Epístola sobre La Celestina (II)

La aparición en “escena” de Celestina es magistral: pide albricias –ella, el vehículo de la desgracia– a Elicia por la llegada de Sempronio. ¿De dónde procede la Celestina? Tiene un antecedente literario directo, que es la Trotaconventos (otra vez Juan Ruiz), la alcahueta del protagonista del Libro de buen amor. Pero es una Trotaconventos mucho más personificada, individualizada, perfectamente caracterizada. En una obra dramática, los personajes son las palabras que pronuncian. No tenemos otra manera de conocerlos. No hay descripción, no hay análisis de un narrador. De ahí la importancia de la forma de hablar de Celestina, siempre astuta, disimulada, lisonjera, taimada: “¿Qué diras a esto, Pármeno? ¡Neciuelo, loquito, angelico, perlica, simplezico! ¿Lobitos en tal gestico? Llégate acá, putico, que no sabes nada del mundo ni de sus deleytes. ¡Mas ravia mala me mate, si te llego a mí, aunque vieja! Que la voz tienes ronca, las barbas te apuntan. Mal sosegadilla deves tener la punta de la barriga”. ¡Qué maravilla verbal! Toda Celestina está ahí, en su astucia y su picardía. Fíjense en la acumulación de adjetivos, en los diminutivos cariñosos, el tono confianzudo, la familiaridad, la alusión sexual, en el halago y el autodesprecio.

Los sirvientes, sobra decirlo, son figuras clave en la trama. Vale la pena detenerse en ellos. Tenemos de entrada a Sempronio y Pármeno. Sempronio carece de todo reparo moral y desde el principio está de acuerdo en ayudar a Celestina, pero Pármeno duda y la conciencia lo tortura constantemente (hasta que es seducido por completo por Celestina a través de Areúsa). Hay un diálogo fundamental entre Celestina y Pármeno en el que esta le hace ver que debe estar de su lado:

 

Por tanto, mi hijo, dexa los ímpetus de la juventud y tórnate con la doctrina de tus mayores a la razón. Reposa en alguna parte. ¿E dónde mejor, que en mi voluntad, en mi ánimo, en mi consejo, a quien tus padres te remetieron? E yo, assí como verdadera madre tuya, te digo, so las malediciones, que tus padres te pusieron, si me fuesses inobediente, que por el presente sufras e sirvas a este tu amo… Pero no con necia lealtad, proponiendo firmeza sobre lo movible, como son estos señores de este tiempo. E tú gana amigos, que es cosa durable. Ten con ellos constancia… Dexa los vanos prometimientos de los señores, los cuales deshechan la substancia de sus sirvientes con huecos y vanos prometimientos. Como la sanguijuela saca la sangre, desagradescen, injurian, olvidan servicios, niegan galardón.

 

Mucho ha cambiado la sociedad medieval hasta llegar a este punto. Este es un tema que estudia muy bien Maravall en El mundo social de La Celestina. En la Edad Media –mundo jerárquicamente ordenado en el que todos tienen un sitio claro en la sociedad– la relación amo/criados en una relación bien delimitada con características definidas. Los criados están obligados al amo y este a ellos (brindándoles techo y sustento). Para un señor feudal, sus sirvientes, hasta el último de ellos, son parte de su casa, están integrados a ella. No son meros empleados a los que paga de vez en cuando y que, fuera del trabajo, tienen su vida aparte. Nacen dentro de sus dominios, viven ahí, mueren ahí. Forman parte de una comunidad en donde, por supuesto, hay jerarquías. Esos son los vínculos que en La Celestina, a finales de la Edad Media y cuando una nueva clase social (la burguesía) está transformando el sistema económico, aparecen muy deteriorados, si no rotos. El amo ya no siente esa responsabilidad hacia sus criados (se aprecia claramente en la negligencia de Calisto a la hora de vengar las muertes de Pármeno y Sempronio, que afectan directamente su honra, y, por lo demás, en el mal trato que les da en toda la obra); ellos, a su vez, no se sienten unidos a su amo por el deber de fidelidad. La Celestina refleja un profundo egoísmo y resentimiento social. A partir de ahora, cada quien debe ver por sí. Por eso Celestina se queja de los “señores de este tiempo” (se entiende que los de antes eran distintos), que son mudables e ingratos. Por eso Pármeno, cuando se harta, dice: “¡Destruya, rompa, quiebre, dañe, de a alcahuetas lo suyo, que mi parte me cabrá, pues dizen: a río rebuelto ganancia de pescadores”.  La obra es el escenario de una verdadera lucha de clases. El resentimiento es aún más claro en el caso de Areúsa y Melibea. La primera tiene lástima a Lucrecia porque sirve a una señora: “Por esto me vivo sobre mí, desde que me sé conocer. Que jamás me precié de llamarme de otrie; sino mía. Mayormente de estas señoras que agora se usan… Denostadas, maltratadas las traen, contino sojuzgadas, que hablar delante dellas no osan. No ay quien las sepa contentar, no quien pueda sofrillas… Por esto, madre, he quesido más vivir en mi pequeña casa, esenta e señora, que no en sus ricos palacios sojuzgada e cativa”. Antes había dicho que solo la riqueza hacía a Melibea hermosa y alabada, “que no las gracias de su cuerpo”. La tragedia de La Celestina se da en ese marco de ruptura del orden social y de crisis de los valores que hasta entonces habían mantenido cohesionada a la sociedad.

Dejemos la lectura sociológica a un lado (fundamental para una buena comprensión de la obra, pero que obviamente no la agota) y pasemos a otro aspecto, en verdad fascinante, de La Celestina: la magia o hechicería. No hay que olvidar que Celestina es una bruja y que lleva a cabo un conjuro en toda forma para lograr sus fines. Dramáticamente, es una de las parte mejor logradas: “Conjúrote, triste Plutón, señor de la profundidad infernal, emperador de la corte dañada, capitán sobervio de los condenados ángeles, señor de los sulfúreos fuegos…”. Recordemos que es el diablo el que está detrás de todo esto. El objeto del hechizo es el hilo que dará a Melibea para despertar su pasión por Calisto (y nosotros, gracias a Tristán e Iseo, conocemos bien el poder de esos embrujos; ¿habría que ver aquí una parodia y una condena de Rojas hacia el amor-pasión encarnado en el mito de Tristán?). Una vez que se lo da, no se le vuelve a mencionar mucho y todo el embrujo parece pasar a segundo plano, pero no hay que olvidar que un hechizo es el telón de fondo de la tragedia.

Son casi las doce de la noche, no dormí siesta hoy y empiezo a fatigarme. Será mejor irnos aproximando al final. Ya recordé que la Comedia original no tenía lo que se conoce como el “Tratado de Centurión” y que, tras la muerte de Celestina y el primer (y único) encuentro amoroso de Calisto y Melibea, inmediatamente sobrevenía la tragedia (esto, a mi parecer, logra un mayor efecto dramático, pues el castigo era inmediato; en la versión definitiva, los amantes se refocilan un mes y luego viene la desgracia, con una notable pérdida de tensión). Ahora bien, el final es una tragedia en toda regla y no creo que nadie que terminara de leer o escuchar La Celestina acabara con una sonrisa en el rostro. La muerte de Calisto cayéndose de la barda no es nada heroica y no deja de tener algo de ridículo. Es una muerte fortuita, accidental, casi una mala broma, como si no hubiera razón que rigiera el mundo. La de Melibea no es solo trágica, sino sacrílega, porque ella misma se quita la vida. El suicidio, en la Edad Media, es cosa muy seria. Los suicidas, bien lo sabemos, se van al Infierno. No somos nadie para disponer de lo que no nos dimos nosotros, sino Dios. A nosotros nos impresiona, pero a los hombres y mujeres del siglo XV debió impresionarlos mucho más. Era un pecado grave. Es muy probable que el autor tuviera en mente a Hero, personaje mitológico protagonista de famosos romances, que se avienta de una torre al ver a su amante muerto (pero Hero era pagana, no cristiana).

El último parlamento de Melibea es muy elocuente y señala explícitamente su falta: “Quebrantó con escalas las paredes de tu huerto, quebrantó mi propósito. Perdí mi virginidad”, pero la conclusión de la tragedia toca sacarla a Pleberio, en uno de los fragmentos más dramáticos de todas las letras españolas. En verdad aquí el padre de Melibea parece un héroe de tragedia clásica. Merece una lectura atenta. El reclamo, haciéndose eco de los contemptores mundi y de Petrarca (me sorprende no haberlo mencionado hasta ahora, pero como podrán haberse dado cuenta si leyeron las notas de su edición, La Celestina destila Petrarca por todas partes, el Petrarca moralista del De remediis utriusque fortunae, en particular), va dirigido, primero, al mundo: “¡O vida de congoxas llena, de miserias acompañada! ¡O mundo, o mundo! Muchos mucho de ti dixeron… yo por triste esperiencia lo contaré, como a quien las ventas e compras de tu engañosa feria no prósperamente sucedieron… Yo pensava en mi más tierna edad que eras y eran tus hechos regidos por alguna orden; agora, visto el pro e la contra de tus bienandanzas, me pareces un laberinto de errores, un desierto espantable, una morada de fieras… laguna llena de cieno, región llena de espinas, monte algo, campo pedregoso…” y, después, al amor: “pero ¿quién forzo a mi hija a morir, sino la fuerte fuerza del amor?… ¡O amor, amor! ¡Que no pensé que tenías fuerza ni poder de matar a tus subjectos!… ¿Quién te dio tanto poder? ¿Quién te puso nombre que no te conviene?… ¿por qué te riges sin orden ni concierto?”.

Observen el énfasis en el caos, en el desarreglo generalizado del mundo. En esta visión pesimista de la existencia, casi parecería que no hay Providencia, que no hay Dios, aunque sería apresurado hacer de Rojas o Pleberio un pesimista moderno. De lo que se queja es de este mundo y sus engaños, particularmente del peor de todos, la pasión amorosa. ¿Ven ahora por qué elegí para la unidad de La Celestina el verso de Santillana, “Infierno de enamorados”? ¿Ven por qué Pleberio podía haber hecho suya la frase inglesa: Love is the Devil?

Y ahora, carísimos, espero que ustedes me manden sus impresiones, descansen y sueñen con las dulzuras del amor.

 

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Epístola sobre La Celestina (I)

Hace casi once años, cuando ocurrió la epidemia del AH1N1 (virus que hoy recordamos casi con cariño), yo daba un curso de Literatura Medieval. Las clases se suspendieron, como ahora, y, en medio de la cuarentena, que terminó siendo muy benévola y por la que hoy suspiramos, mandé esta “epístola” a mis estudiantes sobre La Celestina. Me ha parecido un buen momento para recuperarla. Es algo larga para los textos que suelo poner aquí, así que la divido en dos partes.

 

 

VII Día de la Epidemia

Carísimos:

 

Si yo fuera un autor medieval y siguiera los cánones retóricos, debería empezar esta epístola con una captatio benevolentiae del estilo: “Temblorosamente y vencido de numerosos ruegos, doy inicio…” o “Sólo la insistencia de numerosos amigos me lleva a tomar la pluma…”, etc, etc. La captatio, dicho sea de paso, hecha para conseguir la simpatía del lector, era uno de tantos recursos retóricos a la mano de un escritor de la época. Generalmente se recurría a la falsa modestia (otro tópico), asegurando que, si bien uno no sabía nada del tema, se animaba a dar a conocer sus opiniones, etc. El incipit o comienzo de una obra, antes como hoy, era de capital importancia. Diría que resisto las tentaciones y que no recurriré a la retórica, pero, a decir verdad, afirmar que no se sabe por dónde empezar y que no se va a ser retórico es otro tópico retórico. ¿Ven? No hay para dónde hacerse.

Gracias al AH1N1, he tenido oportunidad de releer La Celestina con una calma que de otra forma quizá no habría sido posible. Espero que ustedes también; no hay mal que por bien no venga. En este momento, por cierto, y durante todo el día, no he tenido conexión de internet (¿mencioné que estoy colgado de una pirata?), pero espero que en algún punto regrese y pueda enviarles esto, ya se verá. Me gustaría tener mejores ediciones a la mano, historias de la literatura medieval, alguna bibliografía elemental, pero tendré que arreglármelas con don Julio Cejador y Frauca y alguna cosa más. No nos quejemos; es una buena oportunidad para ver cómo podemos comentar un texto abandonados a nuestros propios recursos. Pensemos en Auerbach. ¿Alguna vez les conté la historia de Erich Auerbach y Mimesis? Mimesis es un estudio fundamental sobre la representación de la realidad en la literatura. Bueno, pues, Auerbach tuvo que salir corriendo de la Alemania nazi y refugiarse en Estambul, donde a la sazón no había muchas bibliotecas que digamos. Solo, sin sus libros, a mano, y únicamente con lo que tenía en la cabeza, escribió ese que es uno de los mayores estudios literarios. Cada vez que vayamos a quejarnos: “es que no tengo tal libro”, “es que aquí no hay nada”, “es que me falta tal cosa” (yo me quejo a cada rato), pensemos en Auerbach.

¿Alguno de ustedes había leído La Celestina antes? Espero que sí. Si no, no hay por qué alarmarse. ¡Qué obra extraordinaria! Como decía a propósito, creo, de Manrique, a algunas obras medievales las juzgamos con la condescendencia de la distancia histórica (nos pasó, creo, con Don Juan Manuel; una actitud de: “Bueno, era el siglo XIV”, o algo así). Con las grandes obras, con las Coplas, con La Celestina, no. Estos son, como los llamaba Gadamer, “textos eminentes”, los que se leen una y otra vez sin agotarse. La Celestina es una obra de genio, viva ahora como hace 500 años.

El personaje propiamente de Celestina (que acabó justamente robándose el libro porque recordemos que su título original es Comedia de Calisto y Melibea) es una obra maestra de la construcción literaria. Sus pares, sospecho, más que en la literatura española, habría que buscarlos en Shakespeare, en Yago, en Macbeth. Probablemente el personaje más puramente demoníaco de las letras españolas. La visión del mundo de la obra –sombría, pesimista, radicalmente trágica; piensen en el discurso final de Pleberio– la hace destacar del resto. Detrás de todo, un hombre del que, para variar, sabemos muy poco: Fernando de Rojas, jurista nacido en Puebla de Montalbán, avencidado en Talavera, muy probablemente judío converso.

La génesis de La Celestina y la historia de sus ediciones son increíblemente complejas y peliagudas. Es uno de los grandes retos ecdóticos de la literatura española. No vamos a demorarnos mucho en eso, pero les hago una introducción. La primera edición impresa es de 1499 (en Burgos), aunque ya circulaba antes en manuscritos. Fue escrita en los últimos años del siglo XV. Según el primer prólogo, el autor habría leído el auto 1 (de autor desconocido), le habría gustado mucho y habría decidido continuar la obra, agregándole otros 15, que supuestamente habría escrito en quince días en unas vacaciones (15 días, ajá). Así salió primero y se llamaba sencillamente Comedia de Calisto y Melibea. En las ediciones posteriores se le aumentaron otros cinco autos, quedando finalmente en 21, como se lee ahora, y cambió a Tragicomedia de Calisto y Melibea. Los cinco nuevos están entre el 14 y el 19 (la historia de Centurión, básicamente). Habrán notado, espero, que después de que muere Celestina, sin duda el clímax del drama, la obra parece prolongarse demasiado, amén de que los personajes cambian un poco. La versión original era más breve, pero quizá mejor lograda. Hay toda una polémica acerca de los autos agregados (¿son de Rojas o no son de Rojas?), como también la hay sobre el primer auto (¿de veras no es de Rojas o es sólo un artificio retórico del mismo?). Omito los problemas sobre los prólogos, los acrósticos, los argumentos, etc. Sobre estas cuestiones ha ardido Troya entre la crítica celestinesca.

Lo que es seguro es que La Celestina surgió en el ambiente estudiantil de Salamanca de finales del siglo XV (Rojas estudiaba ahí). En la universidad, por supuesto, se leían las comedia clásicas, Plauto y Terencio, por ejemplo. Esto originó lo que se conoce como comedia humanística, escrita en latín, imitación de la clásica. Muchas veces estas trataban sobre amores o juegos de seducción. La Celestina es, en principio, una comedia humanística escrita en vulgar, pero desde luego terminó siendo mucho más que eso. Me imagino que se habrán cuestionado sobre el género de la obra: ¿qué diantres es esto? ¿Una obra de teatro? Muy larga para ser representada, ¿no? ¿Una novela? Hoy se lee como tal, y es, sin duda, uno de los antecedentes de la novela moderna, pero no había novelas propiamente dichas a finales del XV y Rojas no la concibió como tal, aunque Rojas, hoy, seria novelista, no me cabe la menor duda. Es, sin duda, literatura dramática, pues está basada en diálogos, pero no para ser representada como una obra normal. La Celestina, comedia o tragicomedia, fue escrita para ser leída en voz alta y escuchada por un auditorio reducido, como se deduce de algunos comentarios de los prólogos y los poemas finales (“Assi que quando diez personas se juntaren a oyr esta comedia…”).

El primer auto de la Comedia, el más largo, tiene muchas cosas para comentar. Veamos la escena inicial: Calisto entra al jardín de Melibea porque alli fue a dar un halcón suyo (Calisto, naturalmente, practica la caza de altanería, que usa halcones, y en esa referencia a la caza y al ave hay ya un indicio simbólico de lo que va a ser la relación Calisto-Melibea). Le habla de amor y, como sabemos, Melibea lo echa. Empieza entonces una discusión con Sempronio hasta que Calisto, literalmente, lo manda al diablo: “¡Ve con el diablo!”, a lo que Sempronio contesta: “No creo, según pienso, yr comigo el que contigo queda. ¡O desbentura! ¡O súbito mal!”. A partir de allí, y no han pasado sino algunos diálogos, sabemos quién va a regir la acción, cuál es la fuerza detrás de toda la trama. La atmósfera demoníaca, anticristiana, se refuerza apenas un poco después en uno de los más famosos diálogos de la obra. Pregunta Sempronio a Calisto: “¿Tú no eres cristiano?”. Y éste responde: “¿Yo? Melibeo soy e a Melibea adoro e en Melibea creo e a Melibea amo”. Este credo herético/erótico es el que está en el fondo de la tragedia. La obra entera es una diatriba contra el “loco amor”, pues lo que mueve a Calisto no es, naturalmente, el amor cortés (hay, habrán notado, parodias despiadadas del ideal cortesano en La Celestina), sino el puro deseo. Observen que cuando Sempronio le habla a Calisto de Celestina por primera vez, se la pinta tal cual es, no lo engaña: “… una vieja barbuda… hechicera, astuta, sagaz en quantas maldades ay… A las duras peñas provocará la luxuria, si quiere”. Y aun así Calisto la busca para conseguir sus fines. No se podrá llamar a engaño: sabe, desde un principio, que hace un pacto con el diablo.

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Empacar y desempacar bibliotecas

Leo un bello y breve libro de Alberto Manguel –del que todo leedor que se precie debería leer, dicho sea de paso, Una historia de la lectura–, Mientras embalo mi biblioteca. Una elegía y diez digresiones. Por alguna razón que nunca precisa, Manguel debió abandonar hace algunos años su casa y biblioteca en la campiña francesa. Preparar sus libros para la mudanza sirvió de pretexto a este libro. No debió ser tarea fácil, pues la colección de Manguel se compone de alrededor de treinta y cinco mil volúmenes, cifra no desdeñable para una biblioteca personal.

Estando yo mismo en el proceso de finalmente reunir mi modesta biblioteca en un solo lugar, luego de años de pequeñas bibliotecas dispersas, no me ha costado trabajo empatizar con Manguel. El que lleva a cabo una tarea semejante aspira a que la organización sea definitiva, pero una de las lecciones del libro es que esto bien puede resultar una ilusión (y, en el fondo, siempre lo es, pues el destino de las bibliotecas es azaroso y su vida rebasa por mucho la nuestra; quién sabe cuál será la suerte final de nuestros libros).

Empacar y desempacar libros es una tarea ardua, melancólica y gozosa (y muy cansada). La vida entera desfila rápidamente frente al que embala y desembala sus libros. Bien lo sabe Manguel:

 

Cada una de mis bibliotecas es una especie de autobiografía de muchas capas y cada libro alberga el instante en que lo leí por primera vez… El libro que saco de la caja que se le había asignado, en el breve momento previo a otorgarle el sitio que le corresponde, de pronto se convierte en mi mano en un símbolo, en un recuerdo, en una reliquia, en una muestra de ADN a partir de la cual puede reconstruirse un cuerpo entero.

 

Hay lectores –grandes lectores– que no aspiran a formar bibliotecas y que tienen relativamente pocos libros. Borges, como recuerda Manguel, sería el ejemplo máximo. Uno se lo imaginaría rodeado de libros en su casa, pero no era el caso; apenas unos cuantos libreros. Yo sé de escritores –buenos escritores– con poquísimos libros y poco apego material a los libros. Los admiro, pero no los envidio nada. Quizá el lector más sabio sea aquel que lee muchos libros (o más bien pocos, profundamente) y que no le importa poseer ninguno, porque sabe que los verdaderamente importantes los ha incorporado a su ser. Quizá sea una muestra de debilidad y hasta de manía juntar libros que no necesariamente nos harán mejores ni más inteligentes. Acepto plenamente esa posibilidad; seguiré comprando libros.

El final de libro de Manguel, verdaderamente elegíaco, es magistral, al mismo tiempo melancólico y esperanzador:

 

¿Cuáles secciones de mi desmantelada biblioteca sobrevivirán y cuáles se volverán obsoletas? ¿Qué alianzas inesperadas se formarán entre mis volúmenes guardados en cajas una vez que estén ubicados en su nuevo sitio? ¿Qué etiquetas nuevas surgirán en los estantes, ahora que las antiguas se han descartado? ¿Seré yo, su lector habitual, quien se pasee entre las pilas de la biblioteca, satisfecho por recordar un título por aquí y sorprendido de encontrar otro por allí? ¿O será mi espíritu el que rondará en silencio la próxima encarnación de mi biblioteca? “En ma fin gît mon commencement.” “En mi final está mi principio”, se dice que María Estuardo, la reina de Escocia, había bordado en su ropa cuando estaba en la cárcel. Ese parece un lema adecuado para mi biblioteca.

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La muchacha que leía novelas del siglo XIX: The Marriage Plot de Jeffrey Eugenides

Comprada hace años, leo apenas The Marriage Plot (2011), de Jeffrey Eugenides, a quien, como muchos, conocí primero por la adaptación al cine de su primera novela, The Virgin Suicides (1993). Aparte, Eugenides ha escrito una tercera –la segunda cronológicamente–, Middlesex (2002). Suele tomarse casi diez años entre novela y novela y leyendo The Marriage Plot se entiende: una trama y unos personajes muy elaborados, de largo desarrollo. Una obra así no se escribe en un par de años. Recuerda un poco a Freedom de Jonathan Franzen –esta aún más ambiciosa, claro–, no por la recurrencia de personajes y ambientes –jóvenes norteamericanos que asisten a la universidad–, sino por ser básicamente novelas decimonónicas escritas en el siglo XXI, con un ligero twist.

Aparte de girar alrededor del obvio, y muy entretenido, conflicto amoroso –un triángulo originalmente situado en Brown a principios de los ochenta entre Madeleine, devota lectora de novelas victorianas; Leonard Bankhead, brillante estudiante de ciencias, casanova y maniaco-depresivo, y Mitchell Grammaticus, alumno de estudios religiosos inmerso en una búsqueda espiritual que, adivinamos, acabará siendo escritor–, The Marriage Plot es una novela sobre la lectura. Baste la primera línea: “To start with, look at all the books”, y luego el detenido catálogo de las lecturas de la protagonista: Wharton, James, Dickens, Trollope, Austen, Eliot, Brönte… Madeleine es una leedora (una leedora romántica, claro). Sin embargo, el libro clave en la historia para ella no será, por cierto, una novela sino… Fragmentos de un discurso amoroso (el mejor libro de Barthes, diría yo, el llamado a sobrevivir).

En el momento del ascenso de la teoría literaria y la deconstrucción en las universidades gringas, la pobre Madeleine va a parar a una clase de semiótica teórica (Eugenides, que se ve que las padeció, no desaprovecha la oportunidad para criticarlas). Tras intentar descifrar aquellos textos esotéricos, vuelve a sus novelas y reflexiona:

 

Reading a novel after reading semiotic theory was like jogging empty-handed after jogging with hand weights. After getting out of Semiotics 211, Madeleine fled to the Rockefeller Library, down to B Level, where the stacks exuded a vivifying smell of mold, and grabbed something –anything, The House of Mirth, Daniel Deronda– to restore herself to sanity. How wonderful it was when one sentence followed logically from the sentence before! What exquisite guilt she felt, wickedly enjoying narrative! Madeleine felt safe with a nineteenth-century novel. There were going to be people in it. Something was going to happen to them in a place resembling the world.

 

Me pregunto si esta hermosa imagen –la muchacha que lee vorazmente novelas del siglo XIX– no va perteneciendo cada vez más, inexorablemente, al pasado. Por lo pronto, sigue leyendo, Madeleine.

 

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Criticismo, 8o. Aniversario

In memoriam George Steiner (1929-2020),

maestro de lectura

 

Con el emblemático número 33, Criticismo llega a su octavo aniversario. Comenzó con un pequeño grupo de jóvenes –tres son un grupo, ¿no?– que deseaba comenzar a hacer crítica y compartir su entusiasmo por la literatura y el cine. Con el tiempo, el grupo original se fue ampliando y modificando, pero, más importante, fue sumando una serie de colaboradores regulares y ocasionales que han hecho posible la revista a lo largo de estos años. Hoy, Criticismo suma más de ochenta reseñistas que han escrito sobre más de doscientos autores y doscientas setenta obras, y quien repasara la hemeroteca virtual de la revista se encontraría con un pequeño panorama de la literatura y el cine de la segunda década del siglo XXI, en español y otras lenguas.

Propósito original de Criticismo fue ser una especie de escuela de crítica, un punto de encuentro y formación de jóvenes críticos. Nada nos satisface más que mirar atrás y ver cómo algunos de ellos, que publicaron aquí sus primeras reseñas, son hoy críticos consolidados, dueños de un criterio, un estilo y una voz personales. Han crecido con la revista y la revista ha crecido con ellos, gracias a ellos. Aunque esa primera etapa con los miembros originales se haya cumplido, Criticismo sigue y seguirá buscando jóvenes a quienes interese iniciarse en las tareas de la crítica, y no hay número en el que no haya uno que escribe por primera vez.

Dispersos en diversas ciudades, países y continentes, los colaboradores y lectores de Criticismo han hecho de ella una revista global, asentada en México y España, pero con vocación panhispánica, vocación que tenemos el propósito de reforzar, convencidos de la unidad de la cultura, la literatura y la crítica en lengua española. Su principal medio de difusión sigue siendo internet, donde aparece trimestralmente, aunque desde hace diez números lo acompaña una edición impresa semestral que se distribuye gratuitamente en librerías, en particular en México, lo que no ha sido el menor de los esfuerzos y las satisfacciones de estos ocho años.

Al llegar al número 33 y a su octavo aniversario, Criticismo comienza una nueva etapa que se propone ser más madura y más exigente. Reafirma su compromiso, como sostuvo en su primer editorial, con “el poder de la palabra escrita, la lectura lenta y la reflexión detenida y fundamentada”. Frente a la creciente comercialización de la literatura, la uniformidad editorial y la banalización de los catálogos, favorecidas por los grandes conglomerados, redoblará la atención en la búsqueda y la defensa de lo que considera genuinamente literario.

Leer es un acto solitario e intransferible; se lee en soledad y nadie leerá por nosotros. Y, sin embargo, antes y después del acto de la lectura hay algo no menos grato y necesario: la conversación sobre libros, imposible sin los otros. Criticismo ha aspirado a ser parte de esa conversación y convertirse en algo más que un grupo de lectores aislados. A ocho años del comienzo y esperando que vengan muchos más, no parece excesivo escribirlo: Criticismo, una comunidad de lectores.

http://www.criticismo.com/

 

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El nadador y el poeta: a propósito de José Luis Rivas

Es bien sabido que José Luis Rivas es un poeta acuático: poeta del mar, del río y del estuario, ese lugar donde mar y río se juntan. Repasando su trayectoria poética en la antología Paraíso para todos, uno tiene la impresión de que Rivas nunca ha dejado de ser el niño frente al mar y al río cuya infancia es evocada memorablemente en Tierra nativa (1982), que con justicia pudo haberse llamado Agua nativa. ¿No es, en el fondo, realmente así? Toda vida surge del agua –el nacimiento de Venus es su mejor expresión mitológica– y es ella el elemento primordial. No pretendo adentrarme en los profundos misterios del agua en la poesía de Rivas. Mi propósito es mucho más modesto. Releyendo su obra, me llamaron la atención las imágenes y las metáforas relativas al nado y al nadador que aparecen aquí y allá, desde Tierra nativa (1982) hasta Pájaros (2005).

Natación y poesía tienen, de hecho, una larga historia que podríamos remontar hasta la Odisea. ¿Cómo no recordar el canto V, cuando Ulises abandona la isla de Calipso y llega a la isla de los feacios? Todos recordarán que Poseidón hace naufragar la modesta almadía del héroe y entonces se aparece Leucótea, divinidad marina, que le ordena: “Quítate esas ropas y abandona la balsa a que se la lleven los vientos, y nadando con tus brazos esfuérzate en regresar a la tierra de los feacios, donde es tu destino que consigas salvarte. Toma este velo divino para que lo extiendas bajo tu pecho, y no temas sufrir nada ni morir”. Odiseo, como de costumbre, desconfía, pero cuando el dios termina de destruir su barca, no le queda sino seguir las instrucciones de Leucótea. Homero, entonces, dice: “En seguida extendió el velo bajo su pecho, y se zambulló de cabeza al mar poniendo delante sus manos, dispuesto a nadar”. Dos días y dos noches pasa Odiseo en el mar hasta que finalmente divisa la tierra, pero está se encuentra rodeada de riscos y acantilados, donde teme morir estrellado. Logra asirse a una roca y luego, gracias a la perseverancia infundida por Atenea, conquista nadando la desembocadura de un río y se pone a salvo. El nado es para Ulises sinónimo del esfuerzo y medio de salvación.

Se podría hacer –se ha hecho, en realidad, véase el libro Splash! Great Writing about Swimming de Laurel Blossom– toda una antología de grandes pasajes sobre nadar o natación en la literatura. Sin embargo, las conexiones entre nadar y específicamente la poesía van más allá de fragmentos que hablan de esta actividad. Nadar, como escribir poemas, es, ante todo, una cuestión de ritmo. Hay que saber controlar la respiración, inhalar y exhalar, medir las pausas y los latidos, las sílabas o las brazadas; son ejercicios de precisión. Al buen nadador se le identifica por la exactitud y la gracia de sus movimientos: se hace uno con el agua, se desliza en ella, no se le nota el esfuerzo; los poemas del buen poeta parecen, a su vez, naturales, fluyen como el líquido, no denotan el trabajo que hay detrás.

F. S. Fitzgerald decía que “toda buena escritura es como nadar bajo el agua aguantando la respiración”. No exageraba: ambas actividades requieren concentración, control, lucidez, y ambas implican riesgos. Ricardo Piglia tiene un relato titulado “El nadador”, recogido ahora en Los diarios de Emilio Renzi. Es, aparentemente, un cuento muy sencillo: en él, el nadador en cuestión, que es también quien cuenta la historia, se sumerge en un barco hundido en busca de algún tesoro. Al comienzo, reflexiona: “al entrar al océano perdemos el lenguaje. Solo el cuerpo existe, el ritmo de las brazadas y el resplandor del día en la superficie del agua. Al nadar no pensamos en nada, salvo en la luminosidad del sol contra la transparencia del agua”. Al final, encuentra un modesto premio: una antigua moneda de plata, una moneda griega. El escritor, si persiste y tiene suerte, tras sus inmersiones en el océano del lenguaje, podrá volver también con un pequeño tesoro: una moneda verbal, un poema, por ejemplo.

Me parece que uno de los primeros poemas de Rivas en los que el acto de nadar adquiere cierta trascendencia es “Una canción de polizón”, incluido en Tierra nativa. Allí, el polizón, en un episodio de naufragio que recuerda al de Odiseo, dice:

 

¡Me acerco al canto, Capitán, con los brazos suplicantes

del náufrago que nada ansiosamente

            hacia aquel espejismo que finge una boya

a mitad del espanto!

            Pero sigo nadando, tesonero,

y por la desesperación más honda

voy trasponiendo poco a poco los diferentes espejismos

            hasta que acabo medio muerto,

            boqueando junto a los pargos reventados de la marisma…!

¡Solo para entender, entonces, que se trata de una nueva ilusión!

 

El polizón, pues, también es poeta, y entiende que la palabra no le entregará sus frutos así nada más, que deberá nadar sin descanso y que incluso lo que parece un premio puede resultar un espejismo. Sin embargo, no desistirá: seguirá esforzándose, nadando, hasta hacerse uno con el agua, aunque al final todo se revele un nuevo sueño.

En Asunción de las islas (1992) hay un poema en el que nadar es el medio que hace posible el descubrimiento o la revelación. Se trata de “La señal”:

 

La primera señal

la descubrimos una tarde

en los recios rompientes del ancón.

Dejamos de bañarnos a la orilla

de nuestro campamento

para ganar a nado, cala adentro,

el más remoto risco del barranco,

aquel que sobrevuela limpiamente

el águila marina.

 

Lo que los nadadores parecen descubrir es una luz, una luz inédita, “que debía venir de un ámbito distinto, / del lado esclarecido de la tierra”. Vuelven a la gruta al día siguiente: “nadamos a brazo partido todo el tiempo / hasta cruzar la extraña luz azul / que en un principio hería nuestro ojos”. En la tercera sección, la naturaleza de la luz se revela en uno de los versos más memorables del poema: “era la sola luz en soledad surgiendo”. Imposible no recordar aquí aquella otra luz, esa “luz no usada” de la “Oda a Salinas” de fray Luis. Los espacios, incluso, son afines: en el caso del poeta áureo la revelación de la luz ocurre en una catedral, al son de la música, y, en el caso de Rivas, en una catedral natural –una gruta–, bajo el sonido del mar.

De vuelta en su campamento, el nadador concluye:

 

Volvimos por la noche,

con los brazos exhaustos y los ojos quemados

por una nueva luz.

Nos dirigimos en silencio a nuestro lecho.

 

El nado, aquí, ha sido el esfuerzo que ha permitido la revelación. Hay epifanías, en la vida y en el arte, pero estas no se entregarán gratuitamente. Habrá que ir a buscarlas, nadando a brazo partido. Nadar, como escribir, no es, en realidad, algo natural. Es producto del ingenio; es algo que se aprende y se cultiva, un arte y una técnica. Nadar y escribir, medios de salvación.

El año pasado, de vuelta en Xalapa, me topé con José Luis, dónde más, en el restaurante La Cava Catalana. Si a alguno de ustedes, alguna vez, le urge encontrarlo, es solo cuestión de ir ahí y esperar. Tarde o temprano va a aparecer. Bromeando le dije que a él, eventualmente, tendrán que hacerle una estatua en La Cava, como la hay de Pessoa en el café A Brasileira, en Lisboa, luego de tanto tiempo pasado ahí. Me preguntó qué estaba escribiendo y le contesté que un ensayo sobre Alejandro Rossi; charlamos brevemente sobre Rossi y Edén, su último libro, una crónica novelada de su infancia.

La anécdota viene al caso porque en esta obra está una de las mejores imágenes de la natación en toda la literatura hispánica, que no resisto citar aquí. Recordemos que Alex, el protagonista de la novela, ha pasado todo el verano en un hotel en Argentina, enamorado de una niña italiana sin decirle nada y sin atreverse a meterse en la piscina enfrente de ella. Al final, sin embargo, le habla y se anima a meterse a nadar. Entonces leemos:

 

Eran las nueve de la mañana y el agua todavía estaba fría. Comenzó a nadar con lentitud, estilo rana, el agua abriéndose a brazadas en suaves ondas laterales. Ahora no era necesario inventar nada, ni imaginarse en otros sitios. No, estaba allí, en la piscina del Hotel Edén, en La Falda, en la provincia de Córdoba, en Argentina. Sí, en la piscina del Hotel Edén y era la primera vez que nadaba allí porque nunca se había atrevido a nadar delante de ella, la divina Adriana. Ahí estaba, sí señor, en la piscina del Hotel Edén, metiendo la cabeza en el agua y también mirando a la izquierda y a la derecha, a los árboles que sombrean las gradas en las que se sentó durante semanas y a los tubos cromados de las escalerillas. A los ladrillos rojos de los vestidores, a la banderola en el techo, al salvavidas colgado en el muro –él, nadador luminoso, incansable, redimido.

 

Porque nadar, en efecto, redime: reconcilia con el cuerpo, con el sol y el agua, con la sensualidad, con el mundo. Rossi lo sabía y Rivas, qué duda cabe, lo sabe también.

He querido dejar para el final de este texto los versos relativos al nado que me parecen más felices de toda la obra de Rivas. Se encuentran al final de Río (1998), una de sus obras mayores, en la que el poeta rememora su infancia en Tuxpan. A lo largo del poema, el río se ha ido cargando de significados: es literalmente un río, pero es también el tiempo, la niñez, la sangre, la felicidad, el sueño, el paraíso, etc. Hacia el final, dice:

 

Y aquel río no acaba porque es afluente de tu dicha

y va contigo a todas partes

sin que te enteres

que es él quien vuelve del revés

tus párpados

para que veas como lo hacías de niño

oh, maravilla

con los ojos enormes

arrobados

 

El poema podría concluir ahí, pero el poeta-nadador agrega una estrofa más, que no voy a enturbiar con un comentario y con la que me gustaría terminar:

 

Y así quedamos

amantes de por vida

mi madre el río

y yo en su medio

nadando porque sí…

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En memoria de George Steiner (1929-2020)

No es ninguna novedad observar que la figura del profesor o maestro ha perdido buena parte del prestigio que antes poseía. Enseñar, dar clases, es considerado como una actividad laboral entre otras, no ciertamente la que mayores gratificaciones reporta (y no hablo de las económicas, eso por descontado) y que con demasiada frecuencia tiene que ver más con la resignación que con el entusiasmo. Da clases aquel que no puede hacer otra cosa, el que ha probado su incompetencia para la acción y el mundo real. “El que sabe hacer una cosa, la hace. El que no sabe, la enseña”, como reza la cruel sentencia que se recuerda en estas páginas.

George Steiner –crítico literario, humanista y profesor– dedica este libro, compuesto por las célebres Charles Eliot Norton Lectures de la Universidad de Harvard que impartió hace algunos años, a reflexionar sobre el acto de enseñar y las complicadas relaciones entre quienes dan el conocimiento y quienes lo reciben. Maestro en un sinnúmero de universidades, el magisterio de Steiner se ha extendido alrededor del mundo a través de sus libros y conferencias. Pocos seguramente se encontrarán en mejor posición para examinar este tema.

Lecciones de los maestros, que toma su título del famoso relato de Henry James, va desde los presocráticos hasta los maestros modernos. En la primera etapa de este recorrido sobresale el análisis de dos figuras que han sido el modelo del maestro en occidente: Sócrates y Jesús. En trabajos anteriores (los memorables ensayos “Dos cenas” y “Dos gallos” incluidos en Pasión intacta) Steiner había estudiado ya algunos paralelismos entre ambos personajes. El siguiente capítulo trata de eminentes maestros y discípulos como Plotino, San Agustín o Dante. La obra de este último es leída como una “epopeya del aprendizaje”. En la relación de Dante con Virgilio, en su encuentro con Brunetto Latini, la Comedia plantea aspectos centrales de la relación entre el maestro y el discípulo. Es en partes como esta, en el comentario de textos, que el autor despliega su personal maestría, pues Steiner, ante todo, es en efecto un “maestro de lectura” (véase sus conversaciones con Ramin Jahanbegloo). Para descubrir y explicar los sentidos de una obra, no precisa recurrir a una jerga abstrusa y pseudocientífica o a una serie de esquemas, blancos favoritos de sus frecuentes críticas al estado actual de los estudios literarios; su acercamiento a los textos se basa en una amorosa sensibilidad, una inteligencia aguda y una sobria erudición (su premisa crítica quedó enunciada desde el inicio de su primer libro, Tolstoi o Dostoievski: “La crítica literaria debería surgir de una deuda de amor”). Al finalizar este capítulo, a propósito de la relación entre Flaubert y Maupassant, el autor aprovecha para cuestionar seriamente la idea de las clases de “Escritura Creativa” y los talleres de creación literaria, ese curioso invento norteamericano que como la fast-food se ha extendido al resto del mundo.

Más adelante, Steiner se ocupa de otras célebres relaciones maestro-discípulo en la ficción o en la realidad: Fausto y sus acólitos; Tycho Brahe y Kepler. No podía faltar Heidegger –presencia inevitable en su obra, baste recordar su Heidegger– en su doble papel de alumno y maestro, primero en su feroz relación con Husserl, luego con Hannah Arendt. Después, pasa a maîtres à penser tan disímiles como el ahora frecuente e injustamente olvidado Alain (¿cuántos lectores tienen hoy, fuera de Francia, los Propos?) y Nietzsche, y dedica todo un capítulo a la tradición del magisterio en Estados Unidos. No podía ser menos, tomando en cuenta el origen de la obra; sin embargo, no deja pasar la oportunidad de criticar la sombra que cubre desde hace años la relación entre maestro y alumno y, en general, toda la vida académica norteamericana: la corrección política. En un ambiente en el que el comentario o el gesto más inofensivos corren el riesgo de ser malinterpretados, se imponen el silencio, la simulación y la hipocresía.

Ser profesor, enseñar, es ciertamente una actividad llena de riesgos, de luces y sombras. Una buena clase, una lección magistral, requiere no menos de inspiración que de una preparación adecuada y depende, además, de un conjunto de factores de enorme fragilidad. Por cientos de horas grises en un aula habrá, quizá, una luminosa. Esa basta, sin embargo, para redimir ese viejo oficio, el más modesto, el más alto al que podemos aspirar: “Despertar en otros seres humanos poderes, sueños que están más allá de los nuestros; inducir en otros el amor por lo que nosotros amamos; hacer de nuestro presente interior el futuro de ellos: ésta es una triple aventura que no se parece a ninguna otra… Es una satisfacción incomparable ser el servidor, el correo de lo esencial, sabiendo perfectamente que muy pocos pueden ser creadores o descubridores de primera categoría. Hasta en un nivel humilde –el del maestro de escuela–, enseñar, enseñar bien, es ser cómplice de una posibilidad trascendente”.

Las gratificaciones, en efecto, son enormes, pero no son menores los riesgos, pues si todo trabajo mal hecho tiene consecuencias, las de un mal profesor (torpe, mal preparado, perezoso, aburrido; las formas de enseñar mal son innumerables) pueden ser letales para el espíritu: “Una enseñanza deficiente, una rutina pedagógica, un estilo de instrucción que, concientemente o no, sea cínico en sus metas meramente utilitarias, son destructivas. Arrancan de raíz la esperanza. La mala enseñanza es, casi literalmente, asesina, y, metafóricamente, un pecado… Instila en la sensibilidad del niño o del adulto el más corrosivo de los ácidos, el aburrimiento, el gas metano del hastío”. Sería deseable que todo aquel que da clases –desde el preescolar hasta el posgrado– reflexionara detenidamente sobre estas palabras.

 

Reseña de Lecciones de los maestros publicada originalmente en La Jornada Semanal, 527 (10 de abril, 2005).

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En memoria de Alberto Blecua (1941-2020)

La reunión en un volumen de una antología de artículos publicados a lo largo de una vida puede no siempre parecer justificada, incluso a los ojos del propio autor. Es cierto, nunca estuvieron destinados a un gran público, se encuentran en las revistas y las publicaciones especializadas y quien los necesite generalmente los encontrará. ¿Para qué entonces –podría preguntarse– agregar uno más a los demasiados libros de los que hablaba Gabriel Zaid? Sin embargo, el lector agradece a veces que se haga caso omiso de estos reparos, sobre todo en un caso como éste, pues no sólo vuelve más accesible una serie de trabajos dispersos (cada quien elegirá los de su mayor interés), sino que brinda la oportunidad de apreciar una trayectoria crítica y ofrece un modelo de labor filológica.

En el “Prólogo”, el autor observa la construcción narrativa de sus estudios (“con principio –exordio retórico–, narración, argumentación y peroración”) y, de paso, el carácter “soporífero”, en buena medida, de esa extraña criatura: el artículo filológico. Con demasiada frecuencia, me temo, éste es visto y practicado como una especie de informe de laboratorio: monótono, aséptico, pedestre, sin el menor vuelo de inspiración. Nos resignamos a leerlos como quien se resigna a una tarea que sabemos ingrata, pero necesaria. Y, sin embargo, puede y debe ser diferente, aquí hay varios ejemplos. Incluso si el tema de tal o cual artículo no es de nuestro interés particular, su lectura muchas veces acaba cautivando gracias a la prosa y la esmerada construcción del texto. En lo personal, por ejemplo, reconozco que la recepción dieciochesca de Boscán no es un tema que me atraiga a primera vista, pero he disfrutado enormemente leyendo “Un lector neoclásico de Boscán”, en el que el autor confronta las anotaciones a la princeps de un lector del XVIII con las de otro del XIX y observa en ellas el fiel reflejo de las sensibilidades de sus épocas.

El libro se abre con “El concepto de ‘Siglo de Oro’ ”, un trabajo de historia intelectual en el que el autor contribuye a aclarar la elaboración de eso que con frecuencia olvidamos que es, ante todo, una idea. Considerando que gran parte de los trabajos versará sobre literatura áurea, resulta por demás pertinente que éste sea el primero. Uno de los artículos más interesantes del conjunto es del que procede el título del libro, “¿Signos viejos o signos nuevos? (Fino amor y Religio amoris en Gregorio Silvestre)”, en el que a través del análisis de la religión de amor, característica de la lírica provenzal, en la poesía amorosa del autor, Blecua muestra puntualmente como un signo en apariencia viejo (el fino amor) es en realidad un signo nuevo o, quizá seria mejor decir, renovado. Nadie, en efecto, se baña dos veces en el mismo río, y cuando un viejo tópico o idea regresa nunca es exactamente el mismo, aunque por fuera lo parezca. El trabajo resulta emblemático del resto porque si una preocupación destaca en los artículos aquí reunidos (que no por nada se subtitulan Estudios de historia literaria) es justamente la de leer históricamente, en un contexto y una tradición.

Es esta misma preocupación la que podemos apreciar en un trabajo como “El entorno poético de fray Luis”, en el que a través del repaso de lo que flotaba en la atmósfera poética que respiraba el maestro León y que en su obra brilla por su ausencia –sonetos, villancicos, romances, por decir algo– se resalta su originalidad por excepción, por todo aquello que no es, y no sólo, como es costumbre, por lo que sí es. Es la misma que llevó al autor al estudio de la tradición del apotegma, “La literatura apotegmática en España”, en el que se considera los avatares en la Península de aquellos que Erasmo llamó egregie dicta, y a sus trabajos sobre Cervantes en tanto historiador literario, “Cervantes, historiador de la literatura”, o inmerso en el mundo de la retórica, “Cervantes y la retórica (Persiles, III, 17)”. La importancia atribuida a la tradición es la que se encuentra en el origen de los estudios sobre Virgilio en España, particularmente en relación con Góngora, y de las notas sobre la lectura que del poeta cordobés hizo Jorge Guillén. Tratándose del autor del Manual de crítica textual, no podían faltar trabajos sobre la materia, como “Las Repúblicas literarias y Saavedra Fajardo”, o un apretado resumen de dicho libro, “Generalidades sobre crítica textual”.

Hablando sobre sus maestros, Blecua observa atinadamente que éstos, en realidad, son “los libros o artículos pretéritos y presentes de maestros, amigos e ignotos filólogos”. Esto bien podría aplicarse al suyo. Reunión de saber filológico pacientemente acumulado a lo largo de los años, Signos viejos y nuevos es un libro que enseña a leer: con rigor y amenidad; con erudición, sin pedantería; con amor al detalle, pero sin perder la amplitud de miras.

 

Reseña de Signos viejos y nuevos publicada originalmente en la Nueva Revista de Filología Hispánica, 56 (2008), pp. 523-524.

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Gonzalo Rojas, lección a los ochenta

Malva Flores me obsequia, autografiado, el Diálogo con Ovidio de Gonzalo Rojas, en la bella edición de Aldus y El Dorado del año 2000. Lo leo casi de un tirón y allí me topo con “Ochenta veces nadie”, escrito por el poeta en su octogésimo cumpleaños. Gran lección, para cualquier aniversario:

 

Bueno, y si muero el cero ya es otra cosa

y eso se verá si es que procede

el mérito del resurrecto. La apuesta es ahora,

ese ahora libertino cuando uno

todavía echa semen sagrado en las muchachas, y

no escarmienta, construye casas,

palafitos airosos construye para desafiar al esqueleto, viaja,

odia la televisión, vive solo

en su casa larga de Chillán de Chile, unos setenta

metros de nadie, cuida

las rosas, acepta las espinas, se

aparta al diálogo con su difunta, rema en el aire

a lo galeote, como antes, todo en él es antes, el

encantamiento es antes, el

sol es antes, el amanecer,

las galaxias son antes.

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