Inadvertidamente, releo el Diario de un seductor justo en el bicentenario de Kierkegaard (sabía que se celebraba este año, claro, pero no especialmente esta semana, pues Sören nació, en efecto, un 5 de mayo). Kierkegaard pertenece a una familia espiritual muy exclusiva, la misma a la que pertenecen escritores como, digamos, Pascal o Dostoievski. No son meros escritores, naturalmente: son un estado del espíritu. Sus verdaderos lectores, aquellos que en realidad tienen una afinidad profunda con su mundo interior, son –sobra decirlo– muy, muy pocos. Los demás podemos identificarnos con ellos parcialmente, quizá en algún momento específico de nuestras vidas, pero luego más bien a la distancia, limitándonos a atisbar de vez en cuando en sus abismos. ¿Cuántos hombres, realmente, son capaces de seguir a Kierkegaard hasta el estadio religioso, por ejemplo? Y, sin embargo, hay algunas cosas que, particularmente alguien que lleva años estacionado en el estético y del que no tiene la menor intención ni posibilidad de salir, puede aspirar a comprender, especialmente en este libro. El seductor del Diario es, como bien se sabe, uno de los estetas kierkegardianos, un fiel discípulo de Venus y Eros. Alejado de toda noción de trascendencia, fija lógicamente todo su interés en el instante (y el instante es, por supuesto, el instante erótico) que persigue incansablemente, uno tras otro, deviniendo una especie de coleccionista. El esteta, desde luego, es egoísta e injusto (solo ha jurado fidelidad a la Belleza): “¿Por qué han de ser tan hermosas las muchachas? ¿Y por qué han de marchitarse tan pronto como las rosas? ¡Ay, a pesar de ser tan frío, estas ideas me ponen un poco melancólico! Al fin de cuentas, ni me va ni viene. ¡Gocemos de la vida y cortemos las rosas antes de que se marchiten!”. Y si acaso estos pensamientos le llegan a dejar alguna melancolía, solo la utilizara, por supuesto, para mejor conseguir sus fines.