Recuerdo de una maestra: Martha Elena Venier (1938-2018)

Tomar clases con Martha Elena Venier fue durante décadas una especie de rito de paso en El Colegio de México. Los estudiantes, tanto los de doctorado como los de licenciatura, se la topaban en el primer semestre, en un curso que supuestamente era de Técnicas de Investigación o Redacción, pero que en realidad era mucho más que eso. No todos sobrevivían. Venier –nunca me referí a ella como Martha Elena y siempre nos hablamos rigurosamente de usted, a pesar de que con el tiempo nuestro trato se volviera mucho más cercano– no tenía una personalidad, digamos, suave, y le gustaba, además, jugar a ser el terror del aula. Era un papel, por supuesto, pues realmente, cuando se le llegaba a conocer a mejor, era de una extremada benevolencia y –usaré la palabra, aunque seguramente a ella no le gustaría– dulzura. Era una maestra de otro tiempo: en el salón trataba a sus alumnos con rigor y severidad, sin concesiones ni blandenguerías, y estaba absolutamente resuelta a hacerlos leer y escribir mejor (la época actual, de espíritus quebradizos y fácilmente ofendibles, y que a veces pareciera que están buscando ofenderse, ciertamente no la favorecía). Primero, claro, convenía bajarles los humos. Recuerdo perfectamente una de mis primeras –iba a escribir “interacciones”, pero seguro me hubiera tachado la palabra– conversaciones con ella en clase. A un comentario mío, seguramente insulso, ella contestó, a gritos: “¡Porque no me da la gana pensar eso!”. Tragué saliva y, afectando soltura, repliqué: “Bueno, y le daría a usted la gana pensar que…” (ni siquiera recuerdo qué discutíamos, por supuesto). Varios compañeros creyeron que ese sería mi fin. Sobra decirlo, no se lo tomó a mal, quizá hasta le hizo gracia mi insolencia y a partir de ahí empezamos a llevarnos bien. Otro día nos encargó una comparación entre un soneto original de Petrarca (no lo olvidaré nunca: “Benedetto sia’l giorno, e’l mese e l’anno…”) y una imitación de un poeta español. Según yo, hice un comentario muy decoroso; naturalmente, lo hizo trizas. Cuando se me pasó la indignación, lo reescribí y ya le pareció algo menos malo. Eran famosos sus “resúmenes”. Nos pedía, por ejemplo, resumir algunos libros de la Poética de Aristóteles. Pedantes como suelen ser los estudiantes del Colmex, nosotros pensábamos: “¿un resumen, en serio?, ¿qué dificultad puede haber en un resumen?”. Pues bastante, porque nos lo devolvía una y otra vez hasta que eran verdaderamente legibles. Pronto aprendimos que lo que más valoraba en la escritura era la sencillez, la claridad y la concisión, virtudes arduas de lograr. Venier tenía que remar contra años de supuesta redacción académica, que en realidad no era más que un blablabla insustancial. Por otro lado, por su culpa yo soy incapaz de utilizar la palabra “abordar” en casi cualquier contexto, incluidos los correctos, de tantas veces que la escuché corregirla. El alumno, tembloroso, empezaba a leer: “Me propongo abordar el tema…”. “¿Abordar? –atajaba ella–, ¿es barco?”. Detestaba, también, el uso de la primera persona del plural: “Nosotros pensamos que…”. “¿Usted y Dios Padre?”, interrumpía.

Sus alumnos fácilmente podríamos armar un anecdotario, como aquella ocasión en que Venier quedó atrapada en el elevador del Colmex con un niño de siete años, hijo de un empleado, y ella, para tranquilizar sus nervios (los del niño), le ofreció un cigarrillo (era buena fumadora y buena bebedora). Al salir del El Colegio, nos encontrábamos puntualmente en los congresos de la Asociación Internacional de Hispanistas o la Asociación Internacional Siglo de Oro y recorríamos las ciudades sede de arriba abajo, con estratégicas paradas en bares y restaurantes. Una de las últimas veces que la vi fue en Venecia, marco apenas justo para su persona renacentista. Paseando por La Serenissima, nos topamos con un busto de un tal Veniero, dux veneciano. Lo contempló brevemente y sentenció: “Seguro desciendo de una línea bastarda”. Así era Venier.

Su verdadera enseñanza no tenía tanto que ver con “técnicas de investigación” o mera “redacción”, sino con una forma de acercarse a la literatura y al lenguaje, con una actitud. A todos sus alumnos nos consta su emoción al recitar unos versos de Garcilaso o Góngora, o al enmendar una frase coja y encontrar la expresión justa. Más allá de eso, su magisterio fue siempre un ejemplo moral, no de corrección política o tonterías al uso, sino de genuina nobleza, generosidad y absoluta entrega a sus estudiantes. No creo exagerar al afirmar que ningún profesor en la historia reciente de El Colegio de México (pues ella trataba a todos, desde los más jóvenes, que entraban a la licenciatura, hasta los de posgrado) influyó en más vidas que Martha Elena Venier. Durante años, animó discretamente la Nueva Revista de Filología Hispánica y el Centro de Estudios Lingüístico-Literarios, que son inconcebibles sin su presencia, y que seguramente sabrán rendirle el debido homenaje. Su legado más visible es la edición de Sitio, naturaleza y propiedades de la Ciudad de México (2009) de Diego de Cisneros y el volumen Crónica parcial: cartas de Alfonso Reyes y Amado Alonso, 1927-1952 (2008), aparte de numerosos artículos especializados. Su legado invisible es más difícil de cuantificar: la gratitud y el afecto de miles de estudiantes que aprendimos con ella a leer y a escribir.

Publicado originalmente en https://www.letraslibres.com/mexico/cultura/recuerdo-una-maestra-martha-elena-venier-1938-2018

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Ecos de mi pluma. Antología en prosa y verso de sor Juana Inés de la Cruz

En un famoso romance en el que agradecía a los autores que la habían elogiado en el Segundo volumen (1692) de sus obras, sor Juana escribió: “No soy yo lo que pensáis, / si no es que allá me habéis dado / otro ser en vuestras plumas / y otro aliento en vuestros labios, / y diversa de mí misma / entre vuestras plumas ando, / no como soy, sino como / quisisteis imaginarlo”.

La monja recurre al tópico de la modestia, claro está, y lo que quiere decir sencillamente es: no merezco sus alabanzas, no soy tan buena como dicen que soy. Análogamente, los versos podrían aplicarse a nuestras lecturas de sor Juana, en particular en el mundo académico, donde especialmente se lee su obra (cosa que esta antología, confío, ayudará a cambiar, pues estar confinado a la academia suele ser otra forma de estar disecado): cada quien se imagina la sor Juana que quiere, a veces sin importar que se esté leyendo correctamente sus textos, o sea, entendiendo en primer lugar lo que ella quiso decir (sor Juana, desdichada ella, no asistió a ningún seminario de deconstrucción en alguna universidad norteamericana y todavía piensa que el autor quiere decir algo en sus obras y que la primera tarea del lector es intentar entenderlo; también se perdió los de poscolonialismo y feminismo, por lo que siempre pensó estar hablando de igual a igual con los escritores europeos y nunca pretendió que hubiera que leerla en razón de su género). A las sor Juanas imaginarias basadas en una lectura errónea, habría que agregar otras, más superficiales, que son apenas un nombre, un retrato o una efigie en un billete.

La primera condición para aspirar a conocer a la sor Juana auténtica, la monja jerónima que escribió en la Nueva España en el siglo XVII, es la lectura detenida de sus textos, precisamente la que hace posible una antología como la hecha por Martha Lilia Tenorio. Abordar directamente la lectura de la Décima Musa en los volúmenes de las obras completas (preparados en distintos momentos para el Fondo de Cultura Económica por Alfonso Méndez Plancarte y Antonio Alatorre) puede resultar un tanto intimidante y, aunque hay diversas antologías y ediciones, la mayoría carece del rigor y la claridad filológicos de Ecos de mi pluma, que es de esperarse se convierta a partir de ahora en la antología de referencia. Una de sus mayores virtudes es la puntual anotación de los textos, la estrictamente necesaria para que el lector no especializado pueda comprenderlos (esfuerzo de síntesis y concreción que suele costar trabajo al erudito puesto a hacer notas).

Sor Juana es una figura excepcional, no digamos en el panorama de la literatura novohispana o colonial, sino de los Siglos de Oro en su conjunto. Nadie como ella, mujer u hombre, reunió la vocación intelectual con la poética y las sintetizó en una sola gran obra, el Primero sueño. Hubo, por supuesto, varios grandes poetas y grandes sabios (humanistas, filósofos naturales, teólogos, etc.), pero no era común que ambos talentos se dieran en la misma persona. Góngora, por ejemplo, el modelo poético de sor Juana, fue un extraordinario poeta, el que revolucionó la poesía en español, pero no tenía la ambición ni el alcance intelectual de la monja. En el Primero sueño, a la belleza formal de la lengua poética gongorina, sor Juana agregó el contenido filosófico y científico. Es el gran poema del intelecto, del afán de conocerlo todo.

A lo largo de su vida, sor Juana escribió mucha poesía de circunstancia, para cumplir los requerimientos sociales y religiosos de la época, y mucha, también, en la que se limitó a seguir los juegos poéticos del Barroco, no todos exentos de banalidad. No que por circunstancial o retórica esta poesía fuera inferior, pues siempre, hasta en el encargo más humilde, lució su ingenio. Sin embargo, como ella misma declara en la Respuesta a sor Filotea, por su propio gusto solo escribió ese “papelillo que llaman el Sueño”, y es por él, fundamentalmente, que hay que juzgarla. Pero leer el Sueño, claro, es más complicado que leer “Hombres necios que acusáis…”. El lector moderno requiere necesariamente una orientación para poder entender la ardua sintaxis gongorina, el vocabulario de la época y las múltiples referencias mitológicas, filosóficas, religiosas, etc. Uno de mis recuerdos más gratos de lectura es precisamente haber leído el Sueño a lo largo de un semestre, verso por verso, en el seminario de poesía áurea que durante años impartió en la UNAM Antonio Alatorre, el maestro de Martha Lilia Tenorio (Alatorre tuvo muchos alumnos, pero pocos verdaderos discípulos, o sea, aquellos que realmente continuaron su obra, y Tenorio es la primera de ellos). Me consta que varias veces Alatorre, que conocía el texto como nadie, dudaba: ¿estaré entendiendo bien o no?, ¿será esto o será esto otro? Tras esos cursos, leer poesía era otra cosa, tarea más compleja y humilde de lo que uno había pensado hasta entonces.

El argumento del Sueño es sencillo: era de noche, me dormí y soñé que intentaba, infructuosamente, conocerlo todo; amaneció y me desperté (el último verso, con su inolvidable final “y yo despierta”, siempre me ha parecido el más categórico y elocuente manifiesto feminista que se haya escrito nunca). Pero la descripción de la noche es un prodigio barroco (“en los del monte senos escondidos, / cóncavos de peñascos mal formados, / de sus asperezas menos defendidos / que de su obscuridad asegurados, / cuya mansión sombría / ser puede noche en la mitad del día, / incógnita aun al cierto / montaraz pie del cazador experto, / depuesta la fiereza / de unos, y de otros el temor depuesto, / yacía el vulgo bruto, / a la naturaleza / el de su potestad pagando impuesto, / universal tributo”, vv. 97-110, o sea, los animales salvajes dormían en sus cuevas) y en el intento fallido del intelecto sor Juana hace un repaso de la ciencia –“filosofía natural”, se hubiera dicho entonces– y la filosofía de la época. Sobra decirlo, no es el sueño de cualquiera: es el sueño de una personalidad eminentemente intelectual, de alguien devorado por la sed de conocer. Ese es el rasgo decisivo de la personalidad de sor Juana: su afán de conocimiento, solo comparable al de la creación poética (porque la monja fue, ante todo, poeta, desde luego). Ambos terminaron estrellándose con la represiva atmósfera religiosa de la época.

Su personalidad y sus conflictos de índole espiritual quedan de manifiesto en los dos textos en prosa incluidos en la antología, la Respuesta a sor Filotea (valiosísimo documento autobiográfico, suerte de Discurso del método sorjuanino) y la Carta al padre Núñez, confesor de sor Juana. Esta última, descubierta en 1981 y no tan conocida por el público no especializado, es una estupenda muestra del carácter de la monja. Antonio Núñez era un religioso muy respetado en la Nueva España y había sido confesor de sor Juana desde que esta era adolescente. Constantemente la reprendía por malgastar su tiempo estudiando y escribiendo versos, hasta que sor Juana, al parecer, se hartó, terminó con él y cambió de confesor. No era un gesto cualquiera, no se despachaba así como así a alguien como Núñez. Se nota que sor Juana aguantó hasta que no pudo más y escribió esa durísima carta. En el punto culminante, dice: “Yo tengo este genio. Si es malo, yo me hice. Nací con él y con él he de morir… Pero a V. R. no puedo dejar de decirle que rebosan ya en el pecho las quejas que en espacio de dos años pudiera haber dado; y que pues tomo la pluma para darlas, redarguyendo a quien tanto venero, es porque ya no puedo más –que como no soy tan mortificada como otras hijas en que se empleara mejor su doctrina, lo siento demasiado.  Y así le suplico a V. R. que si no gusta ni es ya servido favorecerme (que eso es voluntario) no se acuerde de mí, que aunque sentiré tanta pérdida mucho, nunca podré quejarme, que Dios que me crió y redimió, y que usa conmigo tantas misericordias, proveerá con remedio para mi alma, que espero en su bondad no se perderá, aunque le falte la dirección de V. R.”. En menos retóricas palabras: váyase al diablo. Sor Juana no era una sufrida monjita.

La más divulgada Respuesta a sor Filotea (carta que escribió sor Juana al obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, en contestación a la epístola que acompañaba la publicación de una crítica escrita por la jerónima a un sermón del padre Vieira, famoso orador portugués) deja ver también el carácter de sor Juana. En primer lugar, su ya mencionada insaciable sed de conocimientos, de la que dio muestras desde pequeña. En segundo, su amor a la soledad estudiosa; sor Juana no tenía vocación para el matrimonio, pero en realidad tampoco para el convento, y lo eligió porque era la opción menos mala: “entréme religiosa, porque aunque conocía que tenía el estado cosas (de las accesorias hablo, no de las formales), muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir en materia de la seguridad que deseaba de mi salvación; a cuyo primer respeto (como al fin más importante) cedieron y sujetaron la cerviz todas las impertinencillas de mi genio, que eran de querer vivir sola; de no querer tener ocupación obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros”. No sin compasión se leen hoy estas líneas: no eran “impertinencillas”, sino los genuinos y comprensibles rasgos de su carácter intelectual, que se vio forzada a reprimir porque no tenía más opción. Ya viviendo en comunidad, no dejó de resentir la multitud de distracciones a la que estaba sujeta: “como estar yo leyendo y antojárseles en la celda vecina tocar y cantar; estar yo estudiando y pelear dos criadas y venirme a constituir juez de su pendencia; estar yo escribiendo y venir una amiga a visitarme, haciéndome muy mala obra con muy buena voluntad”. Mortifica imaginar a alguien como sor Juana sometida a las impertinencias de sus hermanas, más bien zafias. Más mortifica imaginar su final, entre 1693 y 1695, deshaciéndose de sus libros, renunciando al estudio y la escritura, cediendo finalmente ante los múltiples ataques de que fue objeto por su vocación intelectual y poética a lo largo de su vida. ¿Qué ocurrió realmente? ¿Una crisis espiritual? ¿La sincera persuasión de que todo a lo que había dedicado su existencia era pura vanidad y lo importante era la salvación del alma? ¿Fatiga y colapso tras una vida de resistencia? Algunos años antes, del otro lado del Atlántico, otra de las grandes inteligencias de la época, Pascal, había sufrido una crisis semejante y se había refugiado en la fe, pero sor Juana, en realidad, no poseía un espíritu religioso a lo Pascal (dramático, atormentado, existencialista). No padeció la angustia metafísica pascaliana del hombre atrapado entre dos infinitos o de percibir el mundo como un punto perdido en el universo; el suyo era un mundo racional, ordenado, armónico.

Sor Juana es el último gran poeta de los Siglos de Oro. La revolución poética que había empezado casi dos siglos antes con un soldado castellano italianizado, Garcilaso de la Vega, concluyó del otro lado océano con una monja novohispana que no desconocía el náhuatl. El arco trazado es elocuente: metrópoli y colonia, cuartel y convento, masculino y femenino. En su trayectoria, la creación de un mundo que, más allá de fronteras y avatares políticos, es el que verdaderamente habitamos: el mundo de la lengua española.

 

Publicado originalmente en http://www.criticismo.com/ecos-de-mi-pluma-antologia-en-prosa-y-verso/

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Reseña de Miseria y dignidad del hombre en los Siglos de Oro

En el último número de Criticismo, Sebastián Pineda Buitrago reseña Miseria y dignidad del hombre en los Siglos de Oro:

 

«El último libro de Pablo Sol Mora, antecedido en su tesis doctoral en El Colegio de México y en varios artículos alrededor del tema, se divide en dos partes. La primera traza una historia del concepto latino de la miseria/dignitas hominis (miseria y dignidad del hombre) desde la Antigüedad clásica y bíblica hasta el Renacimiento. La segunda parte aterriza el concepto en la literatura española de los siglos XVI y XVII, desde Fernán Pérez de Oliva hasta Baltasar Gracián, pasando por Cervantes de Salazar, fray Luis de León, Quevedo y Calderón. Semejante línea del tiempo –dos milenios, cuando menos– se sintetiza en un libro que no supera las trescientas páginas, engrosadas o enriquecidas con llamados a pies de páginas que constituyen, en el fondo, lo mejor de un ensayo de esta naturaleza. Pues es de notar que abunda la bibliografía en torno al concepto miseria/dignitas hominis, y que la intención de Sol Mora no es la novedad ni la de probar o demostrar una teoría literaria, sino la de la síntesis expositiva de un concepto que toca también a la historia política y económica, como lo indicaré más adelante».

 

El resto, aquí: http://www.criticismo.com/miseria-y-dignidad-del-hombre-en-los-siglos-de-oro/

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Frankenstein, leedor

Frankenstein cumple doscientos años. Muchas cosas se podrían argumentar contra la novela –escrita por una jovencísima Mary Shelley, no hay que olvidarlo– que, a decir verdad, está lejos de ser una obra maestra: la desmaña narrativa, los personajes más bien planos, los giros inverosímiles y forzados de la trama, todos y cada uno de los lugares comunes de un romanticismo ramplón. Todo en vano, supongo, pues Frankenstein es de esas obras que crean un mito –como Dracula, como los cuentos de Sherlock Holmes– y es inútil ponerse a buscarle defectos literarios.

Uno de los aspectos que más llama la atención es la relación del monstruo con la palabra, el lenguaje y, por supuesto, la literatura. Sorprende la rapidez con que aprende a hablar únicamente escuchando a los labradores a los que espía. Luego, caen de casualidad en sus manos tres libros, que constituyen su única biblioteca. Ni más ni menos que El paraíso perdido de Milton, las Vidas paralelas de Plutarco y el inevitable Werther de Goethe. Con este último se conmueve y se identifica, claro está, y podríamos suponer que ahí descubre la existencia del amor, lo que eventualmente lo llevará a exigir a su creador que le haga una pareja; con Plutarco descubre la historia y, si Werther lo enseña a sentir, las Vidas le enseñan a pensar y el valor de la virtud; El paraíso perdido le sirve como una especie de espejo invertido: él también ha sido creado, pero Adán ha sido hecho a imagen y semejanza divinas, mientras que él es una grotesca caricatura, una aberración de la que su propio padre se arrepiente.

Sin embargo, si hubiera que escoger un rasgo que definiera al monstruo, este no sería la fealdad ni la crueldad, sino la elocuencia. En las páginas finales, en su largo discurso, la creatura se convierte en hermano de Edipo o Macbeth y, sin pretender justificarse, asume su responsabilidad. Son esas palabras finales las que le dan su dignidad trágica y en alguna forma lo redimen: Frankenstein, o de la lectura y la elocuencia.

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La casa es un libro

Hombre-pluma, es natural que Salvador Elizondo concibiera la casa como un libro. Cuando volvió a la vieja casona familiar en Coyoacán (cuya imagen increíblemente encontré en Google en una fotografía de Fernando Fernández), escribió esto, que suscribo:

“La casa es un libro. Cuando el carro de la mudanza me trajo a paso advenedizo y después de veinte años a su puerta comencé a releerla. Los años han desvaído parte de su texto. Había lagunas y enmendaduras; anotaciones marginales, tachaduras. También había páginas en blanco. Faltaban y sobraban palabras pero las que quedan están en su sitio y son las mismas que puso, de su mano, el autor. Tengo el proyecto de llenar las páginas que quedan en blanco”.

“Proyectos”, Camera lucida

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Camera lucida de Salvador Elizondo

Nunca fui buen lector de Elizondo. Farabeuf me exasperaba (me exaspera), aunque disfruté Elsinore, algunos ensayos y me sorprendió gratamente en su momento la aparición de los Diarios. Siempre preferí a sus compañeros de generación: García Ponce, Alejandro Rossi o Sergio Pitol. Es una cuestión, a fin de cuentas, de afinidades electivas. Los lectores de Elizondo son pocos, pero muy devotos y suelen compartir sus gustos y obsesiones literarios (Joyce, Pound, Bataille, el Nouveau Roman, la escritura pura, etc.).

Ahora, puesto a releer su narrativa completa, me obligo a comprender mejor un mundo literario ajeno al mío, pero descubro, además, zonas comunes. Aparte de redescubrir estupendos relatos como “Narda y el verano” o “El Desencarnado”, el libro que más me ha sorprendido y que es ya oficialmente mi favorito es Camera lucida (1983). Este era originalmente el título de la columna de Elizondo en Vuelta (algún día se escribirá un estudio, si no se ha escrito ya, sobre los libros surgidos de la revista, no poca cosa, como este o el Manual del distraído de Rossi). Libro híbrido, (pos)moderno, está hecho de cuentos, ensayos, textos autobiográficos, discursos… Sin embargo, no es una miscelánea compuesta al azar, sino cuidadosamente dispuesta, un auténtico mecanismo o dispositivo, como la original camera lucida (aparato óptico que permitía al dibujante, mediante la superposición de la imagen del objeto dibujado sobre la superficie en la que se trabaja, una reproducción más fiel). Es una especie de laboratorio literario, un acercamiento a la mente del escritor. Él mismo lo explica en “Aparato”: “visto en la camera lucida el libro revela en acto el movimiento, la operación técnica del poeta, por los que esa trasmutación se realiza y por los que se sintetizan, como en el prisma, los tres planos de la sensibilidad: el real, el ideal y el crítico”. Divida en dos partes, “Antecamera” y “Camera lucida”, va alternando los diversos textos que al final forman una obra única, un libro que es su propio y exclusivo género. Están aquí algunos de los mejores textos de Elizondo: “Anapoyesis”, “Ein Heldenleben”, “Los museos de Metaxiphos”, “La luz que regresa”, “Desde la verandah”, etc. No sé si, hechas todas las cuentas, no acabe siendo esta su obra maestra.

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La antivida de Italo Svevo

La vida de Italo Svevo –el autor de La consciencia de Zeno (1923), una de las novelas decisivas del siglo XX, ya casi centenaria– no se antoja, a simple vista, especialmente biografiable: vida burguesa ordinaria, familiar, monótona, de quien a los ojos de la mayoría de sus conocidos en Trieste, en donde transcurrió la mayor parte, era simplemente Ettore Schmitz, próspero empresario de pinturas para barcos. ¿Y la antivida, la que se oculta en su obra? Porque, tras bambalinas, discreta, casi secretamente, el alter ego del respetable comerciante escribió una de las obras más sigilosamente explosivas (no por nada La consciencia de Zeno termina con la profecía de una gran explosión) del siglo XX, no inferior, como ha hecho notar Claudio Magris, a la de su amigo –y profesor de inglés– James Joyce.

Maurizio Serra, quien ya había dedicado una biografía a Curzio Malaparte (mucho más atractivo en términos biográficos convencionales), se ha sumergido en la existencia aparentemente anodina del burgués triestino para revelar la antivida de Italo Svevo y, por supuesto, iluminar su obra, que no otro sentido tiene componer la biografía de un escritor. Dividida entres partes –“El inepto (1861-1898)”, “El fugitivo (1899-1926)” y “El vencedor (1923-1928)”–, Serra reconstruye primero admirablemente la atmósfera cosmopolita del Trieste del Imperio Austro-Húngaro, en el que nació Schmitz –él, como Franz Kafka, Robert Musil o Joseph Roth, fue un súbdito de los Habsburgo–, en el seno de una familia judía de comerciantes. El origen de Svevo se pasa fácilmente por alto y el biógrafo muestra cómo fue operándose ese distanciamiento en el propio escritor, desde pasar de ser Aaron Hector a simplemente Ettore hasta la conversión al catolicismo presionado por la familia de su esposa (concesión que, en términos estrictamente religiosos, no significó gran cosa, pues Schmitz descreía de toda fe).

En la vida de todo escritor hay un periodo de duda, de incertidumbre, en el que no sabe si su vocación alcanzará a concretarse o no. Para nosotros, visto retrospectivamente, es fácil restarle importancia a ese periodo porque ya sabemos que la historia termina “felizmente”, o sea, que la obra fue lograda. En el caso de Svevo, ese periodo fue prácticamente toda la vida, pues no fue sino hasta la aparición de La consciencia de Zeno, pasados los sesenta años, cuando se asumió como escritor y consiguió, además, cierto reconocimiento. En su caso, quizá más que de un periodo de incertidumbre o vacilación, habría que hablar de un largo proceso de resignación en el que melancólicamente se convenció de que la literatura no era su destino.

Uno de los aspectos más interesantes de la biografía de Serra es la luz que arroja sobre la juventud y primera edad adulta de Svevo, época de doble incertidumbre. La posteridad nos ha legado la imagen del laborioso empresario que escribía secretamente, pero entonces ni siquiera eso estaba claro. Tras la quiebra financiera de su padre, el joven Schmitz tuvo que emplearse en la sucursal triestina del Union Bank de Viena y allí pasó diecisiete años, como un modesto burócrata bancario. Su vida, en estos años, guarda una asombrosa afinidad con la del empleado de seguros Franz Kafka (cuya compañía, por cierto, era de origen triestino) o la del redactor de cartas comerciales Fernando Pessoa, tres oscuros empleados que, en tres rincones de Europa, creaban la literatura moderna. Ese gris mundo oficinesco –hecho de horarios fijos, papel y tinta, pequeños déspotas, empleados a la par desgraciados y cómicos y aplastante mediocridad– es el que aparece magistralmente descrito en Una vida, su primera novela.

El joven Schmitz alternaba la plana rutina burocrática con la bohemia triestina, de la mano, sobre todo, del pintor Umberto Veruda, su Étienne de la Boétie (como este, muerto prematuramente). Veruda, Beto, era el anti Schmitz en varios sentidos. Ettore era bajo, tirando a robusto, serio, circunspecto; Beto, alto, flaco, extrovertido, desenvuelto. Surgió la típica afinidad entre opuestos. Con músicos y pintores, entre bares y burdeles, solía amanecerles en las calles de Trieste. Schmitz en ese periodo se divierte y no parece infeliz, pero tampoco está satisfecho. Serra apunta: “Vida, pues, muchas veces grata. Pero ¿digna de quien ya sabía, anticipando a Zeno, que la ‘vida no es bella ni fea sino original’? No, no lo era. Ettore se muere de rabia, se asfixia en la mediocridad, tiene que resignarse a un puesto de segundo orden. Sus días se ven marcados por la implacable monotonía de la oficina… La duda lo devora, la apatía lo amenaza… Todo parece escapársele como arena, día tras día. Le quedaba la escritura, arma de la fabulación y la clandestinidad”.

A principios de la última década del siglo XIX, ocurren dos hechos extraordinarios en la vida de Svevo: la muerte de su padre –acontecimiento decisivo en La consciencia de Zeno– y, sobre todo, el matrimonio con Livia Veneziani. Ella pertenecía a una rica familia que fabricaba pinturas y que era dominada por su madre, la imperiosa matriarca Olga. Tras una ligera resistencia inicial, Ettore es incorporado por completo al clan Veneziani, puesto a trabajar en la compañía y a vivir bajo su techo. El movimiento fue beneficioso para la familia y para el empresario que había en Svevo, pues este tuvo la oportunidad de desplegar sus habilidades comerciales y fortalecer el emporio familiar. Pero, ¿y el escritor? Tras el fracaso de su segunda novela, Senectud (1898), parecía ya casi sepultado bajo el peso de las responsabilidades y respetabilidad burguesas. De este entierro vino a sacarlo, en parte, el milagroso encuentro con un desarrapado profesor de inglés que llegó al Instituto Berlitz de Trieste a principios del siglo XX, James Joyce. Ettore deseaba mejorar su manejo del idioma para los negocios y fue a caer a la clase del irlandés. La Providencia literaria obra de manera misteriosa. Apenas cabe imaginar dos personalidades más distintas: el áspero y joven rebelde que estaba convencido de ser un genio literario, y el modesto y bonachón cuarentón ex-escritor. Congeniaron. Joyce leyó Una vida y, sobre todo, Senectud, y lo animó a retomar la escritura. Eran las primeras palabras de aliento que Ettore escuchaba en años y probablemente no existiría La consciencia de Zeno sin la intervención de Joyce. Hay quien ha dicho, no tan en broma, que el mayor mérito de Joyce no es haber escrito el Ulises, sino haber hecho que Svevo escribiera La consciencia. Este, a su vez, leyó Stephen, el héroe, primera versión del Retrato del artista adolescente.

Con frecuencia La consciencia de Zeno es referida como una de las primeras novelas “psicoanalíticas” (todo el texto es la supuesta confesión de un paciente a su terapeuta). Svevo, como muchos intelectuales de la época, se mostró interesado en la obra de Freud y, de hecho, emprendió una traducción parcial de La interpretación de los sueños durante el ocio obligado al que lo sometió la I Guerra Mundial. Serra muestra, no obstante, cómo la actitud de Svevo frente al psicoanálisis fue bastante crítica, en buena parte debido al caso, que pudo observar de primera mano, del estrepitoso fracaso de la terapia de su cuñado Bruno, atendido por el mismísimo Herr Doktor. Svevo no se psicoanalizó nunca, pero supo aprovechar muy bien las posibilidades literarias, sobre todo cómicas, de la nueva doctrina. Naturalmente, a los psicoanalistas, empezando por Edoardo Weiss, uno de los introductores del método en Italia y a quien se identificó como el Doctor S., de la novela, no les hizo mayor gracia. Más que novela psicoanalítica, La consciencia de Zeno es uno de los primeros ejemplos de la relación al mismo tiempo conflictiva y fecunda entre literatura y psicoanálisis.

La publicación de La consciencia en 1923 marca el inicio de la última etapa de la vida de Svevo, que Serra denomina, con hiperbólico acento épico, del “vencedor”. En efecto, puede decirse que Svevo acabó por triunfar. La novela fue aupada por Joyce, Valery Larbaud, Eugenio Montale, entre otros, y un día el hombre de negocios Ettore Schmitz, para su propia sorpresa, se despertó Italo Svevo, escritor famoso. Tras estar ya hecho a la idea de ser plenamente ignorado y haber fracasado como autor, la breve celebridad de que gozó seguramente supuso una compensación y un estímulo. Era un escritor, después de todo. Emprendió nuevas obras, entre ellas la continuación de La consciencia, provisionalmente titulada El vejestorio, de la que solo quedaron algunas páginas, pero con ellas basta para advertir que iba a ser una obra maestra. La reflexión empezada en La consciencia se prolonga y se ahonda. Es una pena que Svevo no haya terminado de escribir sus obras de vejez propiamente porque fue siempre un escritor viejuno y, ya instalado realmente en la senectud, habría sin duda iluminado esa condición con su pluma. Absurdamente, Svevo, escritor de la lentitud y la parsimonia, murió a causa de un accidente automovilístico en 1928.

¿Fue sveviana la vida de Svevo?, ¿fue Svevo un personaje sveviano? Si los juzgáramos a partir de Una vida y Senectud, con sus personajes plenamente derrotados, en realidad no; un poco más, quizá, si lo hiciéramos a partir de La consciencia de Zeno o El vejestorio. La gran diferencia entre ellas es la redentora aparición de la ironía y el sentido del humor, sin duda el mejor rasgo sveviano. Las dos primeras novelas ofrecen una visión demasiado sombría de la existencia; en la tercera, no es que esta se vuelva optimista (de hecho, es quizá más pesimista), pero aquí el autor ha aprendido a distanciarse y reírse de ella. El suyo es un pesimismo, a veces casi un nihilismo, cómico.

La antivida de Italo Svevo plantea un dilema siempre presente en la biografía de un novelista: la relación entre su vida y su obra, entre la realidad y la ficción. Naturalmente, todo novelista, y sobre todo uno como Svevo, pone parte de su vida y su persona en su obra, pero pone, más que nada, versiones alternativas de ellas, posibilidades no realizadas. Había algo en él de Alfonso Nitti, de Emilio Brentani y, por supuesto, de Zeno Cosini, pero ninguno lo explica por completo. El verdadero Svevo parece escapar siempre (la paradoja es evidente puesto que el propio Svevo es en cierta forma un personaje creado por Ettore Schmitz, que desaparece en las sombras). Todo escritor de ficción –en el fondo, toda persona– tiene una especie de “antivida”: imaginaria, secreta, fabulada (solo que el escritor la cultiva y la plasma en papel y, a veces, acaba por importar más que la otra). El mérito del biógrafo de un novelista –de Serra, en este caso– es mostrar al hombre que inexorablemente se desvanece detrás del escritor y su obra, y revelar esa zona oscura en la que, en definitiva, vida y antivida se hacen una sola.

 

Publicado originalmente en http://www.criticismo.com/la-antivida-de-italo-svevo/

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Salud, Cónsul (Bajo el volcán de Malcolm Lowry)

Leo –trabajosamente, hay que decirlo– Bajo el volcán de Malcolm Lowry, una de esas novelas famosas que por una u otra razón vamos postergando. Es una obra ardua, desigual (no hay por qué indignarse, el Ulises, digamos, también lo es), excesiva, que a ratos se cae y luego se levanta, pero dotada, qué duda cabe, de una salvaje belleza y que acaba dejando en el lector una imagen indeleble.

Bajo el volcán bien puede leerse como una borrachera de cuatrocientas páginas, una de esas largas borracheras en las que hay momentos de éxtasis, de sopor, de depresión, de olvido, etc. No conozco ninguna otra novela tan densamente alcohólica como esta, que tan desesperadamente busque dar una idea del infierno del alcohol, el infierno del propio Lowry. Sin embargo, tan desesperadamente lo intenta que a veces la fuerza del efecto se diluye en medio de la insistencia. El mezcal, eso sí, no volverá a saber igual. ¿Hay un mezcal “El Cónsul”? Debería haberlo. Obra muy anterior a la prestigiosa renovación de esta bebida (y aun del tequila), el protagonista hace una distinción muy precisa, con la que no se puede sino coincidir, entre sus borracheras con mezcal y con tequila, reservando el infierno a las primeras. Geoffrey Firmin/Malcolm Lowry es el más mexicano de los borrachos ingleses.

Buena parte de esa imagen indeleble del primer párrafo tiene que ver, claro, con la visión de ese paraíso/infierno que es México. Pocas miradas extranjeras más fascinadas (en sentido estricto, o sea, encantadas, embrujadas) por México que la de Lowry. Sería fácil intentar descalificarla como una mirada superficial, turística, colonialista, etc., pero no le falta razón en lo esencial, en esa mezcla de alegría, belleza y violencia (y no solo del México de los treinta, sino de principios del siglo XXI): “¡Horrores a la medida de los nervios de un gigante!… Y sí, a veces me veo como un gran explorador que ha descubierto algún país extraordinario del que jamás podrá regresar para darlo a conocer al mundo: porque el nombre de esta tierra es el infierno”. Pero, como se apresura a matizar, quien se encuentra tan bien en el infierno es porque ya lo lleva dentro.

Novela infernal, Bajo el volcán es una obra de abismo, de caída, de descenso. Imposible no recordar los versos de Altazor: “Cae / Cae eternamente / Cae al fondo del infinito / Cae al fondo del tiempo / Cae al fondo de ti mismo / Cae lo más bajo que se pueda caer”.

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La moneda de hierro de Borges

Consigo de casualidad, a un precio módico, la primera edición de La moneda de hierro de Borges, publicada por Emecé en 1976, annus mirabilis. El libro tiene unas horrendas ilustraciones de Antonio Berni (como la de arriba), artista argentino al que felizmente ignoraba.

Refugiado de la lluvia en un café, lo hojeo y releo algunos poemas. Muchos muestran esa suerte de arrepentimiento vital –las cosas no hechas, la vida no vivida, los amores no consumados; en suma, la felicidad no disfrutada– que pareció apesadumbrar a Borges en los últimos años. Ninguno, claro, como “El remordimiento”:

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La escuela del aburrimiento de Luigi Amara

Varios años esperó en mi librero La escuela del aburrimiento (2012) de Luigi Amara. Me alegra haberlo postergado porque ahora lo leo en mejores condiciones para comprenderlo y disfrutarlo. Amara es uno de los pocos autores mexicanos que entiende realmente lo que es un ensayo (entendimiento que no puede nacer de otra parte que de una profunda y detenida lectura de Montaigne, cosa que, paradójicamente, no todos los autores de ensayo han hecho). La escuela del aburrimiento –uno de los mejores ensayos de la literatura mexicana, llamado a ser un clásico minoritario– es uno de esos libros que, por tratar de un tema que ha sido objeto de nuestra propia reflexión, provoca un diálogo constante, concitando el acuerdo o la diferencia.

La escuela del aburrimiento podría leerse como una larga amplificatio de la famosa frase de Pascal sobre el hombre en la habitación, que, a fin de cuentas, es el problema de saber estar en uno mismo. Amara, conejillo de Indias de sí mismo, decide enclaustrarse una temporada para confrontar al monstruo del aburrimiento. Dicha confrontación, como bien señala, “es lo más personal, lo más formativo e intransferible, lo que en primer lugar desencadena la avalancha de la vida. En la forma en que cada quien se las arregla para escapar de las cuatro paredes de Pascal, pero especialmente en la forma en que a veces conseguimos permanecer en reposo dentro de ese encierro, con la arena de la inmovilidad hasta el cuello, amenazados por la inmensidad del hastío. Allí, en el centro de esa habitación que tanto se parece a la materialización del bostezo, se juega la totalidad de la vida… el aburrimiento es la ocasión de tomar distancia frente a uno mismo; una oportunidad, con todo lo incómoda y desasosegante que pueda ser, de replantearse la propia situación en el mundo, de girar sobre el propio eje y quizás dar un salto”.

La experiencia del aburrimiento o el tedio (Amara no hace mayor distinción entre uno y otro, aunque podría hacerse, entendiendo, como Pessoa, que el aburrimiento puede ser simplemente no tener nada que hacer y el tedio una condición más profunda que nos hace sentir que no hay nada que valga la pena hacer) es ciertamente una experiencia límite que nos obliga a confrontarnos con nosotros mismos y examinar nuestra autosuficiencia. Para muchos, no hay peor infierno que estar abandonados a sí mismos. De ahí la desesperada necesidad de divertirse, como la entendían y criticaban moralistas del siglo XVII tan diferentes como Pascal o Quevedo. Naturalmente, la condición previa del aburrimiento es el tiempo libre y, en principio, la soledad, aunque sea posible aburrirse acompañado. Es la situación ideal para el tedio: solo y sin necesidades básicas inmediatas que satisfacer. Porque, a partir de ahí, todo está por hacer.

Salvo que el tedio vaya a convertirse en condición vital –a lo Des Esseintes de Huysmans o Soares de Pessoa, lo cual es muy raro–, este suele ser más bien una etapa, una fase (como el experimento planteado en La escuela). Amara recuerda la idea de Nietzsche según la cual, para el pensador o el artista, el aburrimiento no es un hacer nada estéril, sino el periodo –necesario– de maduración o incubación. Mantenerse permanentemente ocupado es la mejor forma de no pensar nunca nada y solo en el tiempo lento del ocio y el tedio es que surgen las ideas que valen la pena. Este puede parecer, al principio, un árido desierto, pero después, una vez acostumbrados a él y cuando hemos aprendido a observarlo, advertimos que no es tal, que está, de hecho, lleno de vida, y que en él tienen lugar descubrimientos y epifanías que de otro modo no ocurrirían. Pero, primero, hay que aprender a estar en sí mismo.

Amara concluye –sin mucho entusiasmo, hay que decirlo– que hay que aceptar el aburrimiento como parte de la vida. Buen ensayista, lo plantea dudando: “¿Qué sucedería si, por el contrario, aceptamos que el aburrimiento es parte del esqueleto de la vida cotidiana, si lo entendemos como las vértebras quebradizas, imposibles y sin embargo efectivas que la mantienen en pie como una momia? ¿Es esta misma constatación el pensamiento de una momia?… ¿Implica necesariamente una claudicación creer que lo repetitivo puede ser la antesala del trance, o que en lo insípido nos aguarda un deleite inesperado y sutil?”.

No poca resignación parece haber en estas palabras, pero quizá la vía de escape se encuentre ya señalada en Montaigne. El Señor de la Montaña, al retirarse a sus dominios del Périgord, choca primero con el muro del tedio: no sabe qué hacer, se desespera, se aflige, se extravía en manías y pensamientos malsanos. Es, básicamente, el hombre de Pascal que no sabe estarse quieto en una habitación. Pero entonces se jala las riendas, se serena, comienza a interrogarse y a escucharse a sí mismo; aprende, poco a poco, a estar en sí, y empieza a escribir los Ensayos. Estos no existirían sin la experiencia previa y alternada del tedio. Son, en cierta forma, sus frutos. La salida del laberinto del tedio es su transfiguración en obra, y es que, hechas todas las cuentas, un verdadero discípulo de Montaigne no puede ser sino un partidario de la acción y el movimiento.

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Reseña de Miseria y dignidad del hombre en los Siglos de Oro

En Letras Libres de este mes, Elizabeth Treviño reseña Miseria y dignidad del hombre en los Siglos de Oro:

«El hombre es, o puede ser, la mejor y la peor criatura de todas. Como apuntan los tópicos literarios, se encuentra constantemente debatiéndose entre la miseria y la dignitas hominis. Estas nociones, de raigambre clásica, parten del reconocimiento de la naturaleza dicotómica del ser humano, el cual alberga en sí tanto aquello que lo hace excederse por sobre los demás seres como lo que lo vuelve meritorio de cierta excelencia, pero que a su vez lo deja en evidencia como un ser mísero, desdichado, desvalido. A lo largo de la historia, no pocos han reflexionado sobre estas dos fuerzas que operan en constante contrapunto, y algunos nos han dejado elocuentes exaltaciones de la condición humana, así como condenas capitales del hombre, que es nada.

Las dos partes que conforman este binomio ‘representan dos extremos de la visión de lo humano, las dos caras de una sola moneda’, dice Pablo Sol Mora, quien escribe sobre la evolución de estas ideas desde la Antigüedad clásica hasta el siglo XVII. En las páginas de Miseria y dignidad del hombre en los Siglos de Oro encontramos así una primera parte donde se nos brinda una revisión histórica sobre estos dos conceptos y, en un segundo bloque, un análisis de las ideas que, en torno a este par de lugares comunes, aparecen en una selección de tres autores renacentistas y tres barrocos: Fernán Pérez de Oliva, Francisco Cervantes de Salazar y Fray Luis de León, representantes del primer Siglo de Oro, y Francisco de Quevedo, Pedro Calderón de la Barca y Baltasar Gracián, del segundo».

La reseña completa, aquí: http://www.letraslibres.com/espana-mexico/revista/la-mejor-o-la-peor-criatura-todas

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Robert de Montesquiou, profesor de Belleza

Leo Profesor de belleza, que incluye textos de Robert de Montesquiou y Marcel Proust. Es bien sabido que el primero inspiró al segundo el Barón de Charlus de En busca del tiempo perdido (también, supuestamente, habría servido de modelo al Des Esseintes de Huysmans, de lo que ya se quejaba el aludido).

Marie Joseph Robert Anatole de Montesquiou-Fézensac (1855-1921) fue miembro de una de las casas más antiguas de la nobleza francesa. Fue también crítico de arte y poeta (más bien mediocre, según sus detractores), pero, sobre todo, un esteta y un artista del dandismo, esa religión del fin de siècle. Bien lo constatan sus decenas de retratos –hechos por Whistler, Boldini y Doucet, entre otros– y algunas fotografías, como la de arriba. Como quería Wilde, ejerció más el arte en su persona que en su obra. Proust, snob hasta la médula (véase, si no, el texto “Fiesta literaria en Versalles”, aquí incluido), babeaba de admiración frente a él e intentó granjearse su simpatía y amistad. Presiento que al conde el pequeño Marcel le habrá caído más o menos en gracia y lo trataría con cierta condescendencia.

Curiosamente, Proust parece muy preocupado por la fama de decadente de Montesquiou, que es precisamente la que lo hace más interesante a nosotros: “es un ámbito atractivo, pero limitado, y que cada vez parece estar más abierto a todo el mundo. La elegancia y el pecado no son cosas profundas. El satanismo es bastante fugaz y el dandismo también. Las verdaderas realezas deben basarse en un nacimiento de más alta cuna o en una conquista más inmaterial. Suponiendo incluso que nadie lo llegase a destronar, el señor de Montesquiou, si solo fuese eso, solo sería un ejemplar extravagante y suntuoso representativo del joven contemporáneo insustancial”.

Quizá Montesquiou no era solo un dandy decadente, pero era principalmente eso, y no está mal. No todo mundo puede ser Byron. Quizá el texto que mejor lo revela es “Nosmet”, incluido originalmente en el pascaliano Los juncos pensantes. Allí, a propósito de D’Anunzzio, otro dandy maldito, Montesquiou razona sobre la incomprensión que rodea a la individualidad y recurre a Goethe, a Baudelaire, a Leopardi y, cómo no, sobre todo a Stendhal, príncipe del Individualismo: “He vivido lo suficiente para saber que la diferencia engendra odio”, “No se engañe. Los hombres ven que no lo complacen dirigiéndole la palabra”, “No podía gustar, era demasiado diferente”, etc.

Sí, tal vez no fue, como a su idólatra le hubiera gustado, un gran crítico o un poeta inmortal, pero fue sin duda un devoto de la Belleza, a la vez discípulo y profesor, que en cierta forma es siempre efímera. Un solo verso suyo basta para explicarlo y justificarlo: “soy el soberano de las cosas transitorias…”.

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Roberto Calasso o el editor clásico

Leo La marca del editor de Roberto Calasso, el mítico editor y dueño de Adelphi (www.adelphi.it). En una edad de gerentes editoriales y meros vendedores de libros, Calasso es un editor a la antigua, alguien que entiende la edición como “un género literario”, por utilizar sus propias palabras, y, cosa más rara aún, un editor que es además un autor por derecho propio. Un editor que es un escritor o un escritor que es un editor. Rara vez los dos atributos coinciden.

En una época en que sellos editoriales otrora independientes y prestigiosos son sistemáticamente engullidos y sus catálogos degradados por los grandes consorcios trasnacionales, Calasso y Adelphi, como otros valientes editores y sus empresas, muestran que otra forma de editar sigue siendo posible. Una forma que es eminentemente personal, lo cual, en principio, parecería ser una obviedad (claro, idealmente un editor es un lector con gustos e ideas específicos que poco a poco va construyendo un catálogo que es su reflejo), pero que actualmente dista de serlo. Editores como Calasso no tienen una “política editorial” o “comercial”, tienen una poética. En sus textos, una palabra aparece una y otra vez: la palabra forma, el indicio más claro de la concepción eminentemente artística de la labor editorial. Sobre Aldo Manuzio, escribe: “fue el primero en concebir la edición como una forma. Forma en todas las direcciones: ante todo, obviamente, por la selección y la secuencia de los títulos publicados. También por los textos que los acompañaban… Después, por la forma tipográfica del libro y por sus características de objeto… la forma de un sello editorial se observa también en el modo en que sus diversos libros están juntos”. A diferencia de lo que haría un editor literario convencional (separar sus colecciones por género, por ejemplo: narrativa, poesía, ensayo, etc.), Calasso, en su emblemática Biblioteca Adelphi, ha mezclado sin reparo todos los géneros y, sin embargo, logrado que tenga una unidad, una coherencia, que salta a la vista. Así, aparecen sin problemas juntos, un número tras otro: Klossowski, Borges, Isaac Bashevis Singer y Aldo Manuzio, por poner unos ejemplos. Claro está que esta lógica interna solo puede darla a una colección o un sello un editor que tenga un criterio literario auténtico y personalísimo.

Dos amenazas, por lo menos, creo, se ciernen sobre la noble figura del editor clásico en estos tiempos: una, ya mencionada, la del mero gerente, administrador o mercadólogo metido a editor de libros, y al que únicamente preocupan las ventas y la publicidad; otra, típica del fenómeno –en sí loable y que representa la esperanza de la edición– de las editoriales independientes, del editor improvisado, de buenas intenciones, al que le pareció cool el oficio (todo mundo quiere editar algo, repite Calasso varias veces), pero que, alas!, no es muy lector que digamos y, por lo tanto, es imposible que llegue a tener la cultura y el juicio literarios que hacen al verdadero editor. Solo con ellos podrá realmente dejar su marca (es más bella la palabra italiana del original, por no estar contaminada de mercadotecnia: su impronta).

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Semblanza de Jacobo Siruela

En un futuro no muy lejano, alguien, parafraseando “El jardín de senderos que se bifurcan” de Borges –maestro y amigo de nuestro homenajeado, con quien preparó la memorable colección La Biblioteca de Babel–, podría decir: “Asombroso destino el de Jacobo Fitz-James Stuart, Martínez de Irujo, conde de Siruela. Nacido en Madrid, en 1954, en el seno de una de las más prominentes casas de la aristocracia europea, la casa de Alba; niño en un jardín simétrico del palacio de Liria; docto en vampiros y decadentes, en literatura fantástica, artúrica y en la interpretación infatigable de los sueños y la tradición hermética, diseñador gráfico, ensayista y jardinero. No abandonó nada de esto para construir una de las obras editoriales más importantes de la lengua española”.

Para los amantes de los libros, el nombre de Jacobo Siruela está asociado, no solo a la mítica editorial que bautizó con su apellido y a la más reciente Atalanta, sino, sobre todo, a una forma de entender la edición –que no es, en última instancia, sino una forma de entender la lectura– que está hecha de exigencia, escrupulosidad, pulcritud, curiosidad y un refinado buen gusto. Al último trecho del siglo XX y a este, inicial, del XXI, no les han faltado excelentes editores –Roberto Calasso, Jaume Vallcorba, Vladimir Dimitrijevic, entre otros– personas que han ejercido cabalmente el oficio de editar, que no lo confunden con una de las ramas de la administración y no se reducen a ser meros gerentes, que tienen un criterio editorial y literario personalísimo, y que entienden que fundar o dirigir una casa editora es, idealmente, compartir una visión del mundo con los lectores. Ahora bien, aun dentro de este selecto grupo, Jacobo Siruela ocupa un sitio aparte.

Tras estudiar en la Universidad Autónoma de Madrid, y con apenas veinticinco años, comenzó su carrera de editor, de manera singular e inesperada –marcando una pauta que habría de seguir toda su vida– con la publicación en 1980 de La muerte del rey Artur, anónimo de la materia de Bretaña del siglo XIII, en una exquisita edición para bibliófilos. Poco tiempo después vendría la fundación de Siruela y las célebres colecciones: El Ojo sin Párpado, la Biblioteca Medieval, los Libros del Tiempo, entre otras. Pocas editoriales, me atrevería a decir que ninguna, hizo tanto en su momento por la literatura fantástica y las letras medievales como Siruela. Me permitiré una brevísima confesión personal: yo fui un adolescente que descubrió la literatura fantástica en buena parte gracias al catálogo de Siruela, pero no solo eso; para mí y para muchos, significó también el descubrimiento de otra forma de concebir el libro, materialmente, gracias al esmero con el que estaban hechos, al cuidado de la tipografía, el papel, el diseño de las portadas, etc. Para generaciones de lectores en español, sin duda para mí y muchos otros, los libros de Siruela eran el máximo objeto del deseo, y aun hoy los atesoro como una moderna joya bibliográfica.

La aventura de Siruela se prolongó más de veinte años y después, en la cúspide del prestigio literario y aun comercial, Jacobo Siruela hizo lo que ninguna persona que se deja guiar por la prudencia ordinaria haría: dejó la editorial y empezó, de cero, un nuevo proyecto. Ya en ese caso, lo previsible habría sido seguir los exitosos pasos de la empresa anterior, pero ¿a quién le interesa repetir un éxito ya probado? Ciertamente no a Jacobo Siruela quien, una vez más, fue fiel al precepto del dandismo y el decadentismo: haz siempre lo contrario de lo que se espere de ti. Así, en el 2004, nació Atalanta, que es hoy una de las editoriales más importantes, y más hermosas, del mundo hispánico. En el camino, Jacobo Siruela abandonó la ajetreada vida en Madrid y, siguiendo el consejo de fray Luis de León, se alejó del mundanal ruido y fue a refugiarse a una masía en el Ampurdan, en Cataluña, en donde, en medio de tanto alboroto separatista, no veo por qué no habría de proclamarse un nuevo Condado de Siruela o, mejor aún, el Reino de Siruela.

Hasta hace no mucho, Jacobo Siruela era conocido, sobre todo, como un exquisito y discreto editor, pero, a raíz de la publicación, en 2010, de El mundo bajo los párpados, vasta investigación sobre el mundo onírico, y, más recientemente, de Libros, secretos, se ha puesto de relieve la que acaso sea su dimensión más profunda: la de ensayista y pensador original. En las antípodas de la idolatría tecnológica y la fascinación hueca por la innovación, Jacobo Siruela nos ha hecho ver que la Modernidad no es tan moderna como pensamos y que en su corazón hay elementos muy antiguos. No porque le de la espalda a lo moderno o a lo actual, al contrario, la suya es una verdadera lección de cómo, por citar una frase que le es cara, “aprender a ver las formas viejas con ojos nuevos”. De su abuelo se dijo que era “un hombre de alma antigua”. Sería fácil repetir el elogio refiriéndose a él, pero inexacto, porque Jacobo Siruela es un hombre de alma antigua y moderna, del presente, del único presente que vale la pena vivir, el que no ha perdido la memoria y que está firmemente enraizado en el pasado y la tradición.

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Breviario de escolios de Nicolás Gómez Dávila

Al leer a Nicolás Gómez Dávila (Colombia, 1913-1994), se tiene la impresión inmediata de estar frente a un clásico. La algarabía y la banalidad de la actualidad han quedado atrás, como un rumor de fondo casi inaudible; hemos entrado a espacios más amplios, reposados, en donde el tiempo transcurre de otro modo, más lento, y en donde la lectura y la escritura –en suma, la inteligencia– maduran sus frutos sin prisas y los entregan redondos, depurados, ajenos al tumulto y la precipitación del exterior (recuerdo ahora unos versos de Góngora sobre la maduración exacta: “la pera, de quien fue cuna dorada / la rubia paja y, pálida tutora, / la niega avara y pródiga la dora”).

En las antípodas del escritor ansioso de reconocimiento o del pensador que anhela la celebridad, Gómez Dávila construyó casi en secreto durante cuarenta años (su primera publicación, por cierto hecha en México, data de 1954) la que hoy resulta claro que es una de las obras más originales y profundas del pensamiento y el idioma español del siglo XX. Como Marco Aurelio, como Montaigne, no se prodigó en diversos libros y concentró prácticamente todos sus esfuerzos en uno solo, dado a conocer con discreción a lo largo de los años en varios volúmenes: Escolios a un texto implícito (1977-1992), ya publicados en su momento por Atalanta, del que este Breviario es un muestrario. Si ya de por sí los Escolios son la quintaesencia de un pensamiento, este libro es como la quintaesencia de la quintaesencia.

El escolio es un comentario a un texto (del latín medieval scholium, que deriva del griego σχολή, de donde vienen ‘escuela’ y ‘escolástico’, lo que no deja de ser paradójico considerando la animadversión de Gómez Dávila, no exenta de razones, hacia la universidad y la escolástica). En principio, el escolio no es muy largo, es una nota, aunque ya sabemos que hay notas al pie que pueden extenderse indefinidamente (Anthony Grafton tiene un estupendo librito al respecto, Los orígenes trágicos de la erudición). Sin embargo, el escolio, en rigor, debería ser lo más puntual posible, no un vanidoso despliegue de erudición. En su mejor forma, el escolio debería ser prácticamente un aforismo, y eso es precisamente lo que son los escolios de Gómez Dávila. El aforismo, pese a su apariencia sencilla, es un género extremadamente arduo, propio de inteligencias excepcionales (y, cuando un necio se atreve con él, pocos géneros exhiben tan fácilmente su tontería). En español no abundan los aforistas, pero existe una autoridad incontestable, Baltasar Gracián, admirado por Schopenhauer y Nietzsche, que también practicaron el género. La genealogía aforística de Gómez Dávila no se limita a una sola tradición nacional o lingüística y es íntegramente europea u occidental. A los autores de lengua alemana ya citados, habría que agregar el nombre de Lichtenberg, pero también a los franceses Pascal y La Rochefoucauld, y al italiano Leopardi.

Nicolás Gómez Dávila fue un pensador sólidamente reaccionario (“reaccionario auténtico”, hubiera dicho él, ya veremos lo que entendía por esto). Esta palabra sigue siendo, para muchos, anatema. Fascinado aún por el mito ilustrado y decimonónico del progreso, prácticamente todo biempensante moderno se considera y declara progresista. ¿Qué es ser un progresista? Digamos, en términos generales, que es alguien que quiere ir hacia adelante, que quiere avanzar y, más importante aún, que tiende a creer que todo aquello que está por delante es necesariamente mejor que lo que se ha dejado atrás. Un reaccionario, por el contrario (y otra vez en términos generales), es alguien que quiere regresar a un estado anterior de las cosas, que juzga preferible. Desde luego, ser enteramente un progresista o enteramente un reaccionario son en el fondo dos formas muy parecidas de la irracionalidad (aunque en este momento de la historia y desde hace, por lo menos, un par de siglos, la necedad dominante sea la progresista). Supongamos un caminante en una senda cualquiera; ha caminado mucho y visto varios tipos de paisaje. Supongamos que de pronto pensara: “todo lo que esté por delante debe ser necesariamente mejor que lo que he dejado atrás”, o bien, “lo que dejé atrás es por necesidad mejor que lo que está adelante”. ¿No nos parecerían ambos juicios un tanto infundados? ¿Cómo saberlo con certeza? Es probable que por delante encuentre algunas cosas mejores y otras peores, pero difícilmente que todo sea absolutamente mejor o peor. La necedad moderna, como ya observé, es abrumadoramente de corte progresista, y es por eso la más necesitada de crítica, y la que de hecho vuelve atractivos algunos planteamientos conservadores o reaccionarios.

Ahora bien, el reaccionarismo de Gómez Dávila no es, desde luego, un simple reaccionarismo político o social de quien añora privilegios perdidos, y posee una causa mucho más profunda. Aquí es cuando resulta indispensable la lectura de uno de los pocos textos “largos” (unas cuantas páginas) del autor, el ensayo “El reaccionario auténtico”. Allí, Gómez Dávila confronta la figura del reaccionario a la de dos tipos de progresistas, el radical y el liberal. El primero, que identifica razón y necesidad y considera la historia como epifanía de la razón, reprocha al reaccionario que condene un hecho que debe ser admitido como necesario; el segundo, para el que razón es libertad y piensa la historia como realización de dicha libertad, que, si no está de acuerdo, se resigne y no actúe en contra. Pero el “reaccionario auténtico” de Gómez Dávila está más allá de estas disputas porque su razón de ser está fuera de la historia; no es ni siquiera un conservador, pues este mira al pasado, o sea, a la historia. Para decirlo de una vez y con sus propias palabras: “el reaccionario escapa a la servidumbre de la historia, porque persigue en la selva humana la huella de pasos divinos… el reaccionario no es el soñador nostálgico de pasados abolidos, sino el cazador de sombras sagradas sobre las colinas eternas”. Esa idea divina es la piedra fundacional de todo el reaccionarismo gómezdaviliano.

Hay otro sentido, más básico, en que Gómez Dávila es un reaccionario. Este, en principio, es aquel que reacciona al acto de otro. Y los Escolios son básicamente eso: reacciones a los dichos e ideas de otros, de Platón en adelante, cubriendo prácticamente toda la cultura occidental. Gómez Dávila, es fama, se pasó buena parte de su vida encerrado en su biblioteca bogotana de más de treinta mil volúmenes leyendo atentamente a los principales autores, dialogando con ellos, y haciéndoles observaciones, reaccionando a ellos, comentándolos. El escoliasta es, ante todo, un lector que reacciona. El célebre y misterioso texto implícito al que hace referencia el título de su obra es, quizá, el compuesto por todas las mayores obras del pensamiento occidental. Leyéndolo, no pude dejar de recordar un fragmento del Libro del desasosiego de Pessoa: “todo cuanto el hombre expone o expresa es una nota al margen de un texto completamente apagado. Más o menos, por el sentido de la nota, extraemos el sentido que había de ser el del texto; pero queda siempre una duda, y son muchos los sentidos posibles”.

Fernando Savater, un progresista diametralmente opuesto al colombiano, se admiraba de cómo, no compartiendo prácticamente ninguno de sus axiomas, podía estar de acuerdo en tantas de sus conclusiones. Pero es que no hace falta compartir la fe de Gómez Dávila para compartir muchas de sus críticas a la Modernidad, algunas de las cuales pueden hacerse desde un punto de vista estrictamente antiguo, clásico. En lo personal, repudio también varios de sus fundamentos, empezando por la creencia en el pecado original, quizá la ocurrencia más nociva y absurda que ha tenido el hombre (y que, como en Pascal, no es más que una petición de principio), pero no es difícil concordar con las críticas al mundo en que vivimos.

El Breviario de escolios, abierto en cualquier página al azar, nos depara varios hallazgos memorables. Para concluir esta reseña, que no pretende otra cosa que ser una invitación a Gómez Dávila, transcribo una decena, de los más breves, para que el lector se de una idea:

 

“Aducir la belleza de una cosa en su defensa, irrita al alma plebeya”.

 

“Las ideas confusas y los estanques turbios parecen profundos”.

 

“Llamamos egoísta a quien no se sacrifica a nuestro egoísmo”.

 

“Dudar del progreso es el único progreso”.

 

“El pueblo no elige a quien lo cura, sino a quien lo droga”.

 

“El escepticismo es la humildad de la inteligencia”.

 

“Todo escritor comenta indefinidamente su breve texto original”.

 

“La virtud que no duda de sí misma culmina en atentados contra el mundo”.

 

“La serenidad es el fruto de la incertidumbre aceptada”.

 

“Hay que escribir en voz baja”.

 

Publicado originalmente en http://www.criticismo.com/breviario-de-escolios/

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Gómez Dávila sobre la lectura y la escritura

Leo, con admiración y asintiendo a cada instante, el extraordinario Breviario de escolios de Nicolás Gómez Dávila (Colombia, 1913-1994), uno de esos casi secretos pensadores latinoamericanos cuyos aforismos no son inferiores a los de Lichtenberg o Leopardi. A reserva de tratarlo más extensamente en una próxima reseña, transcribo por ahora únicamente algunos aforismos sobre la lectura y la escritura:

 

“Las frases son piedrecillas que el escritor arroja en el alma del lector. El diámetro de las ondas concéntricas que desplazan depende de las dimensiones del estanque”.

 

“Todo escritor comenta indefinidamente su breve texto original”.

 

“Solo el texto mediocre se deja leer si haber sido previamente adivinado”.

 

“Tal vez no haya necedad parecida a la de pasar la vida leyendo a escritores mediocres porque son nuestros contemporáneos”.

 

“Los tres enemigos de la literatura son: el periodismo, la sociología, la ética”.

 

“Seamos livresques, es decir: sepamos preferir a nuestra limitada experiencia individual la experiencia acumulada en una tradición milenaria”.

 

“Sentirnos capaces de leer textos literarios con imparcialidad de profesor es confesar que la literatura dejó de gustarnos”.

 

“Hay que escribir en voz baja”.

 

“La literatura no perece porque nadie escriba, sino cuando todos escriben”.

 

“Literatura es lo que nuestra adolescencia ha leído. Lo demás es erudición”.

 

“Hay un analfabetismo del alma que ningún diploma cura”.

 

“Lector auténtico es el que lee por placer los libros que los demás solo estudian”.

 

“Los grandes libros se defienden no pareciéndole grandes al lector que no eligen”.

 

“Lo libros tienen destino aciago: o los olvidan, o los estudian”.

 

“Sin lector inteligente no hay texto sutil”.

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Cyril Connolly

Leí hace tiempo la Obra selecta de Cyril Connolly que Lumen publicó años atrás (Lumen, en donde, como en tantos otros sellos editoriales antes de un prestigio inmaculado, hoy, gracias a los grandes consorcios de que forman parte, los buenos autores conviven con la basura más deplorable). Me confirmó una de mis íntimas convicciones: el crítico literario, para sobrevivir, debe ser algo más que un crítico; debe, por lo menos, hacer crítica de otra forma. Enemigos de la promesa es buen libro, un libro original en su mezcla de crítica y autobiografía (quizá habría que haberlas imbricado más y no separarlas tanto en dos secciones), pero La tumba sin sosiego –traducción más afortunada que La tumba inquieta– es una obra maestra, la obra que justificó y seguirá justificando a Connolly.

¿Qué es La tumba sin sosiego? Un ensayo escrito en fragmentos (ya desde aquí bastante moderno), un cuaderno de notas, un diario sin fechas, un libro de aforismos, una obra de crítica, pero no solo de crítica… una obra única. En Connolly, cosa hoy rarísima, convivían una formación académica clásica (clásica en serio: ¿cuántos críticos hoy leen a Horacio o Virgilio en latín?) y un lector absolutamente moderno y contemporáneo. Poseía una completísima consciencia histórica de la literatura, otro rasgo hoy poco común. Palinuro, su alter ego, es un hombre que combina la fe en el hombre y el hedonismo con el pesimismo y la ansiedad. La tumba sin sosiego es la obra de la crisis del mezzo cammin, una obra de la sabiduría, algo desesperada, de la madurez y la experiencia. Me dan ganas de citarla entera, pero escojo algunos fragmentos:

“Cuantos más libros leemos, antes nos damos cuenta de que la verdadera misión de un escritor es crear una obra maestra, y que ninguna otra tarea tiene la menor importancia”.

“Solo hay dos maneras de ser un buen escritor (el único tipo de escritor que merece la pena ser): una manera es, como Homero, Shakespeare o Goethe, aceptar la vida por completo; la otra (la de Pascal, Proust, Leopardi o Baudelaire) es negarse a perder de jamás de vista sus horrores. Hay que ser Próspero o Calibán”.

“¿Acaso los solitarios, los castos, los ascéticos, que a estas alturas llevan viviendo entre nosotros tres mil años, han demostrado alguna vez tener razón?”

“Dentro de todo hombre obeso hay uno delgado que gesticula violentamente para que le dejen salir”.

“Debo tanto mi felicidad como mi tristeza al amor del placer; del sexo, los viajes, la lectura, la conversación (oírme hablar a mí mismo), la comida, la bebida, los habanos y los baños de agua caliente. La realidad es lo que queda cuando estos placeres, junto a la esperanza del futuro, el arrepentimiento del pasado, la vanidad del presente y todo lo que compone el aroma del yo son extraídos de la burbuja de aire en la que vivo”.

“Diez de septiembre: Magnificencia plena del otoño; las tiras verdes y doradas de los plátanos ondean transparentes contra el alto cielo radiante. Resolución de cumpleaños: De ahora en adelante, especializarme: nunca más hacer concesión alguna al noventa y nueve por ciento de ti que es igual que todos los demás a expensas del uno por ciento que es único. No escuchar nunca al falso Yo cuando habla”.

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El ángel literario de Eduardo Halfon

Leo El ángel literario del guatemalteco Eduardo Halfon, comprado hace mucho y leído hasta ahora. Mezcla afortunada de relatos, ensayo, diario o cuadernos de notas, el libro gira alrededor del origen de la escritura: ¿en qué momento y cómo alguien se vuelve escritor? Para esto, Halfon recrea esos momentos en los casos de Herman Hesse, Raymond Chandler, Hemingway, Piglia y Nabokov, con referencias a muchos otros. Los cuentos son repentinamente interrumpidos por las cavilosas reflexiones del narrador en torno al tema. El primer relato, “Hacía falta la magia”, centrado en Hesse niño, es magistral, y quizá solo le sobran precisamente algunas de las reflexiones metanarrativas, a veces más bien forzadas.

El libro, publicado originalmente en 2004, lleva la marca indeleble de Bolaño y, sobre todo, de Vila-Matas, hasta un grado casi caricaturesco. Un caso claro de vilamatitis (y sobre los riesgos de imitar al escritor catalán, rigurosamente inimitable, ya se pronunció él mismo: “nadie escribe como yo”). Mientras avanzaba, pensaba que El ángel literario era una suerte de revés de Bartleby y compañía, una obra sobre los escritores del sí. Por fortuna, el propio Halfón lo declara a la mitad de la obra. Tras el extraordinario inicio con el cuento de Hesse, el resto declina un poco. El libro es, quizá, un ejemplo de los excesos de la metaliteratura (y eso que yo tengo abierta simpatía por esta). Ya Vila-Matas y Piglia son metaliteratura, esto vendría a ser la meta-metaliteratura, y a ratos de plano algo chirria. Se percibe a ratos una cierta falsedad y un cierto afán de posar entre tanta “fatiga” literaria: “sin pedir permiso ni perdón el ángel literario se asoma, nos eleva efímeramente hacia algunos paraísos y nos arrastra hacia nuestros propios infiernos, y eso es todo, y a la mierda”. ¿Sufre tanto el autor? Excesos aparte, Halfon parece un narrador de raza, de prosa escrupulosa y cuidada. Tengo entendido que en sus otros libros, que espero leer pronto, cultivó más la veta memorialística-ficticia y aligeró un poco la carga meta-metaliteraria.

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Críticos y pirómanos: La utilidad del deseo de Juan Villoro

Hay escritores –quiero decir poetas, narradores, dramaturgos, etc.– que son también notables críticos. Desde luego, no siempre es el caso, pues igualmente hay escritores que en ningún momento sienten la necesidad de dar testimonio de sus autores y obras favoritos. En ocasiones, la crítica literaria del escritor-crítico está supeditada a sus designios creativos y sirve, sobre todo, para entender su propia obra, no tanto la ajena (suele suceder con los muy grandes: cuando Tolstoi escribe sobre Shakespeare, por ejemplo, en realidad escribe sobre Tolstoi). A veces, sin embargo, el creador lleva dentro de sí un verdadero crítico, alguien que, al mismo tiempo que realiza una lectura comprometida y personal de una obra, no subordina esta a un fin individual y busca, ante todo, su mejor comprensión sin otro propósito que el de ofrecer su interpretación a otros lectores. Es la mejor clase de crítica: la que nace de la admiración y el entusiasmo e intenta compartirlos. Es, en todo caso, la que ha elegido practicar Juan Villoro en La utilidad del deseo, como antes enEfectos personales y De eso se trata.

Villoro escribe una de las mejores críticas literarias en español y podría haberse dedicado enteramente a ella, pero, claro, quién quiere ser comentarista cuando se puede ser futbolista, por recurrir a una de sus pasiones como metáfora; menos aún cuando se puede ser futbolista y comentarista. En las primeras décadas de este siglo, y tras las desapariciones de Paz, Monsiváis y Fuentes, Villoro fue emergiendo como una de las figuras de referencia de la literatura mexicana. Carismático y con gran facilidad de palabra, en algún momento parecía imposible voltear a cualquier lado y no verlo: Villoro, en la televisión, comentando el Mundial o explicando las pirámides de Teotihuacan; publicando incansablemente artículos en los periódicos; acompañando a los zapatistas; presentando un nuevo libro de crónicas o cuentos; apadrinando a jóvenes narradores; ingresando a El Colegio Nacional; estrenando obras de teatro; presentándose en el Vive Latino; tuiteando aforismos; redactando la Constitución de la Ciudad de México, etc. Sobra decir que esta casi omnipresencia implica beneficios y también algunos peligros. Uno de ellos es que el personaje opaque al escritor y la obra. Su proverbial ingenio provoca, en ocasiones, un fenómeno similar al que él mismo observa en Monsiváis en uno de los ensayos recogidos en este libro: “en su condición de humorista, corrió el albur de ser visto como un ‘hombre de ocurrencias y no de ideas’, según señaló Octavio Paz en la célebre polémica que sostuvieron en 1977. En ocasiones, el humor despierta a la reflexión; en otras, la inhibe”. Así como el público de Monsiváis a veces ya solo esperaba el chiste y estaba predispuesto a reírse de lo que fuera, así el público de Villoro a veces parece ya solo aguardar el comentario ingenioso y la frase brillante.

En La utilidad del deseo están algunas de las mejores páginas que ha escrito, no solo de crítica, y yo pondría este libro junto a los otros suyos que prefiero: El testigo y Llamadas de Ámsterdam, dos obras maestras de la novela en los extremos del género, y el libro de cuentos La casa pierde. El ensayo de crítica literaria es un género arduo que es necesario dominar con maestría para hacerlo atractivo al lector. Arranca, de entrada, con un hándicap: ¿por qué alguien habría de ponerse a leer un texto que trata de otro texto cuando podría perfectamente ponerse a leer una novela, un cuento o un poema? ¿No sería, de hecho, mucho más razonable? Creo, sin embargo, que habría por lo menos dos razones para justificar la lectura de un texto crítico: que nos descubra una obra que ignorábamos o nos haga comprender mejor una que ya conocíamos, y que esté tan bien escrito como el texto de creación, que sea él mismo literatura. Ambas condiciones se cumplen aquí. Uno quiere correr a releer a los rusos después de “Las palabras de los héroes. Apuntes sobre literatura rusa” o los textos sobre Gógol y Dostoievski; ve bajo una nueva luz a López Velarde y Joyce tras la lectura de “ ‘Históricas pequeñeces’. Vertientes narrativas en Ramón López Velarde”, con su magnífico final, digno del mejor relato. En definitiva, solo la forma puede transformar a la crítica literaria en literatura. Villoro sabe ir al fondo de un texto, analizarlo e iluminarlo sin recurrir a abstrusas teorías ni utilizar una jerga críptica y pseudocientífica, como tanto gusta a cierta crítica, especialmente académica, cuya inanidad se disfraza de oscuridad y falsa sofisticación. Mucho podrían aprender los críticos de la lección de profundidad y claridad que encierra este libro.

Por esta misma excelencia, llama la atención que su autor asuma a veces posiciones de un cierto populismo cultural-literario, de un igualitarismo políticamente correcto (no vaya alguien a pensar, dios me libre, que somos unoselitistas), como cuando declaró hace poco en estas mismas páginas a propósito de la idea de canon: «la idea del canon es una idea imperial de Bloom y toda noción de canon es autoritaria. Los lectores debemos apelar a hacer lecturas más horizontales y menos verticales; me parece que uno de los grandes déficits de la crítica es que se funda en exceso en la noción de jerarquía». Por supuesto que toda noción de canon, como de clásico y tradición, tiene algo de autoritaria (no porque se base exclusivamente en un principio de autoridad y quiera imponerse a la fuerza, sino porque exige, de entrada, un cierto reconocimiento cuya justificación debe verificarse luego en la lectura). No hay auctor sin auctoritas, y esta es siempre vertical. No hay crítica literaria sin noción de jerarquía y, de hecho, si la crítica actual presenta un déficit es justamente el ocasionado por la erosión de dicha idea (no hay que discriminar a nadie; todos los escritores y las obras son dignos de la misma atención, especialmente aquellos a los que nunca se les ha prestado atención, etc.). No hay, sin embargo, de qué preocuparse porque, en los hechos, la crítica que ejerce Villoro obedece a las ideas de canon, autoridad y jerarquía, y es sobresaliente en buena parte por eso.

En el prólogo, recordando el origen boscoso de los libros y los separadores de madera, Villoro reflexiona: “escribo de otros con una ilusión parecida, pensando que deben ser leídos y, algo aún más desmesurado, que acaso lo serán por lo que aquí se dice. Lo que sale del bosque, regresa al bosque. Leer libros: una forma de que arda la madera”. Así es: la literatura prende el fuego y provoca el incendio; es la honrosa misión de la crítica propagarlo.

Publicado originalmente en http://www.letraslibres.com/mexico/revista/criticos-y-piromanos

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Luis Antonio de Villena: En afán desmedido

La lectura extemporánea de Corsarios de guante amarillo de Luis Antonio de Villena, reunión de ensayos sobre el dandysmo publicada originalmente en 1983, atrajo mi atención sobre En afán desmedido, reciente antología de su poesía (esta fue objeto hace algunos años de otra recopilación en el Fondo de Cultura Económica cuyo título, Honor de los vencidos, remite a una de las obsesiones de Villena, la derrota, sobre la que, como veremos, ha construido una poética). La lectura de ambos libros se complementa pues Villena, en realidad, nunca ha abandonado el dandysmo y quizá sea este la marca más perdurable de su obra o, en todo caso, su marco estético. No parece haber, en la literatura hispánica contemporánea, muchos otros escritores que hayan demostrado tanto interés en la elusiva figura del dandy (una de las probables etimologías de la palabra, como recuerda el propio autor, remite al movimiento de un lado a otro de una embarcación o un carruaje, lo que querría decir que el dandysmo es, ante todo, unritmo, o sea, una música, una poesía vital).

Quizá convenga, entonces, comenzar por examinar la concepción villeniana del dandysmo para entender mejor su poesía. Si bien este es un fenómeno histórico que surgió en Inglaterra a principios del siglo XIX con la icónica figura del BeauBrummell –bello y hueco, como hizo notar maliciosamente Byron al observar que las corbatas de Brummell habían tenido más ideas que él– y que se profundizó luego en Francia con practicantes y teóricos del dandysmo como Baudelaire y Barbey d’Aurevilly, Villena apunta atinadamente a una actitud vital intemporal que es ya, esencialmente, dandy, desde la Antigüedad misma, y pone como ejemplos a Alcibíades y a Catilina (y Julio César, quién lo duda, tuvo también visos de dandy antes de convertirse en César). La caracterización del primero sirve para todo el género: “Alcibíades es un dandy porque la gente le desea y le aborrece a un tiempo. Su vida es una actitud, un estilo ­–individual– y una victoria. Epata, repele y seduce. Le interesa más deslumbrar que gustar. Puede ser criticado –y lo es–, pero siempre fascina”. Amado y odiado, el dandy nunca resulta indiferente. Es un rebelde en el plano metafísico y social; en el primero, porque se alinea con el mal, como el Don Juan de Baudelaire (acaso Luzbel haya sido el primer dandy), y, en el segundo, porque rechaza las normas y convenciones que mansamente acata la mayor parte de la sociedad. Byron, Wilde, Baudelaire, etc., todo verdadero dandy ha sido un proscrito. Quizá el rasgo definitivo del personaje sea una radical y orgullosa individualidad. Lo que en el fondo se le reprocha es su inocultable diferencia: ¿quién es este, que no es un gris mediocre como nosotros?

Dandysmo no es mero sinónimo de elegancia o buen vestir, como tristemente se confunde a veces, lo que haría de cualquier banquero o político bien vestido un dandy. El verdadero dandy suele ser elegante, pero esta es solo la apariencia exterior. El hábito no hace al monje ni el traje al dandy. El dandysmo está, ante todo, en un temperamento, una actitud. Una de las definiciones más ineptas de la palabra ‘dandy’ es cortesía de la Real Academia Española, donde al parecer no hay ninguno (aunque por ahí esté Javier Marías, no exento de dandysmo): “hombre que se distingue por su extremada elegancia y buenos modales”. Quizá sea peor lo segundo que lo primero, pues el dandy, que puede poseer maneras exquisitas para ciertas cosas, suele ser, como sostiene Villena, además de egocéntrico e impasible, un gran impertinente, alguien que incomoda y causa escozor a las personas de buenas costumbres y, diríamos hoy, políticamente correctas. Baste recordar lo que ocurría cuando Beckford o Byron irrumpían en un salón.

El dandy privilegia la estética a la ética o funde ambas, indisolublemente. Es, antes que nada, el hombre del instante, del goce presente, el hedonista irredento (el seductor kierkegardiano, modelo de la etapa estética, es dandy hasta la médula). No se ilusiona, sabe que el presente se nos escapa entre las manos, que todo placer es efímero, que lo que queda en la memoria apenas cuenta, pero lo acepta así y no por ello dejará de buscarlo, en un permanente proceso de renovación que no le conducirá a ninguna parte, pero que se justifica a sí mismo en cada momento de singular intensidad. El dandy apurará la copa de la vida hasta que no quede nada.

Quizá de esta consciencia de lo efímero es que nace en su interior el famoso sol negro de la melancolía. Villena insiste, no sé si demasiado, en este punto: el dandy es siempre un melancólico, “il n’y a pas de dandy heureux”. Por supuesto que siempre hay en el dandysmo un fondo de melancolía, pero creo que esto es más cierto del específicamente villeniano que del fenómeno en general. Pensemos, por ejemplo, en Stendhal y algunos de sus personajes, que conjuntaban los rasgos del dandy y la búsqueda constante –y eventual posesión, así fuera pasajera– de le bonheur, miembros por partida doble de the happy few. Cyril Connoly, que algo entendía de dandysmo, lo vio claramente en Enemigos de la promesa: “el dandysmo, pese a sus raíces en el status quo y su tendencia al pesimismo, es una posición defendible, puesto que cualquier posición de la que se demuestre que puede producir buena literatura es defendible, siempre que el escritor cuente con una alegría natural, constitucional, que dé fe de su lirismo”.

El dandy, aristócrata del espíritu, se opone a la vulgaridad democrática y capitalista. El dandysmo es, en parte, reacción en contra del ideal político que pretende igualar a todo el mundo y que deriva de la Revolución Francesa (todos somos iguales; más aún, todos somos hermanos; el dandy, impertinente y arrogante, se permitirá disentir). Al capitalismo se opone en la medida en que este se rige por los criterios de utilidad, productividad y ganancia, y el dandy reivindica la ociosidad y la gratuidad, la belleza inútil (simbolizada en la corbata o la flor en el ojal). ¿Cuánto cuesta?, ¿qué produce?, ¿para qué sirve?, etc., son las herejías de la religión dandy. Idealmente, su practicante no hace nada, al menos nada productivoen términos mercantiles. Un viejo aristócrata francés, interrogado por sus actividades, contestaba indignado: “Moi, monsieur, je ne fais rien, je ne fais rien”.

La ética hasta aquí esbozada es la que se despliega en los poemas de En afán desmedido, de principio a fin. Aunque Villena, que nació en 1951, ha experimentado obviamente una evolución poética desde Sublime solarium (1971) hasta Imágenes en fuga de esplendor y tristeza (2016), es fundamentalmente el mismo poeta dandy. En la nota que precede a la antología, “Ideas sobre mí mismo”, traza a vuelo de pájaro algunas de sus principales referencias: Baudelaire, Verlaine, Eliot, Pound, Aleixandre, Lorca, Guillén, Cernuda, Paz… Quizá no hubiera estado de más que el antologador, Jorge Lobillo, indicara en alguna parte la procedencia de cada poema, pero hay que reconocer el tino de su selección. Cada texto incluido enEn afán desmedido es memorable.

A los críticos les gusta hablar de culturalismo al referirse a la poesía de Villena, lo que sencillamente quiere decir que abunda en referencias culturales y literarias, y remite constantemente a otros escritores y artistas. Como toda poesía moderna –posmoderna, si el lector quiere–, la de Villena se sabe literaria y es hiperconsciente de la tradición. En los primeros poemas, algunos de ellos escritos en prosa, figuran, por ejemplo, Alan de Lille, Jean Móreas, Kavafis, F. S. Fitzgerald y Marilyn Monroe. Uno de los mejores, “The beautiful and damned”, que evoca la vida de ese meteoro que fue el novelista norteamericano, sienta la premisa del resto de la obra villeniana: “¿Qué hacer? Fue corto el esplendor y es larga la caída. Y si el espejo devuelve aún perfección, no es ya hierba, sino árbol. Somos un aluvión de noches y bajeles en ruinas, y la palabra engaña como engañan los labios. Cae la belleza como el cadete que tiñe de sangre su guerrera en la batalla. Pero no es esa muerte el esplendor, sino el cuerpo que vuelve y el recuerdo que observa. La belleza es una perenne derrota que triunfa”. La última frase condensa la poética villeniana, esa poética en torno a la derrota a la que aludí al principio: la belleza es frágil y efímera, está condenada a perecer, pero si ha sido real, aunque haya durado solo un instante, es –no hay otra manera de decirlo– una derrota victoriosa.

El arte de vivir villeniano aparece cifrado en el poema que se titula, precisamente, “Un arte de vida”, y que podría servir como credo del dandysmo: “Vivir sin hacer nada. Cuidar lo que no importa, / tu corbata de tarde, la carta que le escribes / a un amigo, la opinión sobre un lienzo, que dirás / en la charla, pero que no tendrás el torpe gusto / de pretender escrita. Beber, que es un placer efímero. / Amar el sol y desear veranos, y el invierno / lentísimo que invita a la nostalgia (¿de dónde / esa nostalgia?). Salir todas las noches, arreglarte / el foulard con cariño esmerado ante el espejo, / embriagarte en belleza cuanto puedas, perseguir / y anhelar jóvenes cuerpos […] Del día que vendrá no sabes nada. (No consultas / oráculos.) Te quemarán hastíos y emociones, / tertulias y bellezas, las rosas de un banquete / suntuario, y las viejas callejas, donde se siente / todo, en el verano, como un aroma intenso. / Vivir sin hacer nada. Cuidar lo que no importa. / Y si todo va mal, si al final todo es duro, / como Verlaine, saber ser el rey de un palacio de invierno”. Aquí está todo: el ocio, la gratuidad, el esteticismo, el eros, el hedonismo y el triunfo en la derrota del dandy.

Pero Villena no es solo un poeta dandy, sino un poeta humanista, en el más riguroso sentido de la palabra, o sea, el de familiarizado con las letras grecolatinas (uno de los libros más simpáticos del autor en su faceta de ensayista es la Biblioteca de clásicos para uso de modernos). Más importante aún, posee un genuino temperamento helénico y latino: pagano, al mismo tiempo filosófico y sensual, horaciano. Ambos rasgos pueden apreciarse en un poema como “El sueño del humanista”. El que habla es Erasmo, que nunca pudo resolver del todo el conflicto entre la cultura clásica y la fe cristiana, y que al final de su vida lamenta no haber vivido más como los antiguos poetas y confiesa la verdadera esencia humanista, clásica, no cristiana: “El humanismo / no es esa teológica obsesión del Norte, sino aquel placer, / aquella osadía de vivir lo leído, aquel apurar lo bello / que sueño hoy, al borde de la muerte, y que nunca he vivido…”. Hoy, desafortunadamente, toda forma de humanismo, tanto pagano como religioso, se antoja más bien una reliquia.

En afán desmedido casi termina, y es justo, con un poema dedicado a Oscar Wilde, el espíritu tutelar de Villena. No creo que el autor de El retrato de Dorian Gray haya tenido, en el ámbito hispánico, muchos mejores lectores que el escritor madrileño. No se trata, claro está, de una lectura entre otras más o menos memorables, sino de una verdadera piedra de toque, una forma de autoconocimiento. Villena ha leído a Wilde, pero, sobre todo, ha sido leído por él, o sea, se ha conocido a sí mismo en clave wildeana. Esta clase de relación personalísima con un autor da derecho a algo más que la admiración: “… Soy / tu amigo, lo sabes, desde que era adolescente. Te entiendo / como a mí mismo (mucho e imperfectamente) pero / sabemos que no hay disimulo […] Me diste tanto, querido, que a menudo / me cuesta explicar que yo no soy solo tu lector / –también– / sino esencialmente tu amigo, porque hemos hablado y me lo / has dicho todo: escribir y vivir son aventuras de arte”.

Luis Antonio de Villena se acerca a los setenta años (no suele el dandy llegar a viejo, pero ahí están los casos de Barbey d’Aurevilly o su admirado William Beckford, el Beau Satan, que sobrepasaron los ochenta). Gafas con armazones de color, gruesos anillos en los dedos, infaltable foulard alrededor del cuello, sol negro de la melancolía –si él insiste–, pero con la consciencia de haber vivido y creado una obra, el poeta dandy se dispone, impertérrito, a contemplar el crepúsculo.

Publicado en http://www.criticismo.com/en-afan-desmedido/

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