Releo, más de diez años después, Le diable au corps, la precoz obra maestra, escrita a los diecisiete años, de ese meteoro que fue Raymond Radiguet, muerto a los veinte, una edad en la que la mayoría de los narradores apenas empieza a redactar pasablemente. El genio literario precoz es raro en las letras (a diferencia, por ejemplo, de la música), pero es más raro aún en la novela. Ésta requiere madurez, experiencia, años de observación y asimilación (casos paradigmáticos: Cervantes, Stendhal, que con vocación pura de novelistas rindieron sus frutos pasados los cuarenta). Desconfiaría, en principio, de un novelista demasiado joven. Se puede tener un temprano talento narrativo, claro, pero casi necesariamente se carecerá de lo que hace a una gran novela: experiencia transfigurada en arte. Y, generalmente, esa transfiguración toma años. Por eso el caso de Radiguet es aún más asombroso: a los diecisiete era capaz de tomar distancia de unos hechos apenas ocurridos y convertirlos en material novelesco. El propio Radiguet se adelantó a estas objeciones en una nota sobre su obra que apareció en Les Nouvelles Littéraires el mismo año que la novela, 1923: «En consecuencia, es un lugar común, una verdad en lo absoluto desdeñable, que para escribir es necesario haber vivido. Lo que me gustaría saber es a qué edad tiene uno el derecho de decir: he vivido… Yo creo que a cualquier edad, y desde la más temprana, uno a la vez ha vivido y comienza a vivir».