Leo finalmente La Dorotea y me reconcilio con Lope de Vega. De los principales autores del Barroco (digamos Cervantes, Góngora, Quevedo y Calderón), Lope me había parecido siempre el menos atractivo y el más sobrevalorado. La mayor parte de sus comedias son mero entretenimiento (nada comparable a La vida es sueño); su abundante lírica tiene poemas memorables, pero lejos de las cumbres de Góngora o Quevedo. Su habilidad para componer versos, su fecundidad dramática, lo terminaron perjudicando: era un genio –sin duda lo era– demasiado fácil y algo superficial. Pero La Dorotea –ahora me queda claro que su obra maestra– es otra cosa. Estás ahí el Lope ligero y divertido de las comedias (también el trágico de El castigo sin venganza), pero hay algo más: una visión compleja y conflictiva de la vida que brilla por su ausencia en sus otras obras. No en balde es una de las últimas, publicada prácticamente a los setenta años, tres antes de morir. En ella Lope vuelve a su gran obsesión por Elena Osorio, actriz con la que mantuvo una relación tormentosa en su juventud que acabó con el destierro del poeta a causa de unos furiosos libelos escritos contra ella (“una dama se vende a quien la quiera”, etc.,) y su familia. Acabó es un decir porque Lope, que mientras tanto no dejó de acostarse con media España, no dejó de pensar nunca en ella. Varias veces intentó poetizar la experiencia y escribir una obra al respecto (en una primera versión en verso, en pasajes de La hermosura de Angélica, El peregrino en su patria, etc.,), pero no fue sino hasta cuarenta años después de los hechos que logró la distancia suficiente para recrearlos y convertirlos en literatura.
Subtitulada “acción en prosa”, La Dorotea es una “novela” dramática, hecha de diálogos, a la manera de La Celestina, a la que mucho debe. Narra los amores de Dorotea y Fernando, ambos jóvenes, apasionados, orgullosos. El amor ha durado ya varios años a pesar (o, en parte, más bien gracias) de la oposición de la familia de Dorotea, pero la pasión flaquea a ratos; los obstáculos, antes estimulantes, comienzan a volverse pesados. Los amantes se cansan, se pelean, se separan, pero no pueden olvidarse. Comienza entonces el juego de las idas y venidas, los pleitos y las reconciliaciones, los entusiasmos y los hartazgos, pero la pareja ya no está en la misma sintonía; cuando uno desespera de amor y busca al otro, éste no tarda en cansarse y mostrarse frío, y viceversa. Invariablemente (sobre todo en el caso de él), la certidumbre de la posesión engendra de inmediato el aburrimiento y la posibilidad de la pérdida atiza la pasión. Aquí es donde entra el indispensable tercero (Don Bela para Fernando, Marfisa para Dorotea) y el factor de los celos, esos “bastardos de amor”, el gran tema de la obra. El deseo de Fernando renace ante la amenaza de perder a Dorotea frente al indiano Don Bela. El personaje de Ludovico lo ve con lucidez: “Yo pienso que esta rabia de Fernando no es amor, ni este contemplar en Dorotea efeto suyo, sino que, como tocando la imán a la aguja de marear siempre mira al Norte, así la pasada voluntad tocada en los celos deste indiano, le fuerza a que con viva imaginación la contemple siempre”. Naturalmente, cuando Fernando reconquista a Dorotea, inmediatamente después su pasión languidece: “no me pareció que era Dorotea la que yo imaginaba ausente, no tan hermosa, no tan graciosa, no tan entendida… Lo que me abrasaba era pensar que estaba enamorada de Don Bela, lo que me quitaba el juicio era imaginar la conformidad de sus voluntades. Pero en viendo… que me llamaba su verdad, su pensamiento, su dueño y su amor primero, así se me quitó del alma aquel grave peso que me oprimía”.
El final –entre el destierro, la soledad y la muerte– es trágico y la conclusión de Lope sobre el amor no menos sombría que la de La Celestina:
Este fin a tus desvelos,
Loca juventud, alcanza,
Porque amor engendra celos,
Celos, envidia y venganza:
Así marchitan los cielos
La más florida esperanza
Cuanto el ejemplo es mayor.
Provoca a más escarmiento.
Todo deleite es dolor,
Y todo placer tormento;
Que el más verdadero amor
Se vuelve aborrecimiento.