«Adviértase que lo que confiere su enorme fuerza a cualquier credo positivo, al punto de apoyo que le permite adueñarse de los ánimos, es su vertiente ética; bien que no inmediatamente como tal, sino en tanto que esta se halla firmemente conectada y entretejida con el dogma mítico que por lo demás es característico de rodo credo religioso, hasta el punto de que solo parece explicable por él; aunque el significado ético de las acciones no es explicable en absoluto conforme al principio de razón, todo mito sigue este principio y los creyentes tienen el significado ético del obrar por algo inseparable de su mito e incluso lo identifican con él, considerando cualquier ataque al mito como un ataque a la justicia y a la virtud. Esto llega al extremo de que entre los pueblos monoteístas el ateísmo, o impiedad, se ha convertido en sinónimo de ausencia de toda moralidad. Los sacerdotes dan la bienvenida a esta confusión conceptual y solo a consecuencia de ella podía originarse esa temible atrocidad que es el fanatismo, el cual no solo ha llegado a imperar sobre algunos individuos excepcionalmente perversos y malvados, sino sobre pueblos enteros, y a la postre materializarse en este Occidente como Inquisición (lo que para honra de la humanidad solo se ha dado una vez en su historia), la cual según informes tan recientes como auténticos hizo morir por cuestiones religiosas con el tormento de la hoguera a 300,000 personas en 300 años, tan solo en Madrid, mientras en el resto de España había muchos antros de asesinos espirituales: esto es algo que hay que recordar a cualquier fanático en cuanto pretenda alzar su voz».
El mundo como voluntad y representación, 65