Con la novela Lejos de Veracruz, Vila-Matas se ganó a pulso la ciudadanía veracruzana. Estrambótica, arrebatada, delirante, jarocha a más no poder, en ella el narrador y protagonista, Enrique Tenorio, el menor de los hermanos Tenorio, prematuramente envejecido y derrotado a los veintisiete años, viajero retirado, manco, amante de la Vida y enemigo acérrimo del Arte (“yo no quiero ser para nada un artista. Yo aspiro únicamente a vivir. Mi obra maestra será mi vida”, p. 37), deviene finalmente escritor al componer el relato “Es que soy de Veracruz”, que culmina con una epifanía ocurrida en medio de la algarabía de Los Portales: que no importa no ser original, que nadie puede ser original, que lo que pensamos y sentimos lo han pensado y sentido miles de personas antes de nosotros, pero que nosotros debemos expresarlo igualmente (y además que, en definitiva, si ya eres de Veracruz, para qué quieres ser original), que entre el silencio de Beckett y la verborrea de la Bamba, hay que escoger la Bamba: “Al diablo con Beckett. Bamba, la bamba, la bamba” (p. 17). Veracruz, pues, como un símbolo de la fiesta, la felicidad y la palabra, pero también como el espacio que representa el descenso del protagonista a los infiernos, el lugar en el que en una pesadilla alcohólica asesina a Dios, personificado por un chulo de Badajoz. En las últimas páginas del libro, cuando el héroe, asumiendo ya plenamente su condición de artista, decide que escribirá una obra basada en lo que acaba de contar, pero falseando y transfigurándolo todo, o sea, una novela, Veracruz y su luna reaparecen como símbolo de la invención, de la ficción, en suma, de la literatura: “escribiré, mentiré a la luz de la luna de la antigua Villa Rica de la Vera Cruz, que me hará señas de plata sobre el muro blanco” (p. 254).
Cuando alguien me pregunta quién es el mejor escritor veracruzano, contesto sin vacilar: “¿Veracruzano? Enrique Vila-Matas”.