En su última novela, La fête de la insignifiance (cuya reseña aparecerá próximamente en Letras Libres), Milan Kundera, en una de sus habituales disquisiciones eróticas, se ocupa del ombligo femenino y su significado. La obra, de hecho, arranca con la meditación de uno de los protagonistas frente al espectáculo de las chicas que con blusas cortas muestran su ombligo y el posible sentido de una época (la nuestra) que lo ha convertido en un polo erótico. Tras las primeras páginas me esperaba un elogio y ya hacía a Kundera un entusiasta del cáliz redondo, como lo llama el Cantar de los cantares. Nada de eso. La postura es más bien antionfálica. El autor y sus personajes comprenden perfectamente la adoración de las piernas, las nalgas o los senos, pero el culto al ombligo los deja perplejos. “Antes –sostiene Alain, uno de los protagonistas–, el amor era la fiesta de lo individual, de lo inimitable, la gloria de lo que es único, de aquello que no tolera ninguna repetición. Pero el ombligo no solamente no se rebela contra la repetición, ¡es un llamado a las repeticiones! Y vamos a vivir, en nuestro milenio, bajo el signo del ombligo. Bajo este signo, todos somos soldados del sexo, con la misma mirada fija, no sobre la mujer amada, sino sobre el orificio a la mitad del vientre que representa el único sentido, la única meta, el único futuro de todo deseo erótico”.
Sin ser particularmente onfalifílico, la injusticia me parece manifiesta y no deja de sorprenderme viniendo de Kundera, delicado devoto del cuerpo femenino. “Todos los ombligos son parecidos”, sentencia Alain. Pues sí, y fundamentalmente también todas las narices, todos los ojos y todas las bocas, pero cualquier observador medianamente atento sabe apreciar las diferencias. Aprovecho la polémica para releer el extraordinario El ombligo como centro erótico de Gutierre Tibón, que me queda claro que Kundera nunca leyó.