Prólogo a El minutero de Ramón López Velarde



Al morir en la Ciudad de México el 19 de junio de 1921 a la edad de treinta y tres años, oficialmente a causa de una pulmonía, Ramón López Velarde trabajaba en un libro de prosa poética, a la manera de El spleen de París. Pequeños poemas en prosa de Charles Baudelaire. Apenas al día siguiente de su muerte, el periódico Excélsior informaba a sus lectores al respecto: “El poeta preparaba una obra en prosa, una colección de poemas estilizados, plenos de admirable emoción, de finas observaciones y de la más exquisita factura. Este libro iba a constar de cuarenta y cinco trabajos, de los cuales el poeta solo había terminado 32. No obstante que la muerte vino a interrumpir la conclusión de este libro, que está destinado a causar una gran sensación en nuestro mundo intelectual, el compañero de Ramón López Velarde, el poeta Enrique Fernández Ledesma, hará un arreglo de los trabajos que existen en su mayor parte inéditos, y próximamente los dará a la publicidad. El libro llevará por título El Minutero”. Ese es el libro que el lector tiene ahora entre las manos.

Ramón López Velarde había nacido en Jerez, Zacatecas, el 15 de junio de 1888, bajo el signo de Géminis, primer indicio de su personalidad escindida. Se mudó con su familia a Aguascalientes cuando tenía alrededor de diez años, pero toda la vida conservaría la nostalgia por ese paraíso perdido que Jerez —o, mejor dicho, la infancia transcurrida ahí— representaba para él. A los doce volvió a su estado natal, a la capital, para ingresar al Seminario Conciliar y Tridentino de la Purísima. En 1902, de vuelta en Aguascalientes, prosiguió sus estudios en el Seminario de Santa María de Guadalupe y años más tarde ingresó al Instituto de Ciencias, donde hizo la preparatoria. Siguió regresando a su pueblo natal para pasar las vacaciones y en una de ellas se reencontró con una muchacha a la que conocía desde la infancia, ocho años mayor que él, de nombre Josefa de los Ríos, de la que se enamoraría ideal y perdidamente, y a la que en su obra transfiguraría en Fuensanta.

En Aguascalientes comenzó a escribir y a hacer vida literaria y bohemia junto con sus amigos Pedro de Alba y Enrique Fernández Ledesma, entre otros. Posteriormente se trasladó a San Luis Potosí, donde cursó la carrera de Derecho y se hizo partidario de Francisco I. Madero, que entonces daba inicio al movimiento que conduciría a la Revolución. Más tarde, radicado ya en la Ciudad de México, alternaba su trabajo de abogado con la impartición de clases de literatura y la colaboración en periódicos y revistas, pasando casi siempre estrecheces económicas. En 1916 publicó su primer libro de poemas, La sangre devota, bien recibido por la crítica, que celebró más que nada su canto a la vida provinciana, dando origen a uno de los equívocos más extendidos sobre López Velarde, el que lo ve solo o fundamentalmente como el “poeta de la provincia” (al igual que luego, con la publicación de “La suave Patria”, como el “poeta nacional”). Uno de los últimos poemas de ese libro —“Boca flexible, ávida…”— ya no está dedicado a Fuensanta, sino a un nuevo amor: la “Dama de la Capital”, Margarita Quijano, a la que el poeta, fiel a sus hábitos amorosos, asedió a la distancia durante años y con la que luego sostuvo una breve relación, que ella concluyó, sumando así otra frustración a su biografía sentimental. Por otro lado, López Velarde solía frecuentar a las “consabidas náyades arteras”, prostitutas con las que vivía el amor físico que, dada la moral de la época, no podía consumar en sus relaciones formales. La carne vivía así en permanente conflicto con el espíritu. Fruto de esta y otras tribulaciones —la muerte, el paso del tiempo, el pasado irrecuperable, el imposible retorno al origen— fue Zozobra (1919), obra maestra cuyo título cifra el alma de López Velarde, como la angustia de Kierkegaard o el desasosiego de Pessoa. La zozobra es una perpetua agitación, un ir de un extremo a otro sin encontrar nunca reposo, y es por eso que en su poesía son frecuentes las imágenes acordes: el péndulo, el candil, el trapecio.

En 1920, derrocado y asesinado Venustiano Carranza, de cuyo gobierno era funcionario menor, López Velarde se alejó del servicio público. Colaboró en la revista El Maestro, que dirigía José Vasconcelos, y allí, en abril de 1921, publicó el célebre ensayo “Novedad de la Patria”, en el que medita sobre el futuro de México tras la Revolución: “una Patria no histórica ni política, sino íntima… Un gran artista o un gran pensador podrían dar la fórmula de esta nueva Patria”. Sobra decirlo, el gran artista es él y la fórmula está contenida en “La suave Patria”: “Patria, te doy de tu dicha la clave: / sé siempre igual, fiel a tu espejo diario”. El poeta más íntimo y personal de México estaba a punto de convertirse en el poeta de todos. Apenas tuvo tiempo de revisar el poema en galeras de la misma revista, pues, como comencé recordando, murió el 19 de junio, luego de pescar una pulmonía en una de las caminatas nocturnas que le gustaba hacer por la Ciudad de México.

No habían transcurrido ni veinticuatro horas de su muerte cuando dio inicio su singular apoteosis como “poeta nacional”. El régimen posrevolucionario que él había repudiado, presidido por Álvaro Obregón (el responsable del magnicidio de Carranza), le organizó un suntuoso funeral y a partir de ahí comenzó un proceso de apropiación que convirtió a López Velarde y particularmente a “La suave Patria” en símbolos nacionales, no sin detrimento del resto de su obra. México había encontrado a su poeta. No parece tener mucho sentido renegar hoy de López Velarde como poeta nacional, aunque el título pueda tener mucho de obsequio envenenado; lo es, inexorablemente, y somos afortunados de que así sea, pero es mucho más que eso, pues, como observó un agudo crítico en la nota anónima correspondiente al poeta en la Antología de la poesía mexicana moderna (seguramente Xavier Villaurrutia), “su verdadera conquista no era la ambicionada alma nacional, sino la suya propia”.

López Velarde nunca fue ajeno a la prosa. Aparte de sus artículos periodísticos de política, escritos en una forma apresurada y utilitaria, sin fines estéticos, cultivó desde joven una prosa artística que solía aparecer en forma de crónicas en la prensa de la época. Era, en una primera etapa, vagamente romántica y sentimental, pero el estilo se transformó notablemente en sus últimos años. La prosa se refinó y profundizó, adquiriendo una complejidad y densidad que solo es comparable a la de los mejores poemas de Zozobra. Como toda genuina transformación estilística, obedeció a una metamorfosis interior. El estilo se ahondó porque el hombre se ahondó. Atrás quedaba la ingenuidad de un romanticismo convencional y era sustituida por una aguda, dolorosa e irónica conciencia de sí mismo y del mundo. Poco quedaba ya de la inocencia juvenil y provinciana del poeta. Para decirlo con sus propias palabras: “Hoy mi tristeza no es tumulto, sino profundidad. No tormenta cuyos riesgos puedan eludirse, sino despojo inviolable y permanente del naufragio. Pocas emociones habrá más voluptuosas que la altanería del alma, que se nutre de su propio acíbar y rechaza cualquier alivio exterior” (“Fresnos y álamos”).

Mucho se ha discutido sobre el género de El minutero. Es verdad que en él hay textos que se acercan al ensayo (“Novedad de la Patria” o “La conquista”), que se ubican dentro de ese amplio marco que la prensa denominaba crónica (“En el solar” o “La sonrisa de la piedra”), especie de cuentos (“La necedad de Zinganol” o “Caro data vermibus”), esbozos de crítica literaria y artística (“Anatole France” o “El cofrade de San Miguel”) y hasta discursos (“Oración fúnebre”), pero la forma que sin duda caracteriza el libro es la del poema en prosa —quizá sería más exacto hablar de prosa poética, como lo hizo el propio Baudelaire, sustantivando la prosa en lugar de subordinarla a mero adjetivo, pero difícilmente vamos a modificar una tradición teórica y crítica—, cuya definición no es menos ardua. Baste recordar las palabras de la dedicatoria de El spleen de París: “¿Quién de nosotros, en sus días de ambición, no soñó el milagro de una prosa poética, musical sin ritmo ni rima, lo bastante flexible y lo bastante dura para adaptarse a los movimientos líricos del alma, a las ondulaciones del ensueño y los sobresaltos de la conciencia?”. Esa es la prosa que define a El minutero.

Como La sangre devota o Zozobra, los únicos libros que el poeta dio a la imprenta, El minutero pretendía ser una obra cuidadosamente planeada y elaborada, pero la muerte le impidió darle su forma definitiva. No sabemos, a ciencia cierta, qué textos y en qué disposición quería que lo integraran, pero tenemos algunos indicios. Se conserva un manuscrito, en posesión de la Academia Mexicana de la Lengua, que enlista veintiún títulos que seguramente estaban destinados al libro en preparación, en el siguiente orden: “Eva”, “Las santas mujeres”, “En el solar”, “Anatole France”, “Mi pecado”, “El bailarín”, “La cigüeña”, “El cofrade de San Miguel”, “Noviembre”, “Oración fúnebre”, “Viernes Santo”, “Dalila”, “La magia de Nervo”, “Metafísica”, “José Juan Tablada”, “La conquista”, “La flor punitiva”, “José de Arimatea”, “Obra maestra”, “Lo soez” y “Urueta” (el volumen finalmente publicado incluye todos, salvo los dedicados a Nervo y Tablada). Probablemente López Velarde pensaba componer nuevos textos para completar el libro o quizá incluir algunos más de los que ya tenía escritos. A su muerte, Fernández Ledesma —fiel Max Brod de Ramón, que más de una similitud tiene con Kafka— reunió los textos señalados y agregó otros que le pareció se ajustaban al espíritu de la obra (“Novedad de la Patria”, “Fresnos y álamos”, “La última flecha”, “La necedad de Zinganol”, “Meditación en la alameda”, “Semana Mayor”, “La sonrisa de la piedra”, “Nochebuena” y “Caro data vermibus”), para dejar el volumen en un total de veintiocho, aparte de los poemas que lo abren y cierran, homenajes póstumos de José Juan Tablada y Rafael López. Llama la atención que los agregados por Fernández Ledesma sean en algunos casos considerablemente más largos que la mayoría de los enlistados por el poeta y más tendientes al ensayo (“Novedad de la Patria”, “La última flecha”) o a la narración (“La necedad de Zinganol”, “Meditación en la alameda”, “Caro data vermibus”). Creo que, en general, López Velarde daba prioridad en esta obra a una prosa corta, muy concentrada, depurada al máximo —como “Obra maestra”, “Las santas mujeres” o “José de Arimatea”, verdaderos diamantes verbales— y no sé si habría compartido del todo la selección final de su colega. Sin embargo, hay que decir que Fernández Ledesma hizo un trabajo loable, verdadera muestra de lealtad y afecto hacia el amigo muerto, y que El minutero es el libro que él cuidó e hizo posible.

La religiosidad de la Edad Media discurrió el “libro de horas” u horarium, volumen personal de oración ordenado según las horas canónicas. Muy consciente de la tradición religiosa, López Velarde compone un secular “libro de minutos” o minutorum de oraciones profanas, poemas en prosa, para uso del hombre moderno. De sobra es conocida la obsesión del poeta con el paso del tiempo y sus marcas —los años, los meses, los días, las horas y los minutos—, pero especialmente obsesiva parecía resultarle la medida de los sesenta segundos, quizá por su pequeñez y fugacidad. Numerosos son los memorables minutos de su obra: los “hiperbólicos minutos” y “el minuto cobarde” del poema homónimo; el “minuto de hielo” de “Hoy como nunca”; “los minutos de inmemorial espera” de “La tejedora”; etcétera. Ruido de fondo de la obra del poeta, el tic-tac del “reloj de agonías” es un recordatorio delicado, pero implacable de nuestra condición mortal (si se me permite el comentario personal, fue esta obsesión la que me impulsó a escribir el monólogo lopezvelardeano Los minutos, publicado en la revista Letras Libres en junio de 2021, en su centenario luctuoso).

Los “minutos” —poemas en prosa o prosas poéticas— que nos propone López Velarde en este libro no son, sin embargo, minutos ordinarios, vacíos, de esos que transcurren sin darnos cuenta y que componen la mayor parte de nuestras vidas; son, por el contrario, densos, conscientes, plenos de significado, en los que quien los sepa leer ahondará en su propio ser. No hay que dejarse engañar por la brevedad de los textos o del volumen mismo: El minutero posee una profundidad que no tienen obras vanamente dilatadas o colecciones enteras de libros. Por ello requiere una lectura pausada, detenida, y, sobre todo, una constante relectura. No sé cuántas veces he leído y releído los textos que lo conforman; sé que cada vez que lo abro me depara una nueva revelación y, sobre todo, un nuevo misterio y que ni remotamente presumiría haberlo descifrado por completo. Contiene todos los principales temas de su autor: la mujer, el amor, la soltería, el arte, la poesía, la sensualidad, la espiritualidad, el tiempo, la muerte, la patria, etcétera, y es una inmejorable introducción al íntimo y complejo mundo lopezvelardeano.

“Sé siempre poeta, aun en prosa”, ordenó célebremente Baudelaire; pocos supieron acatar ese dictamen como Ramón López Velarde.

Prólogo a El minutero de Ramón López Velarde en Aquelarre Ediciones.

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