Vida de Henry Brulard (II)

Stendhal está a punto de cumplir cincuenta años y se dispone a conocerse: “¿qué he sido?, ¿qué soy?… Paso por ser un hombre de mucho ingenio y bastante insensible, hasta inmoral, y veo que he estado ocupado constantemente por desdichas amorosas”. El cincuentón Beyle, pues, se propone examinarse y para ello recurrirá al ejercicio de la memoria. El repaso de su vida, desde su más tierna infancia, habrá de revelarle cómo llegó a ser el que es. Le molesta la cantidad de veces que tendrá que usar el “yo”; teme recordar a Chateaubriand, “ese rey de egotistas”. No lo sabe, desde luego, pero le quedan solo nueve años de vida, pues morirá en 1842, antes de cumplir los sesenta (providencial coincidencia: morirá a la misma edad que Montaigne, ese otro gran apologista de la vida y la felicidad, su hermano espiritual).

*

Fallecida su madre, el pequeño Henry queda en manos de su padre (personaje sombrío, frío, reaccionario), su tía Séraphie (fanática religiosa) y un feroz tutor jesuita. Comienza, entonces, la denominada tiranía Raillane, que amargará su infancia. Allí nace su profundo odio por la opresión, por la religión, por la mojigatería, por la hipocresía. Solo en su abuelo (un médico culto, bonachón, pero débil de carácter) encontrará algún consuelo. Y en los libros, claro. Una lectura sobresale entre todas: “Don Quijote me hizo morir de risa. Recuérdese que desde la muerte de mi pobre madre yo no había reído; fui víctima de la educación religiosa y aristocrática más escrupulosa… ¡Júzguese el efecto de Don Quijote en medio de tan horrible tristeza! El descubrimiento de ese libro… es quizá el mayor acontecimiento de mi vida”.

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Vida de Henry Brulard (I)

Para terminar el año, vuelvo a Stendhal, la Vida de Henry Brulard. Era Leonardo Sciascia, si mal no recuerdo, eminente stendhaliano y autor de un libro titulado Adorable Stendhal, el que sostenía que la pasión por Beyle tenía tres etapas: en la primera se estaba convencido de que lo mejor era Rojo y negro; en la segunda, se caía en la cuenta que era La cartuja, pero en la tercera quedaba claro que no había más que el Henry Brulard. No sé si sea rigurosamente cierto, pero habría razones para argumentar a favor de este último. El incipites stendhaliano hasta la médula: “Me encontraba esta mañana, 16 de octubre de 1852, en San Pietro, sobre el monte Janículo, en Roma; hacía un sol magnífico. Un ligero viento de siroco apenas sensible hacía flotar algunas nubecillas por encima del monte Albano, un calor delicioso reinaba en la atmósfera: era feliz de estar vivo”. Varios de los mejores rasgos del carácter de Stendhal están en estos renglones: su individualismo, su autosuficiencia, su gusto por el paseo, su capacidad para apreciar la naturaleza y disfrutar los placeres sensuales y, sobre todo, su buena disposición para la felicidad. Todo Stendhal –y ésta es sin duda su mayor virtud– es una gran celebración de la vida (Sciascia tenía razón: adorable, adorable Stendhal).

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Autorretrato de familia con perro de Álvaro Uribe

“¿Dónde se está mejor que en familia?”, se preguntaba retóricamente el padre de Marguerite Yourcenar, para inmediatamente añadir: “en cualquier parte”. La broma sirve para ilustrar la última novela de Álvaro Uribe. No es la primera vez que desciende al infierno de lo doméstico; lo había hecho ya, memorablemente, en El taller del tiempo, centrada en la carnicería de la relación padre-hijo, y toca ahora turno a la fraternidad y al más sagrado de los mitos mexicanos, la madre. Con base en diversas voces narrativas –recurso favorito del autor desde su primera novela, La lotería de San Jorge, y quizá ya algo sobreexplotado–, en este caso las de parientes, amigos, conocidos y hasta la de la mascota (el perro salchicha, Canuto), se cuenta la feroz historia de los gemelos Adán y Alberto Urquidi y, sobre todo, de su madre, la rimbombante Malú.

http://www.letraslibres.com/revista/libros/retrato-de-novelista-con-borges

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Leopardi de Pietro Citati

Leí hace poco el Leopardi de Pietro Citati, a quien debemos también biografías de Kafka y Tolstoi, entre otros. Confieso que soy mal lector del género: el personaje (generalmente un escritor) tiene que interesarme mucho para leer su vida conjeturada por alguien más (pobremente escrita, por lo general, en comparación con su propia obra) y normalmente prefiero leerlo o releerlo a él mismo. El libro de Citati no es únicamente una biografía, pues alterna el recuento de su vida con lecturas puntuales de su obra y si acaso le reprocharía cierta vaguedad y oscuridad en algunos juicios. El repaso de la existencia de Leopardi es desolador. Comparada con la suya, vidas célebremente desdichadas de la literatura (pongamos Pessoa, Kierkegaard, el propio Kafka) parecen casi cuentos de hadas. No creo que haya muchos escritores de los que justificadamente pudiera pensarse que han sufrido más. No hablamos solo la angustia, la ansiedad, la melancolía y los males nerviosos que son casi la norma: hablamos de padecimientos estrictamente físicos que lo atormentaron desde su infancia hasta el día de su muerte. Giacomo padeció tuberculosis ósea, concretamente mal de Pott, lo que detuvo su crecimiento cuando era adolescente (medía alrededor de 1.40 m) y deformó su cuerpo con jorobas en espalda y pecho. Es una crudelísima ironía que esto le ocurriera justamente a él, el enamorado de Grecia y el ideal de la belleza clásica. Toda su vida (y vivió apenas treinta y ocho años) sufrió las consecuencias de esa constitución débil y enfermiza que incluyeron el asma y una rara enfermedad ocular que le impedía tolerar la luz y lo obligaba a vivir de noche. Leopardi, víctima de diversos médicos y remedios, nunca pudo saber exactamente qué tenía y achacaba sus males a sus frenéticos hábitos de estudio: “En definitiva, me destruí con siete años de estudio enloquecido y furioso en la época en que se estaba conformando y aún debía solidificarse mi complexión. Y me destruí desgraciadamente y sin remedio para toda la vida, dándome este aspecto miserable y transformando en despreciable esa dimensión del ser humano, que es en la única en la que se fija la mayoría de la gente”. A esto hay que agregar un ambiente familiar opresivo (una madre fría y fanática y un padre vigilante que buscaba compensar sus frustraciones a través de su hijo) en esa prisión provinciana que era Recanati, su pueblo natal.

Rechazado por la vida y el cuerpo, Leopardi supo muy pronto que solo tendría las letras y el espíritu. Escribe Citati: “Leopardi sabía la amarga condición que aguarda al literato. Sabía que la literatura es distinta de la vida, o contraria a ella; que convierte a quien la cultiva en extranjero, en desdichado, en enfermo; que lo condiciona a que no llegue a tener nada en común con quienes se complacen en definirse a sí mismos como ‘hombres normales’ ”. Y a ella se entregó, con todas las fuerzas de su cuerpo enfermo (en casos como éste adquieren pleno sentido las palabras de Thomas Mann sobre el heroísmo del artista: no hay más heroísmo que el de la debilidad). Leopardi escribió una obra monumental: ante todo, el exuberante Zibaldone, fragmentaria obra filosófico-literaria que lo muestra en toda su ambición, su diversidad y su genio, y los pulidísimos Canti (allí figuran algunos de los mejores poemas de todo el Romanticismo: “Il passero solitario”, “Alla sua Donna” y, claro está, “Il pensiero dominante”).

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La fiesta de la insignificancia de Milan Kundera

Prácticamente cincuenta años separan a la primera novela de Milan Kundera, La broma (1967), de esta última, La fiesta de la insignificancia. Durante ese lapso, el autor ha construido una de las mayores obras narrativas del siglo XX, heredera directa de una de las grandes tradiciones de la novela moderna, la de Europa central, aquella a la que pertenecen Kafka, Musil, Broch y Gombrowicz, entre otros (la obra de Kundera, de hecho, es depositaria de varias e ilustres tradiciones: la novela cervantina, el espíritu libertino, la ilustración dieciochesca…)

http://www.letraslibres.com/revista/libros/el-arte-de-la-ligereza

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Criticismo 11. Homenaje a Octavio Paz

El centenario de Octavio Paz (1914-2014) representa, ante todo, la oportunidad de releer su obra o, por qué no –especialmente en el caso de los lectores jóvenes– leerla por primera vez. En vida del autor y aun algunos años después de su muerte, en 1998, dicha lectura estaba condicionada por la irresistible influencia de su persona. La figura de Paz suscitaba amores y odios intensos (estos últimos, más por motivos políticos e ideológicos que propiamente literarios), y apenas sería exagerado decir que la república mexicana de las letras podía dividirse en dos bandos: con Paz o contra Paz. Conforme han pasado los años, las pasiones se han ido apagando y comienza a ser posible una nueva lectura, no prejuiciada por las querellas de entonces. Quizá nadie está en mejor posición de llevarla a cabo que una nueva generación de lectores y críticos, aquella que por simples razones cronológicas no formó parte de esos furores. Para los nacidos a finales de los ochenta y principios de los noventa (que forman el núcleo de Criticismo), Paz no es necesariamente un tótem literario ni el enemigo a vencer, sino, sencillamente, un escritor. No se trata, claro, de pretender una imposible y de hecho poco deseable neutralidad, indigna de la crítica por la que Paz siempre pugnó, pero sí de tomar cierta distancia y alejarse de los extremos, el fervor acrítico y el rechazo visceral. El presente número de Criticismo intenta contribuir a esa nueva lectura del Nobel, para lo que hemos escogido algunos de sus títulos más representativos, así como algunos estudios sobre su obra. Con ello pretendemos también hacer un homenaje al poeta y, en particular, al crítico, pues si bien Paz es una figura indispensable de nuestra poesía, no lo es menos de nuestra crítica. El panorama de ésta sería inconcebible sin el énfasis que puso en ella en la cultura mexicana, particularmente a través de las revistas que fundó (incluso un proyecto modesto como Criticismo no habría sido posible de no mediar el ejemplo de Vuelta). En cada número, y especialmente en éste, Criticismo pretende honrar uno de los principales legados de Octavio Paz: lapasión crítica.

http://www.criticismo.com/

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Milan Kundera vs el ombligo

En su última novela, La fête de la insignifiance (cuya reseña aparecerá próximamente en Letras Libres), Milan Kundera, en una de sus habituales disquisiciones eróticas, se ocupa del ombligo femenino y su significado. La obra, de hecho, arranca con la meditación de uno de los protagonistas frente al espectáculo de las chicas que con blusas cortas muestran su ombligo y el posible sentido de una época (la nuestra) que lo ha convertido en un polo erótico. Tras las primeras páginas me esperaba un elogio y ya hacía a Kundera un entusiasta del cáliz redondo, como lo llama el Cantar de los cantares. Nada de eso. La postura es más bien antionfálica. El autor y sus personajes comprenden perfectamente la adoración de las piernas, las nalgas o los senos, pero el culto al ombligo los deja perplejos. “Antes –sostiene Alain, uno de los protagonistas–, el amor era la fiesta de lo individual, de lo inimitable, la gloria de lo que es único, de aquello que no tolera ninguna repetición. Pero el ombligo no solamente no se rebela contra la repetición, ¡es un llamado a las repeticiones! Y vamos a vivir, en nuestro milenio, bajo el signo del ombligo. Bajo este signo, todos somos soldados del sexo, con la misma mirada fija, no sobre la mujer amada, sino sobre el orificio a la mitad del vientre que representa el único sentido, la única meta, el único futuro de todo deseo erótico”.

Sin ser particularmente onfalifílico, la injusticia me parece manifiesta y no deja de sorprenderme viniendo de Kundera, delicado devoto del cuerpo femenino. “Todos los ombligos son parecidos”, sentencia Alain. Pues sí, y fundamentalmente también todas las narices, todos los ojos y todas las bocas, pero cualquier observador medianamente atento sabe apreciar las diferencias. Aprovecho la polémica para releer el extraordinario El ombligo como centro erótico de Gutierre Tibón, que me queda claro que Kundera nunca leyó.

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Pensamientos del té

En la bien surtida librería La Tolleta, en el Dorsoduro, compro, entre otras cosas, los Pensieri del té de Guido Ceronetti, en la Piccola Biblioteca de Adelphi. Todos los días, a las seis de la mañana y a las cinco de la tarde, Ceronetti toma una taza de té. Es el momento de la reflexión breve, la idea recogida al paso, la modesta epifanía. Apenas lo hojeo, despierta mi simpatía, como tantos otros libros hechos de fragmentos. Traduzco algunos, casi al azar:

“Al que no entiende la alusión, es inútil darle la explicación”.

“Nos esforzamos en conservar la salud para morir bien de radiaciones o de aire envenenado”.

“¿Quién sabe si los hombres que en vida recibieron de las mujeres, de muchas mujeres, muchas caricias y palabras de amor, no atraviesan el Valle de la Sombra sufriendo menos y con menos miedo?”

“La mayor parte de mis temores sobre los males físicos tienen que ver con los médicos y sus curas, no con la enfermedad”.

“El hombre bebe el té porque lo angustia el hombre.

 

El té bebe el hombre, la hierba más amarga”.

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Triestina

En Trieste, visito el modesto Museo Sveviano (via Madonna del Mare, 13). No hay gran cosa, pero exhiben libros de la biblioteca de otro ilustre triestino, Umberto Saba, entre ellos el de la imagen, la primera edición de La conciencia de Zeno (1923). En la portada, de puño y letra de Saba, se alcanza a leer: “Mío!”.

Puesto a elegir una sola novela del siglo XX, seguramente escogería ésta. No sé si la mejor, pero sin duda mi predilecta. Una digna heredera del Tristram Shandy, del Quijote, de la novela cómica, o sea, de la genuina tradición cervantina. Entre mis más gratas memorias de lectura estará siempre la de tener dieciséis o diecisiete años, leer en la madrugada a la luz de una lámpara La conciencia de Zeno por primera vez, morirme de risa y darme cuenta, con plena conciencia, que había encontrado mi tipo de novela.

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Choderlos de Laclos, ilustrado

En la exquisita librería veneciana Lineadacqua, compro un Laclos illustré. Scénes des “Liasions dangereuses”, recién publicado por su propia editorial con el apoyo de las Alianzas Francesas de Italia. El volumen incluye las ilustraciones clásicas de Bécat, Barbier, Hérouard, Laureince, Leroy, etc. Las imágenes, como bien dice Michel Delon en el prólogo, son en realidad auténticos comentarios: interpretaciones y formas de entender la obra. Por lo demás, hacen explícito lo que en el texto se da por hecho o se insinúa; el ilustrador muestra lo que el novelista no podía describir. Entre mis favoritas, las Art decó de George Barbier.

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El Hombre-Libro de Elías Canetti

Termino de leer –no sin dificultades– Auto de fe, la singular obra maestra de Elías Canetti. Es una novela monumental, excéntrica, densa, germánica hasta la médula. No es, sin embargo, una Gran Novela, como sí lo son, digamos, La montaña mágica o Doctor Faustusde Thomas Mann (Canetti, por cierto, se la envió a éste apenas terminó de escribirla, convencido de que merecería su atención; Mann se la mandó de vuelta con una nota diciendo que no tenía tiempo de leerla, sumiéndolo en una profunda desazón e involuntariamente retrasando su publicación varios años). En éstas, las ideas, los símbolos, la especulación abstracta, armonizan con los personajes y la acción, lo propiamente novelesco; en Auto de fe, no, y en varios capítulos la novela se diluye entre el pensamiento abstracto y simbólico. Se nota, también, cierta falta de oficio novelístico (que le sobraba a Mann), pues la narración se repite y alarga a ratos innecesariamente (no hay que olvidar que fue la primera y última tentativa novelística de su autor). Naturalmente, éste es el tipo de objeciones menores que se le hacen a una obra que de entrada se reconoce como excepcional. Su gran logro, creo, es la construcción del modelo, el arquetipo, del Hombre-Libro, el tragicómico Doctor Peter Kien. Su tragedia es la que se encuentra latente en todo genuino hombre de letras o, más precisamente, erudito: ser “una cabeza sin mundo”, aislarse en un gélido universo intelectual sin ningún contacto con la vida, ser un idiota cercado de libros. No es un riesgo que corran muchos, también hay que decirlo, pues es necesario ser un individuo intelectualmente extraordinario para estar expuesto a él. Es imposible, sin embargo, no sentir en algún momento compasión por el pobre Kien, l’idiot savant, el hombre que prefiere prenderse fuego en medio de su biblioteca antes que volver a exponerse a las fuerzas salvajes de la vida.

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La Dorotea de Lope

Leo finalmente La Dorotea y me reconcilio con Lope de Vega. De los principales autores del Barroco (digamos Cervantes, Góngora, Quevedo y Calderón), Lope me había parecido siempre el menos atractivo y el más sobrevalorado. La mayor parte de sus comedias son mero entretenimiento (nada comparable a La vida es sueño); su abundante lírica tiene poemas memorables, pero lejos de las cumbres de Góngora o Quevedo. Su habilidad para componer versos, su fecundidad dramática, lo terminaron perjudicando: era un genio –sin duda lo era– demasiado fácil y algo superficial. Pero La Dorotea –ahora me queda claro que su obra maestra– es otra cosa. Estás ahí el Lope ligero y divertido de las comedias (también el trágico de El castigo sin venganza), pero hay algo más: una visión compleja y conflictiva de la vida que brilla por su ausencia en sus otras obras. No en balde es una de las últimas, publicada prácticamente a los setenta años, tres antes de morir. En ella Lope vuelve a su gran obsesión por Elena Osorio, actriz con la que mantuvo una relación tormentosa en su juventud que acabó con el destierro del poeta a causa de unos furiosos libelos escritos contra ella (“una dama se vende a quien la quiera”, etc.,) y su familia. Acabó es un decir porque Lope, que mientras tanto no dejó de acostarse con media España, no dejó de pensar nunca en ella. Varias veces intentó poetizar la experiencia y escribir una obra al respecto (en una primera versión en verso, en pasajes de La hermosura de AngélicaEl peregrino en su patria, etc.,), pero no fue sino hasta cuarenta años después de los hechos que logró la distancia suficiente para recrearlos y convertirlos en literatura.

Subtitulada “acción en prosa”, La Dorotea es una “novela” dramática, hecha de diálogos, a la manera de La Celestina, a la que mucho debe. Narra los amores de Dorotea y Fernando, ambos jóvenes, apasionados, orgullosos. El amor ha durado ya varios años a pesar (o, en parte, más bien gracias) de la oposición de la familia de Dorotea, pero la pasión flaquea a ratos; los obstáculos, antes estimulantes, comienzan a volverse pesados. Los amantes se cansan, se pelean, se separan, pero no pueden olvidarse. Comienza entonces el juego de las idas y venidas, los pleitos y las reconciliaciones, los entusiasmos y los hartazgos, pero la pareja ya no está en la misma sintonía; cuando uno desespera de amor y busca al otro, éste no tarda en cansarse y mostrarse frío, y viceversa. Invariablemente (sobre todo en el caso de él), la certidumbre de la posesión engendra de inmediato el aburrimiento y la posibilidad de la pérdida atiza la pasión. Aquí es donde entra el indispensable tercero (Don Bela para Fernando, Marfisa para Dorotea) y el factor de los celos, esos “bastardos de amor”, el gran tema de la obra. El deseo de Fernando renace ante la amenaza de perder a Dorotea frente al indiano Don Bela. El personaje de Ludovico lo ve con lucidez: “Yo pienso que esta rabia de Fernando no es amor, ni este contemplar en Dorotea efeto suyo, sino que, como tocando la imán a la aguja de marear siempre mira al Norte, así la pasada voluntad tocada en los celos deste indiano, le fuerza a que con viva imaginación la contemple siempre”. Naturalmente, cuando Fernando reconquista a Dorotea, inmediatamente después su pasión languidece: “no me pareció que era Dorotea la que yo imaginaba ausente, no tan hermosa, no tan graciosa, no tan entendida… Lo que me abrasaba era pensar que estaba enamorada de Don Bela, lo que me quitaba el juicio era imaginar la conformidad de sus voluntades. Pero en viendo… que me llamaba su verdad, su pensamiento, su dueño y su amor primero, así se me quitó del alma aquel grave peso que me oprimía”.

El final –entre el destierro, la soledad y la muerte– es trágico y la conclusión de Lope sobre el amor no menos sombría que la de La Celestina:

Este fin a tus desvelos,
Loca juventud, alcanza,
Porque amor engendra celos,
Celos, envidia y venganza:
Así marchitan los cielos
La más florida esperanza
Cuanto el ejemplo es mayor.
Provoca a más escarmiento.
Todo deleite es dolor,
Y todo placer tormento;
Que el más verdadero amor
Se vuelve aborrecimiento.

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La parte inventada de Rodrigo Fresán

Hace casi cien años, en 1919, un joven ansioso por publicar mezcló una serie de textos –el borrador de una novela, una obra de teatro, cuentos, poemas, cartas– para dar origen a su primer libro. La obra se llamaba A este lado del paraíso; el joven, Francis Scott Fitzgerald. Algo semejante, sospecho, sucedió con La parte inventada. No tanto por ser una combinación de diferentes géneros ni por la urgencia de darse a conocer, sino por fundir en una sola obra materiales heterogéneos (argumentos para varias novelas, tramas de cuentos, divagaciones, etc.).

http://www.letraslibres.com/revista/libros/este-lado-del-estilo

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El Microcosmos de Magris

Leo Microcosmos de Claudio Magris, ensayo y libro de viaje sobre Trieste y sus alrededores, donde lo italiano, lo alemán y lo eslavo se han mezclado a lo largo de los siglos, creando una de las más ricas encrucijadas culturales y literarias de Europa. Las descripciones de paisajes, de tan recurrentes y minuciosas, acaban por volver la lectura algo árida (paradójicamente, una descripción extensa suele más bien dificultar la imaginación de un lugar, precisamente por el exceso de observaciones y detalles; dos o tres pinceladas, bien hechas, suelen funcionar mejor; compárese las escuetas descripciones de Stendhal con las interminables de Balzac o Flaubert), pero todo lo compensa la agudeza de ciertas reflexiones encerradas en alguna frase memorable. Ejemplos, casi al azar:

Viajar, como contar –como vivir–, es omitir.

La corrección lingüística es la premisa de la claridad moral y de la honestidad.
Tal vez sea eso el pecado original, ser incapaces de amar y de ser felices, de vivir a fondo el tiempo, el instante, sin la manía de quemarlo, de hacer que acabe pronto.

El gato no hace nada, simplemente es, como un rey. Está sentado, acurrucado, tumbado. Está persuadido, no espera nada y no depende de nadie, se basta… Es un dios de la hora, indiferente, inalcanzable.

En este remolino inextricable del deseo, nunca sublimado ni reprimido, coexisten y a menudo coinciden amor y desatino, el azul más terso y el barrizal más enfangado; el Eros como entrega y el Eros como violencia.

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Tríptico de Monterroso

Redescubro a Augusto Monterroso leyendo el Tríptico formado por Movimiento perpetuoLa palabra mágica y La letra e, publicado hace años por el Fondo de Cultura Económica. A Monterroso (Tito, como medio mundo se tomaba la confianza de llamarlo, como si hubieran ido juntos al kinder), a su posteridad, le terminó haciendo más mal que bien, me temo, su fama de humorista y narrador breve. Para muchos, para la mayoría, es solo el simpático autor de fábulas y cuentos cortos y, más precisamente, de un cuento corto de cuyo nombre no quiero acordarme. Sin embargo, un libro como Movimiento perpetuo (1972), con su mezcla de cuento, ensayo y citas, anticipa la hibridez genérica y la intertextualidad tan comunes y celebradas hoy. Es un libro único, singular, como el Juan de Mairena de Machado o el Manual del distraído de Alejandro Rossi. De las tres partes que conforman Tríptico, la que prefiero, sin duda, es La letra e (fragmentos de un Diario). No costará mucho trabajo imaginar por qué. El diario en cuestión es, ante todo, un diario de lectura, una serie de notas en las que Monterroso practica la crítica breve, ocasional, a vuelo de pájaro, pero que abunda en juicios agudos y frases memorables: “un escritor no es nunca él mismo hasta que comienza a imitar libremente a otros” (“Ser uno mismo”); “entre más tontos, más audaces” (“Seguro”).

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El idealismo amoroso de Michel Houellebecq

Leo Plataforma de Houellebecq. Michel, típico antihéroe houllebequiano (parisino, cuarentón, desencantado, indiferente, cínico), conoce en un viaje a Tailandia, donde practica ligeramente el turismo sexual, a Valérie, joven mujer que vive una sexualidad libre y natural con la que establece una relación a su regreso a París, una relación como Michel no había conocido hasta entonces: sincera, entregada, placentera, afectuosa, de un amor genuino (el personaje femenino es algo pálido, casi un fantasma y acaba por ser casi inverosímil; a diferencia de sus neuróticos protagonistas masculinos, que el autor conoce y describe muy bien, una mujer feliz y sin complejos parece estar casi fuera de su mundo y es incapaz de hacerlo real). Confirmo que, a pesar de las apariencias, Houllebecq es en el fondo un moralista conservador. Como en aquellas disertaciones sobre el amor y el libertinaje en Ampliación del campo de batalla, aquí también hay párrafos que si llevaran la firma de Francisco I o Benedicto XVI resultarían perfectamente creíbles. Por boca de sus personajes, el autor condena las depravadas costumbres sexuales de occidente, el sadomasoquismo, por ejemplo: “me parece totalmente repugnante –dice Valérie–… no creo que se pueda consentir libremente en la humillación y el sufrimiento… no consigo meterme en la cabeza que un ser humano pueda preferir el sufrimiento al placer. No sé, habría que reeducarlos, amarlos, enseñarles el placer” (ella, por lo demás, practica sin problemas la bisexualidad y el intercambio de parejas, que otro moralista podría objetar igual).

A pesar de sus inconsistencias y sus contradicciones, a Houellebecq no le falta razón en su diagnóstico de los malestares sexuales de occidente: “Eso es lo maravilloso de ti –dice Michel a su amante–: te gusta dar placer. Lo que los occidentales ya no saben hacer es precisamente eso: ofrecer su cuerpo como objeto agradable, dar placer de manera gratuita. Han perdido por completo el sentido de la entrega. Por mucho que se esfuercen, no consiguen que el sexo sea algo natural… La exaltación sentimental y la obsesión sexual tienen el mismo origen, las dos proceden del olvido parcial de uno mismo; no es un terreno en el que podamos realizarnos sin perdernos. Nos hemos vuelto fríos, racionales, extremadamente conscientes de nuestra existencia individual y de nuestros derechos; ante todo, queremos evitar la alienación y la dependencia; para colmo estamos obsesionados con la salud y con la higiene: ésas no son las condiciones ideales para hacer el amor”.

En última instancia, Houllebecq cree (o al menos quiere creer) en la posibilidad del amor real (utiliza una fórmula para expresarlo en Ampliación, que ahora no tengo a la mano, pero que dice, más o menos, que el amor es posible porque podemos ver sus efectos, observación hecha al contemplar una pareja de ancianos que se cuidan mutuamente): “Valérie fue una radiante excepción. Se contaba entre esos seres capaces de dedicar su vida a la felicidad de otra persona, de convertir esa felicidad en su objetivo. Es un fenómeno misterioso. Entraña la dicha, la felicidad y la alegría; pero sigo sin saber por qué o cómo se produce”. Michel, a diferencia de otros de sus personajes, por lo menos ha tenido la fortuna de experimentarlo una vez. Houellebecq, en este aspecto, está en las antípodas del cinismo: el idealismo, la fe.

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El teatro de Philip Roth

Encarrerado con Roth, me sigo con The facts. A novelist’s autobiography (ya el subtítulo es una advertencia para el lector). Como autobiógrafo o memorialista, Roth es más bien tradicional; ni en la forma ni en el contenido se aparta mucho de las convenciones del género. Una infancia protegida y feliz, una juventud independiente y ambiciosa marcada por una relación desastrosa (novelada en My life as a man), el inicio de una madurez en la que alcanzará el éxito y se afirmará su voluntad de no tener ningún lazo que lo ate. Dando por sentado que ningún autobiógrafo puede ser completamente sincero, aunque lo pretenda, tampoco hace falta compartir la extrema desconfianza moderna de que cualquier intento de hablar de uno mismo es necesariamente falso o indigno de confianza. Es posible, a veces, dar una relación más o menos fidedigna de nuestra vida. Sin embargo, lo más interesante es, sin duda, el epílogo firmado por Nathan Zuckerman, que pone en tela de juicio todo lo escrito por Roth. El personaje da la clave del autor: “My guess is that you have written metamorphoses of yourself so many times, you no longer have any idea what you are or ever were. By now what you are is a walking text”. Leyendo o viendo entrevistas con Roth, escuchándolo hablar con absoluta modestia o sencillez, siempre he tenido esa impresión al preguntarme quién es el ventrílocuo, quién se esconde detrás de todas las personificaciones (de los Zuckerman, los Kepesh, los “Roth”): una persona vaciada por sus personajes, un rostro borrado por la sucesión de máscaras, un teatro vacío, pero él –no hay que olvidarlo– es el teatro, el autor, la obra, el director, los actores y los personajes.

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Contravida

Leo The counterlife, novela de Philip Roth que había estado postergando (lo bueno, dicho sea de paso, de una obra tan amplia como la de Roth es que, salvo que quiera uno agotarla en unos cuantos meses, lo que también sería comprensible, parece inacabable y, tras haber leído la que haya sido la última, uno sabe que quedan varias más, que hay Roth para rato). Aquí lleva al extremo lo que, en última instancia, quizá sea el rasgo más esencialmente rothiano, la clave de toda su obra: el enmascaramiento, la ventriloquía, la suplantación, el juego de las identidades (siempre me he preguntado, por cierto, si Roth habrá leído a Pessoa, y que opinará de él). Roth, magistral en prácticamente cada aspecto de la construcción novelesca, tiene un don particular para los finales, que se van construyendo poco a poco, in crescendo, y que cuando llegan a sus últimas líneas tienen la contundencia de un golpe. Aquí, el final es la carta de Zuckerman a Maria, la mujer con la fantaseó casarse y tener un hijo. Comienza con el conmovedor recuerdo de la agonía de Balzac y la puntualización (cierta para cualquier verdadero novelista e incluso para cualquier lector, leedor, de novelas) acerca de la verdadera naturaleza de un personaje: “When Balzac died he called out for his characters from his deathbed. Do we have to wait for that terrible hour? Besides, you are not merely a character, or even a character, but the real living tissue of my life”. Uno piensa no solo en Balzac, sino en Flaubert, desesperado en su lecho de muerte: “yo me muero, y la puta de Bovary se queda”. Claro. Para un auténtico novelista, un personaje no es un nunca solo un personaje.

Poco a poco, Zuckerman va develando su poética (la poética que en este caso no es exagerado atribuir al propio Roth): “It’s all impersonation –in the absence of a self, one impersonates selves, and after a while impersonates best the self that best goes one through… All I can tell you with certainty is that I, for one, have no self, and that I am unwilling to perpetrate upon myself the joke of a self… What I have instead is a variety of impersonations I can do, and not only of myself… But I certainly have no self independent of my imposturing, artistic efforts to have one. Nor I would want one. I am a theater and nothing more than a theater”. Pessoa habría sonreído.

Las líneas finales concentran toda la grandeza y miseria de la ficción, el doloroso misterio de aquellos para los que lo inventado, lo irreal, lo que pudo haber sido, ocupa la mayor parte de sus vidas. El personaje de Maria no quiere acabar en una novela de Zuckerman, quiere escapar, pero no hay alternativa: “To escape into what, Marietta? It may be as you say that this is no life, but use your enchanting, enrapturing brains: this life is as close to life as you, and I, and our child can ever hope to come”.

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