Termino de leer –no sin dificultades– Auto de fe, la singular obra maestra de Elías Canetti. Es una novela monumental, excéntrica, densa, germánica hasta la médula. No es, sin embargo, una Gran Novela, como sí lo son, digamos, La montaña mágica o Doctor Faustusde Thomas Mann (Canetti, por cierto, se la envió a éste apenas terminó de escribirla, convencido de que merecería su atención; Mann se la mandó de vuelta con una nota diciendo que no tenía tiempo de leerla, sumiéndolo en una profunda desazón e involuntariamente retrasando su publicación varios años). En éstas, las ideas, los símbolos, la especulación abstracta, armonizan con los personajes y la acción, lo propiamente novelesco; en Auto de fe, no, y en varios capítulos la novela se diluye entre el pensamiento abstracto y simbólico. Se nota, también, cierta falta de oficio novelístico (que le sobraba a Mann), pues la narración se repite y alarga a ratos innecesariamente (no hay que olvidar que fue la primera y última tentativa novelística de su autor). Naturalmente, éste es el tipo de objeciones menores que se le hacen a una obra que de entrada se reconoce como excepcional. Su gran logro, creo, es la construcción del modelo, el arquetipo, del Hombre-Libro, el tragicómico Doctor Peter Kien. Su tragedia es la que se encuentra latente en todo genuino hombre de letras o, más precisamente, erudito: ser “una cabeza sin mundo”, aislarse en un gélido universo intelectual sin ningún contacto con la vida, ser un idiota cercado de libros. No es un riesgo que corran muchos, también hay que decirlo, pues es necesario ser un individuo intelectualmente extraordinario para estar expuesto a él. Es imposible, sin embargo, no sentir en algún momento compasión por el pobre Kien, l’idiot savant, el hombre que prefiere prenderse fuego en medio de su biblioteca antes que volver a exponerse a las fuerzas salvajes de la vida.