Para terminar el año, vuelvo a Stendhal, la Vida de Henry Brulard. Era Leonardo Sciascia, si mal no recuerdo, eminente stendhaliano y autor de un libro titulado Adorable Stendhal, el que sostenía que la pasión por Beyle tenía tres etapas: en la primera se estaba convencido de que lo mejor era Rojo y negro; en la segunda, se caía en la cuenta que era La cartuja, pero en la tercera quedaba claro que no había más que el Henry Brulard. No sé si sea rigurosamente cierto, pero habría razones para argumentar a favor de este último. El incipites stendhaliano hasta la médula: “Me encontraba esta mañana, 16 de octubre de 1852, en San Pietro, sobre el monte Janículo, en Roma; hacía un sol magnífico. Un ligero viento de siroco apenas sensible hacía flotar algunas nubecillas por encima del monte Albano, un calor delicioso reinaba en la atmósfera: era feliz de estar vivo”. Varios de los mejores rasgos del carácter de Stendhal están en estos renglones: su individualismo, su autosuficiencia, su gusto por el paseo, su capacidad para apreciar la naturaleza y disfrutar los placeres sensuales y, sobre todo, su buena disposición para la felicidad. Todo Stendhal –y ésta es sin duda su mayor virtud– es una gran celebración de la vida (Sciascia tenía razón: adorable, adorable Stendhal).