¿Cuántos años tengo? Cuatro o cinco, probablemente. Estoy acostado en mi cama en mi habitación: una cama blanca, infantil, que aún tiene una especie de barandales. La luz es amarilla y la cortina es azul, con figuras de Plaza Sésamo: el Monstruo Comegalletas, Beto y Enrique, Abelardo. Estoy a la expectativa, aguardando ansiosamente el momento que no tarda en llegar. Mi madre entra al cuarto y, casi retóricamente, pregunta:
–¿Qué cuento quieres que te lea?
Ambos sabemos la respuesta:
–Alicia.
–¿Otra vez Alicia? –replica ella débilmente.
En realidad, no siempre pido Alicia; muchas veces, por ejemplo, respondo: “Hércules”, o sea, un resumen de sus trabajos incluido en El libro de oro de los niños, una serie de libros rojos de pasta dura. Había en ellos muchos otros relatos, supongo, pero a mí solo me interesaba el de Hércules. El héroe de la mitología griega y la niña de Lewis Carroll se repartieron la mayoría de mis noches infantiles (luego se agregarían otros personajes, como el exótico Rey Mono de la literatura china, en un libro que me temo he perdido). Sin embargo, mi favorita, sin duda, es Alicia. Nunca me canso de ella.
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