Hace ya más de veinte años, un joven crítico, en una obra titulada Tiros en el concierto. Literatura mexicana del siglo V, proponía considerar el siglo XX como el V de nuestra literatura, juzgando acertadamente que esta había comenzado en el XVI. Lector fundamentalmente moderno, al crítico no parecía interesarle demasiado lo que había ocurrido antes y supongo que si alguien le hubiera profetizado entonces que eventualmente escribiría una historia de la literatura del siglo IV, o sea, el XIX, lo habría visto con cierto escepticismo. En aquella obra, escribía: “en este texto se utiliza una falacia patética: los ateneístas son los fundadores de Roma. Con ellos empieza la narración escrita de nuestra República de las Letras. Antes de ellos está la prehistoria”. Pero he aquí que la prehistoria se ha vengado con creces del crítico, pues ya le ha hecho dedicarle prácticamente mil páginas, si sumamos las de La innovación retrograda. Literatura mexicana, 1805-1863 y las de esta Historia mínima de la literatura mexicana del siglo XIX (más de trescientas páginas: no tan mínima).
Era, me imagino, inevitable. Christopher Domínguez Michael, aquel joven escritor, se había propuesto ser el crítico de la literatura mexicana (y lo es desde hace tiempo, sin mayor competencia, aunque su club de haters rabie y patalee, pero ahí está una creciente obra crítica que sencillamente no tiene parangón en las letras mexicanas), y quien tiene semejante propósito no puede darse el lujo de ignorar un siglo de literatura. Hace tiempo, pues, CDM se fue de viaje al siglo IV y ha regresado con este par de historias.
La historia literaria anda un poco de capa caída en el conjunto de los estudios literarios, donde en cambio abunda la crítica y la teoría. Es un error y una lástima. No se entiende literatura sin historia literaria y llevar a cabo diversos estudios de esta índole (de una lengua, de un continente, de un país, de un género, de un grupo, de una idea, de una revista, etc.,) debería ser una de las tareas básicas del estudio de la literatura, sobre todo en la academia. Hoy se antoja desmesurado que una sola persona emprenda la historia de la literatura de una lengua o una nación, así sea solo de un periodo. Se entiende, dado el grado de especialización, pero hay algo que se pierde en ese paso de lo individual a lo colectivo. Precisamente: la visión personal, única, integral que un solo lector –que tiene, por supuesto, que ser un gran lector– posee de una literatura y su consecuente exposición en una forma y estilo igualmente personales. Eso es lo que hace de una historia de la literatura una obra, a su vez, propiamente literaria: un sello de autor, una inteligencia y una voz particulares.
La primera parte de esta Historia mínima de la literatura mexicana del siglo XIX está espigada de la voluminosa La innovación retrograda y se completa con el periodo que allí no alcanzó a cubrir (el encargo original de El Colegio de México era la Historia mínima, pero al autor se le pasó un poco la mano y salieron las seiscientas páginas de La innovación retrograda; ahora la retoma para cumplir con la encomienda inicial). Por aquí desfilan los resecos árcades mexicanos, el callejero Fernández de Lizardi, el mitómano Bustamante, el semiolvidado cubano-mexicano Heredia (por el que CDM siente una simpatía evidente y al que dedica el mejor capítulo del libro), la mítica Academia de Letrán, los maestros liberales (Prieto, el Nigromante, Riva Palacio, Altamirano), los novelistas (Payno, Inclán, Frías, Gamboa, entre otros) y finalmente los románticos y los modernistas. Idealmente, una historia literaria se emprende luego de un trato prolongado y continuo con las obras y autores a historiar; idealmente, digo, porque en este caso parece claro que CDM lee por primera vez a varios de ellos y que si llevara más tiempo leyéndolos su juicio sería más informado y más completo. Sin embargo, su agudeza lectora, su vasta cultura letrada (que le permite situar al XIX mexicano en el contexto más amplio de la literatura de la época) y su prosa genuinamente literaria, muy superior a la que suele encontrarse en los ámbitos académicos, harán de esta una obra de referencia.
La idea clave sigue siendo la de la “innovación retrograda”, término que CDM toma del desdichado Villemain, de cuyo Curso de literatura francesa es uno de los pocos lectores entre nosotros (por cierto, recurrir a un crítico decimonónico y componer una historia literaria como esta, en un formato más bien tradicional, ¿no tiene, a su vez, algo de “innovación retrograda”?). Esta consiste, en pocas palabras, en intentar avanzar mediante un anacronismo, cuyo máximo ejemplo serían los pobres árcades mexicanos, a principios del XIX, jugando a ser Virgilio en Xochimilco. Con autores como Heredia o Payno, sostiene CDM, y definitivamente con el Modernismo, la literatura mexicana abandonaría la innovación retrograda y comenzaría a ser genuinamente moderna y contemporánea.
A ratos, y el propio CDM lo reconoce, se nota que le costó no poco trabajo leer autores y obras que no necesariamente le entusiasman (y cuando más brilla un crítico es cuando escribe sobe algo que genuinamente le apasiona, claro está). Entiendo que es uno de los deberes que se ha impuesto, pero hago votos porque dedique más tiempo a obras más personales y de mayor libertad e imaginación formales. De ellas depende la de por sí improbable posteridad del crítico. En otras palabras: más Cyril Connolly –el de La tumba sin sosiego–, menos Menéndez Pelayo. Por lo demás, cuando en un futuro las naciones sean parte del pasado (y con ellas las literaturas nacionales) y un remoto y cosmopolita erudito se interese en México y en eso que se llamó literatura mexicana, tendrá claro quién fue su crítico.
Publicado originalmente en https://www.letraslibres.com/mexico/revista/literatura-mexicana-del-siglo-iv