Leo las Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro. Me pregunto si no será, de todos sus libros, el llamado a perdurar. Ribeyro es autor de algunos de los mejores cuentos en lengua española del siglo XX. Cultivó ese género con tesón y fidelidad, resistiendo (casi, pues escribió alguna, como Los geniecillos dominicales, de grata lectura, pero inferior a sus relatos) la tentación de la novela. Recuerdo algunos cuentos memorables de Silvio en El Rosedal, Solo para fumadores (el texto indispensable sobre el tabaco, junto a las páginas de Italo Svevo en La conciencia de Zeno) y Relatos santacrucinos. Y, sin embargo, hay en este breve libro (son doscientos fragmentos y no llega a las ciento cincuenta páginas) una perfección, una contundencia, que lo hacen, quizá, su mejor obra. Lástima, en verdad, que no persistió en este tipo de escritura, dejando incluso de escribir algunos cuentos, pues de haberlo hecho estaríamos frente a una especie de Zibaldone o Libro del desasosiegoperuano, hispanoamericano. No me pondré a comentar fragmentos porque acabaría citando el libro entero. Reproduzco solo dos pasajes que dan una idea de los extremos de su atmósfera espiritual:
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Mi gato negro y yo, en esta noche lluviosa de verano. La pieza silenciosa. Uno que otro carro se desliza por la calzada húmeda. El barrio duerme, pero mi gato y yo velamos, nos resistimos a dar por concluida la jornada, sin haber hecho nada, al menos yo, que la justifique, que la dote de significación y la diferencie de otras, igualmente parsimoniosas y vacías. Quizá por eso escribo páginas como ésta, para dejar señales, pequeñas trazas de días que no merecerían figurar en la memoria de nadie. En cada una de las letras que escribo está enhebrado el tiempo, mi tiempo, la trama de mi vida, que otros descifrarán como el dibujo en la alfombra.
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La única manera de continuar en vida es manteniendo templada la cuerda de nuestro espíritu, tenso el arco, apuntando hacia el futuro.