Cuando era niño, mis padres solían llevarnos a mi hermana y a mí de vacaciones cada año a algún lugar de la república. En 1986 tocó turno a San Luis Potosí y Zacatecas. Road-trip familiar, viajamos desde Xalapa en auto, un Rambler American color blanco. Recuerdo que en San Luis llegamos a un hotel en el que mi madre había estado cuando era joven y del que guardaba un recuerdo hiperbólico; al llegar, para decepción de todos, resultó un lugar sombrío y decadente de cuyo lujo pasado solo quedaban unas enormes escaleras de mármol y del que no pasamos de la recepción. Tengo pocas memorias de la estancia en San Luis, salvo que conocimos al padre Joaquín Antonio Peñalosa, que por cierto aclaró el misterio de una de las novias de López Velarde –María Nevares, la de los “ojos inusitados de sulfato de cobre”– y cuyas antologías de chistes sobre religión (Humor con agua bendita, Más humor con agua bendita) yo leí varias veces en esa época.
Mucho más me gustó Zacatecas, con sus calles y casas de piedra, y la mítica cafetería Acrópolis en el centro. En algún punto del viaje mi padre anunció que iríamos a un pueblo cercano, Jerez, a visitar la casa-museo de un poeta, Ramón López Velarde. No recuerdo mucho tampoco de esa visita, salvo una vieja casa que me recordó a la de mis abuelos en Coatepec, Veracruz, unas cuantas habitaciones en penumbra y, mi recuerdo más vívido, un pequeño pozo en el patio, el “taciturno catedrático” de unos de los mejores poemas de Zozobra. Me habrán explicado entonces quién era López Velarde y durante años, el resto de la infancia y parte de la adolescencia, lo asocié con esa visita y con ser el autor de “La suave Patria”, poema que por supuesto no leí sino muchos años después.
Sin embargo, a los diecisiete o dieciocho años, un día tomé el volumen de Obras preparado por José Luis Martínez (Fondo de Cultura Económica, México, 1971) y leí La sangre devota y Zozobra. La conmoción verbal fue solo semejante a la que me había provocado Borges en prosa. Recuerdo muy bien mi asombro al leer los versos finales de “Ser una casta pequeñez”: “¿Por qué en la tarde inválida, / cuando los niños pasan por tu reja, / yo no soy una casta pequeñez / en tus manos adictas / y junto a la eficacia de tu boca?”. Me conmovía, además, ese sentimiento quintaesencialmente lópezvelardeano, de culpa católica, de haber extraviado la inocencia y la virtud de la niñez, y estar irremediablemente corrompido. Habiendo ya perdido para ese momento mi fervorosa fe infantil, veía con cierta nostalgia el mundo seguro de la religión. Quizá por eso me emocionaban doblemente versos como los de “Humildemente…”, que recuerdan a san Juan de la Cruz: “Te conozco, Señor, / aunque viajas de incógnito, / y a tu paso de aromas / me quedo sordomudo, / paralítico y ciego, / por gozar tu balsámica presencia”, o los dramáticos y suplicantes de “Gavota”: “Señor, Dios mío: no vayas / a querer desfigurar / mi pobre cuerpo, pasajero / más que la espuma de la mar”.
“La suave Patria” la redescubrí muchos años después. Desde entonces, establecí un pequeño ritual patrio y, si en septiembre estoy dando clases, no importa de qué, el día 15 suspendo el tema que toque y en su lugar leo y comento con mis estudiantes ese extraño poema nacional, el más raro de todos, en el que el poeta empieza burlándose de sí mismo y de la poesía nacionalista, que tiene muchos momentos cómicos, pero que a ratos se pone serio y que canta un país como no se ha cantado ningún otro. Es un privilegio único de México que su poema nacional, en vez de una épica rimbombante y pretensiosa, sea una composición delicada e irónica como esta.
El caso de López Velarde es único porque se convirtió en algo que se da muy pocas veces y escapa, desde luego, a la voluntad individual de un escritor: un mito literario. Es necesario que se reúna una serie excepcional de circunstancias históricas, culturales y biográficas para que esto ocurra. Sobra decir, López Velarde no planeó morir a los treinta y tres años, la edad de Cristo, ni escribir poco tiempo antes de morir el que se convertiría en el poema nacional, ni mucho menos la apoteosis –que no estuvo exenta de revolucionario oportunismo– a la que fue sometido después. Es verdad que el nombramiento de poeta nacional es un honor envenenado, pues se presta a no pocos equívocos, y en su caso ha distorsionado su imagen y distraído la atención de sus mejores obras, que están en el resto de su poesía y no se circunscriben a una nación, pero no tendría sentido renegar de ese López Velarde. Es el poeta nacional y lo seguirá siendo, y es, además, el primero y mayor de nuestros poetas modernos y eróticos.
Este último, el del erotismo, es el ámbito por excelencia de López Velarde. Escindido –como san Pablo, como san Agustín– entre el afán religioso de pureza y el aguijón de la carne, su poesía extrae buena parte de su fuerza de esa contradicción. La posibilidad de un deseo sin diques, sin obstáculos, habría disminuido considerablemente la tensión de ese conflicto que se encuentra en el centro de su obra. Sin embargo, a fin de cuentas, la última barrera que enfrenta el deseo lópezvelardeano, como el de todos nosotros, no tiene qué ver con una creencia religiosa, sino con el tiempo y la muerte. Ese dilema irresoluble es el que prevalece en sus mejores poemas, como “Para el zenzontle impávido” o el estremecedor “Hormigas”:
Antes de que deserten mis hormigas, Amada,
déjalas caminar camino de tu boca
a que apuren los viáticos del sanguinario fruto
que desde sarracenos oasis me provoca.
Antes de que tus labios mueran, para mi luto,
dámelos en el crítico umbral del cementerio
como perfume y pan y tósigo y cauterio.
Luego de la lectura adolescente de López Velarde, seguí frecuentando su obra, pero me esperaba aún el redescubrimiento definitivo, que ocurrió años después. Sucedió, y no creo hacer una comparación desproporcionada, como con ciertas conversiones religiosas, que suelen tener varias etapas hasta llegar a la conversión definitiva. Viviendo en Coatepec, en la misma casa que la del poeta me había recordado, me dediqué varios meses a la lectura escrupulosa de su poesía, verso por verso, rastreando cada alusión, ahondando el significado de cada palabra.
Comenzó entonces a rondarme la idea de escribir algo sobre López Velarde. Desde el principio supe que debía ser el poeta hablando y que la forma que más le convenía era la del monólogo dramático, lo que no dejó de ser raro, porque nunca me había imaginado escribiendo teatro. A lo largo de varios meses de 2019 escribí Los minutos, que apareció en junio de 2021 en el número que Letras Libres dedicó al centenario luctuoso del poeta y que se estrenó en Aguascalientes, una de las ciudades predilectas de Ramón, actuado y dirigido por Rafael Reyes Aboytes (en YouTube, aquí), amigo lópezvelardeano.
Publicado en https://letraslibres.com/literatura/el-pozo-y-el-poeta-ramon-lopez-velarde/