Como en su momento la publicación de los diarios de Bioy Casares o Ricardo Piglia, la de Alejandro Rossi (Florencia, 1932-Ciudad de México, 2009) supone un acontecimiento literario. Se sabía tiempo atrás de la existencia de estos diarios y en 2015, en estas mismas páginas, apareció un adelanto de los últimos cuadernos que daba una idea de la magnitud de la obra. Hoy, luego de meses de trabajo monacal de los editores (hasta en los horarios: las labores de transcripción de los arduos manuscritos rossianos comenzaban a las cinco de la mañana, como copistas medievales), ven la luz Los diarios de Rossi, que abarcan de 1973 a 1989 (y que espero se completen pronto con los que van de 1993 a por lo menos 2003).
Alejandro Rossi ha sido y seguirá siendo un bicho raro, inclasificable, dentro de la literatura escrita en lengua española a finales del siglo XX y aún principios del XXI. Ya se sabe: nacido en Florencia, de padre italiano y madre venezolana, bilingüe, filósofo vuelto escritor, se instaló en México y adoptó el español como lengua literaria. Es autor de un libro misceláneo (hecho de ensayos, cuentos, memorias, fragmentos) que ha devenido clásico, el Manual del distraído; de una sátira en cuentos de la vida literaria, Un café con Gorrondona; de un inmaculado libro de relatos, La fábula de las regiones, reverso del realismo mágico y muestra de una de las mejores prosas narrativas del idioma, y de Edén. Vida imaginada, novela en la que finalmente logró su anhelo de fundir la propia vida con la ficción.
En un alarde de concisión, Gérard Genette resumió los siete volúmenes de En búsqueda del tiempo perdido de Proust en tres palabras (cuatro en español): “Marcel se vuelve escritor”. Los tres volúmenes de los diarios de Rossi podrían sintetizarse igual cambiando “Marcel” por “Alejandro”. Tiene razón Malva Flores en el prólogo: “me atrevo a pensar que su Diario es, sobre todo, la bitácora del angustioso proceso de un escritor y un hombre en búsqueda de la belleza, una belleza que cobró forma en cada uno de sus intentos por hallar el tono de escritura adecuado”.
Los diarios comienzan en 1973, cuando el autor tiene cuarenta años. Es una situación inicial paradójica porque, por un lado, como diarista es más bien tardío (los diarios suelen iniciarse, y abandonarse, en la adolescencia), pero, por otro, es justo la época en que Rossi decide que ya no quiere ser un filósofo o un académico, sino un escritor: “en un momento en que me siento muy solo y también muy desconcertado. Estoy tratando de iniciar otras actividades intelectuales, literatura, por un lado y por el otro todavía no lo sé. No tengo ganas de dar clases de filosofía y menos aún redactar artículos solitarios. Quiero convencerme de que se ha cerrado un periodo de mi vida”. A partir de entonces, digámoslo de una vez, la presencia de una constante: la de escribir contrarreloj, que queda poco tiempo (peor aún, que se ha desperdiciado), que se debió empezar antes. Por lo demás, las crisis, las mudanzas y los grandes cambios suelen ser el momento ideal para empezar un diario.
Junto con el ensayo en la tradición de Montaigne, el diario es el género del yo por excelencia, pero de un yo en movimiento, de la evolución del yo. A diferencia de la autobiografía o las memorias, otros géneros de la intimidad, no rinde cuenta retrospectiva de algo ya transcurrido, sino del transcurrir mismo. Quien lee un diario asiste al despliegue paulatino de una personalidad. Si se trata de un verdadero ejercicio de introspección y no de una mera bitácora social, que también puede serlo, el diarista estará continuamente examinándose y cuestionándose: el diario es ante todo el diálogo con uno mismo. Si su autor es, además, un escritor, se convierte en la otra obra y en ocasiones el revés de la más visible, el taller en el que podemos apreciar su elaboración, además de que con frecuencia servirá como el espacio de una crítica literaria informal. Todo eso está presente en los diarios de Rossi: examen de sí mismo, crónica social y laboratorio literario y crítico. Diario de escritor, entonces, en donde todo está puesto al servicio de la literatura; diario de madurez, donde para bien o para mal ya se es el que se es, y que no oculta las dudas, las vacilaciones y los temores de la edad.
Rossi era un agudo observador de personas y un gran retratista. Una de las cosas más memorables de esta obra son precisamente los retratos que hace, la manera en que en unas cuantas frases delinea una personalidad, como este, muy al principio, de Tomás Segovia:
No es que me queje, sino que es una manera de indicar esa pereza gatuna de Tomás, que en él se convierte en coquetería. Muy guapo, Tomás, con su bigote y pelo entrecano, su suéter alto, cuello de tortuga, saco sport, todo contribuyendo a esa mezcla de efebo maduro o, mejor dicho, de hombre maduro con una sensualidad adolescente, es decir, ambigua, algo pasivo, ofrecida. Me agradó verlo así, consciente de su cuerpo, de buen aspecto
No crea el benévolo lector que todos los retratos son así de amables. Rossi tenía una capacidad diabólica para hacer retratos inmisericordes, utilizando con precisión quirúrgica el recurso de la animalización: “una perrita pequinesa a quien hicieron creer que era escritora”, “mezcla de buey y foca”, “la viborita acostumbrada”, “la trucha sensual”, etc. Comentando el no más piadoso Borges de Bioy Casares, Rossi apuntó que debía subtitularse “sálvese quien pueda”. No pudo no haber pensado que algo parecido iba a decirse de sus diarios. No debería hacer falta aclararlo, pero en esta época de almas pías quién sabe: diario que sea todo discreción y corrección es el peor diario del mundo, o al menos el más aburrido. Rossi lo sabía: “la gente quiere chismes, descripciones maliciosas de personas conocidas”.
Malicia aparte, dos grandes afectos recorren los diarios de principio a fin: la amistad y la familia. El primero se muestra más complejo y con claroscuros, el segundo más sencillo y luminoso (no porque carezca de complicaciones, claro está, como dejan ver algunos comentarios sobre los padres, sino porque está centrado en la parte evidentemente más feliz de la vida íntima del autor, el matrimonio e hijos con Olbeth Hansberg). Rossi ejerció a fondo la amistad, con sus cálidos momentos de dicha y sus tristes e inevitables enfriamientos o decepciones. El 30 de junio de 1985, apunta: “Ha llovido sin cesar. Anoche eran tormentas de agua. A las diez llegamos a la casa de Fernando y allí cenamos los cuatro. Espléndido. Tono amistoso e inteligente. Tenía Fernando un vinito joven y agradable. Bebí muchísimo y estuve muy contento. La amistad, qué cosa formidable”. En su trivialidad, esta estampa define bien el valor de la amistad para Rossi: la importancia de la conversación, la buena compañía, el vino y la comida. Esta escena se repite una y otra vez. Ahora bien, no todos eran días de vino y rosas, y hasta la flor de la amistad tiene espinas. No es raro que, sobre todo en el caso de las amistades prolongadas, un día se queje de ellas o las critique y tiempo después se exprese afectuosamente de ellas. No faltará el virtuoso que se escandalice, pero no hay por qué desgarrarse las vestiduras: queremos a nuestros amigos y somos queridos por ellos, y a ratos nos exasperan o los exasperamos, nos critican y los criticamos, pero la amistad genuina sabe superar esos sinsabores y conservar el afecto.
Uno de los lugares comunes entre quienes conocieron a Rossi es subrayar su don para la conversación, inseparable de su devoción por la amistad. Rasgo típicamente italiano y latinoamericano, Rossi fue un gran conversador. Un día, anota: “Ayer almorcé y comí con Rafael. Iba a venir Jorge [López Páez] en la noche, pero hubo un equívoco con la fecha. Estuvimos hablando desde la 1:45 p. m. hasta las 3 a. m. del día siguiente. Mis borracheras verbales que a veces me hacen mucho bien”. Leyendo estos diarios, da la impresión de que buena parte de la vida de Rossi fue una efusiva y animada conversación, una larga “borrachera verbal”. Como su admirado Gómez de la Serna, perteneció a esa raza de escritores que se prodigaron oralmente, no quizá sin algún perjuicio de la escritura. Asombra en el diario la intensa vida social del autor (cenas, comidas, brindis, viajes, etc.,); luego escribía frases como: “Debo escribir. Hace días que no lo hago. ¡Mañana iremos a Londres!”.
Y ya que ha salido el tema de la escritura, aprovecho para hacer una puntualización que estos diarios exigen: la justa fama de Rossi como escritor descansa en una prosa cincelada, más esculpida que meramente escrita, la que encontramos en La fábula de las regiones y los mejores textos del Manual del distraído. En el diario, el lector encontrará fragmentos así, párrafos deslumbrantes y frases lapidarias, pero evidentemente no la totalidad. Se puede esculpir el lenguaje hasta el mínimo detalle en un texto de diez cuartillas, difícilmente en uno de más de mil. Rossi tenía la diferencia clarísima. Más de una vez, cuando acaba de anotar una entrada en el diario y se dispone a trabajar en un cuento, apunta: “ahora, ¡a escribir!”.
Rossi previó la incomodidad genérica que podría causar la lectura del diario: “Como de todo lo mío, algún día dirán: este es un diario y no es un diario, un cuaderno de apuntes y también una crónica saltarina de cierta vida social. ¿Qué es, pues? Sentirán de nuevo la incomodidad de no poder clasificar”. Sin embargo, él mismo dejó instrucciones generales para su edición. En 1987, al pasar por una grave crisis de salud, hizo una lista de posibles publicaciones y allí anotó: “Un libro con extractos de estos cuadernos. De ninguna manera todo lo que está aquí […] Supongo que el libro alcanzará –fácil– las 400 páginas”. En este sentido, quizá habría convenido una mayor selección del material, limitando, por ejemplo, tanta “crónica saltarina de cierta vida social”, repetitiva; la vida burocrático-universitaria, de restringido interés, o las entradas más apresuradas o circunstanciales, y centrándose en las partes mejor escritas de las reflexiones, la literatura y la vida personal.
Los diarios de Rossi pintan un cuadro de la vida cultural y literaria mexicana de los años setenta y ochenta del siglo pasado, en especial, claro, la que giró alrededor de Octavio Paz y las revistas Plural y Vuelta. En otro ensayo aparecido aquí mismo (“Alejandro Rossi: el nacimiento de un escritor”) he sostenido que la primera “hizo” escritor a Rossi, en el sentido de que al verse obligado a mantener una columna, “Manual del distraído”, fue soltando la pluma. Mucho debió Rossi a esas publicaciones y mucho debieron ellas a él, donde fue siempre una presencia inteligente y alerta. La relación intelectual y literaria más importante de aquellos años fue seguramente la que tuvo con Paz, una relación compleja, hecha de genuino y mutuo aprecio, no exenta de desavenencias. No era una relación de subordinación o de admiración incondicional, como las que podía fácilmente suscitar el poeta, sino de dos personalidades fuertes e independientes. Paz reconocía una inteligencia singular en Rossi, daba a su opinión un valor que no concedía con facilidad y fue uno de los principales impulsores de su conversión a escritor, lo que este admitía sin reparos (“yo pienso que a la larga lo mejor que me ha dado Octavio ha sido el estímulo literario”); Rossi evidentemente sabía que trataba con un escritor excepcional, una figura histórica, pero no dejó de resentir a ratos lo que juzgaba su autoritarismo o desconsideración, en episodios en los que también es perceptible cierto orgullo herido de su parte. De allí que en el diario haya reiteradas expresiones de afecto y gratitud mezcladas con quejas y reproches. Me quedaría, sin embargo, con una de las entradas finales:
El jueves pasado Octavio nos invitó a comer. Era el cumpleaños de Marie Jo. Fuimos —sabrán que me gustaba— al Champs Elysées… Pasamos unas horas maravillosas: reconciliados y hablando de cosas que nos agrada hablar. Como hace años. Yo estaba realmente muy contento. No quisimos entrar en temas de política y ambos pensamos que la política mata las amistades y que no vale la pena que esas miserias se interpongan entre nosotros. Ni tampoco tanto miserable que nos rodea y nos envenena mutuamente. Fue una comida de reconciliación. De reencuentro muy profundo, creo yo. Si Octavio supiera cuánto lo celebro. El placer, el placer, Dios mío, de poder conversar con una persona probadamente inteligente y fuera de las categorías convencionales.
Literariamente, el mundo de Rossi estaba mucho más cercano a Borges que a Paz. Como suele ocurrir, el descubrimiento de Borges en la adolescencia –en su caso, además, en Buenos Aires, donde cursaba el bachillerato– fue decisivo. Fue principalmente su ejemplo el que despertó su vocación literaria y se convirtió en su modelo definitivo. Rossi, a diferencia de tantos aspirantes a escritores que no supieron qué hacer con el influjo borgeano, no intentó imitar su imaginación o su universo narrativo, tentativa condenada al fracaso paródico: emuló su rigor formal, su lección de estilo, su orfebrería verbal. Por si quedan dudas:
Hoy murió Borges. Supe la noticia cuando llegué a la casa de Octavio. Me pareció espantoso no poder estar solo. Estaban Hilda y Lizalde. ¿Qué puedo decir? Casi dos meses después de la muerte de Pepe. ¿Qué puedo decir? Murió el mejor […] Sueños continuos sobre la muerte de Borges. Siento, físicamente, que el mundo se ha empobrecido, que es menos valioso. La máxima admiración literaria que he tenido. El mejor ejemplo de comportamiento literario. Un mundo sin el comentario de Borges me parece inconcebible […] Lo poco que sé de literatura lo aprendí de Borges. Una nota del libro, un comentario, el ritmo de una frase, un verbo, nadie como él me enseñó la trama de la escritura.
Los diarios revelan aspectos íntimos del taller literario de Rossi y de sus afanes como escritor. Por ahora destacaría tres cosas: una, que habiendo leído y releído su obra no me había quedado bien clara, es hasta qué punto su vocación literaria, narrativa, era ante todo la de un cuentista, un cuentista de raza (la minuciosa planeación de unas cuantas páginas, su laboriosa ejecución, su casi infinita corrección); dos, la multiplicidad y volubilidad de sus proyectos (claro, todo escritor proyecta muchas cosas y realiza solo algunas, y no poseemos diarios de todos para ver qué se llevó a cabo y qué no, pero sí llama la atención aquí la variedad de planes y cómo dedicó mucho tiempo y esfuerzo a proyectos que luego por una razón u otra se truncaban: una lección de humildad literaria); tres, las dudas y la inseguridad sobre su obra y su posteridad literarias. En un momento de enfermedad y evidente desaliento, escribió:
En un par de años, ni quien se acuerde de mí ni de las poquísimas cosas que he escrito. A ese olvido ayudará mi nacionalidad ambigua. Un escritor de filiación nacional indecisa, sin puerto propio. Y, sobre todo, con una obra tan escasa. Cuando lo pienso, me doy cuenta de que es un escándalo, un terrible escándalo. Personaje, ¡y era fuerte!, que a nadie le importa. Cuántas facultades no empleadas, cuánto tiempo abandonado.
Esa entrada data de 1987 y Rossi vivió aún veintidós años más, que vieron la publicación de La fábula de las regiones, Un café con Gorrondona y Edén. Vida imaginada. Junto con el Manual del distraído y ahora estos diarios, Los diarios de Rossi, son cinco libros únicos que integran una de las obras más originales y mejor escritas de la literatura hispánica moderna. Un gran escritor no necesita más. Un personaje de La fábula de las regiones, diría: “Descanse tranquilo, Don Alejandro, no se preocupe de nada”.