La ambigua fama de Stevenson como narrador –cifrada casi en un solo libro al que, si bien sería difícil negarle su condición de clásico, no se le deja de juzgar con cierta condescendencia como literatura juvenil– ha opacado largamente su labor como ensayista. Y, sin embargo, Stevenson es uno de los mejores ensayistas en lengua inglesa, idioma que el género, luego de un deslumbrante nacimiento en los dominios del Señor de la Montaña, pareciera casi haber adoptado (por qué el creador del ensayo encontró sus mejores descendientes al otro lado del Canal de la Mancha y no en su patria es cuestión sobre la que no voy a elucubrar aquí). El temperamento alegre y optimista expresado a lo largo de su obra tampoco ha contribuido a que se le tome en serio: ¿quién era este ingenuo, más parecido a ratos a un niño que a un adulto, que se la pasó predicando la felicidad y el valor?
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