Mauro Libertella, Ricardo Piglia a la intemperie, Ediciones Universidad Diego Portales, Santiago de Chile, 2024, 231 pp.
La desconfianza de Borges –en definitiva, el clásico de Piglia, malgré Artl– hacia la biografía era proverbial: “que un individuo quiera despertar en otro individuo recuerdos que no pertenecieron más que a un tercero, es una paradoja evidente. Ejecutar con despreocupación esa paradoja, es la inocente voluntad de toda biografía”, sentenció en su Evaristo Carriego (1932), obra relativamente temprana que fue lo más cerca que estuvo del género (sin contar las magistrales “biografías sintéticas” de escritores, recogidas en Textos cautivos, y, claro, las de criminales en Historia universal de la infamia).
Publicar el primer acercamiento biográfico a un escritor fallecido hace poco –en 2017, en este caso– implica méritos y riesgos evidentes. Entre los primeros, ser la referencia inicial e inevitable, el primer eslabón de la cadena; entre los segundos, vérselas con un camino sin desbrozar, no tener antecedentes y, en algunos casos, cierto apresuramiento que inexorablemente se reflejará en la calidad final de la obra.
Lo primero que habría que decir de Ricardo Piglia a la intemperie de Mauro Libertella es que no es una biografía propiamente dicha. Curándose en salud, el mismo autor lo reconoce en una entrevista: “yo no digo que este libro es una biografía, porque siento que las biografías tienen que ser más completas, más rigurosas” (en efecto, tienen que ser así). La cuestión es que la editorial –la admirable de la Universidad Diego Portales, ejemplo de lo que una editorial universitaria puede ser, sobre todo en su área literaria– la anuncia un poco de este modo y sale en una colección llamada Vidas Ajenas, lo que de entrada hace pensar en una biografía hecha y derecha. Más bien, la obra es un ensayo o reportaje biográfico. Aceptado así, su lectura puede ser provechosa.
Dicho sea de paso: parece haber una tendencia en cierta biografía hispanoamericana a alejarse o rehuir el sin duda laborioso trabajo de investigación y escritura que una obra clásica del género implica, buscando nuevas formas, más breves y rápidas (por ejemplo, La reina de espadas de Jazmina Barrera, sobre Elena Garro, magistralmente reseñado por Malva Flores en Letras Libres, o El largo instante del incendio, sobre José Vasconcelos, de Rafael Mondragón Velázquez, reseñado por Diana Hernández Suárez aquí mismo). Es loable experimentar con el género y buscar renovarlo, siempre y cuando no sea solo porque a lo que en realidad no se está dispuesto es a dedicar el tiempo, el esfuerzo y el rigor que una biografía seria exige.
Famosa, entre muchas otras del repertorio pigliano, es aquella anécdota sobre uno de sus profesores en La Plata que sentenciaba que libro de historia que no tuviera cinco notas al pie por página era una novela. Bueno, lo mismo aplica para la biografía, híbrido de historia y literatura. Las notas, en las biografías, van mejor al final, pero son indispensables para saber cuáles son las fuentes de información y dar así fundamento a lo que se afirma. Allí se encuentra, en buena medida, la solidez de la investigación biográfica. El lector ordinario puede perfectamente ignorar ese aparato de notas y solo leer el texto principal, pero tendrá así la garantía de que lo se dice tiene una base y el más escrupuloso podrá, si quiere, cotejar la información. Si de plano se tiene aversión a los números que constituyen los llamados a notas, se puede proceder como hicieron Blake Bailey y sus editores en Philip Roth. The Biography, poniendo en las notas finales el número de página y la frase a la que corresponde la referencia, conservando el texto principal limpio. En todo caso, lo irrenunciable en una biografía rigurosa es indicar de una forma u otra todas las fuentes de información y referencias bibliográficas. En Ricardo Piglia a la intemperie, esta también aplica al lector en materia de notas, lo que si se tratara de una biografía formal sería cuestionable.
Libertella –no en balde novelista– es un buen narrador, cualidad imprescindible en el biógrafo (hay algunos que, siendo buenos investigadores, no son muy buenos prosistas ni narradores y la biografía es, en rigor, la narración de una vida). Más que hacer un recorrido cronológico minucioso –lo que habría exigido mucho más de doscientas treinta páginas y, por descontado, más investigación–, elige una serie de episodios o temas y los dispone en veintiocho breves capítulos. La lectura es ágil, más periodística que literaria. Así, vemos brevemente al Piglia niño en Adrogué, al adolescente en Mar del Plata (adonde el padre peronista muda a la familia huyendo de la persecución), al joven en La Plata estudiando Historia e involucrándose en política (el itinerario político del escritor argentino, que pasó del trotskismo al maoísmo y que nunca dejó de ser marxista, daría para un libro entero y la reciente Introducción general a la crítica de mí mismo. Conversaciones con Horacio Tarcus arroja luz al respecto). Luego, instalándose en Buenos Aires y persiguiendo la que, en definitiva, es su máxima meta, la que determina su vida entera: escribir (y también ser escritor, con esa sutil diferencia que Piglia establecía entre una cosa y otra). Están también aquí los amores (Josefina Ludmer y Beba Eguía, principalmente), el famoso pleito con César Aira, el tristemente célebre caso del Premio Planeta, la decisión de irse a Princeton, la consagración final, la grave enfermedad y finalmente, esa cosa distinguida, al decir de Henry James, la muerte.
Uno de los aspectos más difíciles con los que tiene que lidiar quien intente biografiar a Piglia es cómo va a leer Los diarios de Emilio Renzi, la obra que el escritor terminó armando con sus míticos diarios (véase una reseña en paralelo con el no menos monumental Inventario de José Emilio Pacheco en esta misma revista). Esos tres volúmenes no son propiamente el diario, sino una obra construida a partir de él en la que este fue alterado y editado. Obviamente son una fuente biográfica ineludible, pero habría que tomar con pinzas lo dicho ahí, igual que las muchas declaraciones autobiográficas, escritas u orales, que Piglia hizo a lo largo de los años. Libertella es muy consciente de que se las ve con un mistificador de su propia vida, aunque a ratos parezca no poder resistirse a su embrujo (por ejemplo, en lo relativo a Steve Ratliff, el “inglés” que supuestamente descubrió al joven Ricardo la literatura norteamericana y que lo hizo escritor, personaje que se antoja demasiado novelesco). En concreto sobre los diarios, lo que eventualmente alguien tendrá que hacer es leer y transcribir todos los cuadernos, actualmente resguardados en Princeton, y cotejar con Los diarios de Emilio Renzi para examinar los cambios y ver hasta dónde llegó la labor de edición (idealmente, algún día se deberían publicar esos diarios tal y como están, lo que, desde luego, no invalidaría Los diarios de Emilio Renzi como obra autónoma). Piglia fue un gran escritor de su propia vida, pero, no menos, su maniático editor.
Uno de los mayores aciertos de Ricardo Piglia a la intemperie son las entrevistas a las personas que lo conocieron y que constituyen testimonios directos (es una obviedad, claro, pero una de las cosas más valiosas que puede hacer un biógrafo temprano es hablar con gente que trató personalmente al biografiado, oportunidad que sucesivas generaciones de biógrafos ya no tendrán). Aquí, por ejemplo, los testimonios de Néstor García Canclini, Roberto Jacoby, Luis Gusmán, Martín Kohan, Alan Pauls, Beba Eguía, Andrés Di Tella, Luisa Fernández, etc. Previsiblemente, son los escritores-críticos, como Piglia, los que hacen algunas de las declaraciones más lúcidas acerca de su obra. Sobre como modificó Piglia el canon argentino, Kohan dice: “Lo que define esa construcción es la forma de leer. Porque si fuera tan fácil como mencionar gente, todos armaríamos una lista con veinte nombres. La lista se sostiene con un modo de leer: eso le da estabilidad y consistencia. En ese sentido, Piglia es el más borgeano de los que salieron de Borges”. Claro, Piglia aprendió de Borges a escribir, pero, sobre todo, a leer, a leer al sesgo, en los términos que le convenía.
Hechas todas las cuentas, la obra entera de Piglia puede leerse como un intento, generalmente afortunado, de salir del laberinto borgeano, esto es, de asumir a fondo la influencia del autor de Ficciones, verlo cara a cara, y luego crear una obra que, sin ignorar su impronta, es otra cosa. A distanciarse lo ayudaron escritores norteamericanos como Hemingway y Fitzgerald, el italiano Cesare Pavese y, desde luego, Roberto Artl. Acertadamente, Kohan remata: “Piglia es un clásico, sí, en un sentido borgeano. Es un horizonte de clasicidad”. Creo que en el último Piglia es evidente (léanse los magistrales relatos que suelen abrir y cerrar los diarios) y que él mismo lo habría admitido: el escritor que en su juventud aspiraba a ser un “tipo duro” terminó siendo un clásico.
En una entrada de Los diarios de Emilio Renzi correspondiente a 1965, se lee: “tengo que comprender que solo mi literatura interesa y que aquello que se le opone (en mi cabeza o en mi imaginación) debe ser dejado de lado y abandonado, como he hecho siempre desde el principio. Esa es mi única lección moral. Lo demás pertenece a un mundo que no es el mío. Soy alguien que se ha jugado la vida a una sola baraja”. La dramática frase final ilustra bien la tesis de la intemperie de Libertella (a propósito de la llegada a La Plata en 1960, anota: “rápidamente su sensación fue la de siempre, la de estar a la intemperie, un estado que le provoca, al mismo tiempo, raptos de nostalgia por la infancia en Adrogué –su último anclaje– y un efecto euforizante de libertad”). A Piglia la metáfora le habría gustado porque corresponde precisamente a uno de los mitos personales que construyó con más cuidado y que mucho debe al noir que tanto admiraba: el escritor como outsider, poco menos que detective o delincuente perseguido, sin ataduras, siempre listo a escapar (pero ese, más que escritor, que suele ser un tipo sedentario, parece Jean-Paul Belmondo en Sin aliento o Alain Delon en El samurái). Acaso Ricardo Piglia a la intemperie le conceda demasiado crédito a ese mito que no es, a fin de cuentas, sino una construcción ficticia sobre sí mismo. La realidad suele ser, al mismo tiempo, más prosaica y más compleja. En todo caso, lo que está fuera de toda duda es la victoria final de Piglia, es decir, la creación de una obra (y un autor-personaje) como la había querido, en la medida que esto es posible. Quedate tranquilo, tahúr: la baraja salió as.
Como en su momento la publicación de los diarios de Bioy Casares o Ricardo Piglia, la de Alejandro Rossi (Florencia, 1932-Ciudad de México, 2009) supone un acontecimiento literario. Se sabía tiempo atrás de la existencia de estos diarios y en 2015, en estas mismas páginas, apareció un adelanto de los últimos cuadernos que daba una idea de la magnitud de la obra. Hoy, luego de meses de trabajo monacal de los editores (hasta en los horarios: las labores de transcripción de los arduos manuscritos rossianos comenzaban a las cinco de la mañana, como copistas medievales), ven la luz Los diarios de Rossi, que abarcan de 1973 a 1989 (y que espero se completen pronto con los que van de 1993 a por lo menos 2003).
Alejandro Rossi ha sido y seguirá siendo un bicho raro, inclasificable, dentro de la literatura escrita en lengua española a finales del siglo XX y aún principios del XXI. Ya se sabe: nacido en Florencia, de padre italiano y madre venezolana, bilingüe, filósofo vuelto escritor, se instaló en México y adoptó el español como lengua literaria. Es autor de un libro misceláneo (hecho de ensayos, cuentos, memorias, fragmentos) que ha devenido clásico, el Manual del distraído; de una sátira en cuentos de la vida literaria, Un café con Gorrondona; de un inmaculado libro de relatos, La fábula de las regiones, reverso del realismo mágico y muestra de una de las mejores prosas narrativas del idioma, y de Edén. Vida imaginada, novela en la que finalmente logró su anhelo de fundir la propia vida con la ficción.
En un alarde de concisión, Gérard Genette resumió los siete volúmenes de En búsqueda del tiempo perdido de Proust en tres palabras (cuatro en español): “Marcel se vuelve escritor”. Los tres volúmenes de los diarios de Rossi podrían sintetizarse igual cambiando “Marcel” por “Alejandro”. Tiene razón Malva Flores en el prólogo: “me atrevo a pensar que su Diario es, sobre todo, la bitácora del angustioso proceso de un escritor y un hombre en búsqueda de la belleza, una belleza que cobró forma en cada uno de sus intentos por hallar el tono de escritura adecuado”.
Los diarios comienzan en 1973, cuando el autor tiene cuarenta años. Es una situación inicial paradójica porque, por un lado, como diarista es más bien tardío (los diarios suelen iniciarse, y abandonarse, en la adolescencia), pero, por otro, es justo la época en que Rossi decide que ya no quiere ser un filósofo o un académico, sino un escritor: “en un momento en que me siento muy solo y también muy desconcertado. Estoy tratando de iniciar otras actividades intelectuales, literatura, por un lado y por el otro todavía no lo sé. No tengo ganas de dar clases de filosofía y menos aún redactar artículos solitarios. Quiero convencerme de que se ha cerrado un periodo de mi vida”. A partir de entonces, digámoslo de una vez, la presencia de una constante: la de escribir contrarreloj, que queda poco tiempo (peor aún, que se ha desperdiciado), que se debió empezar antes. Por lo demás, las crisis, las mudanzas y los grandes cambios suelen ser el momento ideal para empezar un diario.
Junto con el ensayo en la tradición de Montaigne, el diario es el género del yo por excelencia, pero de un yo en movimiento, de la evolución del yo. A diferencia de la autobiografía o las memorias, otros géneros de la intimidad, no rinde cuenta retrospectiva de algo ya transcurrido, sino del transcurrir mismo. Quien lee un diario asiste al despliegue paulatino de una personalidad. Si se trata de un verdadero ejercicio de introspección y no de una mera bitácora social, que también puede serlo, el diarista estará continuamente examinándose y cuestionándose: el diario es ante todo el diálogo con uno mismo. Si su autor es, además, un escritor, se convierte en la otra obra y en ocasiones el revés de la más visible, el taller en el que podemos apreciar su elaboración, además de que con frecuencia servirá como el espacio de una crítica literaria informal. Todo eso está presente en los diarios de Rossi: examen de sí mismo, crónica social y laboratorio literario y crítico. Diario de escritor, entonces, en donde todo está puesto al servicio de la literatura; diario de madurez, donde para bien o para mal ya se es el que se es, y que no oculta las dudas, las vacilaciones y los temores de la edad.
Rossi era un agudo observador de personas y un gran retratista. Una de las cosas más memorables de esta obra son precisamente los retratos que hace, la manera en que en unas cuantas frases delinea una personalidad, como este, muy al principio, de Tomás Segovia:
No es que me queje, sino que es una manera de indicar esa pereza gatuna de Tomás, que en él se convierte en coquetería. Muy guapo, Tomás, con su bigote y pelo entrecano, su suéter alto, cuello de tortuga, saco sport, todo contribuyendo a esa mezcla de efebo maduro o, mejor dicho, de hombre maduro con una sensualidad adolescente, es decir, ambigua, algo pasivo, ofrecida. Me agradó verlo así, consciente de su cuerpo, de buen aspecto
No crea el benévolo lector que todos los retratos son así de amables. Rossi tenía una capacidad diabólica para hacer retratos inmisericordes, utilizando con precisión quirúrgica el recurso de la animalización: “una perrita pequinesa a quien hicieron creer que era escritora”, “mezcla de buey y foca”, “la viborita acostumbrada”, “la trucha sensual”, etc. Comentando el no más piadoso Borges de Bioy Casares, Rossi apuntó que debía subtitularse “sálvese quien pueda”. No pudo no haber pensado que algo parecido iba a decirse de sus diarios. No debería hacer falta aclararlo, pero en esta época de almas pías quién sabe: diario que sea todo discreción y corrección es el peor diario del mundo, o al menos el más aburrido. Rossi lo sabía: “la gente quiere chismes, descripciones maliciosas de personas conocidas”.
Malicia aparte, dos grandes afectos recorren los diarios de principio a fin: la amistad y la familia. El primero se muestra más complejo y con claroscuros, el segundo más sencillo y luminoso (no porque carezca de complicaciones, claro está, como dejan ver algunos comentarios sobre los padres, sino porque está centrado en la parte evidentemente más feliz de la vida íntima del autor, el matrimonio e hijos con Olbeth Hansberg). Rossi ejerció a fondo la amistad, con sus cálidos momentos de dicha y sus tristes e inevitables enfriamientos o decepciones. El 30 de junio de 1985, apunta: “Ha llovido sin cesar. Anoche eran tormentas de agua. A las diez llegamos a la casa de Fernando y allí cenamos los cuatro. Espléndido. Tono amistoso e inteligente. Tenía Fernando un vinito joven y agradable. Bebí muchísimo y estuve muy contento. La amistad, qué cosa formidable”. En su trivialidad, esta estampa define bien el valor de la amistad para Rossi: la importancia de la conversación, la buena compañía, el vino y la comida. Esta escena se repite una y otra vez. Ahora bien, no todos eran días de vino y rosas, y hasta la flor de la amistad tiene espinas. No es raro que, sobre todo en el caso de las amistades prolongadas, un día se queje de ellas o las critique y tiempo después se exprese afectuosamente de ellas. No faltará el virtuoso que se escandalice, pero no hay por qué desgarrarse las vestiduras: queremos a nuestros amigos y somos queridos por ellos, y a ratos nos exasperan o los exasperamos, nos critican y los criticamos, pero la amistad genuina sabe superar esos sinsabores y conservar el afecto.
Uno de los lugares comunes entre quienes conocieron a Rossi es subrayar su don para la conversación, inseparable de su devoción por la amistad. Rasgo típicamente italiano y latinoamericano, Rossi fue un gran conversador. Un día, anota: “Ayer almorcé y comí con Rafael. Iba a venir Jorge [López Páez] en la noche, pero hubo un equívoco con la fecha. Estuvimos hablando desde la 1:45 p. m. hasta las 3 a. m. del día siguiente. Mis borracheras verbales que a veces me hacen mucho bien”. Leyendo estos diarios, da la impresión de que buena parte de la vida de Rossi fue una efusiva y animada conversación, una larga “borrachera verbal”. Como su admirado Gómez de la Serna, perteneció a esa raza de escritores que se prodigaron oralmente, no quizá sin algún perjuicio de la escritura. Asombra en el diario la intensa vida social del autor (cenas, comidas, brindis, viajes, etc.,); luego escribía frases como: “Debo escribir. Hace días que no lo hago. ¡Mañana iremos a Londres!”.
Y ya que ha salido el tema de la escritura, aprovecho para hacer una puntualización que estos diarios exigen: la justa fama de Rossi como escritor descansa en una prosa cincelada, más esculpida que meramente escrita, la que encontramos en La fábula de las regiones y los mejores textos del Manual del distraído. En el diario, el lector encontrará fragmentos así, párrafos deslumbrantes y frases lapidarias, pero evidentemente no la totalidad. Se puede esculpir el lenguaje hasta el mínimo detalle en un texto de diez cuartillas, difícilmente en uno de más de mil. Rossi tenía la diferencia clarísima. Más de una vez, cuando acaba de anotar una entrada en el diario y se dispone a trabajar en un cuento, apunta: “ahora, ¡a escribir!”.
Rossi previó la incomodidad genérica que podría causar la lectura del diario: “Como de todo lo mío, algún día dirán: este es un diario y no es un diario, un cuaderno de apuntes y también una crónica saltarina de cierta vida social. ¿Qué es, pues? Sentirán de nuevo la incomodidad de no poder clasificar”. Sin embargo, él mismo dejó instrucciones generales para su edición. En 1987, al pasar por una grave crisis de salud, hizo una lista de posibles publicaciones y allí anotó: “Un libro con extractos de estos cuadernos. De ninguna manera todo lo que está aquí […] Supongo que el libro alcanzará –fácil– las 400 páginas”. En este sentido, quizá habría convenido una mayor selección del material, limitando, por ejemplo, tanta “crónica saltarina de cierta vida social”, repetitiva; la vida burocrático-universitaria, de restringido interés, o las entradas más apresuradas o circunstanciales, y centrándose en las partes mejor escritas de las reflexiones, la literatura y la vida personal.
Los diarios de Rossi pintan un cuadro de la vida cultural y literaria mexicana de los años setenta y ochenta del siglo pasado, en especial, claro, la que giró alrededor de Octavio Paz y las revistas Plural y Vuelta. En otro ensayo aparecido aquí mismo (“Alejandro Rossi: el nacimiento de un escritor”) he sostenido que la primera “hizo” escritor a Rossi, en el sentido de que al verse obligado a mantener una columna, “Manual del distraído”, fue soltando la pluma. Mucho debió Rossi a esas publicaciones y mucho debieron ellas a él, donde fue siempre una presencia inteligente y alerta. La relación intelectual y literaria más importante de aquellos años fue seguramente la que tuvo con Paz, una relación compleja, hecha de genuino y mutuo aprecio, no exenta de desavenencias. No era una relación de subordinación o de admiración incondicional, como las que podía fácilmente suscitar el poeta, sino de dos personalidades fuertes e independientes. Paz reconocía una inteligencia singular en Rossi, daba a su opinión un valor que no concedía con facilidad y fue uno de los principales impulsores de su conversión a escritor, lo que este admitía sin reparos (“yo pienso que a la larga lo mejor que me ha dado Octavio ha sido el estímulo literario”); Rossi evidentemente sabía que trataba con un escritor excepcional, una figura histórica, pero no dejó de resentir a ratos lo que juzgaba su autoritarismo o desconsideración, en episodios en los que también es perceptible cierto orgullo herido de su parte. De allí que en el diario haya reiteradas expresiones de afecto y gratitud mezcladas con quejas y reproches. Me quedaría, sin embargo, con una de las entradas finales:
El jueves pasado Octavio nos invitó a comer. Era el cumpleaños de Marie Jo. Fuimos —sabrán que me gustaba— al Champs Elysées… Pasamos unas horas maravillosas: reconciliados y hablando de cosas que nos agrada hablar. Como hace años. Yo estaba realmente muy contento. No quisimos entrar en temas de política y ambos pensamos que la política mata las amistades y que no vale la pena que esas miserias se interpongan entre nosotros. Ni tampoco tanto miserable que nos rodea y nos envenena mutuamente. Fue una comida de reconciliación. De reencuentro muy profundo, creo yo. Si Octavio supiera cuánto lo celebro. El placer, el placer, Dios mío, de poder conversar con una persona probadamente inteligente y fuera de las categorías convencionales.
Literariamente, el mundo de Rossi estaba mucho más cercano a Borges que a Paz. Como suele ocurrir, el descubrimiento de Borges en la adolescencia –en su caso, además, en Buenos Aires, donde cursaba el bachillerato– fue decisivo. Fue principalmente su ejemplo el que despertó su vocación literaria y se convirtió en su modelo definitivo. Rossi, a diferencia de tantos aspirantes a escritores que no supieron qué hacer con el influjo borgeano, no intentó imitar su imaginación o su universo narrativo, tentativa condenada al fracaso paródico: emuló su rigor formal, su lección de estilo, su orfebrería verbal. Por si quedan dudas:
Hoy murió Borges. Supe la noticia cuando llegué a la casa de Octavio. Me pareció espantoso no poder estar solo. Estaban Hilda y Lizalde. ¿Qué puedo decir? Casi dos meses después de la muerte de Pepe. ¿Qué puedo decir? Murió el mejor […] Sueños continuos sobre la muerte de Borges. Siento, físicamente, que el mundo se ha empobrecido, que es menos valioso. La máxima admiración literaria que he tenido. El mejor ejemplo de comportamiento literario. Un mundo sin el comentario de Borges me parece inconcebible […] Lo poco que sé de literatura lo aprendí de Borges. Una nota del libro, un comentario, el ritmo de una frase, un verbo, nadie como él me enseñó la trama de la escritura.
Los diarios revelan aspectos íntimos del taller literario de Rossi y de sus afanes como escritor. Por ahora destacaría tres cosas: una, que habiendo leído y releído su obra no me había quedado bien clara, es hasta qué punto su vocación literaria, narrativa, era ante todo la de un cuentista, un cuentista de raza (la minuciosa planeación de unas cuantas páginas, su laboriosa ejecución, su casi infinita corrección); dos, la multiplicidad y volubilidad de sus proyectos (claro, todo escritor proyecta muchas cosas y realiza solo algunas, y no poseemos diarios de todos para ver qué se llevó a cabo y qué no, pero sí llama la atención aquí la variedad de planes y cómo dedicó mucho tiempo y esfuerzo a proyectos que luego por una razón u otra se truncaban: una lección de humildad literaria); tres, las dudas y la inseguridad sobre su obra y su posteridad literarias. En un momento de enfermedad y evidente desaliento, escribió:
En un par de años, ni quien se acuerde de mí ni de las poquísimas cosas que he escrito. A ese olvido ayudará mi nacionalidad ambigua. Un escritor de filiación nacional indecisa, sin puerto propio. Y, sobre todo, con una obra tan escasa. Cuando lo pienso, me doy cuenta de que es un escándalo, un terrible escándalo. Personaje, ¡y era fuerte!, que a nadie le importa. Cuántas facultades no empleadas, cuánto tiempo abandonado.
Esa entrada data de 1987 y Rossi vivió aún veintidós años más, que vieron la publicación de La fábula de las regiones, Un café con Gorrondona y Edén. Vida imaginada. Junto con el Manual del distraído y ahora estos diarios, Los diarios de Rossi, son cinco libros únicos que integran una de las obras más originales y mejor escritas de la literatura hispánica moderna. Un gran escritor no necesita más. Un personaje de La fábula de las regiones, diría: “Descanse tranquilo, Don Alejandro, no se preocupe de nada”.
«Montaigne destruye el prestigio de la tristeza y la severidad. Enemigo de toda pedantería y todo dogmatismo, defendió la sabiduría como un júbilo. Por alguna razón se piensa que el melancólico es más hondo que el risueño y que el malhumorado reconoce lo desagradable mientras el divertido decide ignorarlo. La alegría que enaltece Montaigne no es ingenuidad frívola. Es sabiduría y, tal vez, bravura. No es fácil ser alegre porque no es común estar a gusto en nuestra piel, solos. No es fácil porque nos ahogamos en actividades y distracciones, porque estamos en fuga permanente».
Al morir en la Ciudad de México el 19 de junio de 1921 a la edad de treinta y tres años, oficialmente a causa de una pulmonía, Ramón López Velarde trabajaba en un libro de prosa poética, a la manera de El spleen de París. Pequeños poemas en prosa de Charles Baudelaire. Apenas al día siguiente de su muerte, el periódico Excélsior informaba a sus lectores al respecto: “El poeta preparaba una obra en prosa, una colección de poemas estilizados, plenos de admirable emoción, de finas observaciones y de la más exquisita factura. Este libro iba a constar de cuarenta y cinco trabajos, de los cuales el poeta solo había terminado 32. No obstante que la muerte vino a interrumpir la conclusión de este libro, que está destinado a causar una gran sensación en nuestro mundo intelectual, el compañero de Ramón López Velarde, el poeta Enrique Fernández Ledesma, hará un arreglo de los trabajos que existen en su mayor parte inéditos, y próximamente los dará a la publicidad. El libro llevará por título El Minutero”. Ese es el libro que el lector tiene ahora entre las manos.
Ramón López Velarde había nacido en Jerez, Zacatecas, el 15 de junio de 1888, bajo el signo de Géminis, primer indicio de su personalidad escindida. Se mudó con su familia a Aguascalientes cuando tenía alrededor de diez años, pero toda la vida conservaría la nostalgia por ese paraíso perdido que Jerez —o, mejor dicho, la infancia transcurrida ahí— representaba para él. A los doce volvió a su estado natal, a la capital, para ingresar al Seminario Conciliar y Tridentino de la Purísima. En 1902, de vuelta en Aguascalientes, prosiguió sus estudios en el Seminario de Santa María de Guadalupe y años más tarde ingresó al Instituto de Ciencias, donde hizo la preparatoria. Siguió regresando a su pueblo natal para pasar las vacaciones y en una de ellas se reencontró con una muchacha a la que conocía desde la infancia, ocho años mayor que él, de nombre Josefa de los Ríos, de la que se enamoraría ideal y perdidamente, y a la que en su obra transfiguraría en Fuensanta.
En Aguascalientes comenzó a escribir y a hacer vida literaria y bohemia junto con sus amigos Pedro de Alba y Enrique Fernández Ledesma, entre otros. Posteriormente se trasladó a San Luis Potosí, donde cursó la carrera de Derecho y se hizo partidario de Francisco I. Madero, que entonces daba inicio al movimiento que conduciría a la Revolución. Más tarde, radicado ya en la Ciudad de México, alternaba su trabajo de abogado con la impartición de clases de literatura y la colaboración en periódicos y revistas, pasando casi siempre estrecheces económicas. En 1916 publicó su primer libro de poemas, La sangre devota, bien recibido por la crítica, que celebró más que nada su canto a la vida provinciana, dando origen a uno de los equívocos más extendidos sobre López Velarde, el que lo ve solo o fundamentalmente como el “poeta de la provincia” (al igual que luego, con la publicación de “La suave Patria”, como el “poeta nacional”). Uno de los últimos poemas de ese libro —“Boca flexible, ávida…”— ya no está dedicado a Fuensanta, sino a un nuevo amor: la “Dama de la Capital”, Margarita Quijano, a la que el poeta, fiel a sus hábitos amorosos, asedió a la distancia durante años y con la que luego sostuvo una breve relación, que ella concluyó, sumando así otra frustración a su biografía sentimental. Por otro lado, López Velarde solía frecuentar a las “consabidas náyades arteras”, prostitutas con las que vivía el amor físico que, dada la moral de la época, no podía consumar en sus relaciones formales. La carne vivía así en permanente conflicto con el espíritu. Fruto de esta y otras tribulaciones —la muerte, el paso del tiempo, el pasado irrecuperable, el imposible retorno al origen— fue Zozobra (1919), obra maestra cuyo título cifra el alma de López Velarde, como la angustia de Kierkegaard o el desasosiego de Pessoa. La zozobra es una perpetua agitación, un ir de un extremo a otro sin encontrar nunca reposo, y es por eso que en su poesía son frecuentes las imágenes acordes: el péndulo, el candil, el trapecio.
En 1920, derrocado y asesinado Venustiano Carranza, de cuyo gobierno era funcionario menor, López Velarde se alejó del servicio público. Colaboró en la revista El Maestro, que dirigía José Vasconcelos, y allí, en abril de 1921, publicó el célebre ensayo “Novedad de la Patria”, en el que medita sobre el futuro de México tras la Revolución: “una Patria no histórica ni política, sino íntima… Un gran artista o un gran pensador podrían dar la fórmula de esta nueva Patria”. Sobra decirlo, el gran artista es él y la fórmula está contenida en “La suave Patria”: “Patria, te doy de tu dicha la clave: / sé siempre igual, fiel a tu espejo diario”. El poeta más íntimo y personal de México estaba a punto de convertirse en el poeta de todos. Apenas tuvo tiempo de revisar el poema en galeras de la misma revista, pues, como comencé recordando, murió el 19 de junio, luego de pescar una pulmonía en una de las caminatas nocturnas que le gustaba hacer por la Ciudad de México.
No habían transcurrido ni veinticuatro horas de su muerte cuando dio inicio su singular apoteosis como “poeta nacional”. El régimen posrevolucionario que él había repudiado, presidido por Álvaro Obregón (el responsable del magnicidio de Carranza), le organizó un suntuoso funeral y a partir de ahí comenzó un proceso de apropiación que convirtió a López Velarde y particularmente a “La suave Patria” en símbolos nacionales, no sin detrimento del resto de su obra. México había encontrado a su poeta. No parece tener mucho sentido renegar hoy de López Velarde como poeta nacional, aunque el título pueda tener mucho de obsequio envenenado; lo es, inexorablemente, y somos afortunados de que así sea, pero es mucho más que eso, pues, como observó un agudo crítico en la nota anónima correspondiente al poeta en la Antología de la poesía mexicana moderna (seguramente Xavier Villaurrutia), “su verdadera conquista no era la ambicionada alma nacional, sino la suya propia”.
López Velarde nunca fue ajeno a la prosa. Aparte de sus artículos periodísticos de política, escritos en una forma apresurada y utilitaria, sin fines estéticos, cultivó desde joven una prosa artística que solía aparecer en forma de crónicas en la prensa de la época. Era, en una primera etapa, vagamente romántica y sentimental, pero el estilo se transformó notablemente en sus últimos años. La prosa se refinó y profundizó, adquiriendo una complejidad y densidad que solo es comparable a la de los mejores poemas de Zozobra. Como toda genuina transformación estilística, obedeció a una metamorfosis interior. El estilo se ahondó porque el hombre se ahondó. Atrás quedaba la ingenuidad de un romanticismo convencional y era sustituida por una aguda, dolorosa e irónica conciencia de sí mismo y del mundo. Poco quedaba ya de la inocencia juvenil y provinciana del poeta. Para decirlo con sus propias palabras: “Hoy mi tristeza no es tumulto, sino profundidad. No tormenta cuyos riesgos puedan eludirse, sino despojo inviolable y permanente del naufragio. Pocas emociones habrá más voluptuosas que la altanería del alma, que se nutre de su propio acíbar y rechaza cualquier alivio exterior” (“Fresnos y álamos”).
Mucho se ha discutido sobre el género de El minutero. Es verdad que en él hay textos que se acercan al ensayo (“Novedad de la Patria” o “La conquista”), que se ubican dentro de ese amplio marco que la prensa denominaba crónica (“En el solar” o “La sonrisa de la piedra”), especie de cuentos (“La necedad de Zinganol” o “Caro data vermibus”), esbozos de crítica literaria y artística (“Anatole France” o “El cofrade de San Miguel”) y hasta discursos (“Oración fúnebre”), pero la forma que sin duda caracteriza el libro es la del poema en prosa —quizá sería más exacto hablar de prosa poética, como lo hizo el propio Baudelaire, sustantivando la prosa en lugar de subordinarla a mero adjetivo, pero difícilmente vamos a modificar una tradición teórica y crítica—, cuya definición no es menos ardua. Baste recordar las palabras de la dedicatoria de El spleen de París: “¿Quién de nosotros, en sus días de ambición, no soñó el milagro de una prosa poética, musical sin ritmo ni rima, lo bastante flexible y lo bastante dura para adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño y los sobresaltos de la conciencia?”. Esa es la prosa que define a El minutero.
Como La sangre devota o Zozobra, los únicos libros que el poeta dio a la imprenta, El minutero pretendía ser una obra cuidadosamente planeada y elaborada, pero la muerte le impidió darle su forma definitiva. No sabemos, a ciencia cierta, qué textos y en qué disposición quería que lo integraran, pero tenemos algunos indicios. Se conserva un manuscrito, en posesión de la Academia Mexicana de la Lengua, que enlista veintiún títulos que seguramente estaban destinados al libro en preparación, en el siguiente orden: “Eva”, “Las santas mujeres”, “En el solar”, “Anatole France”, “Mi pecado”, “El bailarín”, “La cigüeña”, “El cofrade de San Miguel”, “Noviembre”, “Oración fúnebre”, “Viernes Santo”, “Dalila”, “La magia de Nervo”, “Metafísica”, “José Juan Tablada”, “La conquista”, “La flor punitiva”, “José de Arimatea”, “Obra maestra”, “Lo soez” y “Urueta” (el volumen finalmente publicado incluye todos, salvo los dedicados a Nervo y Tablada). Probablemente López Velarde pensaba componer nuevos textos para completar el libro o quizá incluir algunos más de los que ya tenía escritos. A su muerte, Fernández Ledesma —fiel Max Brod de Ramón, que más de una similitud tiene con Kafka— reunió los textos señalados y agregó otros que le pareció se ajustaban al espíritu de la obra (“Novedad de la Patria”, “Fresnos y álamos”, “La última flecha”, “La necedad de Zinganol”, “Meditación en la alameda”, “Semana Mayor”, “La sonrisa de la piedra”, “Nochebuena” y “Caro data vermibus”), para dejar el volumen en un total de veintiocho, aparte de los poemas que lo abren y cierran, homenajes póstumos de José Juan Tablada y Rafael López. Llama la atención que los agregados por Fernández Ledesma sean en algunos casos considerablemente más largos que la mayoría de los enlistados por el poeta y más tendientes al ensayo (“Novedad de la Patria”, “La última flecha”) o a la narración (“La necedad de Zinganol”, “Meditación en la alameda”, “Caro data vermibus”). Creo que, en general, López Velarde daba prioridad en esta obra a una prosa corta, muy concentrada, depurada al máximo —como “Obra maestra”, “Las santas mujeres” o “José de Arimatea”, verdaderos diamantes verbales— y no sé si habría compartido del todo la selección final de su colega. Sin embargo, hay que decir que Fernández Ledesma hizo un trabajo loable, verdadera muestra de lealtad y afecto hacia el amigo muerto, y que El minutero es el libro que él cuidó e hizo posible.
La religiosidad de la Edad Media discurrió el “libro de horas” u horarium, volumen personal de oración ordenado según las horas canónicas. Muy consciente de la tradición religiosa, López Velarde compone un secular “libro de minutos” o minutorum de oraciones profanas, poemas en prosa, para uso del hombre moderno. De sobra es conocida la obsesión del poeta con el paso del tiempo y sus marcas —los años, los meses, los días, las horas y los minutos—, pero especialmente obsesiva parecía resultarle la medida de los sesenta segundos, quizá por su pequeñez y fugacidad. Numerosos son los memorables minutos de su obra: los “hiperbólicos minutos” y “el minuto cobarde” del poema homónimo; el “minuto de hielo” de “Hoy como nunca”; “los minutos de inmemorial espera” de “La tejedora”; etcétera. Ruido de fondo de la obra del poeta, el tic-tac del “reloj de agonías” es un recordatorio delicado, pero implacable de nuestra condición mortal (si se me permite el comentario personal, fue esta obsesión la que me impulsó a escribir el monólogo lopezvelardeano Los minutos, publicado en la revista Letras Libres en junio de 2021, en su centenario luctuoso).
Los “minutos” —poemas en prosa o prosas poéticas— que nos propone López Velarde en este libro no son, sin embargo, minutos ordinarios, vacíos, de esos que transcurren sin darnos cuenta y que componen la mayor parte de nuestras vidas; son, por el contrario, densos, conscientes, plenos de significado, en los que quien los sepa leer ahondará en su propio ser. No hay que dejarse engañar por la brevedad de los textos o del volumen mismo: El minutero posee una profundidad que no tienen obras vanamente dilatadas o colecciones enteras de libros. Por ello requiere una lectura pausada, detenida, y, sobre todo, una constante relectura. No sé cuántas veces he leído y releído los textos que lo conforman; sé que cada vez que lo abro me depara una nueva revelación y, sobre todo, un nuevo misterio y que ni remotamente presumiría haberlo descifrado por completo. Contiene todos los principales temas de su autor: la mujer, el amor, la soltería, el arte, la poesía, la sensualidad, la espiritualidad, el tiempo, la muerte, la patria, etcétera, y es una inmejorable introducción al íntimo y complejo mundo lopezvelardeano.
“Sé siempre poeta, aun en prosa”, ordenó célebremente Baudelaire; pocos supieron acatar ese dictamen como Ramón López Velarde.
Prólogo a El minutero de Ramón López Velarde en Aquelarre Ediciones.
El lector, sobra decirlo, es el gran protagonista de la obra de Borges. En sus cuentos abundan los lectores y los actos de lectura: lectores que rescriben las obras que leen (“Pierre Menard, autor del Quijote”), lectores de textos insensatos que angustiosamente buscan un sentido (“La Biblioteca de Babel”), maestros de lectura que pacientemente descubren el significado de un libro (“El jardín de senderos que se bifurcan”), arqueólogos de la lectura (“El inmortal”), lectores religiosos que intentan descifrar el mensaje divino (“La escritura del dios”), lectores pedestres e ineficaces (“El Aleph”)…, por mencionar solo algunos casos célebres de sus obras maestras, Ficciones y El Aleph.
La obra de Borges contiene el elogio del lector, pero también su crítica. No hace falta recordar la opinión expresada en el prólogo a la primera edición de Historia universal de la infamia, en 1935: “a veces creo que los buenos lectores son cisnes aun más tenebrosos y singulares que los buenos autores” (2011, p. 9), que tempranamente resalta la exigente idea borgeana del lector (y se entiende que si los buenos lectores son tan pocos, los malos son legión). Es precisamente la crítica del lector la que me interesa en este trabajo, centrado en dos cuentos de Ficciones: “Examen de la obra de Herbert Quain” y “La muerte y la brújula”.
Hemos observado varias veces la singularidad de los Ensayos, ese libro como no había habido otro antes (ni lo hubo después). Nada más alejado de Montaigne que el afán de componer libros, uno tras otro, como un tesonero erudito o un vulgar escribidor. No, lo suyo era una cosa distinta: un proyecto en el que el libro debía fundirse con el hombre y hacerse uno. Una vida, un hombre: un libro. Una obra así, en rigor, no puede tener fin; se acaba cuando se acabe la vida del hombre que la está escribiendo: ¿quién no ve que he tomado una ruta por la cual, sin tregua y sin esfuerzo, marcharé en tanto haya papel y tinta en el mundo?…¿cuándo acabaré de representar una continua agitación y mutación de mis pensamientos? (IX, III). En tanto haya movimiento, en tanto haya cambio, o sea, en tanto haya vida, habrá escritura y, sobre todo, reescritura (Montaigne, después del libro III, ya no compondrá más ensayos, pero no dejará nunca de corregir, precisar, matizar, añadir; en busca de la mayor fidelidad posible retocará su retrato, obsesivamente, hasta el final). Y si bien es cierto que yo ahora y yo hace un momento somos dos (IX, III), también lo es que mi libro es siempre uno (IX, III), ya que existe una unidad en los Ensayos de principio a fin; cada capítulo es una porción del cuadro que al final forman todos juntos, un cuadro que no salió tal y como lo conocemos al primer intento, que está lleno de raspaduras, matices y adiciones, pero que es, a fin de cuentas, uno.
Un piadoso y, al mismo tiempo, severo fantasma recorre la literatura y el arte contemporáneos: una oleada de moralismo inquisitorial y puritano que juzga, a partir de sus particulares criterios éticos, a la obra de arte y al artista. El valor propiamente estético de la obra pasa así a segundo plano; lo importante es la conducta del creador y que su trabajo promueva los valores apropiados. El fantasma es piadoso porque está convencido de abanderar todas las causas justas y porque afirma estar de lado de los débiles y los oprimidos, los históricamente marginados (luego, si al débil u oprimido se le ocurre negarse a su piedad y apartarse de sus criterios, deberá enfrentar su condescendencia o su furia que, en el mejor de los casos, le hará ver que él, en realidad, no sabe lo que le conviene, por algo ha sido débil y oprimido); es severo porque la más mínima infracción a su moral es castigada con el anatema o, por utilizar esa bella palabra del vocabulario moderno, fiel reflejo del nivel de tolerancia alcanzado por nuestras sociedades, la cancelación, un anatema laico. Al fantasma, por cierto, se le llena la boca hablando de tolerancia y diversidad, nunca se siente mejor consigo mismo que cuando las predica a diestra y siniestra, pero cuando una cosa se sale realmente de su marco, entonces súbita y misteriosamente se agotan ambas. El fantasma vive cómodamente, y casi se podría decir que nació, en los ámbitos académicos, especialmente en los idílicos campi del norte de América, no por nada refugio del puritanismo, donde prospera al lado del estudio de la literatura cuyo máximo ídolo es la identidad (racial, de género, de preferencia sexual, etc.). Desde allí irradia su benéfica influencia al resto del mundo que este, ingratamente, de vez en cuando se atreve a cuestionar.
Subrayemos lo obvio: la literatura y el arte siempre, desde sus orígenes, han tratado cuestiones morales y tomado posturas al respecto. La moral es inseparable de las letras (no solo la literatura: la filosofía, la historia, las antiguas “letras humanas”) y no es raro que grandes escritores sean grandes referencias morales. Eso es una cosa; otra es subordinar la literatura y el arte a una moral determinada, juzgar principalmente sus obras y autores a partir de si se apegan o no a sus particulares principios, erigirse en supremo tribunal moral y decretar excomuniones. En los mejores casos, de hecho, cuando la literatura y el arte tocan cuestiones morales, lo que provocan es hacer ver la complejidad de dichos asuntos, los matices, la vasta zona de gris en que desenvuelve la conducta humana, todo lo contrario del blanco y negro que privilegian los fundamentalistas de toda laya. Más aún, hay escritores que deliberadamente exploran los lados más oscuros de la condición humana, no en plan de especulación teórica, sino de vivencia personal, luego transfigurada en arte, y esos exploradores oscuros, que suelen ir en contra de las convenciones morales y sociales de su tiempo, son necesarios al arte. El recientemente fallecido Milan Kundera escribió sobre la novela, el género literario de la Modernidad: “El espíritu de la novela es el espíritu de la complejidad. Cada novela dice al lector: ‘Las cosas son más complicadas de lo que tú crees’… Comprendo y comparto la obstinación con que Hermann Broch repetía: descubrir lo que solo una novela puede descubrir es la única razón de ser de una novela. La novela que no descubre una parte hasta entonces desconocida de la existencia es inmoral. El conocimiento es la única moral de la novela”. La novela podría representar aquí a la literatura entera.
La situación presente no deja de entrañar una lección de humildad histórica. Recordemos que durante siglos la literatura en Occidente estuvo de hecho sometida a una moral (religiosa, fundamentalmente). Ganar su independencia, afirmar su autonomía, fue una de las grandes conquistas de la Modernidad liberal. Ingenuamente se pensó que después de, digamos, los procesos por faltas a la moral contra Baudelaire o Flaubert, dos hitos de aquella lucha, la literatura había conquistado su libertad, que a partir de entonces no tendría que sujetarse a una doctrina moral específica y menos ser objeto de persecución. Los totalitarismos políticos del siglo XX fueron evidentemente en contra de esta tendencia, pero, una vez transcurridos, en Occidente se tenía cierto consenso acerca que la literatura y el arte debían ser absolutamente libres y no sujetos de censura o prohibición. Ese consenso se ha roto y henos aquí de nuevo, a principios del siglo XXI, expurgando, censurando y prohibiendo obras literarias y artísticas y a sus creadores. Quizá habría que recordar las palabras, precisamente, de Baudelaire: “Ciertas gentes se figuran que el propósito de la poesía es una enseñanza cualquiera, que debe fortalecer la consciencia, o perfeccionar las costumbres, o, en fin, mostrar algo que sea útil… La poesía –por poco que se quiera adentrarse en sí mismo, interrogar su alma, despertar sus recuerdos de entusiasmo– no tiene otra meta que ella misma; no puede tener otra, y ningún poema podrá ser tan grande, tan noble, tan digno del nombre de poema como aquel que ha sido escrito únicamente por el placer de escribir un poema… Si el poeta ha perseguido un fin moral, ha disminuido su fuerza poética; no es imprudente apostar que su obra será mala”.
Subordinar la literatura a determinada ética ha dado como resultado convertirla en una especie de concurso de belleza moral (Philip Roth dixit): a ver quién es más solidario con las causas justas, a ver quién es más compasivo y buena persona, a ver quién tiene más bonitos sentimientos. Algunos escritores ya no aspiran a la creación de la obra de arte depurada y perdurable, sino a erigirse en Campeón Moral (y a que se los reconozcan, claro está, y, si hay justicia, se los premien). Muchos también piensan dos veces antes de acometer ciertos temas o utilizar ciertas palabras, no vaya a ser que los nuevos inquisidores los señalen con su dedo flamígero. Primero se impone la ultracorrección y, finalmente, la hipocresía y la simulación.
Criticismo ha querido dedicar un número especial a este fenómeno examinando obras modernas y contemporáneas en que las cuestiones morales tienen un papel preponderante (sin prejuzgar que todas caigan dentro de la ola moralista; se trata, justamente, de examinar su naturaleza). La posición de Criticismo es clara: la literatura, en tanto forma de arte y conocimiento, es el fin de la literatura. De allí que, con un guiño a André Gide, ese impresentable, haya titulado este número: “Por una literatura inmoralista”.
Más allá de su título elocuente –Nada hago sin alegría. Un paseo con Montaigne– el libro de Pablo Sol Mora provoca felicidad y esto es extraño en estos tiempos de “cancelación”, “posverdad” o “comunalidades”, donde la sola existencia de un individuo que reclama precisamente su ser individual puede parecernos una idea incluso pecaminosa. Pero, como dice Sol: “Cada vez que un hombre moderno dice ‘yo’ en cierta forma está diciendo ‘yo, Michel de Montaigne’.” Valdría la pena preguntarnos si aún somos esos modernos. Si aún lo necesitamos.
Prácticamente cincuenta años separan la primera novela de Kundera, La broma (1967), de esta última, La fiesta de la insignificancia. Durante ese lapso, el autor ha construido una de las mayores obras narrativas del siglo XX, heredera directa de una de las grandes tradiciones de la novela moderna, la de Europa central, aquella a la que pertenecen Kafka, Musil, Broch y Gombrowicz, entre otros (la obra de Kundera, de hecho, es depositaria de varias e ilustres tradiciones: la novela cervantina, el espíritu libertino, la ilustración dieciochesca…). Su aparición no ha dejado de sorprender, pues tras la publicación de La ignorancia al comienzo del siglo, muchos daban –dábamos– por hecho que el escritor checo se había retirado ya de la novela. Pocos autores se dan el lujo de publicar una nueva obra entrados los ochenta años. Frente a un acontecimiento de esta naturaleza, el crítico no puede dejar de reaccionar con cierta suspicacia, casi morbo: ¿se tratará de un libro superfluo, la típica obra extemporánea de quien fue un gran escritor y que habría sido mejor omitir, o, por el contrario, del canto del cisne, una última obra maestra? Conforme pasaba las páginas de La fiesta y, sobre todo, al final, mis dudas y temores se disiparon: no solo se trata de un pequeño chef-d’oeuvre, sino de un verdadero epílogo al conjunto de una obra, su palabra final. Con La fiesta de la insignificancia Kundera cierra un círculo que comenzó con La broma; son muchos los puntos de contacto entre ambas y bien podría establecerse un diálogo entre ellas, pero, como suele ocurrir en la obra de los grandes autores, la visión final del mundo no es una mera confirmación de la inicial, sino, en varios sentidos, su rectificación y hasta su refutación. Basta comparar los dos finales: serio y melancólico el de La broma, ligero y alegre el de La fiesta. El hombre y el novelista de ochenta y cinco años tiene algunas cosas que enseñarle al de treinta y cinco.
Por frivolidad, por afectación, por mera fatuidad, tendemos a identificar la profundidad de pensamiento con la gravedad y la tragedia, y a la alegría y la comedia con cierta ingenuidad. Aunque reconozcamos la importancia del humor, en el fondo pensamos que lo auténticamente profundo no puede ser sino serio. En el caso de la novela, poco parece importar que de hecho varios de sus mayores ejemplos, las cimas de la novelística, sean obras cómicas: Gargantúa y Pantagruel, el Quijote, el Tristram Shandy, La conciencia de Zeno. Nos seguimos aferrando a la idea de que una obra, para ser verdaderamente grande, debe poseer una visión grave de la vida, cuando no trágica. A deshacer este lamentable malentendido se ha encaminado buena parte de la obra de Kundera, de la cual La fiesta es el último argumento.
En La broma –devastadora crítica del socialismo real–, Ludvik, el protagonista, ve su vida destruida por un chiste (una postal que envía a la chica que le gusta con tres frases: “¡El optimismo es el opio del pueblo! El espíritu sano hiede a idiotez. ¡Viva Trotsky!”). Tragicómicamente, Ludvik descubrirá que los regímenes totalitarios tienen escaso sentido del humor. Al final, el significado de la broma se amplía: ya no es solo el chiste banal que desencadenó su desgracia, sino la totalidad de su vida y, más allá, la Historia entera, una broma fatal, descomunal, estúpida, cuya gracia se nos escapa. En La fiesta, los cuatro amigos protagonistas –Ramon, Alain, Charles y Caliban– aman los chistes y el sentido del humor, pero viven en una época (la actual) que ya no sabe apreciarlos o en la que incluso resultan peligrosos: “el crepúsculo de las bromas”, explica Ramon, “la época del poschiste” (en efecto, no son solo los totalitarismos políticos los enemigos del humor: prueben hacer una broma en los ambientes de ultracorrección política que prevalecen en las universidades norteamericanas). Conscientes de que es imposible cambiar el mundo, los héroes kunderianos se refugian en la amistad, el hedonismo y el buen humor, pues “es solo desde las alturas del buen humor infinito que puedes observar debajo de ti la eterna estupidez de los hombres y reírte”.
La fiesta de la insignificancia narra –mediante una trama apenas esbozada, pues aquí, como en Sterne o Diderot, maestros de Kundera, la trama es lo de menos y, lo que importa, los personajes y sus conversaciones– la conquista de la sabiduría y el humor. Se respira en ella, mutatis mutandis, la atmósfera que se respira en La tempestad, el prólogo al Persiles o los últimos ensayos de Montaigne: una atmósfera alegre, serena, benévola, conciliatoria. Pocos, muy pocos artistas logran al final de sus vidas esa visión olímpica.
A lo largo de toda su obra, Kundera se ha interrogado sobre la historia y el individuo, sobre la posibilidad de justicia en la historia, sobre la memoria y el olvido. En La broma, la conclusión era francamente pesimista: “la mayoría de la gente se engaña mediante una doble creencia errónea: cree en el eterno recuerdo (de la gente, de las cosas, de los actos, de las naciones) y en la posibilidad de reparación (de los actos, de los errores, de los pecados, de las injusticias). Ambas creencias son falsas. La realidad es precisamente lo contrario: todo será olvidado y nada será reparado”; en La fiesta, la perspectiva ha cambiado radicalmente, no, desde luego, porque ahora crea en la memoria eterna y la posibilidad de justicia, sino porque ha sabido reconocer y abrazar por completo su falta de importancia. Es la conclusión de la novela y, en mi opinión, de toda la obra de Kundera: “la insignificancia, amigo mío, es la esencia de la existencia. Está con nosotros siempre y por todos lados. Está incluso presente allí donde nadie la quiere ver: en los horrores, en las luchas sangrientas, en las peores desgracias. Exige con frecuencia valor para reconocerla en condiciones tan dramáticas y llamarla por su nombre. Pero no se trata solo de reconocerla, hay que amarla, hay que aprender a amarla. Aquí, en este parque, delante de nosotros, mira, está presente con toda su evidencia, con toda su inocencia, con toda su belleza. Sí, su belleza… Respira, D’Ardelo, respira esta insignificancia que nos rodea, es la llave de la sabiduría, es la llave del buen humor…”. Rabelais, Cervantes, Montaigne –la familia espiritual de Kundera– habrían asentido.
Leer a Jesús Gardea es una de las experiencias más áridas que pueda deparar la literatura mexicana. No solo por la previsible razón de que se trata de un “narrador del desierto” (etiqueta que no hacía feliz al autor, por cierto, pero que no es del todo falsa, aunque en sus cuentos también llueva o nieve), sino por la desolación de su mundo narrativo y su prosa, su inmaculada falta de amenidad, pero entiendo que ir a buscar amenidad, en sentido estricto, al desierto ya es ir medio errado.
Nacido en Delicias, Chihuahua, en 1939, y fallecido en la Ciudad de México, en el 2000, Gardea es uno de los indiscutibles pioneros de una narrativa, la norteña, que luego ocuparía un lugar sobresaliente en la literatura mexicana. Leída retrospectivamente, su obra se sitúa en una especie de Edad de Oro de dicha narrativa: prístina, arcaica, inocente (no porque no ocurran cosas terribles, sino porque aun estas ocurren en un fondo de inocencia, sobre todo en comparación con lo que vino después). En vano buscaría aquí el lector los que luego se volverían los clichés de la narrativa del norte, trillados hasta la caricatura: la violencia del narcotráfico, el sufrimiento de los migrantes, la desaparición de mujeres, etc. Por lo mismo, tampoco hay, lo que a estas alturas se agradece, el afán del escritor de erigirse en campeón moral (miren qué ético y solidario soy: prémienme), con frecuencia sin importar la calidad literaria. Gardea entendía que la literatura no es una rama de la ética ni de la santidad. Ajeno, por otro lado, a la búsqueda de éxito comercial, se empeñó toda su vida en la construcción de un mundo propio y personalísimo.
Resulta evidente que la mayor influencia del primer Gardea, el de Los viernes de Lautaro y parte de Septiembre y los otros días, es el Juan Rulfo de El llano en llamas, como observaron algunos de sus críticos, José María Espinasa o Christopher Domínguez Michael. Gardea tuvo el tino, que no tuvo una legión de imitadores, de no intentar reproducir tal cual el inimitable mundo rulfiano, sino el de trasladar y adaptar algunos de sus principales rasgos a un ámbito propio, en su caso el del norte de México. No lo tuvo, en cambio, también hay que decirlo, para asimilar algunas de las principales lecciones del maestro: la amenidad narrativa, la concisión, la economía. Esto aplica no únicamente para sus libros más rulfianos, sino para toda su obra. Estos Cuentos completos tienen seiscientas doce páginas; Gardea podría haber escrito –o, en todo caso, publicado– la mitad o menos, y esto no solamente no habría ido en menoscabo de su obra: la habría hecho mejor.
Gardea es un escritor, específicamente un cuentista, que pide a gritos ser antologado, es decir, que alguien se tome la molestia de separar la paja del trigo –porque aquí hay mucha, mucha paja– y presentar solo lo mejor o más representativo. Sobra decirlo, no todo cuentista amerita una edición de cuentos completos y en el caso que nos ocupa esta parece más destinada al estudioso o al muy devoto que al lector común. Con los mejores relatos de Gardea se podría armar un libro inobjetable, legible y económico, que de hecho tendría mayores posibilidades de acercar su ardua obra a más lectores, lo que entiendo es uno de los propósitos de reeditarlo; unos ambiciosos, pero ladrillescos Cuentos completos como estos difuminan su innegable calidad y, pese a su vistosidad, no sé si necesariamente van a ganarle más lectores, que con facilidad podrán desorientarse y cansarse entre las muchas repeticiones y altibajos, y no ubicar las pequeñas joyas, por ejemplo, ese cuento memorable, “Todos los años de nieve”, en uno de sus volúmenes menos conocidos, De alba sombría. En sus últimos libros (Dificil de atrapar, Donde el gimnasta), los menos frecuentados, Gardea, al límite de la legibilidad, se entregó a la creación de atmósferas e historias cuasi kafkianas, como esa inquietante alegoría del escritor, “Los visitantes”.
Críticos y admiradores de Gardea suelen argumentar que sus principales virtudes son formales, lingüísticas o estilísticas. Ciertamente nadie podría acusarlo de ser un apasionado de la trama; sin embargo, subordinar el argumento y privilegiar el lenguaje y la forma no te convierte, en automático, en Góngora. He aquí un párrafo representativo de la prosa gardeana: “Tendidos los rayos del sol, nos bañan a todos; no declinan; están sumamente quietos. Su persistencia ahonda, en el aire, en la luz, el silencio; la soledad en la que, como animadas imágenes de polvo, nos encontramos envueltos. Miro a los del auto; ni los trepados en él, ni los sentados en el estribo y el suelo parecen gente viva; los rayos del sol, a los que forman el copete del auto, les desprenden, de la cabeza y de los hombros, pequeñas plumas de ceniza. Por los abiertos caminos del aire llegan a mí y luego, en mí, se desbaratan…” (“El vendedor”, Donde el gimnasta). Nada para experimentar un arrebato lírico, de acuerdo, pero en principio no hay problema: se plasma una imagen y se crea una atmósfera. El problema empieza cuando ese párrafo o ligeras variantes se repiten una y otra vez, ad nauseam, y son fascinantes descripciones como esta las que llenan literalmente cientos de páginas de estos Cuentos completos que con frecuencia cuentan muy poco o nada. Dicho sea de paso, uno entiende que notas de contraportada, solapas y demás paratextos sean básicamente formas de la publicidad, pero afirmar, como se lee en la contraportada de este volumen, que a Gardea le corresponde “la primera fila de los grandes escritores de nuestro idioma” es un despropósito que en nada ayuda a entender mejor la obra de un escritor decoroso y con innegables méritos. Rescatar o reivindicar la obra estimable de un autor olvidado o relegado está muy bien; no hay por qué pretender que sea Borges o Quevedo.
En fin, que la lectura de Gardea no es precisamente una fiesta; la literatura no tiene que serlo siempre, desde luego. Quizá esa aridez sea su inevitable marca de origen y destino, y todo este tiempo lo hayamos pensado al revés. Él no era el “narrador del desierto”, sino su criatura.
Nuevo número de Criticismo. Reseñas sobre Christopher Domínguez Michael, Eduard Márquez, Pablo Montoya, Lorena Salazar Masso, Juan Miguel Álvarez, Enrique Vila-Matas, Fernanda Trías, Nina Lykke, Hiram Ruvalcaba…
David Hernández de la Fuente reseña No basta ser estoico de Charles Senard y Nada hago sin alegría. Un paseo con Montaigne:
O en Montaigne retirado del mundo en su torre campestre: él es la simbiosis perfecta entre epicúreo y estoico, como muestra bellamente el escritor mexicano Pablo Sol Mora en “Nada hago sin alegría”, llevándonos de la mano a pasear, con una prosa envidiable, por los ensayos del “señor de la Montaña”, como lo llamaba Quevedo. Su obra es un hermoso compendio destilado de las claves del buen “ethos”.
Las que siguen no son sino mis notas de lectura, apuntes tomados en mis paseos por la Montaña, y no tienen otro propósito que el de invitarte a volver a ese país privilegiado que es Montaigne o, por qué no, a conocerlo por primera vez (que sí, hasta para los clásicos hay una primera vez). Siempre he creído en la existencia de ciertos libros que parecen especialmente dirigidos a nosotros, de manera personal e íntima: los libros que son nuestro destino. A veces hay que recorrer un largo camino de páginas para encontrarlos, pero ninguna experiencia de lectura se compara al momento en que el lector encuentra su libro. Yo poseo la íntima convicción de que una parte crucial de mi destino como lector se ha cumplido leyendo atentamente los Ensayos y que en cierta forma todas mis lecturas anteriores no han sido sino una etapa previa para llegar aquí. Y es que, en resumidas cuentas, la gran lección del Señor de la Montaña, para quien sepa entenderlo, es ni más ni menos que esta: cómo vivir alegre, felizmente, una vida humana. Este librito consta de tres paseos, correspondientes a los tres libros que integran la obra de Montaigne, y nada me alegraría más que fuera un puente para llegar a ella y cumplir así la modesta función del crítico frente a la gran obra: ser el mensajero del texto.
Escribir una biografía de Fernando Pessoa entraña una paradoja evidente: ¿a cuántas personas se está biografiando en realidad? ¿Al Chevalier de Pas, primer protoheterónimo que Pessoa inventó cuando tenía seis años y le escribía cartas al niño Fernando; a Charles Robert Anon, autor de lengua inglesa en verso y prosa, compañero de su adolescencia; a Alexander Search, su sucesor; al Dr. Faustino Antunes, supuesto psiquiatra que trataba al joven Pessoa en Lisboa; al astrólogo Raphael Baldaya; a Vicente Guedes, primer autor de el Libro del desasosiego; a Fray Maurice, monje atormentado por dudas religiosas; a António Mora, el huésped de un manicomio que pretendía resucitar el paganismo; a Jean Seul de Méluret, ensayista francés; al Barón de Teive, escritor frustrado y suicida? ¿Solamente a los principales heterónimos, a saber: el poeta bucólico-filosófico Alberto Caeiro (1889-1915), autor de El guardador de rebaños, y sus discípulos, el ingeniero naval Álvaro de Campos (1889), poeta vitalista y ultramoderno, y el clasicista Ricardo Reis (1887), médico y escritor de austeras odas horacianas, además del semiheterónimo Bernardo Soares, asistente de contabilidad en Lisboa y a la postre autor del Libro de desasosiego? ¿O solo a Fernando Antonio Nogueira Pessoa, el tímido traductor y oficinista que los creó y contenía a todos? ¿Y quién era Fernando Pessoa (pessoa, ‘persona’ en portugués; ‘persona’, del griego prosopon, ‘máscara’; o sea, Fernando Máscara)? ¿Era Alguien o Nadie? ¿O Todos?
Uno de los mayores méritos de esta nueva biografía, escrita por Richard Zenith, traductor y editor del autor portugués, es presentarnos a un Pessoa plenamente humano, creíble, familiar, doméstico, de carne y hueso. Con esta son tres las principales aproximaciones biográficas al poeta (y nunca dejan de ser eso: aproximaciones), pero esta es por mucho la más completa, la –usemos esa hipérbole de la crítica biográfica– definitiva. La primera, Vida y obra de Fernando Pessoa (1950), se debió a João Gaspar Simões, y, aunque demasiado insistente en su interpretación psicoanalítica (casi todo se explica a partir de la “pérdida” de la madre, cuando esta, tras la muerte del padre de Fernando, vuelve a casarse), me sigue pareciendo un modelo de esa vieja tradición biográfica de escritores, mezcla de biografía y crítica literaria, precisamente la de “vida y obra”. Con el subtítulo de Historia de una generación, Simões –que conoció y trató al poeta personalmente, ventaja única que el resto de sus biógrafos no tuvo– se encarga de situar a Pessoa en su muy específico contexto portugués, histórico, cultural y literario. No recuerdo quién hizo la observación de que al genio lo imaginamos siempre un poco aislado, por encima de las pequeñas circunstancias históricas y locales que rodean toda vida, y que resulta siempre una sorpresa descubrir que él también se desarrolló en medio de esas menudencias. Esa fue exactamente la obvia impresión que me causó, hace años, la lectura de la biografía de Simões: Pessoa también había pertenecido a una generación, a un contexto cultural específico, había hecho una trivial “vida literaria” (formado parte de grupos, participado en polémicas, fundado revistas, etc.,), rodeado de una serie de escritores y artistas en muchos casos menores que hoy son solo un pasaje o una nota al pie de su biografía. Casi cuarenta años después de Vida y obra, y cuando Pessoa ya era mucho más conocido a nivel mundial, apareció La vida plural de Fernando Pessoa (1988), de su traductor español, Ángel Crespo. Menos rica en contexto, esta naturalmente se benefició de toda la crítica aparecida hasta entonces y de una comprensión más lúcida del fenómeno de la heteronimia, el corazón de la obra pessoana. No siendo únicamente biografías, sino obras críticas, tanto Vida y obra como La vida plural siguen siendo útiles y la obra de Zenith no las reemplaza por completo, pero es evidente que en términos de investigación y documentación, Pessoa será a partir de ahora la biografía de referencia. La tradición en la que se inscribe es la de la biografía anglosajona y, más precisamente, la de la biografía anglosajona de escritores, cuyo modelo sigue siendo el James Joyce de Richard Ellmann: una investigación exhaustiva, con un vasto aparato crítico y bibliográfico detrás, pero una exposición directa y amena, pensada para el lector común, sin notas al pie ni referencias o discusiones con otros especialistas que solo entorpecerían la lectura y que envía todo eso a la amplia sección de notas finales, que ya el interesado consultará, si quiere. Lo que criticaría al modelo es, a veces, cierta impersonalidad, cierta asepsia literaria y carácter meramente instrumental de la prosa que impiden que la biografía se convierta en una obra de arte en sí misma. Y la biografía, o es una obra de arte literario o es un mero reporte de investigación.
Uno de los aciertos de Pessoa es la división biográfica, no en las clásicas y áridas secciones de lugares y fechas (defecto de Ellmann), sino en una propuesta de evolución espiritual por etapas: “The born foreigner”, “The poet as transformer”, “Dreamer and civilizer” y “Spiritualist and humanist”, que convincentemente traza el itinerario vital de Pessoa. La primera está centrada en la toma de consciencia de su “extranjería”, en todos los sentidos, en la que los ochos años pasados en Sudáfrica son decisivos (uno se pregunta qué clase de escritor habría sido de no mediar esa experiencia, que apunto estuvo de hacerlo un autor inglés y lo hizo un escritor bilingüe); la segunda, en el proceso de desarrollo de los primeros heterónimos que habrían de conducir al nacimiento de Caeiro, Campos y Reis; la tercera, en el proyecto megalómano del Quinto Imperio y el propósito de restaurar las glorias lusitanas, y la cuarta, en su búsqueda espiritual (astrología, magia, rosacrucismo, etc.,) de redención y filantrópica. Un defecto, sin embargo, es solo dividir y titular esas cuatro partes y luego tener 76 capítulos (y secciones al interior de estos) sin subtitular. Una biografía de mil páginas y su hipotético lector se beneficiarían de una división y titulación más específicas.
La infancia y la adolescencia de Pessoa (esta última transcurrida en Sudáfrica, adonde se mudó tras el segundo matrimonio de su madre) habían sido hasta ahora quizá sus etapas menos conocidas. Zenith arroja nueva luz sobre ellas. Uno de los aspectos que más llama la atención es la precocidad de su genio. Sabíamos que había sido un niño introvertido y brillante, pero ciertas conductas e ideas parecen el preludio de algo más. Que creara amigos imaginarios con los que se carteaba o fundara pequeños periódicos donde él escribía todo es una cosa, pero llaman la atención detalles como que, entre los trece y quince años, fruto de su afición por el futbol y el criquet –que no sabemos si jugaba efectivamente, no me extrañaría que no–, se inventara equipos completos de ambos deportes, todos sus jugadores con nombre y apellido, llevara minuciosamente sus estadísticas e hiciera la crónica de partidos y temporadas completos. Todo un mundo que existía solo en su cabeza. Luego haría lo mismo, pero con escritores. Desde niño era evidente el rasgo definitivo de su personalidad: una refracción del mundo real, un repliegue al interior y un cultivo minucioso de un universo imaginario.
En Durban, adonde llegó sin saber inglés, rápidamente aprendió la lengua, se convirtió en un alumno destacado y pronto obtenía los primeros lugares y ganaba los concursos literarios académicos. Allí entró en contacto con la literatura inglesa y a los dieciséis años componía escrupulosas imitaciones de Milton, Carlyle y Keats. En 1904, su segundo soneto inglés terminaba con estos versos: “I know not death and think it no release– / The bad indeed is better than the unknown”, que obviamente recuerda su última línea escrita antes de morir, en 1935, también en inglés: “I know not what tomorrow will bring”.
A los diecisiete años, Pessoa volvió solo a Lisboa, de donde prácticamente no volvería a salir, mientras su familia permanecía en Sudáfrica. Se fue a vivir con unas tías y se matriculó en la Facultad de Artes y Letras, que le tomó menos de dos años abandonar (nada menos afín a su temperamento que la rigidez y la general mediocridad universitarias). Tras recibir una herencia, montó la imprenta y editorial Ibis, que fracasó rotundamente y lo dejó lleno de deudas. Una de las cosas más curiosas de la biografía de Pessoa, que Zenith documenta cuidadosamente, es su fallida vocación empresarial. Prácticamente toda su vida se la pasó haciendo proyectos de negocios que no llevaba a cabo o no pasaban de las primeras etapas (lo mismo, podría pensarse, ocurría en el plano literario, pero en este efectivamente acababa escribiendo, así fueran fragmentos, y en el empresarial, en cambio, el fracaso fue inmaculado). Tras abandonar la Universidad, quebrar en su primera empresa y deberle hasta al sastre, lo lógico habría sido conseguirse un empleo, cualquier empleo, y empezar a salir poco a poco de los problemas económicos, pero el joven Fernando, para consternación de su familia, se negaba en redondo a tener un trabajo convencional y un horario (como se sabe, Pessoa se ganaría la vida traduciendo cartas comerciales en distintas compañías de Lisboa y sería básicamente un oficinista, pero nunca tuvo un empleo fijo en un solo lugar). Mientras tanto, esos primeros años de vuelta en Portugal fueron cimentando su profundo nacionalismo. Nunca, ni en sus etapas de mayor ensimismamiento, dejó de preocuparse por el destino de Portugal e intervino más de lo que suele suponerse en el debate político, siempre a través de la escritura.
En 1912 conoció a Mário de Sá-Carneiro, su mejor amigo y colaborador literario. Fue una de esas amistades en las que, teniendo un gran denominador común (la literatura), los miembros no podían ser más diferentes. Sá-Carneiro, hijo de una familia rica, era un dandi epicúreo, exteriormente emocional, histriónico; Pessoa, reservado, tímido, que guardaba su riquísimo mundo de emociones para sí. Incluso físicamente contrastaban, Mario tirando a grueso y corpulento, y Fernando frágil y delgado. Tuvieron suerte de encontrarse y esta biografía muestra hasta qué punto Sá-Carneiro tuvo un papel en el nacimiento de Alberto Caeiro, el maestro de los heterónimos, ocurrido en 1914, annus mirabilis pessoano, al que siguieron los de Álvaro de Campos y Ricardo Reis. Al año siguiente los amigos publican la revista Orpheu, a la que bastaron dos números para fundar la modernidad literaria portuguesa. Sá-Carneiro se suicidó en París en 1916, a los veintiséis años, cerrando así el periodo de amistad y colaboración literaria más importante de Pessoa.
Hay un fragmento del Libro del desasosiego, que comenzó a componer hacia 1913 con ese título sin saber bien qué clase de obra sería, en el que dice que su verdadera patria no es Portugal, sino la lengua portuguesa. Es parcialmente cierto, pero también es verdad que se empeñó durante años en ser un autor de lengua inglesa. No parece casual que, resistiéndose a publicar libros en su lengua materna, sí intentará publicarlos en inglés, siendo rechazados, como The Mad Fiddler, o editándolos él mismo, como los 35 Sonnets o Antinous. Este último canta la pasión del emperador Adriano por su amante muerto, el adolescente Antinoo, lo que sirve a Zenith para especular sobre la sexualidad pessoana, zona llena de misterios. Sostiene que Pessoa no tuvo nunca una relación sexual (y presenta pruebas, escritas por el propio autor, que muestran que por lo menos a una edad avanzada en efecto esto era cierto, pero cómo saber que luego no tuvo ninguna experiencia) y al respecto concluye: “Throughout this biography I have avoided definining Pessoa’s sexuality, but based on his spiritual explanations and as demonstratedby his own ‘practice’, such as it was, it’s possible to affirm that the poet was ultimately not heterosexual, homosexual, pansexual, or asexual; he was monosexual, androgynously so. The heteronyms can be seen as the fruit of his self-fertilization”.
Algunos de los textos más perturbadores citados en esta biografía, que yo ignoraba, son las comunicaciones que supuestos espíritus (suerte de heterónimos fantasmales) dictaban al poeta en sus sesiones espiritistas y que trataban fundamentalmente de su vida sexual. El principal de ellos, Henry More, ordenó a su discípulo el 28 de junio de 1916:
You must not maintain chastity more. You are so misogynous that you will find yourself morally impotent, and in that way you will not produce any complete work in literature. You must abandon your monastic life and now […] A man who masturbates himself is not a strong man, and no man is a man who is not a lover.
Sin embargo, el clímax de la desesperación y la autodenigración llega cuando la supuesta mujer que sería la compañera sexual de Pessoa, una inglesa llamada Margaret Mansel, se comunica directamente con su futuro amante y le reclama:
You onanist! Go to marriage with me! No onanism [any] more.
504 Love me.
You masturbator! You masochist! You man without manhood! […] You man without a man’s prick! You man with a clitoris instead of a prick! You man with a woman’s morality for marriage. Beast! You bright worm.
Un hombre no puede llegar mucho más lejos en el camino del autodesprecio. El genio literario era un imbécil sexual (imbecillis, ‘débil’, ‘pusilámine’).
Como es sabido, la única relación amorosa que tuvo Pessoa fue con Ophelia –¿cómo más iba a llamarse?– Queiroz, secretaria en una de las oficinas para las que trabajaba. Tenía diecinueve años y uno tiene la impresión que la relación se dio gracias a su determinación, pues ella resolvió conquistar (y conquistó) al tímido poeta, aunque fuera temporalmente. Es inevitablemente cómico imaginar a Pessoa, que rebasaba los treinta, de novio por primera vez, robando besos y escribiendo cartas. De aquí nacerían luego, por supuesto, los versos: “Todas las cartas de amor son / ridículas. / No serían cartas de amor si no fuesen / ridículas…” (por descontado, aunque ese ridículo sea quizá más propio de los dieciséis que de los treinta y dos). Por otro lado, Pessoa también compuso algunas de las cartas de amor más frías que se hayan escrito, por ejemplo, la del 26 de marzo de 1920: “Por mi parte, estoy convencido de que me gustas. Sí, creo que puedo afirmar que te tengo un cierto afecto”. Ophelia se debe haber derretido.
Sin embargo, estaba claro que la dicha amorosa, conyugal y doméstica no estaba en el destino pessoano. Cuando Pessoa comenzó a sentirse demasiado invadido por el amor de Ophelia, emprendió la retirada. Para ello contaba con un aliado inmejorable, el archirrival de su novia: el insolente Álvaro de Campos. No deja de ser un poco alucinante leer cómo a veces Pessoa se presentaba a las citas con Ophelia con una personalidad completamente distinta, locuaz y agresiva: es que no era el comedido Fernando, sino el desmesurado Álvaro. O como este boicoteaba su relación por escrito.
El amor, para Pessoa, fue una experiencia pasajera. Había leído sobre ella toda la vida, la había visto en los demás y necesitaba experimentarla, pero cuando la tuvo al poco tiempo se dio cuenta que no era para él (no, al menos, en la versión que le ofrecía Ophelia, que eventualmente debía derivar en el matrimonio y la familia, como explícitamente se lo dijo). Luego de una de sus recurrentes desapariciones y ante la perplejidad de la muchacha, él explicó que una ola negra –metáfora de su depresión– se cernía sobre él. Más adelante, en una escalofriante carta de despedida que también pudieron haber firmado Kierkegaard o Kafka, escribió: “Mi destino pertenece a una Ley diferente, cuya existencia ni siquiera sospechas, y soy cada vez más el esclavo de Amos que no ceden y que no perdonan”.
Hacia su última década se operaron varios cambios en la vida de Pessoa. Literariamente, abandonado el juego juvenil de la vanguardias (porque para un escritor de su talla no podían ser otra cosa que eso, un divertimento pasajero), se inclina hacia cierto clasicismo, reflejado en su intervención como editor de la revista Athena, en la que aparecieron fragmentos de “El guardador de rebaños”. Da la impresión de que –luego de años de buscar cierto reconocimiento, tanto en inglés como en portugués, y de obtener resultados más bien modestos, aparte de la infinita planeación y postergación de la publicación de su obra en libros–, Pessoa decidió retraerse en términos literarios. Algunas de las cosas que más le importaban (la poesía de sus principales heterónimos, por ejemplo) no había encontrado mayor eco; ahora se ocultaría aún más, deliberadamente, y renunciaría a la idea de la publicidad. Solo sus mejores amigos y algunos jóvenes y fervientes admiradores, agrupados alrededor de la revista Presença, lograrían hacerlo abandonar parcialmente esa reclusión literaria.
Para entonces, Pessoa está más interesado en la magia, la astrología y la búsqueda espiritual. Uno de los episodios más curiosos de esta vida desprovista de acontecimientos exteriores fue su encuentro con el infame Aleister Crowley, ocultista inglés que dirigía una secta que involucraba la magia, drogas y ritos sexuales. Se carteaba con Pessoa y un día, para alarma del poeta, anunció que lo visitaría en Lisboa, adonde llegó acompañado de su joven novia alemana. Sus planes incluían abrir una sucursal del culto en Portugal y que su brillante corresponsal la dirigiera. Al verse personalmente, debe haberle tomado treinta segundos darse cuenta que el poeta de los lentes y la pajarita no era precisamente la persona más indicada para llevar a cabo ritos sexosatánicos, pero igual le simpatizó y lo convenció de ayudarlo a escenificar su falso suicidio en el despeñadero de Boca del Infierno, a las afueras de Lisboa (Pessoa esbozó una novela sobre la aventura, que por supuesto dejó inconclusa).
Entre otras novedades, la biografía de Zenith incluye fotografías que yo, al menos, desconocía. Las más impresionantes son los últimos retratos de Pessoa, los retratos de un hombre que tiene cuarenta y seis o cuarenta y siete años (la bel âge de quien esto escribe, lo que probablemente contribuyó a mi impresión), y que parece de sesenta. La vida había desgastado brutal y prematuramente a Pessoa, y a los cuarenta era un uomo finito. Zenith escribe:
It wasn’t the dreary routine of his rounds among the offices; he liked that routine. Nor was the loneliness of living as a bachelor, which did on occasion make him sad, but not weary. It was life itself that wearied him. I was all the doing, feeling, hoping, and regretting of the forty years he had lived so far. It was the nagging sensation that “all is vanity and vexation of spirit”, as he remarked in a passage from The Book of Disquiet, citing the words of the Preacher or Ecclesiastes. And he also cited, in the same passage, that bleak utterance of Job: “My soul is weary of my life”.
A sus últimos años no faltaron pequeñas derrotas y humillaciones. Dispuesto, increíblemente, a abandonar Lisboa, solicitó un modesto empleo de bibliotecario en el Museo de los Condes de Castro Guimarães en Cascais. Lo rechazaron. Empujado por sus amigos, envío a un concurso de poesía organizado por el gobierno su poema Mensaje. El certamen estaba practicamente organizado por ellos mismos, así que el triunfo de Pessoa parecía seguro, pero miembros del jurado tuvieron otra opinión y terminó perdiendo frente al pío poema de un cura franciscano de nombre Vasco Reis. Los amigos se las arreglaron para igual darle un premio, lo que en cierta forma solo abonó a la humillación. Mensaje, el único libro que se había animado a publicar en vida, no había sido suficiente para ganar un concurso estatal. Para rematar, en la esfera pública, la sombra de la dictadura de Salazar se cernía sobre Portugal. Pessoa, que lo había apoyado al comienzo, tuvo el tino y el valor de oponérsele al final.
Su salud se deterioraba aceleradamente, proceso al que su ingente consumo de alcohol no era ajeno (su bebida favorita era el brandi portugués Macieira), llegando a experimentar el delirium tremens. Bromista, una vez, al presentarle a una muchacha que iba a casarse con un pariente suyo, le dijo: “¿No has oído hablar de mí? Soy el borracho de la familia”. Una de las cosas que, en su momento, los familiares de Pessoa reprocharon más a la biografía de Simões fue, por cierto, presentar una poco favorable imagen del poeta en sus últimos años, enfatizando su aspecto descuidado y alcohólico. Pessoa fue internado en el hospital San Luis el 29 de noviembre de 1935 con fuertes dolores abdominales y murió al día siguiente, probablemente a causa de una obstrucción intestinal. Dejaba un libro publicado y la famosa arca con alrededor de veinticinco mil documentos que contenían su obra dispersa, disjecta membra…
Una de las paradojas de la biografía de Pessoa es que, a pesar de la multitud de las máscaras, acabe por revelar un rostro. Él se definía a sí mismo como un poeta dramático e impersonal, esto es, que encarnaba varias voces y era solo un medio. El poeta Pessoa era, en efecto, impersonal, pero la persona Pessoa, permítaseme la redundancia y la paradoja, no lo era: era única, individual, con una serie de rasgos específicos, gestos, costumbres y manías, moldeada por su carácter y las circunstancias de la vida que le tocó vivir, como la persona de todos nosotros. Parte de su gran triunfo poético es haberse casi borrado detrás de sus máscaras, hacernos creer que realmente era nadie, aunque detrás hubiera siempre alguien, no un sujeto estable y monolítico, claro está, sino en permanente movimiento y mutación, la única forma de ser, y en su caso aún más radicalmente. Un precursor de la exploración pessoana de la otredad –de cuya alegre sabiduría podría haber aprendido mucho de haber sido otro su temperamento, pero, en definitiva, solo tenemos los maestros que son afines a nosotros– lo dijo lúcidamente: “no pinto el ser, pinto el tránsito” (Ensayos, II, III).
Creo que Zenith apunta una de las claves para comprender a Pessoa cuando comenta su vía ocultista para el progreso espiritual, que prenscinde de la magia y de la alquimia:
This is “the simple path”, he wrote, and those who follow it recognize the Word exactly “as it is given to us, as something not one but multiple, as the limbs of Osiris, many Gods”. Rather than attempt to rejoin the body of the god Osiris –whose corpse was cut up into pieces and strewn all over Egypt– they accept the fragmentary, multiple nature of the divine Word. And to accept “the Word as the Word”, says Pessoa in conclusion, is to accept “the World as the World”. This wisdom recalls the lesson of the master heteronym, Alberto Caeiro, who saw and accepted that “Nature is parts without a whole.”
Análogamente, más que empeñarse en dotar de unidad la persona y, sobre todo, la obra de Pessoa, es preciso reconocerlas y aceptarlas en su fragmentariedad. Hacerlo así es aceptar el mundo moderno, del que son expresión y reflejo, tal como es, un mundo que hace tiempo perdió la unidad y saltó en pedazos.
Hace diez años, reseñando los Escritos sobre genio y locura, escribí que si tuviera que apostar por un solo autor para representar la Edad Moderna, el que a la postre será nuestro Virgilio o nuestro Dante, apostaría por Fernando Pessoa. La lectura de Pessoa de Richard Zenith me lo ha confirmado.
Comentario. Ya en el siglo XVI –en su último y mejor ensayo, cima y síntesis de toda su obra, “De la experiencia”– Montaigne observaba que había más libros sobre libros que sobre cualquier otro asunto y que, en realidad, no hacíamos sino comentarnos unos a otros. La literatura, en efecto, puede ser vista como un prolongado comentario sobre sí misma. La obra de Vila-Matas lo es de manera particularmente conciente y deliberada; toda ella, como ha observado Ricardo Piglia, es la historia (y agregaría, la crítica) imaginaria de la literatura contemporánea. Juan Villoro, por su parte, ha escrito: “La estética de Enrique Vila-Matas depende en primera y última instancia de la lectura. Hechas de comentarios, reensamblajes, parodias y atribuciones apócrifas, sus historias se postulan como una segunda realidad. Vila-Matas llega después; observa lo ya narrado con ojo insólito y discute lo ocurrido”.
Desde sus inicios, en La asesina ilustrada (que recuerda en alguna medida el modelo de Pálido fuego de Vladimir Nabokov, la novela-comentario por excelencia), la obra vilamatiana asumió su característica de glosa. Allí, la crítica Ana Cañizal apunta: “quisiera narrar en ellas lo que me fue ocurriendo a partir del día en que casualmente di con el manuscrito de La asesina ilustrada de Elena Villena y comentar, a la vez, diversos apartados de este extraño texto”. Los verbos en infinitivo –narrar y comentar– dan la clave, no solo de este libro temprano, sino de la totalidad de su obra, pues ésta se lee como una narración comentada o un comentario narrativo de la literatura moderna. Vila-Matas ha incluido el comentario crítico en su ficción narrativa e incluso lo ha convertido en el principal tema de la misma, como en Bartleby y compañía y en la ya abiertamente “ficción-crítica” de “Chet Baker piensa en su arte”. Yendo un poco más allá, se ha convertido en comentarista de sí mismo, como muestra de manera inmejorable el prólogo a En un lugar solitario, donde el autor repasa críticamente sus primeros libros y observa, además, el fenómeno ocurrido tras su colapso físico, que lo hizo tomar distancia de su obra y asumir las palabras del Diario de Robert Musil: “soy un absoluto extraño para mí mismo, hasta el punto de que podría ser un mero crítico o comentarista de mi trabajo”.
Al comentar los primeros versículos del Cantar de los cantares en La regla de la Orden de la Santísima Trinidad, san Juan Bautista de la Concepción, al que el poema intrigó toda la vida, escribió:
En las primeras vistas que hizo la esposa a su esposo y las primeras palabras que le habló, fue decirle que le diese un beso de su boca, porque tenía mejores pechos que el vino 1. Mill dificultades tiene este lugar. Llano es que, si era beso, que habíe de ser de boca. Digo que hay junta y beso de corazones y, como la esposa se veía inpedida de esta junta por estar aún su corazón envuelto en carne y no descubierto, conténtase con que sea beso de boca
El reformador de la Orden Trinitaria estaba lejos de ser el primer lector que pasara dificultades y confesara su perplejidad frente al Cantar, pues este venía siendo fuente de desconcierto y poniendo en aprietos a los comentaristas judíos y cristianos, que con frecuencia no sabían qué hacer con un poema tan francamente erótico, desde su canonización.
Los orígenes del Cantar siguen siendo poco claros y la fecha de su composición, en la forma en que lo conocemos, oscila en un amplio arco entre los siglos V y III a. C., si bien algunos de sus contenidos podrían rastrearse hasta los siglos IX y X a. C. Actualmente, la mayoría de los estudiosos coincide en que se trata fundamentalmente de un poema erótico, toma partido por una lectura literal y rechaza la interpretación alegórica (la prevaleciente durante una prolongada tradición judía y cristiana), así como descartó en su momento, con argumentos filológicos, la autoría de Salomón o que el poema datara de su época. Por otro lado, se continúa debatiendo sobre su carácter unitario o fragmentario.
Sin embargo, es precisamente esa casi descartada lectura alegórica la que me interesa y la que convierte al Cantar (y en especial a su comienzo) en un fascinante objeto de estudio filológico y de historia intelectual. Podemos imaginar el asombro y las dificultades que pasaron los primeros exégetas frente al célebre inicio que, con no pocas variantes, podía decir: «Béseme él con el beso de su boca; porque mejores son tus pechos que el vino» (la Vulgata, en efecto, había traducido el original hebreo «yissaqeni minnesiqot pihu qi tobim dodeja miyyain» como «osculetur me osculo oris sui quia meliora sunt ubera tua vino»). ¿Qué hacer con un libro sagrado que tiene semejante principio y que luego se extiende en la crónica detallada de un amor sensual? Estaba claro que no podía decir sencillamente lo que decía en la superficie y que tenía que decir algo más.
El propósito de este artículo es examinar la interpretación que cuatro comentaristas religiosos españoles de los Siglos de Oro hicieron del Cantar 1, 2: fray Luis de León y santa Teresa de Jesús, en el siglo XVI, y san Juan Bautista de la Concepción y Mariana de San José, en el XVII. Me centro en los comentarios escritos en castellano y por ahora dejo de lado los compuestos en latín, con la excepción del de Cipriano de la Huerga, que por su influencia se impone considerar, aunque sea brevemente. Para comenzar, haré una breve síntesis de algunas de las principales interpretaciones del Cantar 1, 2 hasta la obra cumbre de san Bernardo que nos permita comprender mejor la tradición en la que se insertan los comentaristas españoles.
En la infatigable bibliografía crítica sobre Borges hacía falta un libro como este, que sistemática y laboriosamente examina la compleja y voluble postura que sostuvo a lo largo de su vida frente a una de sus bestias negras, su Polifemo personal: don Luis de Góngora. Hablamos de dos escritores de equiparable nivel artístico, dos de las cimas de la literatura escrita en español en cualquier época, y por ello cabe la comparación. En resumen, todo este ensayo es un intento, a ratos desesperado, de contestar la siguiente pregunta: ¿cómo es posible que Borges no entendiera y admirara a Góngora?
Martha Lilia Tenorio –especialista en poesía áurea y novohispana, gongorista y gongorina confesa– se ha salido un poco de su habitual ámbito crítico y académico, el de los Siglos de Oro y la filología, y se ha volcado no solo en la obra de Borges, sino en la bibliografía sobre Borges, que no es pequeño berenjenal (a veces, hasta el exceso: demasiadas citas y referencias a crítica académica borgeana más bien prescindible, que agrega poco al libro y que Tenorio en realidad no necesita). Por lo demás, su lectura de los textos borgeanos se beneficia del mismo rigor y escrúpulo que pone cuando descifra un poema barroco. Acaso –ya me estoy poniendo borgeano–, para un trabajo de esta naturaleza, más un ensayo de crítica que obra filológica, habría convenido una forma más suelta, menos sujeta a las convenciones académicas, sin tantas notas ni referencias.
Debo confesar que, cuando supe de la existencia de este trabajo, comenté en corto a la autora: “espero que no se te haya ocurrido hacer a Borges gongorino porque eso no es posible”. Bueno, pues eso, más o menos, fue lo que se le ocurrió, pero brillante y exhaustivamente. No que ahora piense que Borges y Góngora son los hermanos secretos que nunca supe ver; sigo pensando que son dos mundos, si no antitéticos, radicalmente diferentes y que no hay manera de reconciliar al autor de Ficciones con el de las Soledades (el ensayo, además, se topa con la dificultad de congeniar a Borges con Góngora a pesar de lo expresado en múltiples ocasiones por el primero), pero sí me ha convencido de que la relación es más compleja y ambigua de lo que podría parecer en un principio.
Cuando a un gran autor realmente no le interesa otro, no se ocupa de él ni para refutarlo y no lo relee ni escribe sobre él una y otra vez, como hizo Borges con Góngora. La verdad es que, a pesar de su memorable boutade juvenil a propósito del centenario (“yo siempre estaré listo a pensar en don Luis de Góngora cada cien años”), nunca dejó de tenerlo presente. Uno de los fenómenos más enigmáticos y reveladores de las letras es, no la indiferencia de un gran escritor por otro, sino el franco rechazo, como el de Pascal hacia Montaigne o Tolstoi hacia Shakespeare. Esa clase de animadversión es tanto o más significativa que la más profunda de las afinidades. Algo se subleva al interior de un autor contra otro que representa una visión del mundo y del arte enfrentada a la suya. No es propiamente el caso de Borges y Góngora, que pasa mucho por la incomprensión y el mero gusto, pero algunas diferencias irreconciliables de fondo hay. Toda poética nace de una visión del mundo y de un temperamento y entre las visiones del mundo y los temperamentos gongorinos y borgeanos media un abismo: a pesar de que su poesía no contenga muchos elementos religiosos, Góngora es un católico español del siglo XVI, que acepta sin mayor problema los dogmas, pero cuyo temperamento, ligero y hedonista, lo conduce a una poesía sensual, de goce y celebración de las percepciones sensoriales, del mundo natural; Borges es un ateo o agnóstico moderno que ve al hombre perdido en el mundo como en un laberinto y cuyo temperamento, tímido y más inclinado a los placeres intelectuales que sensuales, nadie podrá acusar de epicúreo. Es difícil reconciliar dos personalidades así. Tenorio misma lo sabe cuando escribe: “yo creo que entre Borges y Góngora hubo un desencuentro de personae, en el sentido clásico del término: entre el optimismo y el hedonismo gongorinos, ese muy pagano sentimiento de la felicidad y del disfrute material de la vida, y la gravedad pesimista y desengañada de Quevedo con su angustiante constatación de la caducidad, Borges se sintió más cómodo tras la persona de Quevedo”.
La tesis principal del libro pasa por el uso de la metáfora: “el núcleo de la estética y del arte de los dos poetas (Borges y Góngora) es el mismo: la formulación de conceptos/metáforas, no como revestimientos o adornos del poema, sino como elementos fundamentales, con valor cognoscitivo, que constituyen la epifanía que es, a fin de cuentas, un texto poético”. Góngora aparte, el libro es un minucioso recorrido por la evolución del pensamiento poético de Borges, desde Fervor de Buenos Aires hasta Los conjurados. En cuanto a su actitud frente al poeta barroco, ciertamente hubo también un cambio: pasó del menosprecio y repudio juvenil (“Góngora –ojalá injustamente– es símbolo de la cuidadosa tecniquería, de la simulación del misterio, de las meras aventuras de la sintaxis. Es decir, del academismo que se porta mal y es escandaloso. Es decir, de esa melodiosa y perfecta no literatura que he repudiado siempre”) a una opinión más serena y ecuánime (reflejada en el poema “Góngora” de Los conjurados que, en mi opinión, no deja de ser una crítica y en el que Borges hace a Góngora arrepentirse de ser Góngora), aunque no faltaron tardíos exabruptos antigongorinos, como los registrados por Bioy en el temible Borges (“estuve leyendo las Soledades y el Polifemo: son activamente feos. Leí todo el Polifemo: es horrible”), pero nunca, me temo, a la genuina comprensión y estima. El Góngora que Borges llegó a gustar fue el de unos cuantos sonetos, pero nunca apreció sus obras mayores. En parte por cierto selectivo anacronismo lector (que en otros casos sabía evitar perfectamente), por no querer entender una estética de otra época; en parte porque simple y llanamente el mundo poético de Góngora le era ajeno y no le interesaba.
And yet, and yet… Es posible que al final, depuesta la animosidad juvenil, Borges de algún modo se reconciliara con Góngora, no porque entonces ya lo entendiera y admirara, sino porque había llegado a admitir que esa “melodiosa y perfecta no literatura” era también literatura. Quizá haya intuido que, como los teólogos enemigos de su cuento, “para la insondable divinidad”, él y Góngora serían una sola persona.
Este año cumplí cuarenta y uno. Es la edad a la que murió Kafka, uno de los solteros más eminentes de la literatura, y me gusta llamarla la edad Kafka. El escritor checo se resistió heroica y dramáticamente al matrimonio durante toda su corta vida, como lo muestra su tormentosa relación con Felice Bauer, pobre chica que no tenía idea de con qué clase de espécimen se había topado y por la que es casi imposible no sentir algo de compasión.
Quizá ningún escritor moderno, con excepción de Kierkegaard, ha estado tan obsesionado con la condición soltera, de lo que brindan abundante testimonio sus diarios, cartas y escritos de ficción. En una hipotética antología literaria de la soltería, su texto “La desventura del soltero” –incluido en su primer libro, Contemplación, publicado en 1913, cuando tenía treinta años– ocuparía un lugar de privilegio en la sección de la soltería pesimista, aunque al final el autor logre tomar un poco de distancia de sí mismo y verse con cierta ironía: “parece tan grave quedarse soltero, y, de viejo, guardando a duras penas la dignidad, pedir acogida cuando se quiere pasar una velada con gente, estar enfermo y, desde el rincón de la propia cama, contemplar semana tras semana la habitación vacía, despedirse siempre ante el portal de la casa, no subir nunca la escalera junto a la propia mujer… Y así será, solo que, en realidad, hoy y en adelante será uno mismo quien esté ahí, con un cuerpo y una cabeza de verdad, y, por tanto, también una frente para golpeársela con la mano”.
Tranquilo, Franz, vas a estar bien.
De hecho, como sabemos, Kafka no fue nunca un soltero viejo y prácticamente murió en brazos de Dora Diamant, joven periodista de veinticinco años (pas mal, Franz), quien siguió a Milena y a Julie, luego de que el asunto con Felice terminara por completo. Siempre me ha llamado la atención que Kafka, con todas sus quejas en relación a las mujeres, en realidad fuera bastante capaz de ligar –lo hizo, por lo menos, una media docena de veces–, sobre todo si lo comparamos con escritores que realmente tuvieron problemas en ese apartado, digamos Leopardi (jorobado, enfermizo, architímido) o Pavese (impotente). Con los cambios sociales experimentados en un siglo, hoy probablemente Kafka sería un soltero sin mayores problemas y no tendría los conflictos que tuvo entonces –con su familia, con su novia, con la familia de su novia– o no en la misma medida. Naturalmente, se las arreglaría para torturarse y consumirse de angustia sobre casarse o no, formar una familia, tener hijos, etc., que, si no, no sería Kafka, pero no estaría sujeto a las presiones familiares y sociales que tanto lo atormentaron.
El origen de la problemática soltería de Kafka era la relación con su obra. Creía firmemente que mantenerse soltero era la condición necesaria para llevarla a cabo. Su vida entera puede entenderse como la lucha desesperada contra las cosas que pudieran alejarlo de la escritura. Escribir era su misión y no iba a permitir que nada ni nadie se atravesara en ese camino, así tuviera que sacrificar la felicidad propia o ajena. Una parte de él, comprensiblemente, buscaba una vida normal, conyugal, familiar, doméstica; otra, la vida salvaje del escritor entregado a su obra. El 21 de julio de 1913, luego de que Felice aceptara su propuesta matrimonial, corrió a escribir en su diario argumentos contra la unión: “3. Necesito estar solo mucho tiempo. Todo lo que he conseguido hacer es producto únicamente de mi soledad. 4. Odio todo lo que no se relaciona con la literatura, mantener conversaciones (incluso si se refieren a la literatura) me aburre, hacer visitas me aburre, los sufrimientos y las alegrías de mis parientes me aburren hasta el fondo del alma… 5. La angustia que me produce la unión, dar el paso. Ya no estaré solo nunca más”. El Esposo vs el Escritor. Ya sabemos cuál ganó.
En homenaje al máximo soltero de la literatura moderna, propongo considerar los cuarenta y uno como la piedra de toque de la soltería. Solo a partir de entonces puede tomarse en serio a un soltero en tanto tal. Naturalmente, la soltería en los veintes no cuenta; es la condición natural, salvo casos graves. A los treinta se puede empezar a concederle cierto crédito y es sin duda la década clave porque entonces, quizá, experimentará en algún momento la tentación de abandonar ese estado de gracia. Pero si logra atravesarla incólume y llega a la cuarentena, entonces sí, podemos estar seguros: estamos frente a un soltero.
Solteros eminentes I. Aquiles, don Quijote, Hamlet
Cuando apenas se me había ocurrido la idea de este ensayo, pensé en una sección dedicada a los grandes solteros de la historia, reales o ficticios, y titularla, a la manera de Lytton Strachey, “Solteros eminentes”. Se me ocurrió, si mal no recuerdo, en la playa, tumbado al sol, y entonces anoté en mi teléfono los tres primeros nombres que me vinieron a la cabeza: Aquiles, don Quijote y Hamlet.
El caso de Aquiles –a diferencia de los otros dos, cuya soltería es incuestionable– puede resultar complicado, pues algunas tradiciones quieren adjudicarle una esposa (Deidamía, la madre de su hijo, Neoptólemo), pero no son muy convincentes. La tradición estrictamente homérica no alude a ningún matrimonio. La verdad, cuesta trabajo imaginar a Aquiles en papel de esposo. En esto es también el gran antagonista de Héctor, que es sin duda elmarido de la épica griega. El troyano es el héroe hogareño, amante y fiel esposo de Andrómaca y responsable padre de familia; el griego, la perfecta máquina soltera. Su caso es único aun entre los aqueos, pues el resto son respetables hombres casados (bueno, no tan respetables): Ulises, Menelao, Agamemnón (a quien más le habría valido no casarse), etc. A Aquiles, por lo demás, se le atribuyen diversos amores y hoy sería tachado de depredador sexual. Era un depredador, sexual y de otras clases. Entre sus víctimas: Deidamía, Briseida, Pentesilea, Políxena, Ifigenia, Helena, Medea, Patroclo…
Aquiles encarna al guerrero perfecto y sus atributos difícilmente son compatibles con las mansas virtudes matrimoniales. Incluso, de acuerdo a algunas versiones tardías del mito, la única vez que contempla la posibilidad de casarse tiene consecuencias fatales. Según estas, Aquiles se habría enamorado de la mencionada Políxena, hija de Príamo, y habría prometido a este pasarse al bando troyano si le concedía su mano. El rey habría aceptado y el acuerdo debía formalizarse en el templo de Apolo. Aquiles habría acudido desarmado y allí habría sido muerto por Paris, escondido tras la estatua del dios. Huelga sacar la moraleja.
La soltería de don Quijote está fuera de toda duda. Nunca se menciona una esposa o hijos y sabemos que vive solo, a los cincuenta años, con una ama y una sobrina. Don Quijote parece más bien un solterón, problemática figura de la que tal vez nos ocupemos después. En realidad, el solterón sería, desde luego, Alonso Quijana, pues don Quijote es un caballero andante que está consagrado al amor exclusivo de una dama, Dulcinea. Algunos de los momentos más cómicos de la novela ocurren cuando don Quijote se topa con alguna mujer joven a la que toma por princesa o noble y teme que se enamore de él y se vea obligado a rechazarla por la rigurosa fidelidad que guarda a su dama. Don Quijote es la antítesis del mujeriego Aquiles y jamás se siente tentado a traicionar a Dulcinea. ¿Piensa alguna vez en casarse con ella? No que nos conste; se da por satisfecho con servirla y el matrimonio seguramente le parecería una meta inaccesible. Pero conjeturemos un poco: si de pronto la posibilidad se abriera, ¿don Quijote daría el paso o no lo daría? Tengo para mí que no, pues en el fondo está consciente de que su relación con Dulcinea depende de la distancia y la idealización. Don Quijote, en todo caso, vive y muere soltero, y eso basta para incluirlo en esta primera galería de solteros eminentes.
Por último, está el Príncipe de la Melancolía, el Soltero Arquetípico, la Radical Máquina Soltera: Hamlet. De acuerdo a las famosas palabras del sepulturero en el acto V, tendría alrededor de treinta años, edad más que casadera para el siglo XVII. Y, sin embargo, el príncipe sigue soltero. Ya esto debería ponernos sobre aviso. Hay en Hamlet un rechazo extremista, visceral, al estado matrimonial. Pero, ¿qué clase de soltero es Hamlet? El príncipe no se aferra a su soltería –a diferencia de, digamos, el duque de Ferrara en El castigo sin venganza de Lope de Vega– para mejor gozar su soltería en términos donjuanescos. Hamlet no es un libertino. Él pertenece al tipo de solteros que buscan, ante todo, preservar su soledad, individualistas radicales que solo pueden vivir consigo mismos. A las variadas teorías sobre su locura, agrego esta: Hamlet no se finge loco para confundir a la corte y desenmascarar a su tío y a su madre, menos aún por amor a Ofelia; Hamlet sabe en qué terminará su relación con ella y se finge loco para no casarse. Honra así su famosa frase, el credo de toda Perfecta Máquina Soltera: “I say we will have no more marriages” (III, I).
Solteros eminentes II. Ramón López Velarde
Ni que decirlo: la primacía indiscutible de la soltería en las letras mexicanas corresponde a Ramón López Velarde. Él es nuestra Perfecta Máquina Soltera.
¿Perfecta? Bueno, no tanto. En Ramón, permítaseme la confianza, había demasiada añoranza del matrimonio y, sobre todo, de la paternidad. Y, sin embargo, nunca se casó ni tuvo hijos, que se sepa, y murió a los treinta y tres de Cristo –otro soltero eminente, por cierto– sin dejar ninguna descendencia, salvo su obra y la poesía mexicana moderna.
Ramón tiene un texto de una página que por sí solo le valdría un lugar en cualquier antología de la soltería, “Obra maestra”, en el póstumo libro de prosas El minutero. El inicio es comparable al de las mejores fábulas de Kafka: “El tigre medirá un metro. Su jaula tendrá algo más de un metro cuadrado. La fiera no se da punto de reposo. Judío errante sobre sí mismo, describe el signo del infinito con tan maquinal fatalidad, que su cola, a fuerza de golpear contra los barrotes, sangra de un solo sitio. El soltero es el tigre que escribe ochos en el piso de la soledad. No retrocede ni avanza. Para avanzar, necesita ser padre. Y la paternidad asusta porque sus responsabilidades son eternas”.
En el resto del texto, Ramón reflexiona gravemente sobre dichas responsabilidades (lo digo sin pizca de ironía; la ironía se me congela cuando leo ese texto). Está claro que para él soltería equivale, sobre todo, a la carencia de hijos, a la negación de la paternidad, que equipara a atributo casi divino, o sea, demoníaco. Había en el poeta, en potencia, un esposo modelo y un pater familias católico, benevolente y responsable, pero también estaba, en acto, el otro, el extremadamente sensual, el esclavo de la carne, el asiduo de las hadas nocturnas que tan bien conoció y lo conocieron. López Velarde era un monaguillo devorado por Eros, un libertino con consciencia de seminarista, y de esa irresoluble contradicción nace la fuerza de su obra.
Mucho se ha especulado por qué Ramón no se casó nunca, pues oportunidades no le faltaron (y cuando lo intentó, lo rechazaron), pero el punto es que no lo hizo. El mecanismo de la soltería era demasiado fuerte en él. Será, para siempre, el príncipe de nuestros solteros.
Solteros eminentes III. Schopenhauer, Nietzsche
Las relaciones entre la filosofía y el matrimonio nunca han sido muy buenas. Desde Sócrates, probablemente. Su esposa, Jántipa, ha pasado a la historia como el modelo negativo de la mujer que no comprende e incordia al filósofo. La lista de solteros en el gremio es larga –Bacon, Descartes, Pascal, Spinoza, Leibniz, Hume, Kant, Kierkegaard y los dos de esta sección, por mencionar solo ejemplos modernos– y lo difícil es más bien encontrar casos de filósofos casados (Hegel, increíblemente, entre ellos). Bacon, por cierto, tiene un ensayo “Sobre el matrimonio y la soltería”, donde afirma algo que toda Perfecta Máquina Soltera suscribiría: “la causa más ordinaria de la soltería es la libertad, especialmente para ciertas mentes caprichosas y hedonistas que son muy sensibles a las restricciones y que incluso consideran los cinturones o los tirantes como poco menos que grilletes y cadenas”.
El caso de Schopenhauer es muy curioso. Unos cuantos aforismos demasiado citados le han creado la fama de ser uno de los grandes misóginos de la historia (un verdadero misógino, dicho sea de paso, es aquel que detesta a las mujeres a tal punto que las rehúye, y en ese sentido Arthur fue un pésimo misógino). Todo empezó, al parecer, con una mala relación con la madre, con la que tuvo un pleito feroz. Sin embargo, la vida soltera de Schopenhauer fue bastante más agitada de lo que uno esperaría del severo filósofo de la voluntad. Veamos: tras unos amores platónicos, perdió la cabeza por una recamarera de Dresden con la que de hecho tuvo un hijo, muerto prematuramente; luego se apasionó con una italiana, Teresa Fuga, por la que dejó de presentarse con Byron porque temía que el poeta, bien conocido Don Juan, se la bajara; después, una corista de Berlín que le hizo ver su suerte con múltiples infidelidades; ya mayor, conoció a la adolescente Flora Weiss, con la que incluso pretendió casarse… En fin, que no tan mal para quien supuestamente abominaba a las mujeres y el sexo.
Nietzsche no se casó nunca, aunque lo intentó con Lou-Andreas Salomé (ella tenía veintiún años y el filósofo rondaba los cuarenta). Zaratustra no niega el matrimonio y la procreación, pero tiene una idea sumamente exigente de ambos: “tú eres joven y deseas para ti hijos y matrimonio. Pero yo te pregunto: ¿eres un hombre al que le sea lícito desear para sí un hijo? ¿Eres tú el victorioso, el domeñador de ti mismo, el soberano de los sentidos, el señor de tus virtudes? Así te pregunto. ¿O hablan en tu deseo el animal y la necesidad? ¿O la soledad? ¿O la insatisfacción contigo mismo?”. El matrimonio y la reproducción, según Nietzsche, solo tienen sentido si son hacia arriba, si con ellos el hombre se mejora a sí mismo, pero nada es peor que la unión que degrada: “aquel era esquivo en sus relaciones con otros, y seleccionaba al elegir. Pero de una sola vez se estropeó su compañía para siempre: su matrimonio lo llama… Muchas breves tonterías –eso se llama entre vosotros amor. Y vuestro matrimonio pone fin a muchas breves tonterías en la forma de una sola y prolongada estupidez”.
Entonces, ¿el Súperhombre se casa o no se casa?, ¿súper marido y padre o Súper Máquina Soltera? La respuesta, quizá, está en “La canción del noctámbulo”, una de las últimas secciones de Así habló Zaratustra: “ ‘yo quiero herederos, así dice todo lo que sufre, yo quiero hijos, no me quiero a mí’, mas el placer no quiere herederos, ni hijos, –el placer solo se quiere a sí mismo, quiere eternidad, quiere retorno, quiere todo-idéntico-a-sí-mismo-eternamente”.
Los Siglos de Oro concluyeron de este lado del Atlántico, en la Nueva España, con un caso absolutamente excepcional. Juana Ramírez nació en San Miguel Nepantla, una hacienda al sur de la Ciudad de México. En la Respuesta a sor Filotea, valiosísimo documento autobiográfico, sor Juana cuenta cómo aprendió a leer a los tres años y cómo desde muy chica la devoraba el deseo de conocerlo todo. La suya era, ante todo, una vocación intelectual. Fue llevada a la corte virreinal, donde deslumbró a los sabios de la época, que la sometieron a examen a petición del propio virrey, el marqués de Mancera. Se hizo religiosa, no por tener genuina inclinación, sino porque rechazaba el matrimonio y aquel era el único estado que le permitía seguir con sus estudios y mantener cierta independencia. Con la llegada en 1680 de los nuevos virreyes, el marqués de la Laguna y su esposa, la condesa de Paredes, empezó una etapa de esplendor para la monja. Los recibió con el suntuoso arco triunfal del Neptuno alegórico y a partir de ahí fueron sus amigos y protectores. Previsiblemente, el brillo de sor Juana provocaba envidias y la censura de quienes creían que se dedicaba demasiado a la poesía profana. Hacia 1690 escribió el único texto que, según ella misma, compuso por gusto, El sueño, su obra maestra y la culminación de los Siglos de Oro. Imitación de Góngora e inconcebible sin las Soledades, la orientación y el contenido intelectual del poema, que trata de la aspiración de conocer, son lo propiamente sorjuanino. Nadie como ella reunió la facultad poética y el deseo del intelecto. En 1695, tras una dramática crisis espiritual y presiones externas que la alejaron de las letras, sor Juana murió atendiendo a las víctimas de una epidemia de peste.