Necesidad de música de George Steiner

Entre todas las críticas –literaria, pictórica, cinematográfica, etc.,–, ninguna, sin duda, más ardua que la musical. ¿Cómo expresar en palabras lo que dice la música? La crítica literaria tiene el privilegio de hacerse con el mismo material con el que están hechos sus objetos (la novela, el poema, el ensayo, el drama): son palabras sobre palabras y, en principio, unas podrían explicar lo que dicen otras. La cosa se complica cuando lo que hay que describir y dilucidar son imágenes, pero aún ahí el lenguaje puede decir algo; sin embargo, ¿la forma pura de la música? Es la última frontera, el gran desafío de las palabras y la crítica. La música, evidentemente, significa, pero lo que nos transmite escapa al lenguaje verbal. Y, entre más puro y poderoso es el mensaje musical, más difícil es aproximársele con meras palabras. Cuando escuchamos, digamos, las sonatas y partitas para violín de Bach, estamos sometidos a una experiencia estética única de sentido e intensidad, somos arrebatados por la música y de alguna manera podríamos decir que la entendemos, pero, acabado aquello, si nos preguntaran qué significó, qué nos dijo Bach, la respuesta más elocuente, y quizá la única posible, sería el silencio.

De allí el mérito de quien emprende la crítica musical, a sabiendas de la derrota casi asegurada (habría que distinguir, claro, entre quien se limita a criticar una ejecución concreta, de un concierto o una ópera, por ejemplo, y quien se atreve a la empresa más difícil de intentar desentrañar una obra). Si ejerce por escrito, el crítico de cualquier disciplina, aparte de un vasto conocimiento de la misma, debe, además, naturalmente, ser un buen escritor. Es comprensible que sea entre los críticos literarios, en principio quienes más atención conceden al lenguaje, de donde también surjan de vez en cuando ejemplos de crítica de pintura, cine o música. Es el caso de George Steiner –en mi opinión, el mayor crítico literario vivo– que, sin dedicarse propiamente a la crítica musical, la ha ejercido asiduamente y con maestría.

Steiner, lo saben sus lectores, es un melómano. Ya en el texto que da título al libro (que por ahora existe solo en español y que es fruto del loable esfuerzo de su editor y traductor, Rafael Vargas Escalante, y de Grano de Sal), confiesa: “sospecho que muchos de nosotros elegimos la música en lugar del libro o elegimos el tipo de libro que sacrifica menos la atención que reservamos para la música. Para mí, ese es el sentido personal, perturbador, que atribuyo a la frase ‘necesidad de música’. Me doy cuenta de que, en ese sentido, necesito cada vez más música en mi vida personal y privada”. Pero leer a Steiner es mucho más que leer a un crítico que a un gran conocimiento literario aúna la pasión por la música; es vérselas con alguien que parece encarnar lo mejor de la tradición occidental: la filosofía, la literatura, la música, la pintura, el arte, etc. Su vasta cultura, su plurilingüismo, su capacidad de establecer relaciones, su formación clásica, su sensibilidad moral y su agudeza lectora –que lo mismo aplica a una novela, a una sinfonía o a un cuadro– hacen de él un crítico fuera de serie y un verdadero maestro de lectura. Provisto de credenciales académicas que tranquilamente podrían haber hecho de él un habitante de la torre de marfil, ha tenido siempre claro que la supervivencia del humanismo y la crítica no se juega solamente en el claustro, sino en la plaza pública, en la alta divulgación, dialogando y orientando al lector común del que hablaba Virginia Woolf. Leerlo es siempre una llamada de atención, un ejercicio exigente, un recordatorio de los asuntos realmente importantes, con frecuencia diluidos en medio del parloteo académico y literario.

Esta es la experiencia de lectura que aguarda al lector en textos como “Una sala de conciertos imaginaria”, en la que Steiner discute los pros y contras de tener demasiada música a nuestro alcance gracias a la tecnología, fenómeno que Spotify o Apple Music han agudizado hasta el delirio (en efecto, por un lado, ¿cómo no agradecer la posibilidad de tener casi cualquier cosa, desde un canto gregoriano hasta una pieza de John Adams, al alcance de un click?; por otro, es innegable la banalización del hecho de “escuchar” música que esta facilidad puede acarrear, la pasividad del que escucha y la promiscuidad musical a la que puede dar pie). O un texto como “Moses und Aron, de Schönberg”, que se presenta como una humilde nota para el programa de mano del Covent Garden, pero que es un auténtico ensayo sobre el problema religioso planteado en la obra: la relación del hombre con la divinidad personificada en los dos protagonistas; la mosaica, que postula un Dios absolutamente trascendente, “omnipresente, invisible e inconcebible”, y la de Aarón, que mediante el canto supone un Dios cercano, comprensible para el hombre, patente en sus milagros (Steiner, en sus momentos más profundos, roza siempre lo metafísico o la esfera de lo que en otro libro ha llamado las “presencias reales”). O la conferencia “Mysterium tremendum”, en la que repasa los perturbadores mitos del origen de la música (Apolo y Marsias, Orfeo y las sirenas), siempre asociados a la violencia, y examina la ambigua moral de la música. Con justicia, un sitio aparte en el libro merece el texto “Solo a tres voces”, breve obra dramática en la que dialogan un músico, un poeta y un matemático y que es un buen ejemplo de la obra creativa de Steiner, de sus virtudes y sus limitaciones, en la que la exposición de las ideas prima sobre todo lo demás. El resto del libro lo componen reseñas –género del que Steiner es modelo– de libros sobre música.

En los famosos capítulos sobre la música en El mundo como voluntad y representación, Schopenhauer razonó así su poder: “la música, que no es, como las demás artes, una representación de las ideas o grados de objetivación de la voluntad, sino que representa a la voluntad misma directamente, obra sobre la voluntad al instante; esto es, sobre los sentidos, las pasiones y la emoción del auditorio, exaltándolos o modificándolos”. Quizá sea esta, en el fondo, la razón de nuestra necesidad de música.

 

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El último amor de López Velarde

Margarita Quijano –última etapa de la trilogía amorosa del poeta, luego de María Nevares y Fuensanta– fue, ya se sabe, una mujer excepcional. Profesora de Literatura de la Escuela Normal, culta, refinada, ávida lectora de poesía, fue probablemente la primera y única mujer de la que López Velarde se enamoró con la que pudo sostener un verdadero diálogo sobre los asuntos que más le importaban. De pronto, y cuando quizá no lo esperaba, Ramón se encontró con un alma gemela, su contraparte femenina.

Lo que llama la atención, y el motivo de esta nota, son los medios a través de los cuales ocurre ese encuentro. Para empezar, López Velarde se enamora de ella mediante su escritura. Una amiga de ambos, la actriz Eugenia Torres, le muestra las cartas que había recibido de ella mientras se encontraba en Francia (Margarita, que quería ser actriz, había ganado una beca del gobierno mexicano para ir a estudiar actuación a París, pero sus padres no le permitieron ir, y en su lugar fue su amiga). Las cartas –a las que se refiere, admirado, en la prosa “Don de febrero”– dan cuenta de las tribulaciones espirituales de Margarita, y el poeta cae rendido frente al espectáculo de esa alma angustiada. Se enamora de ella en sus cartas, de sus cartas.

Siguiendo su típico ritual de cortejo, digno de un poeta cortés del siglo XIII, López Velarde comienza a acecharla. Suele esperarla para subir al mismo tranvía que los lleva de la colonia Roma a sus respectivos trabajos, en el centro, y procura regresar con ella. La observa discretamente, a la distancia, pero nunca le habla. A veces, en un mecanismo típico de la psicología amorosa lopezvelardeana, se impone el castigo de no verla en días para mejor embelesarse al volverla a ver (véase el extraordinario poema “La mancha de púrpura”). Tristán no lo habría hecho mejor: ¿no hay obstáculo?, yo mismo me lo pongo. Así pasan ¡tres años y medio! Un día, finalmente se anima a entregarle una nota (se enamoró de ella leyéndola, y ahora le escribe).

Después, la comunicación que habrá de marcar el resto de su relación, la aparición del nuevo medio: el teléfono (pensemos que estamos a principios del siglo XX, el teléfono es un aparato modernísimo que muy poca gente tiene; la familia de Margarita, sí, pues es rica; López Velarde, desde luego que no, pero tiene acceso a uno en su oficina). Ramón habla por teléfono a su casa y se la juega, pues no es seguro que ella conteste –podemos imaginar su nerviosismo–, pero contesta. Margarita pregunta quién habla y viene entonces la famosa replica: “¿Sabe usted quién soy yo?, ¿hay alguna persona que tenga más interés que yo en hablar con usted?”. Ella responde que no sabe –aunque, por supuesto, sabe– y cuelga.

Más tarde, son por fin presentados formalmente por un amigo común, el doctor Pedro de Alba, en el restaurante del hotel Del Jardín y comienzan su amistad, pero esta transcurre, principalmente, a través del aparato. Él le habla todas las noches, cuando ya todos en casa de ella se han acostado, y pasan conversando horas. Comenzó a enamorarse de ella en sus cartas y terminó de hacerlo por teléfono. Hay una distancia que se niega a romper. Se ven en persona de vez en cuando, claro, pero su punto de encuentro son, sobre todo, esas llamadas nocturnas.

Luego, lo inexplicable: tras seis semanas de relación (tres años y medio de cortejo, seis semanas de relación), terminan para siempre, “por el motivo que Dios, el poeta y yo sabemos”, según palabras de la propia Margarita. A los tres años muere él, en 1921 (ella, que siguió a la distancia, desconsolada, su rápida enfermedad y agonía, lo sobreviviría hasta 1975). Uno se pregunta, sin embargo, qué tanto López Velarde quería realmente la plena realización de ese amor. “Tú no sabes la dicha refinada / que hay en huirte…”.

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Piglia y Borges: el último homenaje

Leo ahora el último libro de Ricardo Piglia, Los casos del comisario Croce (el policía de pueblo que había aparecido en Blanco nocturno). Es bien conocida la afición de Piglia por el policial y esta, su última obra, es su más franca incursión en el género. Como era de esperarse, no es solo un libro policiaco: es su parodia, pastiche, homenaje, crítica, etc. Algunos de los mejores cuentos (“La música”, “El Astrólogo”) se habían adelantando en la Antología personal (2014). Sin embargo, mi preferido es ya oficialmente “La conferencia”. En él, Croce es arrastrado a una conferencia que un escritor ha venido a impartir a la biblioteca del pueblo y para la que casi no hay público. El escritor, naturalmente, es Borges y la charla trata sobre el género policial… “Bueno, caramba –dijo con voz titubeante–, nos hemos reunido esta noche para celebrar, más que para comprender, un arte menor. Quizás habría que decir una artesanía, pero sin amilanarnos y con coraje lo nombraré el arte de componer relatos policiales o, mejor, –titubeó y tartamudeó lento–, el arte de componer felices y/o asombrosos relatos o, más modestamente, cuentos policiales, lo que los ingleses llamaban detective fiction”.

Es, desde luego, el último homenaje de Piglia a Borges, el autor decisivo de su obra. Piglia, a fin de cuentas, hizo lo único que se puede hacer con una influencia como la borgeana: asumirla e imitarla con variantes, modificarla.

Croce y Borges, obviamente, simpatizan y hacia el final, tras entonar estrofas del Martín Fierro, sostienen este diálogo:

 

–Somos dos paisanos argentinos –dijo el escritor–, dos criollos.

–Dos baqueanos.

–Sí, dos rastreadores. Leemos pistas, rastros.

–Buscamos lo visible.

–En la superficie.

–No hay nada oculto.

–Buscamos lo que se ve.

 

Una vez más, el lector y el detective. Saber leer: descifrar las apariencias.

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Jaulario de Ricardo Piglia

Me topo con Jaulario (La Habana, 1967), el primer libro de Ricardo Piglia. El verdadero primer libro, no La invasión (Buenos Aires, 1967), al que Piglia solía atribuir ese privilegio. Salieron el mismo año, pero no son exactamente el mismo (el cubano tiene nueve cuentos; el argentino, diez; el orden de los relatos es otro y hay modificaciones en algunos textos). Casi cuarenta años después, La invasión se reeditaría en Anagrama, pero ese es prácticamente otro libro (lo primero que tendría que hacer alguien que quisiera leer a Piglia en serio sería examinar cuidadosamente el proceso de reedición y reelaboración de sus libros).

Jaulario recibió Mención en el Premio Casa de las Américas de 1967 (el concurso que querían ganar todos los jóvenes narradores latinoamericanos de aquel entonces); el ganador fue Antonio Benítez Rojo y, en la categoría de novela, David Viñas, íntimo amigo y a la postre un poco rival de Piglia. Lo primero que despierta la curiosidad es la intención de olvidar el título original y sustituirlo por La invasión. Naturalmente, remite a otros títulos famosos: Bestiario (1951) de Cortázar, Confabulario (1952) de Arreola. ¿Le habrá parecido a Piglia demasiado cortazariano y por eso decidió olvidarlo? Y es que no era solo cortazariano el título: el primer cuento, “Tierna es la noche” (tiernamente dedicado a Scott Fitzgerald, dedicatoria que desaparecería más adelante), con su magesca protagonista femenina, Luciana, denota la influencia del Cronopio, con el que Piglia mantuvo una relación ambigua (véase el duro ensayo “Sobre Cortázar” en Crítica y ficción). Ningún cuento se titula como el libro, pero varios de ellos transcurren en jaulas o cárceles, literales o metafóricas. La prisión sería a la larga una de las grandes metáforas de la obra de Piglia y toda ella no deja de ser un poco este renegado jaulario.

Aquí aparece por primera vez Emilio Renzi (solo Emilio en “Tierna es la noche” y ya Renzi en “En el calabozo”, posteriormente renombrado “La invasión”; en “Desde el terraplén” el protagonista todavía se llama Ricardo, pero en las siguientes ediciones ya es Emilio: Piglia no acababa de otrarse). La mayoría de los cuentos son los típicos relatos de un cuentista de veinte años o casi adolescente que narra la amistad, el sexo, la soledad, la desilusión. Se escapan “Mata-Hari 55” y el mejor relato, “Las actas del juicio”, que, sin embargo, no deja de ser una imitación de cierto Borges.

En el prólogo a la reedición de La invasión (2006), Piglia anota: “si me decido a publicarlo es porque no le veo demasiadas diferencias con los libros que he escrito desde entonces. No me parece que un escritor escriba mejor a medida que avanza o mejore con los años”. En realidad, de Jaulario a lo que vino luego hay una diferencia no pequeña y es un hecho que su escritura mejora, se profundiza y se vuelve más compleja.

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Breve revistero mexicano de Guillermo Sheridan

Hasta hace no mucho, todo grupo de jóvenes con inquietudes literarias que se respetara llegaba más temprano que tarde a la misma conclusión ineluctable: hay que hacer una revista. Luego –en los bares, en los cafés, en las universidades– se sucedían infinitos debates: cómo sería la publicación, a favor de qué y contra qué (porque una revista literaria, por supuesto, tiene que estar a favor de ciertas cosas y en contra de otras o es un folleto informativo), qué idea de la literatura enarbolaría, a quiénes se invitaría, cada cuándo saldría y, ya más prosaicamente y si el realismo alcanzaba hasta allí, cómo se financiaría, dónde se imprimiría, etc. Después, claro, la revista muchas veces no se hacía nunca (¿cuántos proyectos abortados habrá en ese revistero fantasma?), o salían dos números y todo el asunto pasaba rápidamente a mejor vida. ¿Te acuerdas de cuando quisimos hacer una revista?

Bien que mal, de ese generoso impulso juvenil solían nacer las revistas literarias, emblemas generacionales. Es precisamente de este espíritu del que Guillermo Sheridan traza la historia en este libro, que reúne sus estudios sobre publicaciones literarias del siglo XX en México y que bien puede leerse como una historia alternativa de las letras mexicanas modernas pues, en efecto, pocas cosas reflejan mejor la vida de una literatura que sus revistas. Aquí figuran, desde luego, Contemporáneos, Examen, Taller, Tierra Nueva, El Hijo Pródigo, Plural, Vuelta, pero también las menos conocidas y efímeras Gladios, La Nave, Pegaso, San-Ev-Ank, Revista Nueva, La Falange, Forma, etc. Sheridan las repasa críticamente, sin excluir la ironía ni el humor (de los poemas de Savia Moderna anota: “Hay más poesía en los anuncios: ‘Emulsión de Scott con hipofosfitos de cal y de sosa’ ”; de Frente a Frente, “tiene el encanto de las traducciones que convierten la chair est triste en ‘la silla está triste’ ”, etc.), pero con una simpatía esencial, pues Sheridan posee, qué duda cabe, un “alma revistera”, según la memorable fórmula de Alejandro Rossi.

Una misma idea se repite varias veces a lo largo del libro: estudiar revistas literarias y hacer su historia es un capítulo de historia de las ideas o las mentalidades, o sea, de historia intelectual. Estudiar a fondo una revista, indizarla, escribir su “biografía” debería ser una de las principales tareas de la academia literaria. Lo es, este libro es un buen ejemplo, pero, como el propio Sheridan observa, debería serlo más sistemáticamente, sobre todo en tesis de maestría o doctorado (sin embargo, los trabajos de historia literaria parecen infravalorados, son poco cultivados y predominan los trabajos de pseudocrítica en los que se pretende aplicar un variado coctel teórico a una determinada obra, dando lugar a textos con frecuencia ilegibles y más bien inútiles).

La publicación de Breve revistero mexicano da pie y casi obliga a reflexionar sobre el presente y el futuro de las revistas literarias. El tono del libro, en ese sentido, es francamente pesimista y elegíaco: “En México, como en todo el orbe hispánico, no había movimiento generacional literario de valía que no orbitase alrededor de una revista. (Ya no más: todo se ha disuelto en el perol bisbiseante de ‘las redes’ ”; “las revistas literarias son ‘la mejor respuesta a la declinación de la literatura’, escribió hace medio siglo Lewis Coser. (Bueno: fueron)”, etc. ¿Realmente es así? ¿Ya en ninguna parte del orbe hispánico se juntan cuatro jóvenes con la intención de renovar la literatura o la crítica? Naturalmente, el factor decisivo que ha modificado el panorama de las revistas literarias (y de toda la prensa) es el cambio tecnológico representado por el formato digital y la irrupción de las redes. No representa necesariamente su fin, sino su transformación (pese a los agoreros, el periodismo no ha desaparecido ni desaparecerá por el hecho de que la impresión de periódicos haya disminuido y eventualmente desaparezca). De hecho, la tecnología ha vuelto mucho más fácil la creación de revistas y otros medios literarios. Imprimir y distribuir una revista es caro; crear una revista electrónica es, en comparación, muy barato y con mucho mayor alcance potencial, evidentemente. Se argumentará que muchas de las revistas literarias que aparecen en línea a principios del siglo XXI poseen una calidad desigual, tienen una vida efímera y a veces desaparecen sin mayor pena ni gloria, pero ese fue exactamente el mismo caso de las revistas impresas de principios del siglo XX. Algunas de ellas combinan los formatos digitales e impresos, pero suelen tener en la red su principal medio de difusión (menciono solo algunos ejemplos hispanoamericanos y españoles: Avispero, Bacánika, Hermano Cerdo, Literariedad, Lucerna, Oculta Lit, Otra Parte, Revista de Letras, Siwa, Zopilote Rey). Es pronto para juzgar cuáles de las revistas que nacieron en la edad de internet perdurarán, se convertirán en referencia en el futuro o serán la semilla de publicaciones más maduras (en todo caso, estoy seguro que un Sheridan del porvenir escribirá su historia), pero declarar la defunción de la revista literaria parece un poco excesivo.

Para terminar y porque no está demás recordarlo: Sheridan –que a su tarea académica y literaria suma una puntual labor periodística– se ha convertido en uno de los críticos más lúcidos (y, al parecer, incómodos) del poder en México; a tal punto, que las delicadas reacciones de este a la crítica han desatado la previsible ola de descalificación e intolerancia de sus seguidores, que ya incluyó las amenazas a domicilio. Es curioso: los insultos, las descalificaciones, repiten en algunos casos literalmente los que en su momento recibieron, de otros fanatismos, los Contemporáneos (esa miserable banda de conservadores, reaccionarios, elitistas, etc.), que Sheridan ha estudiado a fondo. Han creído denostarlo; lo han honrado.

 

Publicado originalmente en https://www.letraslibres.com/mexico/revista/alma-revistera

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La melancolía de Herbert Quain

Mucho menos famoso que su pariente Pierre Menard, Herbert Quain languidece en la bibliografía crítica borgeana. Algunos trabajos hay, pero no muchos y su historia (“Examen de la obra de Herbert Quain”) debe ser de las menos atendidas de Ficciones. Destino lógico, por lo demás, para un personaje que desde su invención Borges quiso gris e incomprendido. Ya se sabe: “no se creyó nunca genial; ni siquiera en las noches peripatéticas de conversación literaria, en las que el hombre que ya ha fatigado las prensas, juega invariablemente a ser Monsieur Teste o el doctor Samuel Johnson… Soy como las odas de Cowley, me escribió desde Longford el 6 de marzo de 1939. No pertenezco al arte, sino a la mera historia del arte”.

Releyendo el “Examen”, reparo en la crítica de Quain a un fenómeno que no ha hecho sino agudizarse, la vulgarización de la escritura y el detrimento de la lectura: “Quain solía argumentar que los lectores eran una especie ya extinta. No hay europeo (razonaba) que no sea un escritor en potencia o en acto”. Basta reemplazar europeo por occidental (incluida, claro, esta parte excéntrica de occidente que es América Latina). En la actualidad, pululan los talleres de escritura o creación literaria (bastante menos, creo, los de lectura) y hasta programas académicos que prometen formar escritores. Casi no hay ama de casa, jubilado, adolescente que no sea autor o que no proyecte serlo. Apenas han leído algo, pero eso no los arredra. Ellos quieren ser –perdón, son– escritores.

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El Libro de los ritos de fray Diego Durán

En el siglo XIX, el historiador José Fernando Ramírez lamentaba la fortuna de fray Diego Durán: “la historia que conserva recuerdos harto triviales, suele dejar en el olvido, o envueltos en tinieblas impenetrables, hechos y nombres que la posteridad inútilmente le demanda. Injusta con fray Diego Durán, le deparó todas las desventuras que pueden perseguir, al que ha consumado una larga y laboriosa vida en útiles trabajos… Diligente investigador y conservador de antiguas tradiciones y monumentos históricos, trabajó para extraños, o para la polilla, no dejándonos recuerdo alguno, ni de su familia, ni de su persona”. Los siglos XIX y XX, empezando por el propio Ramírez, su primer editor, fueron reparando la fortuna del fraile dominico (en especial de su Historia de las Indias de Nueva España, su obra más editada), pero es apenas ahora, con la aparición de esta edición crítica, que uno de sus trabajos más importantes, el Libro de los ritos, nos ha sido plenamente restituido por Paloma Vargas Montes.

Fray Diego Durán, nacido en Sevilla en 1537 y emigrado niño a la Nueva España, vivió esos años cruciales posteriores a la Conquista en los que la cultura religiosa mexica, si bien obviamente reprimida, se encuentra muy viva y literalmente al alcance de la mano. Durán, por ejemplo, recuerda sus paseos juveniles con sus amigos por los alrededores del templo de Cihuacoatl, “la casa del diablo”, no lejos del actual Zócalo, en el que aún eran visibles los ídolos y las efigies de piedra. No se trata, naturalmente, de la experiencia moderna de visitar unas “ruinas”. La sombra de los antiguos dioses se extendía aún por la vieja Tenochtitlán, recién convertida en Ciudad de México.

Tras ingresar en la Orden de Predicadores, a mediados del siglo XVI, Durán fue aguzando su interés por los asuntos indígenas y comenzó su vasta tarea etnográfica, histórica y de estudios religiosos. Como otros cronistas, cumplió el peliagudo papel de mediador y traductor entre la cultura y la lengua nativas y las de los recién llegados. En el caso de los temas religiosos, la razón oficial era clara: la extirpación de idolatrías; conocer bien las creencias antiguas de los indios para mejor convertirlos al cristianismo. Así lo declara en el prólogo: “hame movido, cristiano lector, a tomar esta ocupación de poner y contar por escrito las idolatrías antiguas y religión falsa con que el demonio era servido antes que llegase a estas partes la predicación del sancto Evangelio, el haber entendido que los que nos ocupamos en la doctrina de los indios nunca acabaremos de enseñarles a conocer al verdadero Dios si primero no fueren raídas y totalmente borradas de su memoria las supesticiosas ceremonias y cultos falsos de los falsos dioses que adoraban”. Pero no hace falta saber leer entre líneas para de inmediato advertir en el resto de su obra un genuino interés, por amor al conocimiento y a los pueblos entre los que vivió, más allá de la finalidad práctica sancionada y reconocida (y es, de hecho, gracias a hombres como Durán que alcanzamos a conocer los antiguos ritos). Una y otra vez defiende y hace el elogio del pueblo nahua: “¿En qué tierra del mundo hubo tantas ordenanzas de república ni leyes tan justas ni tan bien ordenadas como los indios tuvieron es esta tierra? ¿Ni dónde fueron los reyes tan temidos ni tan obedecidos ni sus leyes y mandatos tan guardados como en esta tierra? ¿Dónde fueron los grandes y los caballeros y señores tan respetados ni tan temidos ni tan bien galardonados sus hechos y proezas como en esta tierra? ¿En qué tierra del mundo ha habido tanto número de caballeros e hijosdalgo ni tantos soldados valerosos que con tanta cudicia y deseo procurasen señalar sus personas en servicio de su rey y para ensalzar sus nombres en las guerras por solo interese de qu’el rey los honrase, como en esta tierra?”. Como apuntó Enrique Krauze en La presencia del pasado, el principal rasgo de Durán fue la empatía.

El Libro de los ritos es una de las principales fuentes para conocer la religión de los antiguos mexicanos: sus dioses, ceremonias, fiestas, costumbres, etc. De obvio interés para el historiador o el antropólogo, lo es para cualquiera interesado en la historia de México. Mucho le ayuda el estilo de Durán, dueño de una prosa castellana clásica del siglo XVI: sobria, directa y clara. Como Bernal, es un autor plenamente literario por la forma. Las dificultades léxicas, las voces en náhuatl, las referencias históricas o mitológicas, son pulcramente resueltas en el aparato de notas compuesto por la editora, que preparó el texto basándose en el Códice Durán, resguardado en la Biblioteca Nacional de España (dicho sea de paso, sería deseable una edición en formato grande que, aprovechando este nuevo texto, reprodujera las bellas ilustraciones del códice: una joya bibliográfica).

Entre las curiosidades que depara al lector el Libro de los ritos se encuentran algunas de las descripciones más precisas de los sacrificios humanos. Por ejemplo, este a Huitzilopochtli: “y subía al lugar donde estaban apercibidos los ministros satánicos, y tomándolos uno a uno, uno de un pie y otro de otro, y uno de una mano y otro de otra, lo echaban d’espaldas encima de aquella piedra puntiaguda donde el cuitado le asía el quinto ministro y le echaba la collera a la garganta y el sumo sacerdote le abría el pecho, y con una presteza estraña le sacaba el corazón, arracándoselo con las manos, y así, vaheando, se lo mostraba al sol, alzándolo con la mano, ofreciéndole aquel vaho, y luego se volvía al ídolo, y arrojábaselo al rostro”.

El melancólico dictamen de Ramírez sobre la figura de Durán citado al inicio ha quedado por fortuna invalidado por la serie de estudiosos y editores que poco a poco han ido recuperando su obra. No acabó trabajando para extraños –ni para la polilla– sino para todos nosotros, los descendientes de españoles como él y de los antiguos mexicas (y otros pueblos indígenas) a los que dedicó su vida: los mexicanos de hoy.

 

Publicado originalmente en https://www.letraslibres.com/mexico/libros/el-libro-los-ritos-restituido

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De la vida académica

Leyendo sobre fray Luis de León y el Cantar de los cantares –cuya traducción y comentario fue el pretexto para que sus enemigos o, como él decía, “unos no muy amadores míos”, lo denunciaran a la Inquisición–, encuentro una conferencia de José Manuel Blecua que contiene la declaración de uno de sus malquerientes a propósito de una junta académica. Desde entonces, los claustros, tras su pacífica fachada, escondían odios jurados y violencias inusitadas (y ya se sabe, por lo demás, que el temperamento del Maestro León, poeta de la vida retirada y contemplativa, no era precisamente beatífico). Es una joya. El declarante en cuestión es el dominico León de Castro: “Este declarante y el dicho fray Luis vinieron a malas palabras porque le había sufrido este declarante una o dos veces que le había dicho ‘no tenéis aquí autoridad más de la que aquí os quisiéramos dar’ y enojado de la porfía el dicho fray Luis después le dijo a este declarante que le había de hacer quemar un libro que imprimía sobre Exahías, y este declarante le respondió que con la gracia de Dios que ni él ni su libro no prendería fuego, ni podía; que primero prendería en sus orejas y linaje, que este declarante no quería ir más a las juntas”.

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Contra críticos

“Perros murmuradores que, cuando sale algún libro a luz, están la boca abierta esperando si se cae en el suelo algún hueso –que no puede ser menos de caerse por ignorancia o descuido, pues no somos ángeles– para tener en qué roer”.

Jerónimo Gracián, Conceptos del divino amor (1612)

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«Se trata de escribir. Nada más». La narrativa breve de Salvador Elizondo

En plena composición de Madame Bovary, a principios de febrero de 1852, Flaubert escribe a Louise Colet:

 

¡Oh, qué cosa difícil es el estilo! Creo que no te figuras el género de este libro. Así como soy desaliñado en mis otros libros, en este trato de ir abrochado y de seguir una línea recta geométrica. Ningún lirismo, nada de comentarios, la personalidad del autor está ausente. Será triste de leer… Me dices que empiezas a comprender mi vida. Habría que conocer sus orígenes. Algún día, me escribiré a mis anchas. Pero entonces ya no tendré la fuerza necesaria. No poseo otro horizonte que el que me rodea inmediatamente. Me considero como si tuviese cuarenta años, cincuenta, sesenta. Mi vida es un engranaje montado, que gira regularmente. Lo que hago hoy, lo haré mañana y lo hice ayer. He sido el mismo hombre hace diez años… Soy un hombre-pluma. Siento por ella, a causa de ella, con relación a ella y mucho más con ella.

 

Más de una vez, Salvador Elizondo rindió tributo a los manes flaubertianos (notablemente en «Mi deuda con Flaubert», recogido en Camera lucida). Nada más lógico, si consideramos que el novelista francés fue el pionero de la «escritura pura» a la que denodadamente tendieron los esfuerzos del autor mexicano, creador de una de las obras más originales de la narrativa en lengua española del siglo xx, más una literatura en sí misma que sólo una obra.

De la carta, me interesa resaltar el concepto de «hombre-pluma», que tan bien ajusta al autor de El grafógrafo, vecino de los de «hombre-escritura» u «hombre-libro». Enrique Vila-Matas ha escrito una obra maestra sobre este último, El mal de Montano, y Elias Canetti hizo su memorable caricatura en el Peter Kien de Auto de fe, que finalmente opta por arder con su biblioteca antes que enfrentarse a las fuerzas salvajes de la vida. Sin embargo, más radical que ser un «hombre-libro» parece ser un «hombre-pluma» o un «hombre-escritura»; transformarse en la cosa que escribe o en la escritura misma. Esa fue, en última instancia, la intención de Salvador Elizondo: convertirse en un sistema de signos e, idealmente, en una escritura pura.

 

El resto, aquí: https://cuadernoshispanoamericanos.com/se-trata-de-escribir-nada-mas-la-narrativa-breve-de-salvador-elizondo/

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Esta bruma insensata de Enrique Vila-Matas

Infatigable, Vila-Matas ha publicado recientemente dos libros: su última entrega narrativa –no sé si llamarla novela, el propio libro previene contra el término–, Esta bruma insensata, y una de sus ya clásicas recopilaciones de artículos, Impón tu suerte. El título proviene de un desafiante poema de Los madrugadores de René Char –“impón tu suerte, abraza tu felicidad y ve hacia tu riesgo. Al mirarte, se acostumbrarán”– y resulta especialmente afortunado porque es como una cifra de la trayectoria artística de Vila-Matas, pues nadie como él, en la literatura hispánica reciente, ha construido su destino literario, creado una obra, persistido en sus obsesiones, formado a sus lectores: impuesto su suerte.

El itinerario editorial vilamatiano es paradójico: comenzó con una serie de libros de aprendizaje publicados en las décadas de los setenta y ochenta –Mujer en el espejo contemplando el paisaje, La asesina ilustrada, Al sur de los párpados y Nunca voy al cine– en editoriales independientes, algunas de ellas desaparecidas, que circularon escasamente y tuvieron poquísimos lectores; entró en una nueva etapa, más sólida, con su debut en Anagrama, Impostura (1984), y la mítica Historia abreviada de la literatura portátil (1985), que continuó con títulos que iban apareciendo con disciplina y constancia ––Una casa para siempre, Suicidios ejemplares, Hijos sin hijos, Lejos de Veracruz, Extraña forma de vida, El viaje vertical–, pero sin causar ningún terremoto editorial (eran, sin embargo, libros decisivos, en los que iba creando una obra y, más importante, un lector), y explotó ya en el siglo XXI con Bartleby y compañía (2000) y El mal de Montano (2002), que acarrearon el reconocimiento masivo e internacional. El resto es historia más conocida, incluida la mudanza en 2010 a Seix-Barral, parte de Planeta, a partir de Dublinesca. Lo que me interesa resaltar es que actualmente cuesta trabajo imaginar un autor más consagrado en el ámbito hispánico y que, no obstante, encaje menos en los criterios literario-comerciales que la industria editorial dominante suele preferir e imponer. Es significativo, y dice mucho de la perversión editorial actual, que justamente al mismo tiempo que se publica una obra ambiciosa y desafiante de la convenciones de “lo que debe ser una novela”, como Esta bruma insensata, la misma editorial, en la misma colección, publique un libro como el recién ganador del premio Biblioteca Breve, Días sin ti de Elvira Sastre, cuyo concepto de literatura –es un decir, claro– está en las antípodas del que encarna Vila-Matas. Al incluirlos en la misma editorial y colección, se entiende que los editores responsables los juzgan de una semejante calidad literaria y pretenden vendérselos así al lector. Algún incauto, me temo, podría caer en el engaño (y no sería culpa suya, claro, sino de la empresa que le da gato por liebre). Pero no, amigos mercaderes, no son ni remotamente semejantes y todavía hay lectores capaces de hacer la diferencia. El mismo fenómeno se repite en muchos sellos editoriales antaño independientes y notables, hoy parte de grandes conglomerados, en donde verdaderos autores son puestos a convivir sin pudor con la basura light y comercial más deleznable. Funcionará, supongo, en términos económicos, pero en literarios y críticos de largo plazo, no, y lo que cosecharán eventualmente será la degradación y el desprestigio de sus catálogos.

Ya desde Kassel no invita a la lógica (2014) Vila-Matas había aflojado las costuras de la trama y su prosa narrativa buscaba otros caminos, no tan sujetos a lo convencionalmente novelesco. El resultado es variado –afortunado en Kassel, no tanto en Mac y su contratiempo, más interesante en Esta bruma insensata– y presiento que no todos los lectores, incluidos algunos vilamatianos, lo seguirán. Al autor, naturalmente, no le quitará el sueño porque hace mucho tiempo que decidió que emprendería un camino absolutamente personal y que lo seguiría el que pudiera seguirlo y punto. La historia de la obra vilamatiana es la historia de la educación de sus lectores. Puede discutirse si ciertos libros o una etapa son mejores que otros –yo creo que se alcanzó un clímax que abarca Bartleby y compañía, El mal de Montano, París no se acaba nunca y llega hasta Exploradores del abismo, pero textos como “Chet Baker piensa en su arte” y “Bastian Schneider” me hacen pensar que todavía puede venir otro–, pero lo que no puede discutirse es que Vila-Matas está en una evolución permanente y se niega a repetirse fácilmente. La autenticidad de su trayectoria artística es ejemplar.

Esta bruma insensata es la historia de dos hermanos: Rainer Schneider Reus, alias Gran Bros, y Simon Schneider Reus (anteriormente conocido como Bastian Schneider, antes de que Vila-Matas se enterara de que efectivamente existe un joven escritor alemán de ese nombre y decidiera cambiar el de su personaje: la realidad imita anticipadamente a Vila-Matas). El primero es un escritor radicado en Nueva York, autor de una pentalogía novelística, “las cinco novelas veloces”, que lo ha convertido en una elusiva celebridad, pues, como Thomas Pynchon, elige ocultarse; el segundo vive anónimamente en Cadaqués y es el oscuro hokusai, o sea, proveedor de citas literarias, de su famoso hermano. Ya se ve: Vila-Matas being Vila-Matas. En realidad, apenas hace falta decirlo, los hermanos son uno solo, un Jano de la literatura, y representan dos grandes pulsiones vilamatianas: celebridad y anonimato, mostrarse y ocultarse, figurar y desaparecer.

La obra de Gran Bros está atravesada por una duda fundamental de ecos bartlebyanos: “en realidad el tema de fondo de sus libros es si seguir o no seguir, esa es su that is the question, una oscilación entre dos conciencias: la que desea tener fe en la escritura y la que preferiría inclinarse por el desprecio y la radical renuncia”. Además, a Rainer lo aflige de vez en cuando la mala conciencia del escritor de éxito que sabe que, mientras él triunfa, los autores verdaderamente grandes muchas veces escriben y mueren en la oscuridad, ajenos –ellos sí en serio y no por la vanidad de hacerse los escondidos– a toda frivolidad literaria.

Tengo la impresión de que Vila-Matas ha reunido en Gran Bros una serie de impulsos y tendencias negativas que lo han rondado a él mismo –la renuncia a la escritura, el hartazgo de lo literario, la sensación de fracaso, el resentimiento– y ha llevado a cabo un exorcismo. Probablemente todo gran escritor, todo gran artista, experimenta en algún punto la exasperación de su arte. Practicante consumado, en las antípodas de la ingenuidad del amateur, no puede dejar de advertir las costuras del artificio detrás de cualquier obra. Este es el conflicto de Gran Bros: “como cuando vino a decir que amaba la literatura, los libros, los autores, y que ese era su mundo, pero que tenía que proclamar, profundizando en la cuestión, que de todos esos autores, tanto de los que le gustaban como de los que apreciaba, tanto de los que idolatraba como de los que no le gustaban nada, tanto de los que se creían muy listos como de los que iban de tartufos, tanto de los avispados como de los crédulos, tanto de los chantajistas como de los mendigos, profundizando en la cuestión tenía que decir que de todos se reía. Porque había en todo lector, añadió Rainer, una vocecita que por lo bajo le decía acerca de todo lo que leía, por extraordinario que fuera: ¡anda ya!”.

El arte literario concreto de Gran Bros es el de la novela y a este también lo atiza, claro: “como cuando dijo que odiaba ya para siempre ese embuste de como mínimo cien páginas que agradaba tanto al mercado y que llevaba el nombre de novela y que siempre era algo artificial, planeado e inevitablemente trucado que exigía acontecimientos, acción al menos de vez en cuando, hechos generalmente arbitrarios, todo tipo de señoras saliendo de casa con banderas españolas a las doce de la mañana y mil obstáculos más que hacían que la novela tuviera que saltarse muchos momentos de reflexión y fuera perdiendo, por el camino, el potencial de la prosa sin aditivos”. A esto aludía más arriba cuando señalaba como paradójico el hecho de, por un lado, la indiscutible consagración editorial de Vila-Matas y, por otro, su resistencia y firme independencia frente a las preferencias del mercado literario. La astucia editorial consiste también en que la industria consiente esto en un autor de la talla y el prestigio ya ganado de Vila-Matas, pues se beneficia en términos de reputación publicándolo, aunque su criterio en el caso de otros escritores y obras sea completamente distinto y de hecho enfrentado al del autor.

En sus últimas obras narrativas (Kassel no invita a la lógica, Mac y su contratiempo, Esta bruma insensata), Vila-Matas parece efectivamente buscar esa “prosa sin aditivos”: la trama se adelgaza, los acontecimientos se diluyen, no pasa nada o muy poco, pero la prosa es lo que pasa, y la acción es reemplazada por una especie de continuum de reflexión narrativa en el que el autor da una y otra vez vuelta a sus obsesiones (la escritura, la lectura, la cita, el arte, la identidad…). Como desde el principio, Vila-Matas tantea, explora (sigue siendo un explorador del abismo), va en buscar de algo que él mismo no sabe exactamente qué es. Por ello la bruma –esa niebla que oculta las cosas y difumina las fronteras de lo aparente y lo real– es el símbolo idóneo de esa búsqueda.

El final de Esta bruma insensata es una furibunda diatriba contra la literatura por parte de un Gran Bros desquiciado que concluye en la renuncia final: “Desprecio y renuncia, esa era su decisión. Dejar atrás la maldita impostura de escribir”. Eso, sobra decirlo, es precisamente lo que Vila-Matas no ha hecho ni creo que vaya a hacer (“en literatura, callarme no me callaré nunca nada”, declaró hace poco en una entrevista). A Gran Bros, además, le falta lo más específica y felizmente vilamatiano: la apuesta por la alegría, el sentido del humor, la (auto) ironía. Vila-Matas, presiento, seguirá avanzado, imperturbable y sonriendo, hacia el corazón de la bruma.

 

Publicado originalmente en http://www.criticismo.com/esta-bruma-insensata/

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Alone, crítico literario

Leo, en las ediciones de la chilena Universidad Diego Portales, al crítico literario Hernán Díaz Arrieta, alias Alone (¡qué buen pseudónimo para un crítico!), del que nada sabía. Aparte de la siempre lamentada ignorancia en que las literaturas hispanoamericanas viven unas de otras, el hecho dice algo del oscuro destino que suele aguardar a los críticos. Alone, al parecer, fue el crítico más destacado del siglo XX en Chile y me temo que no sea muy leído fuera de sus fronteras. Debería serlo porque es uno de esos pocos críticos que escribió literatura sobre literatura

El libro en cuestión es Crónica literaria francesa –espero algún día poder conseguir sus memorias, Pretérito imperfecto, y los ensayos La tentación de morir y Aprender a escribir–, sus reseñas francófilas. Porque Alone era, previsiblemente, un afrancesado hasta la médula (como Christopher Domínguez Michael entre nosotros más recientemente, con quien tiene muchas afinidades). Su Crónica abarca los años cincuenta y sesenta: Maurois, Gide, Mauriac, Montherlant, Arland, Green, Anouilh, Peyrefitte, Sartre, Camus, Sagan, etc. Más de uno de esos autores, celebérrimos en su momento, entraron pronto en un purgatorio del que aún no han salido. En el centro de ese universo se encuentra Proust, al que Alone obviamente no reseñó por razones cronológicas, pero al que siempre remite.

Como suele suceder con la obra de críticos de otra época a los que vale la pena leer, en ocasiones los libros o autores de los que hablan no nos dicen nada, pero no importa: los leemos por la prosa del crítico. Alone era un crítico tradicional en sus formas, quizá anticuado en algunas de sus preferencias, pero clásico en lo esencial, que es lo que le da una sobria posteridad. Sabía la verdad fundamental de la crítica literaria: su naturaleza autobiográfica. Antes que Piglia, observó lo evidente: quien escribe sobre sus lecturas, cuenta su vida; escribes crítica y haces autobiografía.

Como en todo conjunto de reseñas, hay en este una poética de la lectura. Transcribo algunas de sus frases más felices:

 

“En ese dominio [la lectura] yo estaba solo. Ni maestro ni condiscípulos, ni lecciones ni aprendizaje. Tampoco el propósito de ‘formarme una cultura’ con fines utilitarios. Jamás se me ocurrió que me dedicaría a escribir. El placer, nada más, un placer desinteresado”.

 

“Sainte-Beuve dejó la poesía y la novela y, aunque a regañadientes, resignose a ser un mirador de las letras antiguas y contemporáneas, un lector que habla y escribe”.

 

“Conviene, de cuando en cuando, releer las obras inmortales que no están ‘de moda’, porque son superiores a la moda y su actualidad de un día se ha convertido en la actualidad de siempre. ¿Toda la atención pública ha de ser para el libro que pasa, escrito ayer, lanzado hoy, puesto mañana en el olvido?”.

 

“La crítica literaria ha sido, es y, hasta nueva orden, será un género poético, un arte, una manera que tienen los críticos de manifestar su personalidad y decir sus sentimientos a propósito de los autores, en vez de hacer como los poetas o los novelistas que se confiesan con el público a propósito de las personas o de los paisajes que han visto o imaginado. Nada más”.

 

“La gente se siente como honrada cuando admira cosas oscuras y que llaman complejas, aunque no les gusten y preferirían, en el fondo, algo claro”.

 

“El buen catador, como el buen crítico, es el que excluye menos, el que se embriaga mejor con toda clase de vinos”.

 

“Sabía [Proust] que la lectura se vuelve peligrosa cuando, en vez de despertarnos a la vida personal del espíritu, tiende a sustituirse a esta, cuando la verdad no se nos presenta como un ideal realizable mediante el progreso íntimo de nuestro pensamiento y el esfuerzo de nuestro corazón, sino como una cosa material depositada entre las hojas de un libro, miel preparada por manos ajenas”.

 

“Para un hombre como él [Mauriac], embebido de lecturas, traspasado por las bellas letras, la lista cronológica de las obras que sobre él influyeron equivale a una autobiografía”.

 

“La Providencia no ha querido, visiblemente, permitir que en los corazones literarios prospere la humildad”.

 

“En hacer, deshacer, puede irse la vida dándole al mismo asunto, eternamente empezado y vuelto a empezar. Cuidado con los escrúpulos de estilo. Son una trampa. Lo importante es la visión, la alucinación, el misterio”.

 

“La señora Verdurin, símbolo de la burguesía arribista, enriquecida recientemente, preguntó al más aristocrático de sus visitantes si no conocería a algún noble arruinado que pudiera servirle de portero. Su huésped repuso que sí, pero que había un peligro: si la señora Verdurin recibía personas de calidad, muchos, los más exigentes, acaso no pasarán de la puerta. Los autores que consideran la crítica como un género subordinado a la ‘obra de creación’ deberían meditar esta pequeña fábula”.

 

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Serotonina de Michel Houellebecq, novela de amor

Leo, cómo no, lo último de Houellebecq, Serotonina. No me escandaliza que un escritor se repita –todo verdadero autor, el que verdaderamente tiene algo que decir, lo hace–, el problema es que se repita de mala manera, degradando sus temas y formas, autocomplaciente e indulgentemente. Ya en Sumisión había indicios de esto, pero en Serotonina se agrava. Todo lo que hay en ella está mejor hecho antes, en alguna de las novelas previas. De hecho, Houellebecq creó su obra maestra irrefutable en su primera novela, Ampliación del campo de batalla, breve y contundente, y luego, conforme fue publicando más y aumentando la extensión, ha ido más bien decayendo. Las partículas elementales es buena, pero no tanto como Ampliación; Plataforma es buena, pero no tanto como Las partículas…Y, sin embargo, es uno de esos autores con los que uno establece un pacto: buenos, malos o regulares, seguiremos leyendo sus libros. Houllebecq ha sabido captar verdaderamente cierto espíritu de nuestro tiempo –lo que no habla muy bien de nuestro tiempo– y expresar parte de la angustia moderna.

Pese a su mala fama y su imagen provocadora y decadente, Houllebecq es en el fondo un conservador escandalizado, un moralista. Pocas cosas ha deplorado más que la pérdida de valores que según él hacen imposible el amor en el mundo contemporáneo. Si aisláramos algunos fragmentos sobre el amor en sus libros y nos dijeran que fueron escritos por un sacerdote católico, lo admitiríamos sin problema. Por ejemplo, este, en Ampliación: “Fenómeno raro, artificial y tardío, el amor solo puede desarrollarse en condiciones mentales especiales, difícilmente reunidas, y desde todo punto de vista opuestas a la libertad de costumbres que caracteriza a la época moderna. Veronique había conocido demasiadas discotecas y demasiados amantes; tal modo de vida empobrece al ser humano, infligiéndole daños a veces graves y siempre irreversibles. El amor como inocencia y como capacidad de ilusión, como capacidad de resumir el conjunto del otro sexo en un solo ser amado, raramente resiste a un año de vagabundeo sexual, jamás a dos”.

En Serotonina, novela fundamentalmente de amor, vuelve a la carga. El protagonista, Florent-Claude, ha perdido a Camille, el amor de su vida, por una infidelidad insignificante. Recordándola, dice: “He conocido la felicidad, sé lo que es, estoy capacitado para describirla, conozco también su final, lo que sigue habitualmente. Nos falta una sola persona y todo está despoblado, como se suele decir, hasta el término ‘despoblado’ es muy débil, suena un poco a estúpido siglo XVIII, no hay en él todavía esa sana violencia del Romanticismo naciente, lo cierto es que te falta una persona y todo está muerto, el mundo está muerto y tú mismo estás muerto”. Tristán no lo habría dicho mejor.

 

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Los paseos de W. G. Sebald

Leo finalmente a W. G. Sebald, Los anillos de Saturno, que tanto me habían recomendado. Debo admitir, al menos con este libro, una cierta decepción. La idea básica –el libro de un paseo con fotografías, mezcla de libro de viajes y ensayo– es afortunada, pero el método empleado, no del todo. Sebald, heredero del caminante Rousseau (con el que comparte algo más que la afición por los paseos), emprende una larga caminata por Suffolk, Inglaterra. Se nos dice al principio que el viaje empezó luego de terminar un trabajo importante y que le siguió una crisis que acabó con el autor internado en un hospital, pero después de eso hay muy poco del propio Sebald y un genuino ensayo, para ser interesante, tiene que decir más de quien lo escribe.

Mientras Sebald describe lo que va viendo introduce digresiones sobre diversos temas: la biografía de Conrad, un episodio de la historia de la China antigua, la historia de Roger Casement, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” de Borges… El problema no es la digresión en sí, claro, sino que muchas de estas digresiones son meras paráfrasis de biografías, libros de historia u obras literarias, y se alargan demasiado. El lector va siguiendo con cierto interés la peregrinación de Sebald y de pronto, zas, treinta páginas de una biografía cualquiera de Conrad o de historia del imperio chino. El libro se alarga así innecesariamente y se vuelve algo cansado. Hay, por supuesto, pasajes memorables: la descripción de la casa decadente de Somerleyton y la de la excéntrica familia Ashbury, con la que el caminante pasa algunos días. Creo que esto es lo mejor del libro y lo que se me quedará grabado: una cierta atmósfera de decadencia generalizada de la que el melancólico Sebald fue un testigo privilegiado.

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El lector a domicilio de Fabio Morábito

Paciente, discreta, disciplinadamente, Fabio Morábito ha ido construyendo a lo largo de los años una de las obras más originales, más radicalmente personales, de la literatura mexicana. Se ha ajustado como pocos a la máxima de Nicolás Gómez Dávila: “hay que escribir en voz baja”, y se ha convertido, sin pretenderlo, en un modelo de rigor y exigencia, de ética literaria: un maestro de escritura.

Es la suya, además, una obra inusualmente versátil: ¿cuántos escritores son capaces de hacer lo mismo un poema, un cuento, una novela, un ensayo o una traducción? Y, lo más importante, todos articulados, todos sujetos a la misma visión de la literatura y del mundo. Nada más alejado de Morábito que la calculadora y vanidosa variación de temas y formas en busca del éxito, ajustándose a modas y tendencias. Como todo verdadero escritor, tiene unas cuantas cosas que decir que decir y vuelve siempre a ellas, profundizándolas. En una entrevista reciente en Cuadernos Hispanoamericanos declaró a propósito de Raymond Carver: “una de las características de un buen escritor es que nos convence de inmediato sobre la sinceridad y pertinencia de su estilo o, mejor dicho, nos convence de que tiene estilo, o sea, un mundo propio. Lo tomas o lo rechazas, pero no lo puedes negar”. El dictamen se aplica a él mismo. El lector reconoce de inmediato la sinceridad de Morábito, su autenticidad como artista, y la plena posesión de un mundo personal, de un estilo (noción básica para entenderlo). Ya luego verá qué tanto la comparte o no.

En estas mismas páginas, en una reseña que es prácticamente un ensayo (a lo que aspiran las mejores reseñas de Criticismo, dicho sea de paso), Liliana Muñoz ha delineado los principales rasgos del mundo de Morábito y, para no repetir, remito a ella al lector (http://www.criticismo.com/el-idioma-materno/). Aquí me centraré en su última obra, la novela El lector a domicilio, su segunda incursión en el género. Antes había publicado la inquietante y extraña Emilio, los chistes y la muerte (2009), en la que retomaba, en sus términos, el mito de Orfeo. Sin embargo, esta es una pieza mucho más lograda, más acabada. Es, al mismo tiempo, una suerte de epítome morabitiano, pues si alguien no lo ha leído antes, con esta novela tendría una buena idea de en dónde se está metiendo.

El argumento es sencillo e inconfundiblemente suyo: Eduardo, el protagonista, es un hombre a la dantesca mitad del camino de la vida, a punto de cumplir treinta y cinco años, que ha cometido un delito –nunca sabemos qué exactamente, pero ha implicado un auto, por lo que no maneja– y lo paga llevando a cabo un inusual servicio comunitario: yendo a leer a la casa de personas que no pueden hacerlo por sí mismas. Así, entra en contacto con una serie de raros personajes: los viejos hermanos Jiménez, una aparente familia de sordos, una bella anciana paralítica, etc. Pero el núcleo de la novela es este: Eduardo es un mal lector, no entiende lo que lee. Así se lo espeta uno de los hermanos a media lectura de Crimen y castigo: “Usted no se fija en lo que lee, me he dado cuenta… Usted viene a nuestra casa, se sienta en el sillón, abre su portafolio, saca el libro y lee con su magnífica voz sin entender nada, como si no mereciéramos su atención”.

Como cualquier profesor de literatura podría atestiguar, es transparente cuando alguien lee algo, a veces con perfecta dicción y bella voz, y en realidad no está entendiendo nada. El defecto es aún más frecuente y notorio con la poesía. Bastan unos cuantos versos. Se lee, pero no se lee: es una lectura hueca, superficial, una serie de sonidos emitidos en el vacío. No es necesariamente por ser un mal lector; con frecuencia, quien lee en voz alta está tan preocupado por leer bien, por no trabarse y pronunciar correctamente, que se desentiende del significado y no se entera de lo que está leyendo. La misma persona, leyendo el mismo pasaje a solas y en silencio, lo entendería. En cualquier caso, la lectura en voz alta, sobre todo de poesía, suele ser la prueba de fuego de si se está entendiendo.

Ahora, así como hay un tipo de lector que lee sin entender nada, también hay un tipo de escritor –escribidor, sería más preciso llamarlo– que escribe con parecida inconsciencia, sin aprehender realmente el lenguaje, mero acumulador de palabras. Morábito, que se encuentra en las antípodas, lo ha descrito puntualmente en El idioma materno: “porque él solo sabe escribir bajo dictado, la cabeza gacha, acumulando frases que se vuelven puras palabras, palabras que se vuelven puros signos, signos que se vuelven trazos, trazos que se vuelven nada”.

El singular analfabetismo de Eduardo es, en realidad, parte de un problema más amplio. No sabe leer libros, pero tampoco sabe leer personas (vive con su hermana, su padre enfermo y Celeste, la mujer que lo cuida). Vive ensimismado, “en su burbuja” (expresión que se repite varias veces a lo largo de la novela); es una suerte de analfabeta vital. No sabe leer, pero tampoco sabe escuchar y en cierto modo está más sordo que los sordos con lo que trata. No por nada nel mezzo del cammin, él también se encuentra perdido en una selva oscura; como la de Dante, la suya será también una historia de aprendizaje.

En ese aprendizaje tendrá un papel fundamental la poesía y concretamente un poema de Isabel Fraire, a la que El lector a domicilio rinde un extraordinario homenaje. El poema en cuestión (que apareció originalmente en El Corno Emplumado en 1968, según creo) es el siguiente:

 

tu piel, como sábanas de arena y sábanas de agua en remolino

tu piel, que tiene brillos de mandolina turbia

tu piel, a donde llega mi piel como a su casa

y enciende una lámpara callada

tu piel, que alimenta mis ojos

y me pone mi nombre como un vestido nuevo

tu piel que es un espejo donde mi piel me reconoce

y mi mano perdida viene desde mi infancia y llega hasta

el momento presente y me saluda

tu piel, en donde al fin

yo estoy conmigo

 

Fraire es la poeta favorita del padre de Eduardo y hay un pequeño misterio alrededor de ella en la novela. Sin embargo, lo importante es que el poema es la llave que le permitirá gradualmente –el aprendizaje de la lectura es siempre lento– ir abriendo la puerta a otra manera de ver el mundo. En cierta forma, toda la novela es la historia de la lectura de ese poema, del aprendizaje de su lectura. Sobra decirlo, Eduardo no es que digamos un gran lector de poesía, pero tiene un punto de partida que no es desdeñable (para como están las cosas con la poesía hoy en día, ya el simple de hecho de tener algún contacto con ella lo pone por encima del promedio). Su padre acostumbraba leerles poemas a él y su hermana, y un día lee “Nocturno a Rosario”, advirtiéndoles que es “el peor poema mexicano de todos los tiempos”. A Eduardo no solo no le disgusta, sino lo conmueve, pero la lección importante de aquel día es otra: “Ese día supe que había poemas buenos y malos; que era posible, después de leerlos, decir ‘me gusta’ y ‘no me gusta’, y que había poemas malos que podían gustar mucho, como el “Nocturno a Rosario”, y poemas buenos que lo dejaban a uno indiferente. No me aficioné a la poesía, pero le perdí miedo y, de ahí en adelante, si me tropezaba con un poema en una revista o en un periódico, lo leía para saber si era de los buenos o de los malos, de los que me gustaban o de los que me dejaban indiferente”.

El poema ofrece, además, otra de las nociones clave de la novela: la piel, pues El lector a domicilio es una obra extremadamente sensual, que no solo tiene que ver con el desciframiento de los libros, sino de los cuerpos, y especialmente con esa puerta de entrada al cuerpo que es la piel. Es una especie de ensayo o, mejor dicho, de meditación novelesca sobre ese componente humano esencial. No se precisa haber leído a Didier Anzieu (El yo-piel) para reconocer la importancia de ese frágil tegumento, nuestra primera línea de contacto con el mundo y los otros. Y, sin embargo, nada menos superficial que la piel. La expresión francesa être mal dans sa peau da una idea de su trascendencia. Sentirse cómodo en la propia piel, reconocerse en ella, apreciarla, es un elemento fundamental del amor propio. Lo que le sucede a nuestra piel no se queda en la mera epidermis, sino que nos afecta de manera profunda psicológicamente. Por otro lado, como el poema expresa de manera inmejorable, nos enamoramos de una piel, nos encontramos plenamente en ella.

Eduardo, previsiblemente, no está del todo bien en su piel, está como encerrado en ella, acaso sin darse cuenta. En cambio, algunas mujeres de la novela son perfectamente conscientes de su importancia. En primer lugar, Celeste, la cuidadora analfabeta de su padre, que tiene un extraordinario tacto –literalmente–, esto es, que sabe tocar a los demás, y que mediante él conquista al padre y luego al personaje del coronel. Celeste no puede leer libros, pero lee como nadie ese difícil texto que es la piel ajena; Eduardo, teóricamente, sabe leer, pero en realidad no lee y tampoco sabe tocar, como lo muestra su experiencia con Margó. Hacia el final de la novela, el significado de la piel se amplía y se convierte en metáfora de la realidad inmediata. El mundo también tiene una piel: “era tal vez mi única manera de sentir el pálpito de la realidad o, lo que es lo mismo, de no perder de vista la piel de todo, la piel que está tan a la mano, tan explícita e inalcanzable, como la de Margó, que nunca pude tocar”.

Morábito es poeta y presiento que la lectura de El lector a domicilio hará hablar a más de uno de “novela de poeta”. Suele ser una etiqueta equívoca; en los peores casos, es condescendiente y quiere decir una novela más o menos lírica, en realidad una mala narración. No es, obviamente, el caso, pues Morábito es un narrador diestro. Sin embargo, si hay un sentido en que esta puede ser considerada una “novela de poeta”, si concedemos que lo que hace la poesía, fundamentalmente, es develar el sentido profundo de la realidad; hacernos ver lo que tenemos siempre frente a nuestros ojos de otro modo, verlo realmente. Sí lo entendemos así, sí, esta es la novela de un poeta.

Es, además, evidentemente, una novela sobre la poesía, pero también sobre la prosa, y que termina deshaciendo los lugares comunes que quieren oponer una a la otra. Esto lo alcanza a intuir Eduardo al final, cuando empieza a salir de su burbuja: “Tal vez ese era mi problema, el de no mirar aquello que estaba frente a mí, sino de hundirme en él, lo mismo con los objetos que con las personas. Al hacerlo, traicionaba la naturaleza de lo que se me ponía enfrente. En mí, la profundidad no era una virtud, sino una forma de evasión. Perdía de vista la prosa simple y llana del mundo”. Eduardo, que no sabía leer, tampoco sabía ver, y esto le impedía apreciar la prosaica y maravillosa piel del mundo.

El último párrafo de la novela es extraordinario: conmovedor y enigmático. Dejaré que el lector lo descubra por sí mismo. Solo apuntaré que vuelve a citarse el poema que ha sido el leit motiv de la novela, pero ya no en verso, sino en prosa: “Tu piel, como sábanas de arena y sábanas de agua en remolino. Tu piel, que tiene brillos de mandolina turbia…”. ¿Por qué? Acaso porque Eduardo ha comenzado a saber ver, escuchar, tocar, leer y, con todo eso, a apreciar la “prosa simple y llana del mundo”, acaso porque ha incorporado a esta la poesía, y porque, en el fondo, prosa y poesía, si son genuinas, cumplen la misma función: la revelación del mundo.

Publicado originalmente en http://www.criticismo.com/el-lector-a-domicilio/

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Un maestro impone su suerte

Leo Impón tu suerte, última recopilación de artículos de Vila-Matas. Desde la primera, El viajero más lento (1992), siempre las he disfrutado, tanto como su obra de ficción. Esta reciente, de hecho, más que sus últimas novelas, Mac y su contratiempo y Kassel no invita a la lógica. Aquí está Vila-Matas todo entero y en su mejor forma. A diferencia de los artículos periodísticos de otros escritores, claramente una parte secundaria y prescindible de su obra, los de Vila-Matas se integran perfectamente al conjunto, son parte de él. Él mismo lo advierte en el prefacio: “por muchas divisiones que hagamos y barreras que le pongamos al campo, la obra solo es una y dentro de ella todo está conectado”.

Vila-Matas es un escritor, un artista, ya a otro nivel que la mayoría de sus contemporáneos. Desde sus comienzos siguió un camino propio, personalísimo, que se ha ahondado con el paso de los años y del que obviamente ya no se apartará. Pueden cuestionársele los resultados de ciertas tentativas, pero no la autenticidad de su ruta. Quizá esa sea, en el fondo, su mejor lección, resumida en los versos de René Char de los que ha tomado el título: “Impón tu suerte, abraza tu felicidad y ve hacia tu riesgo”. Nadie como él, entre nosotros, ha construido su destino literario, creado una obra, persistido en sus obsesiones, formado a sus lectores: impuesto su suerte.

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Solo un lector

 

Le contesté que era lector a domicilio.

–Qué interesante. Tenemos a un artista, entonces.

–No, ningún artista, solo a un lector.

 

Fabio Morábito, El lector a domicilio

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Ahora me rindo y eso es todo de Álvaro Enrigue

La historia es la materia prima de las novelas de Álvaro Enrigue –Vidas perpendiculares, Decencia, Muerte súbita–, pero no son novelas históricas en el sentido convencional. Lejos de él la pretensión, laboriosa y con frecuencia banal, de reconstrucción pedestre de épocas o personajes pasados con un aderezo de ficción que tantas malas novelas produce. Enrigue entiende que el cruce entre novela e historia da para otra cosa y está en su mejor forma cuando, abandonando todo asidero histórico, imagina la vida de sus personajes, sea san Pablo, Caravaggio o, ahora, Gerónimo.

Sus novelas exigen, además, un tipo de lector muy distinto al habitual de “novelas históricas”, que suele ser más bien elemental. Ahora me rindo y eso es todo es una novela sin adjetivos; novela que se interroga y reflexiona sobre sí misma todo el tiempo, metanovela. Enrigue, eso sí, se documenta a fondo sobre los periodos o figuras que elige (así estudió la Italia y la España del siglo XVI y ahora la Apachería del XIX); a veces, de hecho, creo que se documenta demasiado y eso lastra un poco su imaginación novelesca.

Enrigue es uno de los novelistas mexicanos actuales más dotados para la narración de acciones y la construcción convincente de mundos novelescos diversos. La obra inicia: “al principio las cosas aparecen. La escritura es un gesto desafiante al que ya nos acostumbramos: donde no había nada, alguien pone algo y los demás lo vemos. Por ejemplo la pradera: un territorio interminable de pastos altos”. A partir de ahí, Enrigue levanta una catedral narrativa: desmesurada, excesiva a ratos, a la que sobran unas cuantas capillas y retablos, pero imponente. Quizá desde Carlos Fuentes, con el que guarda más de una afinidad, la literatura mexicana no veía una ambición narrativa de esta índole.

Ahora me rindo y eso es todo cuenta tres historias: la de la progresiva rendición de los chiricahuas, centrada en Gerónimo; la de Camila, mexicana raptada por los apaches que acaba convirtiéndose en uno de ellos, y Zuloaga, el militar mexicano encargado de buscarla; y la del escritor que cuenta todo. Siempre ha habido en Enrigue un interés y abierta empatía por los pueblos extintos o casi extintos y sus últimos representantes. No es difícil compartirla: en este caso, un pueblo pequeño, el apache, que durante años resistió heroicamente los embates de dos ejércitos, el mexicano y el norteamericano. A veces la empatía lo desborda y lo hace incurrir en bastas simplificaciones históricas, como cuando generaliza sobre el proceso colonial: “lo que le hicimos a América, la tierra que nos llena la boca cuando la reclamamos. No somos sus hijos, somos una fuerza de ocupación. Tendríamos que vivir de rodillas. Tendríamos que devolverla. Eso es todo, América, eso es todo”. Es bastante más que eso. Sin embargo, lo primero que llama la atención aquí es la magnitud de la fascinación –de dimensiones melvilleanas– que Enrigue ha experimentado por la Apachería. Como es sabido, Gerónimo profesó durante toda su vida un odio profundo a los mexicanos. Con sobrada razón, pues fueron soldados mexicanos quienes asesinaron a su esposa e hijos en Chihuahua, en 1858. No hay manera de reparar semejante infamia, pero no deja de ser un modesto acto de desagravio que sea un mexicano el que escriba ahora su libro.

A diferencia del novelista histórico ordinario, Enrigue está tanto o más interesado en el presente que en el pasado. Sus novelas no son reconstrucciones arqueológicas, sino indagaciones lanzadas al futuro. Aquí de lo que se trata no es solo del ocaso de un pueblo, sino del presente y futuro de dos países, México y Estados Unidos, y de dos continentes, América y Europa. Enrigue vive desde hace tiempo en el país vecino y encarna el dilema del escritor netamente mexicano, hispánico, que vive allá (lejos de él, también, el frívolo afán de ser un escritor “global”, o sea, de ningún lado, porque sabe que toda verdadera universalidad parte de una tradición específica). Esto era ya perceptible en Hipotermia, ese melancólico libro de cuentos sobre gringos. En esta novela, el narrador cavila: “nunca quise ser nada más que lo que soy: mexicano. Las cosas del mundo, el miedo a vivir como un apache, me han puesto, sin embargo, en un ánimo claudicatorio… Para poder seguir manteniendo a la familia, entonces, tengo que dar un paso: dejar de renovar visas, convertirme en residente de este otro país, ser el que soy en otro sitio de manera permanente, dejar de ser extranjero, asumir el rol de migrante y empezar a hacer las cosas que sea que hagan quienes se integran y aclimatan… Me digo que no importa, que nada cambia si uno tiene documentos que reflejen mejor el tipo de vida que lleva”. Ah, pero sí que importa, a quién queremos engañar. Me consta que muchos migrantes mexicanos en una situación similar –“mojado de primera clase”, como se dice en Hipotermia–, escritores o académicos, en la desolación dominical de un campus gringo, se preguntan sinceramente: ¿qué carajos hago aquí?

Hace algunos años, en la terraza de una ciudad norteña con pretensiones gringas, pero al mismo tiempo sólidamente mexicana, conversaba con Enrigue de este y otros temas. Antes de que se bebiera un poco demasiado, hablamos de padres con fuertes raíces en México y una conciencia clara de su historia, y de hijos –más globales, más modernos– en los que esas raíces inevitablemente se debilitan. Reconocíamos con cierta melancolía que había ahí algo que se perdía. Luego el alcohol siguió corriendo, la conversación cambió de rumbo muchas veces y yo acabé la noche repitiendo neciamente una frase idiota sobre Góngora –algo sobre la grandeza formal, no me pregunten qué– y Enrigue un número muy exacto de prostitutas. A la mañana siguiente, crudo, releí el espléndido final de Muerte súbita –en el que el artista, Caravaggio, “sentía que podía escuchar la súplica de un alma antigua, un alma de un mundo muerto, el alma de todos los que se han jodido por la mezquindad y la estulticia de los que creen que de los que se trata es de ganar, el alma de los que se han extinguido sin merecerlo… el alma de los nahuas y los purépechas, pero también la de los longobardos que hacía mil quinientos años había sido reventados por Roma como Roma acababa de reventar a los mexicanos e iba a reventar al poeta. Escuchó: eres el que mejor puede hablar por nosotros”– y pensé, cosa que la lectura de Ahora me rindo y eso es todo ha confirmado, que un novelista como Enrigue es justamente eso: el que mejor puede hablar por nosotros.

Publicado originalmente en https://www.letraslibres.com/mexico/revista/hablar-por-nosotros

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Lamiel, leedora

Supersticiosamente, siempre he atribuido una gran importancia a la primera lectura de un año, como si esta fuera a marcar el tono de lectura del resto, y evito al máximo que uno nuevo me agarre con un libro a medias. Para no errar, este 2019 fui a la segura y empecé con Lamiel, una de las pocas obras de Stendhal que no había leído. No hay pierde: Beyle nunca me decepciona; a las pocas páginas ya estaba yo inmerso en plena bonheur leedora.

Lamiel fue la última, e inacabada, tentativa novelística de Stendhal, antes de caer fulminado por una apoplejía en una calle de París el 23 de marzo de 1842. Es la primera de sus novelas en la que el protagonismo recae enteramente en una mujer, y una mujer muy distinta a la que los lectores de la época estaban acostumbrados. Lamiel, gran alma plena de esprit, es una hermosa adolescente resuelta a conocer el mundo por sí misma y que, como todos los héroes stendhalianos, busca la felicidad y aborrece el ennui. Intrigada por el prestigio del amor, se liga y luego le paga a un joven campesino para que le enseñe. Terminada la lección en medio del bosque, stendhalianamente (porque la realidad siempre se queda corta respecto a la expectativa, se trate del amor, la guerra o París), Lamiel se pregunta: “¿Cómo? ¿El amor no era más que esto?”. Luego se enamora de ella un joven duque: valiente, honorable y aburridísimo; Lamiel lo planta luego de haberse fugado con él y se marcha sola a París. Allí conoce a un conde decadente (mucho más interesante, claro): libertino, borracho, derrochador. Comienza entonces un nuevo aprendizaje. Desgraciadamente, la novela se interrumpe poco después y ya no sabemos qué será de Lamiel, aunque al parecer existía el plan de hacerla enredarse con un asaltante de caminos.

No se crea que todo es aventuras amorosas, aunque Lamiel intuye, desde luego, que el amor puede ser gran fuente de felicidad. La otra, es la lectura, pues Lamiel, cómo no, es una leedora irredenta. Como su hermano, Julien Sorel, vive en un ambiente familiar ignorante y mediocre que desprecia los libros y se ve obligada a esconder su pasión. El primer libro que la cautiva es la Historia de los cuatro hijos de Aymon, antigua chanson medieval; después, la Eneida, sobre todo, claro, el canto de los amores de Dido y Eneas; luego, una historia de bandidos, el Gran Mandrin. Es precisamente la lectura, como el latín en el caso de Julien, el medio para escapar del opresivo y fanático ambiente familiar. Una dama noble de la región, la duquesa de Miossens, impedida para leer por su cuenta, la contrata para que le lea en voz alta. Lamiel, entonces, se vuelve lectora profesional. La duquesa es piadosa y prohíbe a la joven ciertos libros, pero, apenas tiene oportunidad, se sumerge en ellos: Voltaire, la correspondencia de Grimm y el Gil Blas, su favorito.

Lamiel, pues, es una devoradora de libros, pero es todo lo contrario del ratón de biblioteca, que huye del tumulto del mundo. Su voracidad por los libros corre pareja a su voracidad por la vida y la experiencia, representada sobre todo por el amor. Como en el caso de Stendhal, de todo verdadero leedor, vida y lectura están fundidas en una sola y poderosa corriente.

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