contacto permanentes y que ha buscado por todos los medios que nunca se esté realmente solo. La condición para lograrla es clara y ya estaba en el estoicismo, en Séneca y Marco Aurelio: bastarse a sí mismo y saber estar en sí. Montaigne dio la fórmula en uno de sus párrafos más justamente famosos:

 

Debemos reservarnos una trastienda del todo nuestra, del todo libre, donde fijar nuestra verdadera libertad y nuestro principal retiro y soledad. En ella debemos mantener nuestra habitual conversación con nosotros mismos, y tan privada que no tenga cabida ninguna relación o comunicación con cosa ajena… Poseemos un alma que puede replegarse en sí misma; puede hacer compañía, tiene con qué atacar y con qué defender, con qué recibir y con qué dar. No temamos, en esta soledad, pudrirnos en el tedio del ocio.

 

Sin embargo, y Montaigne lo sabe, pues a él mismo le costó trabajo, saber estar solo no es fácil. Es un arte, un aprendizaje, cuyo dominio requiere voluntad, tiempo y hasta, diría yo, vocación. Cuando, como en la situación actual, millones de personas se ven obligadas de golpe a aislarse y replegarse en sus casas y en sí mismas, no son raros el tedio y la desesperación. La advertencia final de Montaigne tiene una resonancia especial estos días: “retírate en tu interior, pero primero prepárate a recibirte; sería una locura confiarte a ti mismo si no te sabes gobernar”.

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Literatura mexicana del siglo IV: Historia mínima de la literatura mexicana del siglo XIX de Christopher Domínguez Michael

Hace ya más de veinte años, un joven crítico, en una obra titulada Tiros en el concierto. Literatura mexicana del siglo V, proponía considerar el siglo XX como el V de nuestra literatura, juzgando acertadamente que esta había comenzado en el XVI. Lector fundamentalmente moderno, al crítico no parecía interesarle demasiado lo que había ocurrido antes y supongo que si alguien le hubiera profetizado entonces que eventualmente escribiría una historia de la literatura del siglo IV, o sea, el XIX, lo habría visto con cierto escepticismo. En aquella obra, escribía: “en este texto se utiliza una falacia patética: los ateneístas son los fundadores de Roma. Con ellos empieza la narración escrita de nuestra República de las Letras. Antes de ellos está la prehistoria”. Pero he aquí que la prehistoria se ha vengado con creces del crítico, pues ya le ha hecho dedicarle prácticamente mil páginas, si sumamos las de La innovación retrograda. Literatura mexicana, 1805-1863 y las de esta Historia mínima de la literatura mexicana del siglo XIX (más de trescientas páginas: no tan mínima).

Era, me imagino, inevitable. Christopher Domínguez Michael, aquel joven escritor, se había propuesto ser el crítico de la literatura mexicana (y lo es desde hace tiempo, sin mayor competencia, aunque su club de haters rabie y patalee, pero ahí está una creciente obra crítica que sencillamente no tiene parangón en las letras mexicanas), y quien tiene semejante propósito no puede darse el lujo de ignorar un siglo de literatura. Hace tiempo, pues, CDM se fue de viaje al siglo IV y ha regresado con este par de historias.

La historia literaria anda un poco de capa caída en el conjunto de los estudios literarios, donde en cambio abunda la crítica y la teoría. Es un error y una lástima. No se entiende literatura sin historia literaria y llevar a cabo diversos estudios de esta índole (de una lengua, de un continente, de un país, de un género, de un grupo, de una idea, de una revista, etc.,) debería ser una de las tareas básicas del estudio de la literatura, sobre todo en la academia. Hoy se antoja desmesurado que una sola persona emprenda la historia de la literatura de una lengua o una nación, así sea solo de un periodo. Se entiende, dado el grado de especialización, pero hay algo que se pierde en ese paso de lo individual a lo colectivo. Precisamente: la visión personal, única, integral que un solo lector –que tiene, por supuesto, que ser un gran lector– posee de una literatura y su consecuente exposición en una forma y estilo igualmente personales. Eso es lo que hace de una historia de la literatura una obra, a su vez, propiamente literaria: un sello de autor, una inteligencia y una voz particulares.

La primera parte de esta Historia mínima de la literatura mexicana del siglo XIX está espigada de la voluminosa La innovación retrograda y se completa con el periodo que allí no alcanzó a cubrir (el encargo original de El Colegio de México era la Historia mínima, pero al autor se le pasó un poco la mano y salieron las seiscientas páginas de La innovación retrograda; ahora la retoma para cumplir con la encomienda inicial). Por aquí desfilan los resecos árcades mexicanos, el callejero Fernández de Lizardi, el mitómano Bustamante, el semiolvidado cubano-mexicano Heredia (por el que CDM siente una simpatía evidente y al que dedica el mejor capítulo del libro), la mítica Academia de Letrán, los maestros liberales (Prieto, el Nigromante, Riva Palacio, Altamirano), los novelistas (Payno, Inclán, Frías, Gamboa, entre otros) y finalmente los románticos y los modernistas. Idealmente, una historia literaria se emprende luego de un trato prolongado y continuo con las obras y autores a historiar; idealmente, digo, porque en este caso parece claro que CDM lee por primera vez a varios de ellos y que si llevara más tiempo leyéndolos su juicio sería más informado y más completo. Sin embargo, su agudeza lectora, su vasta cultura letrada (que le permite situar al XIX mexicano en el contexto más amplio de la literatura de la época) y su prosa genuinamente literaria, muy superior a la que suele encontrarse en los ámbitos académicos, harán de esta una obra de referencia.

La idea clave sigue siendo la de la “innovación retrograda”, término que CDM toma del desdichado Villemain, de cuyo Curso de literatura francesa es uno de los pocos lectores entre nosotros (por cierto, recurrir a un crítico decimonónico y componer una historia literaria como esta, en un formato más bien tradicional, ¿no tiene, a su vez, algo de “innovación retrograda”?). Esta consiste, en pocas palabras, en intentar avanzar mediante un anacronismo, cuyo máximo ejemplo serían los pobres árcades mexicanos, a principios del XIX, jugando a ser Virgilio en Xochimilco. Con autores como Heredia o Payno, sostiene CDM, y definitivamente con el Modernismo, la literatura mexicana abandonaría la innovación retrograda y comenzaría a ser genuinamente moderna y contemporánea.

A ratos, y el propio CDM lo reconoce, se nota que le costó no poco trabajo leer autores y obras que no necesariamente le entusiasman (y cuando más brilla un crítico es cuando escribe sobe algo que genuinamente le apasiona, claro está). Entiendo que es uno de los deberes que se ha impuesto, pero hago votos porque dedique más tiempo a obras más personales y de mayor libertad e imaginación formales. De ellas depende la de por sí improbable posteridad del crítico. En otras palabras: más Cyril Connolly –el de La tumba sin sosiego–, menos Menéndez Pelayo. Por lo demás, cuando en un futuro las naciones sean parte del pasado (y con ellas las literaturas nacionales) y un remoto y cosmopolita erudito se interese en México y en eso que se llamó literatura mexicana, tendrá claro quién fue su crítico.

Publicado originalmente en https://www.letraslibres.com/mexico/revista/literatura-mexicana-del-siglo-iv

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